Las
adelfas culmina la trilogía sobre el donjuanismo.
A diferencia de las anteriores, Desdichas de la fortuna
y Juan de Mañara, esta comedia, y por eso es comedia
y no tragedia, concluye en final feliz. Como es habitual que suceda
con el teatro de los Machado, la crítica o bien no la ha
leído (al menos con atención bastante), o bien no
ha conseguido entenderla en absoluto.
Aunque el estreno de Las adelfas no fue quizás
un arrollador éxito de público, la obra duró
en cartel en Madrid veintiocho días, y hubo algunas representaciones
en otras plazas de España. Alberto Romero Ferrer nos habla
de una «reacción de extrañeza de la crítica
y el público» y destaca la «fría
recepción» que tuvo, sólo amortiguada por
el prestigio indiscutible de los autores, aunque algunas reseñas
de la época nos hablan de éxito clamoroso [1].
Para Melchor Fernández Almagro, uno de los reseñistas
del estreno, la obra resultaba «obscura y confusa».
Es posible que al malentendido contribuyeran en algo los propios
autores con su referencia al psicoanálisis, un equívoco
que no es equívoco, pero que ha llegado hasta hoy.
Porque, aunque así lo venga repitiendo cansinamente la
crítica desde el día de su estreno [2],
Las adelfas (1928) poco, o mejor dicho, nada tiene que
ver con el psicoanálisis ni con Freud. La actitud de Antonio
hacia el psicoanálisis fue siempre de reticencia, si es
que no de clara oposición. En Juan de Mairena
dejará escrita esta desdeñosa alusión:
|
Los
psiquiatras, sin embargo, pensarán algún día
que ellos podrán saber de nuestras almas más
que las viejas religiones aniquiladoras del amor propio,
invitándonos a recordar unas cuantas anécdotas,
más o menos traumáticas, de nuestra vida.
¡Bah!
[3] |
Los
mismos autores se cuidaron de puntualizar la función del
psicoanálisis en la obra y su valoración escasamente
positiva del mismo en la «Autocrítica de Las
adelfas»:
|
Entre
los personajes de nuestra obra figura un médico,
que alude vagamente a las teorías de Freud, que conoce
al dedillo, pero que no pretende exponer ni criticar. Tiene
ideas propias sobre el mundo interior, algo anteriores a
la boga del psicólogo austríaco. No tiene
demasiada fe en el valor terapéutico del psicoanálisis.
Lo estima, sin embargo, por su valor psicológico.
Los autores sólo aceptan su utilidad para una dialéctica
de teatro [4]. |
Cierto
que Freud puso de moda la interpretación de los sueños.
Pero la interpretación de los sueños ya existía
mucho antes de Freud, y como se sabe, no es esto ni lo medular
ni lo original del psicoanálisis.
Cierto también que en la obra se alude a «un doctor
austríaco» e incluso se menciona la palabra «psicoanálisis».
Pero estas alusiones están llenas de retranca y de distanciamiento
irónico. Se insiste en que, antes de pasar a manos de los
médicos, el valor de los sueños ya era conocido
por los poetas. Ahora «hasta se operan», dice el médico
Carlos Montes (médico, no psicoanalista como muchos críticos
persisten en calificarlo, y médico, además, que
no ejerce), con evidente ironía. Y más ironía
aún sobre la eficacia clínica del psicoanálisis
es la que muestra Carlos Montes —que, recordemos, y según
sus creadores, «No tiene demasiada fe en el valor terapéutico
del psicoanálisis»— cuando Araceli le pregunta
que si los sueños se curan, y él responde, con no
poca retranca:
Con
la divina asistencia,
algunas veces. |
A lo que añade poco después que «no todo /
es farsa en la nueva ciencia / del psicoanálisis».
Es decir, que Carlos considera que el psicoanálisis es
en gran medida una farsa. ¿Y qué es lo que no es
farsa en esta nueva ciencia? Pues lo más viejo y sabido,
que «el alma / puede enfermar».
