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Las «Galerías» de Antonio Machado, sin secreto

 

Enrique Baltanás
Universidad de Sevilla
enbaltanas@siff2.us.es

 

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Un atento estudioso de la poesía de Machado, Geoffrey Ribbans, ve con razón en las galerías «uno de sus símbolos esenciales» [1]. La palabra —y ya así, en plural— aparece por primera vez en Soledades (1903), en un poema luego excluido en 1907, y que había sido publicado por primera vez en 1901 en la revista Electra [2]. A pesar de esta exclusión, la novedad más llamativa del libro de 1907, Soledades. Galerías. Otros poemas, es precisamente la explotación de esta imagen. En esta que Machado llamaba segunda edición, pero que en realidad es un libro nuevo, algunas secciones han cambiado de nombre (por ejemplo, «Salmodias de Abril» pasa a denominarse, más sencillamente, «Canciones y coplas»), otras se mantienen casi intactas («Del camino»), otras se aumentan («Humorismos», que pasa a ser ahora «Humorismos, fantasías, apuntes»), pero la novedad que más salta a la vista es la aparición de una sección inexistente antes, «Galerías», que pasa incluso a formar parte del título, y que está compuesta por treinta y un poemas nuevos («Introducción», más treinta poemas numerados I-XXX).

Pues bien, la mayoría de los críticos [3] insisten, al hablar de estas galerías, en la connotación de lo subterráneo, de lo oculto, de lo interior. Algunos parecen creer que Machado, al hablar de galerías, lo hace en sentido figurado, como una imagen sin referente o como un símbolo sin soporte: galerías del alma, caminos y rincones ocultos del interior anímico. Así parece sugerirlo Rafael Ferreres, que se refiere a «las galerías inexplicables de nuestra alma» [4], y así lo afirma, por ejemplo, Ángel González en su enjundioso y muy discutible ensayo sobre las «Galerías» [5], en la misma estela que los acercamientos, por lo demás muy lúcidos, de Ricardo Gullón [6]. Llega a decir González que el poeta «en su exploración por las galerías del alma va a encontrar cosas muy vagas, muy inconcretas, indefinibles o inefables acaso porque no existen» [7]. Pero la mayoría de los comentaristas se inclinan por afirmar un referente real y abundan en la idea del subterráneo: Joaquín Marco habla de «esas “galerías” que han de conducirnos subterráneamente por el interior del alma del poeta y su mundo» [8]. También Sánchez Barbudo, minucioso analista de la mayoría de los poemas machadianos, se refiere a las «interiores galerías» [9]. Por su parte, y es quizá el crítico que más se ha detenido en el libro, Geoffrey Ribbans se atreve a precisar que «la idea de galería procede con perfecta carta de naturaleza, creo yo, de la fusión de la imagen de cripta o de gruta —nota de misterio, de oscuridad, de enclaustramiento— y el concepto de movimiento que se encuentra ya en el símbolo del camino» [10]. Más concluyente aún es Vicente Tusón en una antología de carácter didáctico: «Debe entenderse la palabra galerías en su acepción de “camino subterráneo o escondido”» [11].

A nuestro juicio, la imagen machadiana de las galerías procede de una imagen real, muy concreta, y que no tiene nada, en principio, de grutesca ni de críptica ni de subterránea [12]. Se trata de las galerías de la casa en la que nació y en la que vivió hasta los cuatro años de edad, es decir, del Palacio de las Dueñas [13]. Trataremos de explicar esto a través de la lectura de Soledades. Galerías. Otros poemas y de otras composiciones posteriores de Machado, y no por un mero afán erudito de fijar el sentido de una palabra en el léxico machadiano, sino por ensayar una interpretación más fiel del mundo de las Soledades y, en general, de la poesía del lírico sevillano. Pero antes, hemos de consultar el diccionario. Siempre es bueno consultar el diccionario, sobre todo en esos casos en que solemos dar por supuesto lo que acaso no deberíamos considerar tan evidente.

De la palabra «galería» registra el DRAE (vigésima edición) catorce acepciones. Es cierto que una de ellas es: «Camino subterráneo que se hace en las minas para disfrute, ventilación, comunicación y desagüe.» Pero no es la primera, sino la número 5. La número 13 y la 14 —es decir, las dos últimas— dan también una nota interior y subterránea. Ambas son términos del léxico propio de la milicia: «Camino estrecho y subterráneo construido en una fortificación para facilitar el ataque o la defensa» y «Camino defendido por maderos clavados al suelo y techado con tablas cubiertas de materias poco combustibles; construyénse en terreno expuesto a los tiros de una plaza, para poder acercarse a su muralla». Es evidente, creo yo, que no son las acepciones que nos interesan. Ni las galerías mineras ni las galerías militares me parece que cuadren mucho con las galerías machadianas. Luego vamos a intentar demostrarlo con detalle. Pero ahora veamos la primera acepción, que es la originaria (galería viene del bajolatino galilaea, «pórtico, atrio») y la que conviene a Machado (primero, por lógica lingüística; luego por razones biográficas, como enseguida explicaremos).

Primera acepción: «Pieza larga y espaciosa, adornada de muchas ventanas, o sostenida por columnas o pilares, que sirve para pasearse o colocar en ella cuadros, adornos y otras preciosidades.» (Ruego al lector que eche una ojeada a la fotografía del Palacio de las Dueñas que ilustra esta página.)

