Ay, no se puede ser desgraciado bajo las palmeras,
bajo el toldo granate que adelanta la noche en el patio,
con las manos humedecidas en el agua perfumada de azahar
que refleja el cobre sangriento de las ánforas.
Bajo las palmas grávidas de dátiles
que se elevan en busca del beso febril de la noche de junio,
cuando junio tiene un placer para cada momento
y sólo el respirar es voluptuosidad.
Ay, cuéntame del Sur,
de esa tierra que sonríe con el carmín violento del granado en sus
labios,
blancos por el contraste con la piel oscura, dorada por el sol.
Cuéntame desde Córdoba dormida entre el mármol y el agua,
y Jerez, como un lirio de cal nacido entre las viñas,
y Málaga, caña de azúcar verde bajo un palio sofocante de estío,
hasta el cegador diamante calcinado del desierto,
donde languidecen los camellos llevando bajo la seda roja de las
gualdrapas
los frutos frescos de los oasis en sombra.
Dime el amanecer en el naranjal de troncos encalados,
cuando el sol aún no esparce la colmena furiosa de sus rayos
sobre las hojas húmedas de la calabaza.
Dime la penumbra de las bodegas,
el misterio de los claustros entre el verdor de los maceteros y las
columnas,
el balcón abierto a la noche áspera de jaras,
junto al adolescente desvelado que sueña sobre las sábanas
el abrazo de las mujeres que tienen en su cuerpo el desmayo inquieto
de las corzas
y en su cálida boca el frescor jugoso de las sandías.
Hay una hora de la madrugada en que se extinguen las lámparas
olorosas de bálsamos
y el cansancio mustia la enredadera enervante de los abrazos,
y sólo sabemos que vivimos porque llega lejano un halago de albahaca,
un susurro de alas entre el humo de junio.
A esa hora, ven a la campiña.
La barca nos espera,
y el alba es aún una amapola que sangra en el cuchillo de los gallos.
Va la barca en silencio.
Las manos en el agua cogen el ascua helada de la estrella.
Abandonados, se hunden los remos en el pálido malva del río.
¡Melonar bajo luna!
Lejanas las guitarras ponen sed en los labios,
y las mujeres llevan biznagas en la llama negra del pelo;
y al abrir el melón su carne rosa y fresca
los labios beben ávidos la miel de ese beso
que luego ha de gustarse sobre otra boca,
entre el aroma de juncias pisadas que ahogan con el brocado espeso de
su olor.
Háblame de la siesta...
Suena el agua en la fuente...
Las ventanas se velan de intimidad.
La calle arde al sol.
En el campo, las víboras se muerden retorcidas de calor y de celo;
el alacrán se clava su aguijón,
y, en el patio, avispas de oro negro zumban junto al racimo verde del
emparrado;
y desde la ensombrada galería,
en el turbio coágulo del espejo, se refleja el fruto exhausto del limón
y los cidros.
Los sentidos buscan la fiesta de lo frío:
cristal, collares, cálices para las manos tibias,
el surtidor deslíe la plata de los peces en el reseco oído;
para el olfato abre la magnolia la nieve de sus pétalos,
y en los ojos el mármol de las estatuas vivas
ofrece su desnudo fresco como un venero
al quebrarse en la boca un chorro de agua helada que resbala en gotillas
por el rostro.
Un aire de abanicos y geranios acaricia la piel,
y el alma se esconde pequeña como una araña en el rincón oscuro,
ante el despertar de los deseos, bellos como faisanes de pedrería,
que pasean su cola de amatista y de ópalo
por el bosque caliente de la sangre.
Dime ahora la noche...
La noche es toda azul. Como la hoja inmensa de un plátano azulado junto
a un lago de aguas azules.
La noche tiende cortinas que sujeta en palomas.
Arden túnicas de oro en la campiña.
La llama de los rastrojos se respira en el aire
y el pueblo es una salamandra que tuesta sus escamas en el fuego.
Sonríen en las puertas las mujeres con los ojos pintados,
y el árbol del paraíso balancea en sus flores serpientes de perfume.
En azoteas blancas por la cal y la luna se bañan las muchachas.
Las serenatas ciñen de música las sienes,
y mordiendo alhelíes pasan las cortesanas en sus verdes literas.
De pronto, todo calla...
¡Música en los jardines!
La guzla tiene a veces un idilio de agua goteante entre rosales,
y otras es un caballo blanco con las crines blancas
que galopara sin jinete por una calle de mármoles negros,
en penumbra de arcos.
Suenan los crótalos, y la tierra recién regada de los arriates
hace florecer jazmines de fiebre en la cintura de las bailarinas.
La noche escapa con el gemido último de las cítaras.
Y cuando el curvo alfanje de la luna palidece de cisnes
y el placer es un pozo, bajo sombra de áloes,
el alba llega a las tierras del Sur
como una esclava huida de su dueño que se desangrara entre las pitas y
las chumberas.
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