Y pasa Carlos Montes (o los Machado, que hablan por su boca) a
exponer su teoría, que, aunque con muy leves puntos de
contacto con el psicoanálisis, no es psicoanálisis.
Porque más que basada en sueños, esta teoría
está basada en el diálogo. Si el diálogo
socrático estaba destinado a encontrar verdades universales
o ideas puras, esta «erotemática nueva» va
destinada a encontrar las verdades personales, las de cada uno,
«las que cada cual al fondo / sin fondo del alma lleva».
Desde luego, Freud nunca hubiera hablado de «alma».
Este mundo oscuro hay que sacarlo a la luz: «una cura /
de sol como otra cualquiera».
Al final, Araceli estará curada, pero no por el psicoanálisis
ni por la interpretación de los sueños, sino por
el amor, ahora sí, el verdadero amor. Así lo reconoce
la propia Araceli, dirigiéndose a Salvador (nombre parlante,
claro está), en la escena final de la obra:
Lo
que es la vida,
lo he sabido yo ahora al verte.
Lograste desencantar
la princesa que dormía,
y no sólo despertar:
para mí se hizo el día
cuando te he visto llegar.
Tú me has devuelto la calma
y convertido el dolor
que me mataba en amor. |
Entonces, si Las adelfas nada debe al psicoanálisis,
ni menos aún lo sigue en su doctrina, ¿de qué
trata la obra? Ya Enrique Díez-Canedo, crítico del
estreno, reconocía que le resultaba algo confusa. Pero
de confusa no tiene nada para un lector atento. Para verlo más
claro tendremos que resumir su argumento. Operación, esta
del resumen del argumento de una obra literaria, menos inocente
de lo que pueda parecer [5].
Hace ya unos años que murió Alberto y su joven viuda,
Araceli, duquesa de Tormes, no puede conciliar el sueño
y vive nerviosa y llena de inquietudes por saber cuál fue
la causa que llevó a su marido a la, al parecer, voluntaria
muerte, aunque se fingiese de puertas afuera que la escopeta se
le disparó por accidente. Por eso llama a un amigo de la
infancia, Carlos, que es médico. Como ella le dice que
duerme mal, y que sueña «cosas tristes», le
habla él de la importancia de los sueños y alude
vagamente al psicoanálisis, del que entonces se empezaba
a hablar en España [6].
Pero no van a ser los sueños los que revelen el secreto
de Alberto, ni la naturaleza de su relación con Araceli,
ni tampoco, a la postre, los que propicien la curación
de la joven duquesa de Tormes. Será el diálogo,
en el que se nos ofrecerán distintos puntos de vista acerca
de la personalidad de Alberto, a cargo de distintos personajes,
lo que aclare la situación. Prácticamente toda la
pieza es una indagación sobre el pasado, sobre lo que ocurrió
en el pasado, pero a través del diálogo, no de sueños,
a través de las revelaciones que hacen los que conocieron
al personaje. Más que de psicoanálisis, se trata
de perspectivismo y contraste. Y se habla del pasado, pero para
enderezar el presente y salvar el futuro.
Como trama subyacente de la obra está la venta de la finca
Los Adelfos, en la provincia de Córdoba, y donde se desarrollará
el acto tercero y último, a causa, según sabremos,
de la ruina del patrimonio familiar ocasionada por la conducta
indolente y derrochadora de Alberto. Los que quieren comprarla
son Daniel Bernar, un millonario judío, y su esposa Rosalía,
antigua compañera de colegio de Araceli y ex amante de
Alberto. Ya veremos más adelante qué sucede con
esta operación y qué importancia adquiere en la
obra.
El único que sostiene una opinión positiva del finado
es su tío Agustín, marqués de Torresalbas.