Pero es que el Diccionario de Autoridades es aún más preciso y pertinente: «La pieza larga y espaciosa, adornada de muchas ventanas, o sostenida de columnas o pilares, que hay en los palacios o casas magníficas, para tomar el sol, u otras diversiones.»

¿De qué trata Soledades? Fundamentalmente, de un viaje a la infancia y a la primera juventud, cuando ya el poeta está a punto de entrar en la madurez, con el propósito de hacer balance de ilusiones y de realidades, de éxitos y de fracasos, de lo que tiene en las manos y de lo que el tiempo le ha arrebatado. Eso es Soledades. Una introspección lírica. ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Qué me ha dado la vida hasta ahora? ¿Qué puedo esperar de ella en el futuro? Éstas son las preguntas que se hace Antonio a sus veintiocho años. Él quiso presumir posteriormente, en un apunte de Los complementarios, quizá para ponerse a tono con las vanguardias y deshumanizaciones que por entonces se imponían, de que «el libro Soledades fue el primer libro español del cual estaba íntegramente proscrito lo anecdótico». Pero ninguna introspección lírica se efectúa sin un mínimo de sustancia narrativa, por leve que ésta sea. Más cierto, pues, sería decir que lo anecdótico estaba cuidadosamente difuminado, velado, levemente apuntado tan sólo. Pero, desde luego, estaba. Así, por ejemplo, el poema VII de Soledades, que comienza «El limonero lánguido suspende...», al publicarse por primera vez en la revista Helios (1903) apareció con título: «El poeta visita el patio de la casa en que nació», que explicita la base narrativa del poema. Al recogerlo en el libro, Machado prescindió del título, quizá precisamente por demasiado explícito. Difuminó, pero difuminar no es borrar.

Como he dicho, casi todo el libro de Soledades es un retorno a la infancia, y al lugar de la infancia, que no era otro que el Palacio de las Dueñas, donde el poeta nació, y que tan grabado se le iba a quedar en su alma [14]. Una autobiografía que redactó a principios de 1913 para una antología que preparaba Azorín, y que no llegó a publicarse, comenzaba con estas palabras: «Nací en Sevilla el año 1875 en el Palacio de las Dueñas. Anoto este detalle no por lo que tenga de señorial (el tal palacio estaba en aquella sazón alquilado a varias familias modestas) [15], sino por la huella que en mi espíritu ha dejado la interior arquitectura de ese viejo caserón.» (El subrayado, naturalmente, es mío.) La verdad es que el Palacio de Dueñas no dejaría de aparecer, de una forma u otra, en todos sus libros. En Campos de Castilla figura como verso inicial de su famoso «Retrato», donde más claro no puede decirlo: «Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla.» En Nuevas canciones, como arranque del soneto en el que evoca, y convoca, la figura de su padre, Demófilo: «Esta luz de Sevilla... Es el palacio / donde nací, con su rumor de fuente.» Y en uno de sus últimos poemas, ya en la guerra, como si quisiera recapitular sus recuerdos más gratos y punzantes, vuelve por última vez al patio de su infancia: «Otra vez el ayer. Tras la persiana, / música y sol; en el jardín cercano, / la fruta de oro, al levantar la mano, / el puro azul dormido en la fontana. / Mi Sevilla infantil, ¡tan sevillana! / ¡cuál muerde el tiempo tu memoria en vano!» [16].

Sí, el tiempo no lograr borrar la fuerte impresión de una imagen captada por la retina fresca de un niño de pocos años, que a los ocho es trasladado definitivamente a un piso madrileño (y ya desde entonces Machado no viviría sino en pisos oscuros y pensiones baratas, salvo el brevísimo período del hogar conyugal en Soria) [17].

A sus veintisiete años cumplidos, Antonio Machado no era nadie. Ni era nada. Acaso la sombra de su hermano Manuel, con el que había empezado a publicar en La Caricatura, periódico de Enrique Paradas. A París viaja llamado por su hermano Manuel, que está allí desde antes. En su segundo viaje, conocerá a Darío, sí, pero más como discípulo aplicado que como amigo. El que se parea con Rubén es Manolo, que tiene con él un altercado, de hombre a hombre, a propósito de cierta mujercita de Montparnasse. Por cualquier sitio que lo miremos, el contraste entre Manuel y Antonio no puede ser más duro y nítido. Manuel es el hombre práctico, seguro de sí mismo, con habilidad para el éxito inmediato. Con las mujeres, por supuesto, pero también con los estudios. A la muerte del padre (1893) y, sobre todo, del abuelo (1895 o 1896), la ruina familiar de los Machado parece irreversible. Manuel vuelve entonces a Sevilla, a casa de un tío materno, el médico Rafael Ruiz, y allí acaba la carrera de Filosofía y Letras, cuyo título obtiene en 1897. Título que le permitirá un día opositar al Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos y ostentar la dirección de diversas bibliotecas. Por el contrario Antonio, tras salir del familiar regazo de la Institución, tardará once años en culminar un bachillerato plagado de suspensos y abandonos. Antonio consigue ser profesor de instituto, pero como sólo tiene el título de bachiller, se rezaga en un escalafón por el que ascienden otros, licenciados, doctores..., y no consigue volver a Madrid hasta 1932, en donde por fin obtiene plaza en el Instituto Calderón de la Barca [18]. De este Antonio apagado y de este Manuel brillante nos ha contado Gerardo Diego anécdotas muy gráficas:

Era entonces cuando podían ocurrir lances tan graciosos para los bien enterados como el de la tertulia del casino de la ciudad en que Antonio Machado, catedrático de francés, pasaba algunos ratos bondadosamente humildes. El catedrático don Antonio era simplemente eso, todo un señor catedrático. Hasta que cierto día notó al llegar a la peña una expectación inusitada y su más conspicuo miembro le espetó lo siguiente:

—Pero don Antonio, qué callado se lo tenía usted. Nos hemos enterado de que es usted hermano de Manuel Machado, el que escribe en El Liberal.

