I
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Tras asistir a la ejecución de las alondras has
descendido aún hasta encontrar tu rostro dividido
entre el agua y la profundidad.
Te has inclinado sobre tu propia belleza y con tus dedos
ágiles acaricias la piel de la mentira:
ah tempestad de oro en tus oídos, mástiles en tu alma,
profecías...
Mas las hormigas se dirigen hacia tus llagas y allí
procrean sin descanso
y hay azufre en las tazas donde debiera hervir la
misericordia.
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Es esbelta la sombra, es hermoso el abismo:
ten cuidado, hijo mío, con ciertas alas que rozan tu
corazón.
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Oigo hervir el acero. La exactitud es el vértigo. Ah
libertad inmóvil, ejecución del día en la materia
nocturna.
Es tu madre el clamor, pero tus manos abren los párpados
del abismo.
De resistencias invisibles surge un rumor de límites:
ah exactitud de mar, exactitud sin nombre.
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II
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Un silencio de hormigas, un frenesí de esparto. Ah
corazón clamando ante los almacenes. Ya no hay sábados;
bajas a las iglesias, a los departamentos de la muerte y
ves la luz de la infelicidad; yaces y las serpientes
pasan sobre las murias derruidas.
Veo la juventud ciega en los atrios, la grasa negra de
las negaciones. Fulge tu lengua entre sarmientos, tu
palabra sobre los mástiles. Mas la pureza no se extiende,
no diluye en las aguas el acero, no deshabita las
comisarías. Ah corazón clamando por una tierra sin
olvido, por un país donde los pájaros se suicidan al
amanecer (como aquel camarada entre la pobreza y el
relámpago), viejo tenaz ante las rastrojeras, viejo que
aún lloras sobre llagas fértiles: dame tu látigo y tus
lágrimas, no me abandones todavía.
Agonizabas sobre los espejos y no arrancaste de tu
rostro el rostro de tu madre. No te pierdas aún,
préstame algo, dame tu incendio, tu piedad estéril, tus
zapatos, tus hernias, tus alondras, el huracán de tu
melancolía y el gran aviso de tu dedo negro, para que
no muera más de mala muerte la criatura del dolor:
España.
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III
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Aquel aire entre el resplandor y la muerte se hace
sustancia que no alcanzan a borrar los días y los
vientos. El contenido de la edad son estos lienzos
transparentes.
Signos exactos e incomprensibles. Están en mí con el
valor de una llaga; algunas cifras arden en mis ojos.
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Eran días atravesados por los símbolos. Tuve un
cordero negro. He olvidado su mirada y su nombre.
Al confluir cerca de mi casa, las sebes definían sendas
que, entrecruzándose sin conducir a ninguna parte,
cerraban minúsculos praderíos a los que yo acudía con
mi cordero. Jugaba a extraviarme en el pequeño
laberinto, pero sólo hasta que el silencio hacía brotar
el temor como una gusanera dentro de mi vientre.
Sucedía una y otra vez; yo sabía que el miedo iba a
entrar en mí, pero yo iba a las praderas.
Finalmente, el cordero fue enviado a la carnicería, y yo
aprendí que quienes me amaban también podían decidir
sobre la administración de la muerte.
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En la calle que sube hacia la catedral, bajo rúbricas y
veneras modernistas, bajo otras bóvedas invisibles
creadas cada mañana por la voz otoñal de Pedro el Ciego,
acontecían maravillas frágiles y encarnadas en las manos
del vendedor de serpentinas y flautas de cañabrava:
sobrevenían don Nicanor y su sonido a infancia; cerca,
sobre la opacidad del hambre civil, el olor de las
almendras calientes, y, más arriba, el abanico de
peines, las estilográficas de las que fluye el líquido
de los sueños.
Pedro descansa en la profundidad del otoño y su rostro
se enciende en ramos de sol. La luz baja a su corazón y
allí permanece desleída en aceites y sombras, en aguas
purificadas por recuerdos.
Suavidad de los días, paz del mundo en el corazón de
Pedro: pasan las portadoras de hortalizas, pasan los
sacerdotes en sus túnicas, y Pedro canta ronca y
dulcemente la construcción de las obras públicas, las
profecías traicionadas, la graduación de los muertos.
Canta bajo las ménsulas y en los soportales. Son
noticias de invierno.
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Álamos. El fulgor excede y las distancias son
traspasadas por gritos vecinales. Los rebaños
desprendidos de la mesta cardan ácidas hierbas bajo un
friso de azufre. Oigo las campanas de Villabalter como
mastines electrizados por la inminencia.
La osamenta furiosa se abatió sobre los malecones y
los huertos. El otoño se alhajaba fosforescente y aquel
rebaño tuvo miedo bajo las bóvedas de plomo.
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La ciudad mira el sílice de las montañas como una
gárgola inmóvil ante los círculos de la eternidad y se
rodea de colinas cárdenas en las que el tomillo es
abrasado por el invierno.
Siento la espesura fluvial; se manifiesta en sílabas
lentísimas. Aún las palomas se pronuncian clamorosas y
los ancianos descansan en la cercanía de las acacias
coronadas de temblor. Hablan y acrecientan la
serenidad de la tarde. A veces, sonríen con un golpe
de sol en el rostro y se encienden bajo los
encanecidos cabellos. Sus ojos se entrecierran y
apenas es visible un filamento de acero y lágrimas.
La vejez es blanca.
Un anciano tiene el hombro abatido y dispar; el otro
ofrece al sol unas manos grandes cuya piel transparenta
largas venas. Hablan con la imprecisión temblorosa de
quien es más débil que sus recuerdos; restablecen una
paz y un espacio: las eras de la ciudad, los labradores
de Renueva, el espesor de los curtientes, la sombra
roja de las herrerías.
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IV
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Aquellos cálices
¿Quién habla aún al corazón abrasado cuando la cobardía
ha puesto nombre a todas las cosas?
Silba el adverbio del pasado. El cobre silba en huesos
juveniles, pero es el día del invierno. Alguien
prepara grandes sábanas
y restablece la oquedad. Sólo hay sustancia en ti,
sustancia azul de desaparecidos.
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Aquellos gritos. Y las banderas sobre nosotros.
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Ah las banderas. Y los balcones incesantes: hierros
entre la luz, hierros más altos que la melancolía,
nuestro alimento.
Cae
la máscara de Dios: no había rostro.
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¿Quién habla aún al corazón amarillo?
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Soy el que ya comienza a no existir
y el que solloza todavía.
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Es horrible ser dos inútilmente.
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Edad, edad, tus venenosos líquidos.
Edad, edad, tus animales blancos.
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