Un lugar habitable

(2000)

 

Radiación de fondo. Límites
He pensado a menudo en las ciudades cuando regreso
al campo y al otoño. He pensado en sus calles
hasta que llegue el alba, la media noche en dexidrina,
y aun después las escarchas y las fuentes, el agua
por la cara, canguros excitantes tras los niños a pájaros.
He pensado en la rima con tacones, el vuelo de las faldas
y la complicidad a simple vista, de soslayo,
en los encuentros que perdí a causa del respeto
que enfría el aire de los ascensores.
Y mientras ando en pos del musgo, hacia el misterio
de los bosques, resueltamente ardilla o savia,
sumido en el tropel de los sentidos, atento
a los indicios de chubascos,
me acerco al pundonor de los tranvías,
amarse en las farmacias, al miedo de cajeras
matriculadas sobre el pecho —suelen
ponerles Pili—, a la ignorancia
de los números donde todo sucumbe.
Hay un gozne que engrana los opuestos
y revela el envés a quien escucha,
como la luna huera barrunta
las lluvias, inminentes.
 
—Del musgo y las ciudades—
Algunas tardes paso en lo contrario o me cebo
en simetrías, llueve en el sur o camino por Brooklyn,
trafico en los garajes de Compton, rompo la niebla
de los cortejos fúnebres en Falls Road, sopeso
la misteriosa clonación de restaurantes chinos.
Pero de pronto en mi ventana cae
algún gorrión, como drogado, me mira compasivo,
diríase que me conoce bien en materia de fugas.
Y entristezco. Se activa pedernal la alarma
de un coche. Nos asusta. Y retorno
al turbión que fracciona, de bruces contra el eco
cotidiano, aturdido en la carta de ajuste
del atropello a domicilio. Me atrofia un hormigueo
como de grandes almacenes. Callo.
Caigo en los bloques grises de enfrente, mujeres
húmedas sacudiendo sábanas despeinadas.
Debe ser un error o un puente todo esto,
pues durante un instante me voy hacia el asombro,
permanezco en el aire, permanezco turbado
como espera la actriz, y teme, al personaje
momentos antes del estreno, rígido,
con un temblor de terciopelo rojo.
 
—Debe ser un error, naturalmente—
A veces salgo tarde, casi de madrugada,
en los días más muerte del invierno. Acostumbro
a esculpirme delante de las tiendas, como
si las mirara, suspicaz, me aparto un poco,
vacilo, desconfío de los saldos moviendo
la cabeza. Me aparto. Si pudiera interpolar
—otra imagen— la furia de las compras, algún apetito
del que carezco. Miro a lo alto. Nada. Sospecho
que sobreactúo. Sirenas en sordina, o imagino.
Con frecuencia refuto las pupilas, lleno
el vacío de roces, de rumores, implanto
la memoria en sus calles. Me confundo.
Retrocedo alarmado, luego sigo. Hay una quiebra
que me atañe y arrastro. Quizá la suma de silencios
tras el ruido, una mueca. Converso algunas noches
con el servicio —así lo llaman— de basuras. Ahora
hay mujeres, y menos tartamudos. Incluso
aprendo idiomas, frases sueltas entre risas. Cuando
pueden me alargan el coñac, normalmente
llevan retraso y rabia, y su sudor me aísla.
Siento frío. Acelero el paso. Mucho frío.
Tal vez quise decir taciturnos.
 
—Relente—
 
Vas formando su rostro muy despacio,
rasgos sueltos. A veces en un bar
alguien que te retiene con un tímido
adiós en la mirada. Otras en la sorpresa
de una esquina, melena al viento y cruce
de disculpas, apenas un conato. Gestos.
Su sedimentación es lenta, arbitraria.
Ignoras por completo de dónde procede
su luz ni cómo se perfila, lo que cuesta
fijar la imagen. Como todo se mueve
su permanencia es síntoma de algo
que excede al hábito. No sabes con frecuencia
de su voz y a menudo te pierdes en sus líneas
que raramente reconoces. Sometidos
a rotación, permutan, se presentan siempre
como de paso en la ciudad, con pasaporte
falso, viviendo en la sospecha. Ninguno
te sacia aunque prefieras los que se ponen
tristes en sueños recurrentes. Vas cambiando
de caras porque nada retorna. Gestos.
Dispersos, suspendidos, los adviertes en otros
y acaban solapándose, se eclipsan,
para empezar de nuevo en las facciones.
 