Y desde aquel día, un lampo reflejo de la fraterna gloria periodística iluminó la modesta cabeza del catedrático ante sus amigos de tresillo y sentencia.

Y aún esta otra:

Al llegar al capítulo de la bibliografía, el contraste no podía ser más divertido. Manuel me daba la lista copiosa de sus libros, agregando con imperturbable optimismo: «Todos están agotados. No me queda un ejemplar.» Y Antonio, al día siguiente, sentenciaba: «Los libros de poesía no se agotan nunca» [19].

Si me detengo en este anecdotario es para señalar que, a la altura de 1902 o de 1903 [20], Antonio era más dueño de sus fracasos que de sus éxitos, que era un hombre que miraba melancólicamente para atrás, quizá porque en el presente sólo veía dolor, soledad y frustración. Cansinos Asséns lo retrató ya de joven con «el gesto silencioso del que sueña y recuerda»: «Él fue ya en aquel tiempo juvenil de expectaciones el hombre que recuerda y sólo retornos infalibles aguarda» [21]. La muerte del padre debió de afectarle mucho más que a su hermano. No quiero decir, en absoluto, que éste no la sintiera (hay múltiples pruebas de su cariño y devoción, y aún más, de su perfecto entendimiento del significado de la obra de su padre). Sino que la superó mucho antes. ¿Tal vez porque Manuel era el primogénito y Antonio el segundón? ¿Tal vez sólo por diferencias en los temperamentos y en las psicologías? En cualquier caso, Manuel Machado llegó a ser muy pronto un hombre maduro. Antonio fue siempre un niño viejo, o un viejo niño. Apenas se hallará en la poesía de Manuel alusión a la infancia, y mucho menos en tonos elegíacos (véase el tono sereno con que evoca un recuerdo infantil, con su padre al fondo, en el poema «Nuevo auto-retrato», de su libro Phoenix). En cambio, en Antonio, la infancia es casi una idea recurrente [22]. Hasta el último verso: «Estos días azules y este sol de la infancia.» Para Machado, el paraíso, el paraíso de la infancia, había quedado en un patio muy concreto de Sevilla. Y todo lo que vino después fue, en cierto modo, exilio. Como el de ese naranjo y ese limonero «vistos en una tienda de plantas y flores» del poema LIII: «De los claros bosques de la Andalucía, / ¿quién os trajo a esta castellana tierra...?» Un poema, por cierto, que concluye con una nueva evocación del patio de su infancia: «... árbol limonero... / ...y fresco naranjo del patio querido, / ... siempre en mi recuerdo maduro o florido / de frondas y aromas y frutos cargado». Pero en ese mundo de la infancia y de la adolescencia no faltan notas desagradables. Por ejemplo, el hastío, el aburrimiento infantil (recordemos también la monotonía del salón familiar), que tanto se repite: «Moscas del primer hastío / en el salón familiar...», «Pasan las horas de hastío / por la estancia familiar...» (LV). Como tampoco falta la esperanza. Si vuelvo a mi primera juventud, a recordarla, parece decirnos Machado, es porque quiero exorcizarla, abolirla, para que me permita vivir una nueva juventud distinta, esa que no he vivido, que aún deseo vivir. Así se explicaría el epifonema con que culmina el poema L: «...Y todavía / ¡yo alcanzaré mi juventud un día!» O la última estrofa del poema LXXXV: «Hoy, en mitad de la vida, / me he parado a meditar... / ¡Juventud nunca vivida, / quién te volviera a soñar!» Es decir, a vivir, o revivir. De ahí el exorcismo de la muerte de los poemas XXI («Dormirás muchas horas todavía / sobre la orilla vieja...») y XXXV («Al borde del sendero un día nos sentamos...»). Aún queda tiempo, pero el tiempo de vivir se acaba; y es posible que al amor no le dé tiempo a encontrar su oportunidad. En el poema XII, dirigiéndose a su amada fantástica le dice: «Los golpes del martillo / dicen la negra caja; / y el sitio de la fosa, los golpes de la azada... / No te verán mis ojos; / ¡mi corazón te aguarda!» Pero es precisamente esta sensación angustiosa del tiempo que pasa y corre hacia la muerte, que llegará algún día, lo que le hace volver la vista atrás, en un reculer pour mieux sauter, de igual modo que era el hastío infantil lo que propiciaba la ensoñación de aquel niño mientras se perdía por las galerías y patios y huertos del Palacio de las Dueñas, escenario de su primera deambulación infantil. No, no es Soledades un libro simplista y unidireccional; hay en él un movimiento pendular, como de música de olas, que van y vienen de lo uno a lo otro. De la alegría a la melancolía, de la desesperación a la esperanza. Que oscila entre el Amor y la Muerte (léase, por ejemplo, el poema XIV, «Cante hondo»).

