Lianas

(1988)

 

Las grietas de la fruta

Toda la noche estuve
ordenando papeles y jacintos.
Me perdí entre las cartas y los nombres
por los brazos ruinosos de las letras,
signos cerrados que en otro tiempo fueron
cofres de luz y espejo, en donde se agitaban
las lánguidas mareas del amor.
¿Dónde el suspiro largo que cobija la sombra,
la negrura secreta de las moras y el agua? Hoy, un muro de cera aprisiona mi casa
y en las tardes sombrías se incendia todo y arde
con ese melancólico color que da el crepúsculo,
ese azogue de ámbar que se acerca a las casas vacías
y las cubre de nieve y de luciérnagas
escalando paredes de zarzas y saúcos,
ávidos aros blancos
que en el tiempo se asientan implacables,
tiranos mostos de tristeza y tábanos. Sola estoy con un pájaro anidado en el pecho;
en los durmientes patios, dulces heliotropos,
peces abatidos de adolescencia y cal,
murmullos en las arcas florales
y en las gotas trémulas de los vidrios y el bruno.
Crece la hierba y alza las uñas afiladas
al umbral de mi casa
esperando el religioso perfume del alazor y el pino.
Detrás de los cristales humean las hogueras,
los vientos, los piñones,
el turbio y sonrosado atardecer.
Han entrado las moscas en mi casa
y ya esparcen sus huevos por mis libros;
de las esbeltas copas del ajuar
saldrán las larvas sigilosamente
aguardando en la noche que mis guantes de malla
descansen junto a ellas. Cubro con paños blancos los muebles y el sofá.
Enredo entre los cuadros duraznos y cerezas.
A veces me detengo pensando en los milanos,
algo sutil y absorta,
insensible al tejido de mi piel
y a los cálices tibios de las mamas. Mas mi corazón está derrumbado y oscuro
y nada hay que me mueva la carne y me consuele.
Ruinas y adelfas yerran por mis piernas
y junto al muro, víctimas de ensueños,
renacen los manzanos. Descorrí las cortinas de la melancolía
y a mis brazos he visto secarse de tristeza,
laceradas las manos, endeble la memoria;
¡si volvieran los días dispersos de la infancia!,
los calderos al fuego, las altas graderías,
los rastrillos, las hoces, el cántaro de leche,
los canastos flotando en la ausencia de lluvia,
o desnudos los cuellos de las muchachas brunas... Ya semejo una selva de olvidos y cantú,
sólo un rostro de niña
en el reflejo de una palangana. ¡Oh, sí!, mi desmemoria es grande y silenciosa,
naranjas esparcidas en un barranco gris.
Distante estoy mirando los desmayados sauces,
el carrizal del río, las grietas de la fruta.
Y en mi boca penetra la culebra del mal
con la manteca rancia de los dulces;
mi boca escrupulosa,
rezumando ciruelas granates en almíbar,
o grosellas guardadas en dulceras
cuyos bordes calados vierten sangre. ¡Tantos años creyendo en los reflejos
que mi rostro emitía desde el agua,
tan esquivas las ondas,
tan sensual el gozo de sentir las ojeras,
rápidamente deshacerse y caer! Y ahora ni un hisopo de junco ahuyentaría
la máscara pasmada que en el fondo envejece,
ni el anillo encarnado que mis ojos circunda
más allá del dolor:
la frontera negruna del agua del aljibe
que la infancia cancela
y los portones cierra estrepitosamente
sellando con cedría
y a las frutas blanquísimas descuaja
de los tristes jardines interiores
cuando los sueños suben
por las leves lianas.

El silencio

Todo el silencio de mi vida
está encerrado en un grano de ámbar.
Todo lo que callé y aún callaré
está escondido allí. La sola voz desnuda que me obliga al secreto
y ni lágrimas vierte ni impaciencia,
es un punto negro dentro del amarillo fulgor
que el alma tiene,
una extensa planicie de oro en el desierto,
esférica y helada
con un solo habitante en su interior:
un pájaro gigante, muy lejano,
atrapado en la quietud de la resina,
derretidas las patas por el tiempo
y la mirada ingenua del que muere inocente. Todo el silencio cabe en un segundo,
en un sueño,
en una seña,
o en el último estertor junto a otra boca. Por eso escribo sin violar las leyes del silencio,
con la tristeza en flechas arrancadas del labio,
escarchada en cristales de azúcar y aguardiente
cual ramo de anís en la botella blanca
o faisana soñando solitaria
en los bajos espumeros de la sal. Todo mi reino está rayado a esmeril
y es pasto del olvido,
costa brumosa surcada de aguanieves,
intenso mar que vive en mí
con la niebla y la sombra. De sus playas extraje todo el ámbar,
de mi azotado corazón, todo el silencio.
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