—El fisonomista—
El despoblado
He subido menudo en la llovizna, a rachas,
con el viento que entraña a los pájaros en el robledal
—es extraño, la infancia, el júbilo mojado de los tordos
en las tapias del cementerio—. Los residuos. Y cada vez que vuelvo
a la peña Turquilla recobro la nostalgia
de los bosques que toma el liquen. Escucho.
Los hilos de la lluvia monte abajo me transportan
desde siempre —e ignoro los motivos— a la liturgia
de ir al cine solo, entre semana y sesión
de cinco. O la paciencia pintando mapas
en horas detenidas, la maestra en su punto, pupilas
por cristales. Un susto de perdiz
saliendo en vuelo. Por sorpresa el granizo
en un jardín de infancia, más temprano
o más tarde. Mas he subido en firme,
calado de emergencia, a favor del otoño,
la nostalgia... Materia de otro tiempo en que llovían
tan menudo respuestas, y era evidencia vegetal
que ahora escapa, el bando de perdices.
Me quedo sin saber, como un poste de luz retirado
—los modernos tendidos—, con los cables mirando al suelo.
 
—Amor a los paisajes líquidos—
 
Podría declararme en ruinas ya o fingir
hasta el derrumbe, siempre a la defensiva,
y de la noche a la mañana desmoronarme
con el humo de lo quemado, voluntarioso
y sincero por último, vulgar,
como el vacío para los acróbatas. Luego
de tanto frutecer en falso cuando distante
me acomodaba al ritmo de los hielos
sin demandar respuestas, por fascículos,
con una indiferencia legionaria,
me dilapido solo y por entero. Sufro
de carne, tiempo. Agoto las fisuras
de las paredes medianeras que me apuntalan
a golpe de primate y nicotina,
cada vez más estrago en curso, tarde
mal y nunca, pues siempre en guardia
y fuera del alcance de las bocas.
Así, de día en día, me derribo en camisas
de fuerza que la edad va hilando,
vendo de la memoria el humo, lo que tuve
y perdí, con derecho de pernada y vituperio,
mas no me anuncio por palabras, resisto,
os las entrego gratis.
 
—Suelo no urbanizable—
 
Hace tiempo que sus pupilas descansan
sobre el verdín en sombra de las piedras,
se ensimisma con nudo corredizo al recuerdo
como lluvia tardía que encama
la mies y desvanece el grano. Así
se malogra, le dicen, con sus cuatro palabras
que una y otra vez retiene, mide
en su isleño cansancio como quien guarda el mar
en vitrinas. La noche llega, por la borda
de nuevo arroja lo perdido, que es todo,
le van ganando grietas —nada espera—,
una disolución lento carcoma. Al azar
persigue imágenes a flote, solo con el hechizo
ya nostalgia: una talla de ébano o el jazz
desde el saxo, un rabel de cerezo, jaramago
en otoño cuando enrojecen las viñas, amarillo.
Le escucha el que vendrá orillado
de sombras, con trapense mansedumbre
se aproxima; el cansancio. Nunca emoción
alguna. Y abstenerse. En los labios
un hasta luego, inmóvil, su distancia
es rubor, se recrea en la mirada,
como en la red el ave migratoria.
 
—El olor de las grullas—
 
Es la cellisca, su rigor de algún modo
cercano a mis despojos, contiguo al ascua que imprimieron
en la memoria los deseos, sus cicatrices.
Los perros ladran desde lejos mientras las manos
se marean al voltear las campanas, los ojos
en picado se posan sobre sus pechos imprecisos.
Es la cellisca. Nunca llevaba abrigo ni coleta,
buscaba entre los copos, sutilmente,
la razón del desorden, de su reino
cerrado a mis desvelos, todo perfil
en la mirada imperativa, en la pequeñez
de los juegos que ella despreciaba. Y luego
la vergüenza, los nervios farfullando la epístola
a los corintios, sus vaqueros ceñidos que evocaban
el cine, el resplandor de las ciudades
frente a la mezquindad beata de los cirios.
O en los veranos posteriores, en puridad su cuerpo,
aquellos libros suyos que hojeaba con devoción,
los poemas herméticos de pronto, palabras
libres como su pelo sobre la bicicleta
cuando me la pedía prestada y sonreía. Sólo
la nieve con nosotros, su cómplice caricia,
y, después del dolor, la certeza de un reino semejante
que nunca compartimos a manos llenas
porque era demasiado tarde cuando quisimos
desarmarnos de una vez por todas.
 
—Los perros ladran al atardecer—
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