Pero volvamos nosotros a las galerías. No todas están en la sección así demoninada. Ni todos los poemas de «Galerías» contienen o aluden a las galerías. Aquí tenemos otra prueba de la sabiduría constructiva del libro. Notas y acordes desaparecen y reaparecen a lo largo sus páginas. Hay unas galerías preludiales en el poema XVIII («El poeta»), luego vienen las galerías de la sección «Galerías» (donde la palabra sólo aparece en los poemas LXI —«Introducción»—, LXIV, LXX y LXXXVII), y por último, a modo de antífona, en el poema XCV, antepenúltimo del libro, y que es en realidad el que lo cierra. A decir verdad, las galerías (nombradas o no) están por todo el libro. Se pudiera decir que Soledades es un libro que «sucede» en las galerías y patios del Palacio de las Dueñas [23].

Existe un poema, titulado «La fuente» en la versión de 1903 de Soledades, del que Dámaso Alonso [24] ofreció una versión anterior, publicada en Electra, en marzo de 1901, nunca recogida en libro, y en la que encontramos estos expresivos versos:

En el pretil de jaspe, reclinado,
mil tardes soñadoras he pasado,
de una inerte congoja sorprendido,
el símbolo admirando de agua y piedra,
y a su misterio unido
por invisible abrazadora hiedra.
Aún no comprendo nada en el sonido
del agua, ni del mármol silencioso
al humano lenguaje he traducido
el convulsivo gesto doloroso.
Pero una doble eternidad presiento,
que en mármol calla y en cristal murmura
alegre salmo y lúgubre lamento
de una infinita y bárbara tortura.

Machado está aquí hablando de sí mismo cuando niño, y de los muchos momentos que pasó («mil tardes soñadoras»), reclinado en el pretil de jaspe de la balaustrada de las galerías de Dueñas, contemplando el monótono caer del agua sobre la piedra de la fuente del patio. Ahí, sin duda, están ya las galerías. Que luego, claro está, se van volviendo de imagen en símbolo, de realidad concreta y explícita en sugestión y en alusión muy difuminada. En la última de las galerías del libro, este proceso ya está culminado:

Sin placer y sin fortuna,
pasó como una quimera
mi juventud, la primera...
la sola, no hay más que una:
la de dentro es la de fuera.

Pasó como un torbellino,
bohemia y aborrascada,
harta de coplas y vino,
mi juventud bien amada.

Y hoy miro las galerías
del recuerdo, para hacer
aleluyas de elegías
desconsoladas de ayer.

En el poema, que vale como un resumen o cifra del contenido y hasta del argumento del libro, las galerías que mira el poeta son a la vez literales y figuradas. Las galerías del recuerdo son esas galerías de Dueñas que han quedado en su memoria, y ese recuerdo no es el abstracto de todos sino el concreto suyo: «Y hoy miro a las galerías / del recuerdo...», es decir, a las galerías de mi recuerdo, que son ésas y no otras. Pero también, al usar el artículo y no el posesivo, Machado generaliza, y al generalizar desdibuja y traspone: y las galerías de Dueñas, las galerías de un patio sevillano, se convierten en espacios del sueño y del recuerdo de cualquiera. Cualquier lector se puede ver identificado con ese verso, que sin embargo, no ha perdido, para el propio Machado (y para el lector que ahonde y escarbe en el poema), su valor literal.

En uno de los poemas de «Galerías», el LXXXVII, este valor literal está menos desdibujado, más explícito. Leamos su primera parte:

Galerías del alma... ¡El alma niña!
Su clara luz risueña;
y la pequeña historia,
y la alegría de la vida nueva...

¡Ah, volver a nacer, y andar camino,
ya recobrada la perdida senda!

Y volver a sentir en nuestra mano,
aquel latido de la mano buena
de nuestra madre... Y caminar en sueños
por amor de la mano que nos lleva.

Aquí queda bastante claro el espacio al que aluden esas galerías del alma (que podemos traducir: galerías de mi alma y de mi infancia), con la figura de su madre joven, que lo lleva de la mano. Nótese que la cercanía del sintagma «su clara luz risueña» excluye toda connotación subterránea de las galerías mencionadas (y nótese también que sólo por efecto de estas galerías del patio se ve iluminada su alma niña por esta risueña y clara luz).

En los poemas LXIV y LXX vuelve el sfumato [25], y las galerías se relacionan con lo sueños:

Desde el umbral del sueño me llamaron...
Era la buena voz, la voz querida.

—Dime: ¿vendrás conmigo a ver el alma?...
Llegó a mi corazón una caricia.

—Contigo siempre... Y avancé en mi sueño
por una larga, escueta galería,
sintiendo el roce de la veste pura
y el palpitar suave de la mano amiga.

(A propósito, ¿quién es esta buena y querida voz? ¿La de la amante o la de la madre? Me inclino a creer que sea esta última, pero explicar por qué, y sobre todo desarrollar las consecuencias de esta interpretación, me desviaría ahora incómodamente de la cuestión que trato) [26].

Y otra vez en LXX se relacionan galerías con sueños: «Tú sabes las secretas galerías / del alma, los caminos de los sueños...» La explicación pudiera ser muy fácil. Además del sueño despierto del niño meditabundo, acodado en el mármol de la galería, hay que pensar que, si la casa de los Machado tenía la disposición habitual de las casas andaluzas, los cuartos de dormir darían a la galería, de ahí que Machado asociara sueños y galerías, e incluso que el umbral del sueño, desde donde lo llaman, sea la galería, antesala del dormitorio.