Para él, Alberto era el prototipo del caballero, más
bien señorito, andaluz:
Era
un español castizo
—ya hay pocos—; sus diversiones,
los caballos y los toros,
la caza...
[...]
Aquel
hombre
llegó demasiado tarde
a este mundo de deportes
y bolcheviques. |
A lo que hay que añadir que era un manirroto que gastó
su hacienda y la de su mujer, que ahora se ve abocada a tener
que vender la finca. Lo describe en la misma línea, pero
sin ninguna admiración, el prestamista Bernar, ansioso
ahora por quedarse con Los Adelfos:
...
Un poco altivo,
pero muy cortés. Un noble
a la antigua usanza, que
ignoraba los valores
financieros, como un niño...
Y lo corrobora don Agustín:
Generoso hasta el derroche,
Sin contar y sin contarlo. |
Pero, conocida su inadecuación al mundo moderno, su persistencia
en una vida de parásito ocioso entregado al despilfarro
irresponsable, podemos preguntarnos por los aspectos más
íntimos del personaje, es decir, por la vida amorosa de
Alberto, el difunto marido de Araceli. De nuevo lo sabremos, no
por sueños dizque freudianos, sino por lo que cuentan los
personajes a lo largo de la trama. El don Juan machadiano nunca
está seguro de saber lo que quiere; en realidad sólo
quiere lo que quieren los otros, y a condición de que lo
quieran otros. Léase cómo lo cuenta Carlos Montes,
hermano de leche de Araceli y secreto enamorado suyo, y se comprobará
si no es éste un caso claro de deseo mimético:
...
Un día
cuando hacia Madrid volvía
con Alberto —él, ingeniero;
médico, yo—, y el viaje
ya era a través del paisaje
de Guadarrama severo,
yo hablé por la vez primera
de ti a Alberto, y le enseñé
un retrato nuestro que
llevo siempre en la cartera.
Éste.
(Saca un retrato)
Araceli, una
niña,
y Carlos, en la campiña
de Córdoba. Él reparó
de la pareja infantil
—¡claro!— en la niña gentil,
que largo rato admiró
en silencio.
[...]
Nunca ya de ti habló;
pero él esperaba el día
de conocerte. Y llegó.
Conmigo en tu casa entró;
Yo mismo te lo traía.
Tu viejo padre, afligido,
por su viudez, y rendido
casi a la muerte, anhelaba
para Araceli un marido. |
Alberto se enamora de Araceli porque la ve fotografiada con Carlos,
porque es éste quien la ama, aunque nunca se lo haya confesado.
Carlos, como el Esteban de Juan de Mañara, es
el enamorado discreto y tímido, que cede el paso al impetuoso
seductor. Que además, entre sus armas de seducción,
cuenta con la «de una cuantiosa fortuna».
Alberto,
de noble cuna,
joven, bello, ya heredado
de una cuantiosa fortuna,
era el esposo esperado. |
El matrimonio de Alberto y Araceli será un matrimonio de
conveniencia, de oportunismo, de realización de una convención
social. Y Carlos mismo contribuye a esa apariencia perfecta, a
esa ilusión idílica:
Yo…
Mi conducta perfecta
fue con Alberto y contigo:
para la hermana dilecta,
la mano del buen amigo.
Hice más, pues rogué a Dios
—Él me castigue si miento—
que os entendierais los dos. |
Cegada por el falso señuelo de la interpretación
psicoanalítica, la crítica, incapaz de comprender
el meollo de la obra, intenta desviarnos pretendiendo encontrar
la clave en la «atracción casi incestuosa»
entre Carlos y Araceli, en su «relación hermanal»:
|
En
tales circunstancias —escribe Carlos Feal Deibe—,
surge la sospecha razonable de que Carlos se defiende de
su atracción casi incestuosa por Araceli empujándola
hacia otro hombre, lo que, desde luego, no impide la furiosa
crisis de celos de Carlos tras la boda de Araceli y Alberto.
