Las grietas
de la fruta
Toda la noche estuve ordenando papeles y jacintos. Me perdí entre las cartas y los nombres por los brazos ruinosos de las letras, signos cerrados que en otro tiempo fueron cofres de luz y espejo, en donde se agitaban las lánguidas mareas del amor. ¿Dónde el suspiro largo que cobija la sombra, la negrura secreta de las moras y el agua?
Hoy, un muro de cera aprisiona mi casa y en las tardes sombrías se incendia todo y arde con ese melancólico color que da el crepúsculo, ese azogue de ámbar que se acerca a las casas vacías y las cubre de nieve y de luciérnagas escalando paredes de zarzas y saúcos, ávidos aros blancos que en el tiempo se asientan implacables, tiranos mostos de tristeza y tábanos.
Sola estoy con un pájaro anidado en el pecho; en los durmientes patios, dulces heliotropos, peces abatidos de adolescencia y cal, murmullos en las arcas florales y en las gotas trémulas de los vidrios y el bruno. Crece la hierba y alza las uñas afiladas al umbral de mi casa esperando el religioso perfume del alazor y el pino. Detrás de los cristales humean las hogueras, los vientos, los piñones, el turbio y sonrosado atardecer. Han entrado las moscas en mi casa y ya esparcen sus huevos por mis libros; de las esbeltas copas del ajuar saldrán las larvas sigilosamente aguardando en la noche que mis guantes de malla descansen junto a ellas.
Cubro con paños blancos los muebles y el sofá. Enredo entre los cuadros duraznos y cerezas. A veces me detengo pensando en los milanos, algo sutil y absorta, insensible al tejido de mi piel y a los cálices tibios de las mamas.
Mas mi corazón está derrumbado y oscuro y nada hay que me mueva la carne y me consuele. Ruinas y adelfas yerran por mis piernas y junto al muro, víctimas de ensueños, renacen los manzanos.
Descorrí las cortinas de la melancolía y a mis brazos he visto secarse de tristeza, laceradas las manos, endeble la memoria; ¡si volvieran los días dispersos de la infancia!, los calderos al fuego, las altas graderías, los rastrillos, las hoces, el cántaro de leche, los canastos flotando en la ausencia de lluvia, o desnudos los cuellos de las muchachas brunas...
Ya semejo una selva de olvidos y cantú, sólo un rostro de niña en el reflejo de una palangana.
¡Oh, sí!, mi desmemoria es grande y silenciosa, naranjas esparcidas en un barranco gris. Distante estoy mirando los desmayados sauces, el carrizal del río, las grietas de la fruta. Y en mi boca penetra la culebra del mal con la manteca rancia de los dulces; mi boca escrupulosa, rezumando ciruelas granates en almíbar, o grosellas guardadas en dulceras cuyos bordes calados vierten sangre.
¡Tantos años creyendo en los reflejos que mi rostro emitía desde el agua, tan esquivas las ondas, tan sensual el gozo de sentir las ojeras, rápidamente deshacerse y caer!
Y ahora ni un hisopo de junco ahuyentaría la máscara pasmada que en el fondo envejece, ni el anillo encarnado que mis ojos circunda más allá del dolor: la frontera negruna del agua del aljibe que la infancia cancela y los portones cierra estrepitosamente sellando con cedría y a las frutas blanquísimas descuaja de los tristes jardines interiores cuando los sueños suben por las leves lianas.
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