Que estas galerías son, primariamente, un dato arquitectónico, lo demuestra también el poema que abre la sección (LXI, «Introducción»):

En esas galerías,
sin fondo, del recuerdo,
donde las pobres gentes
colgaron cual trofeo
el traje de una fiesta
apolillado y viejo,
allí el poeta sabe
el laborar eterno
mirar de las doradas
abejas de los sueños.

No parece que la gente vaya a colgar nada en las galerías mineras o militares (que son las únicas subterráneas). Pero en las galerías de las casas señoriales, o por lo menos de cierto empaque, de Andalucía, sí que se cuelgan retratos, sí que puede haber percheros y paragüeros, platos de cerámica, cobres, etc. En esas galerías de Dueñas, con un jardín cercanísimo, podía haber incluso abejas (que bien pudieron ser avispas, luego enaltecidas y metamorfoseadas por la fantasía del poeta) revoloteando y zumbando ante aquel niño que tan habitualmente se dedicaba a papar moscas [27].

En el poema XVIII, el primero en el que aparece en el libro la palabra que nos intriga y atarea en estas líneas, Machado declara que «... las galerías / del alma que espera están / desiertas, mudas, vacías: las blancas sombras se van». El mundo de su infancia había desaparecido. La aventura que comenzó en Sevilla, donde su abuelo fue rector de la Universidad y gobernador civil y su padre fundó la Sociedad del Folk-Lore, había concluido. El traslado a Madrid, emprendido en busca de más amplios y prometedores horizontes, se resolvió en fracaso. La Restauración se asentaba y los ideales republicanos de la familia convertían en marginales y heterodoxos a quienes los sustentaban. Tras el éxito de crítica (no de público) de Soledades, Antonio Machado alcanzará una mayor seguridad en sí mismo. Otros hechos le aportarían aún mayor seguridad. En 1907 (el año de la segunda edición de Soledades) obtiene la cátedra de francés y se convierte en funcionario; y en Soria conocerá a Leonor Izquierdo, y el amor real por fin parece que va a sustituir al amor deseado y soñado y no tenido. Será entonces cuando Machado vuelva de nuevo sus ojos hacia atrás y reanude sus viejos lazos con el jacobinismo de padre y abuelo, que no había olvidado, pero que estaba dormido, latente. En Campos de Castilla, ese jacobinismo o regeneracionismo procedente del 68, que alentaba en sus mayores, buscará alianzas y concordancias con otros hombres y proyectos, en diálogo con Azorín, Giner, Ortega y Unamuno... Una alianza que a la larga, resultaría inviable, porque los proyectos eran contradictorios [28]. Pero en el patio de Dueñas no habían quedado sólo alegrías infantiles y nostalgias adolescentes; también allí permanecían las ideas demofílicas, que insistían en la regeneración de España a través del conocimiento y estudio del pueblo llano (que ésa, y no otra, era la idea del folklore de Antonio Machado y Álvarez). No hay, pues, verdadera ruptura ideológica entre Soledades y Campos de Castilla [29]. En las galerías del alma de Machado había corazón y cabeza, fuentes rumorosas y hachas vengadoras. Había «nostalgia de la vida buena», pero también nostalgia de un futuro que no se había cumplido. Y todo estaba, ya, en esas galerías de un patio sevillano [30], imborrable y creciente en el recuerdo. (Imborrable y creciente, no por sevillano, sino por infantil. De esa infancia germinal y nunca superada a la que don Antonio estaba siempre regresando.)

Y volvamos, por última vez, a las galerías de Antonio Machado. Poeta, creo yo, es aquel, entre otra cosas, que sabe escoger las palabras por su peso, calidad, medida y resonancia. El que las labra y pule para que encajen perfectamente en el mosaico del poema. El que sabe acordarlas con otras para que sus notas armonicen y no chirríen al entrar en contacto con otras sino que, al contrario, multipliquen su aparente suma. Puesta en el poema, la palabra regala y hereda significados. Adquiere, en definitiva, un poder evocador. Al perfil denotativo, la palabra añade su aura de connotaciones. Qué duda cabe de que las galerías, aunque procedan de la arquitectura interior de un patio nobiliario o mesocrático, se rodean del eco de las demás acepciones. Copio de nuevo del diccionario: «2. Corredor descubierto o con vidrieras, que da luz a las piezas interiores en las casas particulares. 3. Colección de pinturas [31]. 4. Estudio de un fotógrafo profesional...» Incluso la galería subterránea y oscura (después de todo, era tradicional proteger del sol las galerías con gruesos esterones de esparto: vuélvase a mirar la fotografía).

Así, pues, las galerías machadianas parten de una escenografía real para llegar a una imagen poética trascendida, una imagen que resulta, a la vez, lo mismo dato biográfico preciso —personal e intransferible— como soporte lingüístico donde cualquier lector puede alojar sus propias vivencias [32].

No cabe duda de que Machado actuó muy inteligentemente como poeta, como alfarero de la palabra, como artesano del verso, al difuminar —que no borrar— el significado de la palabra que empleaba. Depuró —en esto, cuando menos— su poesía de la ganga modernista: el patio, junto con la reja, era uno de los tópicos andalucistas del modernismo exterior [33]. En realidad, no hace falta conocer el significado exacto de la palabra galerías, ni su origen en la poesía de Machado, ni su función en la biografía del poeta, para degustar y saborear los poemas de sus «Galerías». El vocablo parece imantar por sí solo. Acertó Machado plenamente con su técnica de difuminado. Aunque con ello consiguiera despistar a casi todos los críticos y poner a caminar bajo tierra —o por las nubes— a no pocos lectores.

 

Notas

[1] Geoffrey Ribbans (ed.), A. Machado, Soledades. Galerías. Otros poemas, Madrid, Cátedra, 1993, p. 43.

[2] Es el que comienza «Siempre que sale el alma de la obscura / galería de un sueño de congoja...», en Electra, n.º 3, 30 de marzo de 1901. Puede leerse en A. M., Poesía y prosa, edición crítica de Oreste Macrì, Madrid, Espasa Calpe, 1989, t. II, pp. 746-747.

[3] Ya redactado este artículo, y en una nueva rebusca por la bibliografía machadiana, encuentro que José-Carlos Mainer, en una excelente —y aparentemente modesta— antología didáctica de la poesía de A. M. (Poesía, Barcelona, Vicens Vives, 1995, pp. XXVIII-XXIX) había ya señalado el verdadero origen de esta imagen poética. Entiéndase, pues, ahora, este artículo, más que como noticia novedosa, como confirmación y ampliación de la misma y como desarrollo argumentado del alcance, implicaciones y significación de este dato, de cuyo hallazgo corresponde por entero al profesor Mainer la primacía cronológica. Como se verá, la luminosa intuición de Mainer no ha sido tenida en cuenta hasta ahora por la crítica.

[4] Rafael Ferreres (ed.), A. M., Soledades (Poesías), Madrid, Taurus, 1969, p. 99.

[5] Ángel González, «Aparición y transformación de las galerías del alma en el proceso creativo de Antonio Machado», en Antonio Machado, Madrid, Alfaguara, 1999, pp. 188-206.

[6] Ricardo Gullón, Las secretas galerías de Antonio Machado, Madrid, Taurus, 1958; Una poética para Antonio Machado, Madrid, Espasa Calpe, 1986; Espacios poéticos de A. M., Madrid, Fundación Juan March, 1987.

[7] A. González, op. cit., p. 194.

[8] Joaquín Marco (ed.), Antonio Machado, Donde las rocas sueñan. Antología esencial (1903-1939), Barcelona, Círculo de Lectores, 1999, p. 26.

[9] Antonio Sánchez Barbudo, Los poemas de Antonio Machado. Los temas. El sentimiento y la expresión, Barcelona, Lumen, 1981 (4.ª ed.), p. 103.

[10] Geoffrey Ribbans (ed.), A. Machado, Soledades. Galerías. Otros poemas, Madrid, Cátedra, 1993, p. 43.

[11] Vicente Tusón (ed.), Antonio Machado, Poesías escogidas, Madrid, Castalia didáctica, 1987, p. 84, n. 17.

[12] El poema LXIII, incluido en la sección «Galerías», en el que el ángel de la muerte invita al poeta a descender a la tumba, ha debido de confundir y desorientar a no pocos críticos y lectores. Dice allí Machado: «—Vendrás conmigo... —y avancé en mi sueño, / cegado por la roja luminaria. / Y en la cripta sentí sonar cadenas, / y rebullir de fieras enjauladas.» Toda una imaginería romántica y dantesca que poco tienen que ver con las galerías machadianas.

[13] El Palacio de las Dueñas no fue la única residencia del matrimonio Machado-Ruiz en Sevilla. Manuel, el primogénito, había nacido en el número 20 de la calle de San Pedro Mártir, en el barrio de la Magdalena (véase Gabriel María Verd Conradi, «La casa natal de Manuel Machado», Archivo Hispalense, t. LXVIII, n.º 209, 1985, pp. 185-189); de allí se trasladaron al Palacio de las Dueñas, donde nació Antonio (1875), once meses después que su hermano mayor. Posteriormente se mudaron a otros dos domicilios, en la calle Navas, 1 (hoy Mateo Alemán), y en O’Donnell, 22. En la correspondencia de Demófilo con Joaquín Costa, la carta de 25 de agosto de 1879 trae aún como residencia «Dueñas, 3», pero en otra de abril de 1880, Machado y Álvarez le señala en la postdata: «S/C. Navas 1º no Dueñas 6, como V. me pone» (véase Juan Carlos Ara Torralba, «Del folklore a la acción política. Tres calas en el pensamiento nacional de Joaquín Costa a través de sus corresponales (A. Machado, R. Salillas, P. Dorado)», Anales de la Fundación Joaquín Costa, n.º 13, 1996, pp. 11-53). De todos modos, en Navas, 1, debieron de estar poco tiempo, puesto que ya, en carta a Giuseppe Pitrè de 21 de diciembre de 1880, Machado y Álvarez le comunica su nueva dirección: O’Donnell, 22, que sería la última sevillana antes del traslado a Madrid en 1883. Véase mi edición de la correspondencia con Pitré, que abarca los años 1879-1888: Enrique Baltanás, «El Folklore como empresa europea y proyecto nacional en el siglo XIX: cuarenta y ocho cartas inéditas de Antonio Machado y Álvarez a Giuseppe Pitrè (más un artículo desconocido de Demófilo)», Demófilo. Revista de cultura tradicional de Andalucía, n.º 33-34, 2000, pp. 221-296. José Luis Cano, en su biografía de Antonio Machado (Barcelona, Salvat, 1985), en vez de la calle O’Donnell, que no cita, habla de otro domicilio en la calle «Orfila, 5, junto a la capilla de San Andrés» y agrega que «esta última casa poseía un patio con un limonero en medio». Como no he encontrado rastro de este supuesto domicilio en la correspondencia de Demófilo, supongo que Cano confundió Orfila con O’Donnell. En todo caso, el niño Antonio Machado vivió en la casa de las Dueñas sus primeros cuatro años de vida, aquellos en que más indelebles, por primeros y frescos, resultan los recuerdos de imágenes, colores, olores, sabores... esos recuerdos que duermen para siempre en el fondo del recuerdo de cada cual.

[14] Todavía a la altura de 1930 el poeta escribió, en una de sus cartas a Pilar de Valderrama: «hoy mi mundo interior son recuerdos de apenas tres años». Cfr. Giancarlo Depretis (ed.), Antonio Machado, Cartas a Pilar, Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1994, p. 229.

[15] Por «familias modestas» debe entenderse familias de clase media, de la pequeña burguesía. Daniel Pineda Novo (Antonio Machado y Álvarez, «Demófilo». Vida y obra del primer flamencólogo español, Madrid, Cinterco, 1991, pp. 127-128) ofrece datos acerca de cuáles eran estas familias: la del pintor Gumersindo Díaz y Pérez, la del comerciante Ricardo Medrano, la de un tal Ojeda... No era raro entonces que muchas casonas y palacios nobles, ya que sus propietarios solían vivir en Madrid, fuesen alquilados por piezas a varias familias. Incluso el popular corral de vecinos podía tener este origen. Según Luis Montoto (Costumbres populares andaluzas, Sevilla, Renacimiento, 1998 [1883-1884], p. 15) «el corral de vecinos es de ordinario un edificio, de construcción antiquísima, que revela a la legua el haber sido, allá corriendo los siglos, casa solariega de un noble que vino a menos y por cuatro cuartos la malbarató para retocar los cuarteles de su enmohecido escudo». Montoto habla también del «partido de casa»: «Las casas por partidos en Andalucía son de construcción moderna, y muy especialmente en Sevilla, que no las conoce sino de diez años a la fecha... La habitan familias de la llamada clase media, la que, no pudiendo pagar el alquiler de toda una casa de aspecto decente, se contentan con vivir más independientemente que lo harían en una de vecinos.» Yo creo que la casa de las Dueñas se había convertido en una «casa por partidos», por más que no fuese, claro está, de construcción reciente.

[16] El continuo retorno a la infancia es una de las constantes del mundo poético machadiano. En Nuevas canciones, el poema CLVIII nos dice: «Se abrió la puerta que tiene / gonces en mi corazón, / y otra vez la galería / de mi historia apareció. // Otra vez la plazoleta / de las acacias en flor, / y otra vez la fuente clara / cuenta un romance de amor.» En relación con este libro, cfr. Gregorio Torres Nebrera, «Las galerías machadianas de 1924», en Antonio Machado hoy. Actas del congreso internacional conmemorativo del cincuentenario de la muerte de A. M., Sevilla, Alfar, 1990, t. IV, pp. 395-411.

[17] Los interiores madrileños de las casas de los Machado pueden entreverse, además de en los de su amigo y biógrafo M. Pérez Ferrero, en los diversos testimonios de Juan Ramón Jiménez. Véase Juan Guerrero Ruiz, Juan Ramón de viva voz, prólogo y notas de Manuel Ruiz-Funes Fernández, Valencia, Pre-Textos, 1999, 2 vols., passim, y Juan Ramón Jiménez, El modernismo (Notas de un curso), edición de Jorge Urrutia, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999, pp. 149-150. Rafael Cansinos Asséns, al referirse al domicilio de Machado en 1902, un piso en el 148 de la calle de Fuencarral, lo describe como «un gran caserón viejo y destartalado, con un gran patio lóbrego, donde el sol se perdía». A estos interiores habría que añadir los de las pensiones que habitó en Soria, Baeza y Segovia, casi siempre modestísimas y en algún caso realmente inhóspita. Significativa es la anécdota que cuenta su hermano José: «Muchas veces se le oyó decir que si alguna vez hubiera podido disponer de medios, el único lujo a que aspiraba era el de tener grandes habitaciones y un jardín dentro de la casa» (José Machado, Últimas soledades..., p. 144).

[18] En carta a don Miguel de Unamuno, escrita desde Baeza a finales de 1914, se le quejará: «Yo sigo en este poblachón moruno, sin esperanzas de salir de él, es decir, resignado, aunque no satisfecho. Para salir de aquí tendría que intrigar, gestionar, mendigar, cosa incompatible, no sé si con mi orgullo o con mi vanidad. En los concursos saltan por encima de mí, aun aquellos que son más jóvenes en el profesorado y no precisamente a causa de su juventud, sino por ser Doctores, Licenciados, ¡qué sé yo cuántas cosas!... Yo, por lo visto, no soy nada oficialmente. Esto, en cierto modo, me consuela» (A. Machado, Poesía y prosa, edición crítica de Oreste Macrì, Madrid, Espasa Calpe, 1989, t. III, p. 1.558).

[19] Gerardo Diego, Manuel Machado, poeta, Madrid, Editora Nacional, 1974, pp. 97-99.

[20] Sobre la verdadera fecha de publicación de Soledades, véase José Luis Cano, «Un dato erróneo en la biografía de Antonio Machado», Ínsula, n.º 344-345, 1975, pp. 16-17. Cano demuestra que el libro salió efectivamente en enero de 1903, lo que no implica que no estuviese preparado desde antes.

[21] Rafael Cansinos Asséns, Obra crítica, edición de Alberto González Troyano, Sevilla, Biblioteca de Autores Sevillanos, 1998, t. I, p. 83.

[22] El tema de la infancia en Antonio Machado ha sido estudiado por Bernard Sesé, Antonio Machado (1875-1939). El hombre. El poeta. El pensador, Madrid, Gredos, 1980, t. I, pp. 107-124.

[23] Pero no excluyo que Machado sumase a sus recuerdos del de Dueñas el de otros patios y galerías semejantes y posteriores, por ejemplo, en la calle O’Donnell. Aunque, como digo, fuese el de Dueñas el esencial. Cuando vuelve a visitar Sevilla, en 1898, desea entrar en la casa-palacio, lo que no le permite el administrador de entonces.

[24] Vid. Dámaso Alonso, «Poesías olvidadas de Antonio Machado», Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 11-12, 1949, pp. 103-159.

[25] En poemas bastante posteriores, las «galerías» vuelven a adquirir un significado literal, como arquitectura interior de una vivienda. Así, por ejemplo, en el dedicado «A Xavier Valcarce» (CXLI): «Mas hoy... ¿será porque el enigma grave / me tentó en la desierta galería, / y abrí con una diminuta llave / el ventanal del fondo que da a la mar sombría?» Y en «Últimas lamentaciones de Abel Martín» (CLXIX), tras imaginar que «Era mi cuerpo juvenil, el que subía / de tres en tres peldaños la escalera», nos dice: «Soñé la galería / al huerto de ciprés y limonero.» Es decir, la galería superior, a la que se ha de subir por escalera, y desde la que se contempla lo que en este poema es el huerto y en otros el patio.

[26] También Dámaso Alonso se preguntaba esto mismo: «¿Quién es —novia, madre, criatura angélica— ese ser que acompaña al poeta por las galerías del sueño?» (Cuatro poetas españoles, Madrid, Gredos, 1962, p. 169). Don Dámaso dejaba la pregunta sin responder, pero ya es interesante que no diera por supuesto que se trataba de la novia. Varios críticos han sugerido un complejo de Edipo en don Antonio. Más sencilla, y más plausible, es la explicación de Rafael Lapesa: «No veo, sin embargo, anormalidad en que el hijo desvalido —y Antonio Machado siempre lo fue— necesitara la compañía y el amparo de su madre.» La cuestión, en todo caso, necesitaría de más detenido estudio. Véase José M.ª Moreiro, Guiomar, un amor imposible de Machado, Madrid, Espasa-Calpe, 1982, pp. 13 y 136-142.

[27] De la atentísima y detallista observación de las moscas es fiel reflejo su célebre poema XLVIII.

[28] Vid. sobre esto Enrique Baltanás, Antonio Machado. Yo y los otros (cartas y notas al margen), Sevilla, Ayuntamiento de Sevilla, 2000, y Antonio Machado. Nueva biografía, Sevilla y Jaén, Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, Diputación de Jaén y Diputación de Sevilla, 2000.

[29] No comparto, sin embargo, la, a mi juicio, muy forzada interpretación de Soledades que lleva a cabo Michael Predmore (Una España joven en la poesía de Antonio Machado, Madrid, Ínsula, 1981). La continuidad que aquí propongo es de otro tenor.

[30] Para galerías de otros palacios españoles, vid. por ejemplo Antonio Miguel Trallero Sanz, Las galerías desaparecidas del palacio de Cogolludo, Guadalajara, Diputación Provincial y Colegio de Arquitectos de Castilla - La Mancha, 2000.

[31] Esta tercera acepción es la que conviene, me parece, en CLVIII, 3, de Nuevas canciones: «Se abrió la puerta que tiene / gonces en mi corazón, / y otra vez la galería / de mi historia apareció.» E incluso en CLXXVI: «¡Oh cámaras del tiempo y galerías / del alma! ¡tan desnudas!...» Vid. supra n. 16.

[32] Véase a este propósito lo que escribe Ricardo Gullón: «Si la función simbólica del cisne se agotó con el wagnerismo y el modernismo, y si el parque viejo y la ciudad muerta exigen una traslación lectorial —filosófica si se prefiere decir así— al pasado, las galerías conservan plena vigencia. Prestigio mantienen los otros símbolos, pero éste afecta al lector desde su propia temporalidad, es decir, desde la intemporalidad» (Espacios poéticos en Antonio Machado, Madrid, Fundación Juan March / Cátedra, 1987, p. 26).

[33] Del patio y la reja como espacios literarios de fuerte simbolismo y como tópicos andalucistas me ocupo en mi libro, en preparación, La materia de Andalucía (El ciclo andaluz en las letras de los siglos XIX y XX), donde me detengo en Fernán Caballero, Villaespesa, José Sánchez Rodríguez, García Lorca, Villalón, los Quintero, los Machado... y otros escritores del romanticismo y del modernismo.

 

Fecha de publicación: 2000


Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
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