Pero la falta de amor de Araceli, su frialdad frente a Alberto,
de que posteriormente se acusa, ¿no responderá
a una fijación al hermano, de quien su amor
no acierta a despegarse? [7] |
Para dar por buena la interpretación de Feal Deibe haría
falta remover un «pequeño» obstáculo.
Una relación no puede ser «casi incestuosa»,
de la misma manera que una mujer no puede estar «algo»
embarazada. Entre Carlos Montes y la duquesa de Tormes no hay
ningún vínculo de sangre, ninguna relación
familiar. No cabe el incesto. Carlos es hijo de los administradores
de la finca de los duques de Tormes, y si en la obra —y
entre ellos— se les califica de hermanos es porque
son hermanos de leche, toda vez que la madre de Araceli no pudo,
por enfermedad, amamantarla, y de ello se encargó la madre
de Carlos. Nada, pues, de incesto. Pero es que tampoco, en ningún
momento, hay amor o deseo por parte de Araceli hacia Carlos. Sólo
hay amistad. «Un psicoanalista —dice Feal Deibe—
debería concluir que a quien busca, sin saberlo, Araceli
es a Carlos.» No sabemos lo que debería concluir
un psicoanalista, pero sí lo que debería concluir
un lector atento: Araceli siempre siempre llama «amigo»
y «hermano» a Carlos, es decir, no esconde nada, no
se oculta nada, no hay nada subconsciente. Lo que siente por Carlos
es amistad. Una larga amistad que viene de la infancia. Ni más,
ni menos. Y en ningún momento del desarrollo argumental
encontramos el menor indicio que nos permita suponer que Araceli,
ni consciente ni inconscientemente, vea en Carlos otra cosa que
un amigo y un confidente. De una manera irónica y bromista
se lo hace ver al propio Carlos cuando éste, sin mucha
convicción, le propone matrimonio, «porque si te
acepto / como esposo, dime tú / con quién charlo»
[8] .
Es Carlos el que sí está enamorado de Araceli. Y
lo sabe. Pero pertenece a la clase de los enamorados contemplativos
e indecisos. Nunca se atrevió a declararle su amor a Araceli.
Es el enamorado sin esperanza, como Esteban, y como él,
llega a actuar de intermediario. Pero, al revés de Esteban,
que siempre se mantiene en su resignado papel, Carlos estalla.
Por un momento, estalla. Cuando ve lo irreparable de lo que él
mismo ha propiciado. Y destila en Alberto el veneno de la duda,
de los celos, de la desconfianza, al mismo tiempo que rompe la
amistad que le ha unido con Alberto.
De
la oscura
región de bienes y males
donde ata siete chacales
una cadena insegura
surgió el rencor: «¡Nunca más
saber quisiera de ti!
Y ruega a Dios que jamás
ella se acuerde de mí.»
Aún viendo estoy la mirada
de Alberto cuando sintió
esta flecha envenenada.
Todo un infierno pasó
de mi corazón al suyo.
«¿Araceli te quería?»
«Sí. Ruega a Dios que sea tuyo
su cuerpo como fue mía
su alma», respondí. Ya el mal
hecho me asustó. Fue en vano
quererlo enmendar. La mano
piadosa es también puñal. |
Carlos le miente a Alberto, cuando le desliza que Araceli le amó,
cuando le da a entender que entre ambos hubo idilio y que él,
Alberto, no es más que un intruso. A partir de ahí
la relación entre Alberto y Araceli se vuelve fría
y distante. ¿A causa de la mentira de Carlos? No, sino
porque Araceli y Alberto no hablan de ello, ni de nada. Alberto
no pregunta, no quiere confirmar ni desmentir. Simplemente, por
orgullo, por vanidad, porque, en realidad, no amaba bien a la
que ya era su mujer. Araceli descubre ahora que «en amor,
/ el no saber preguntar / es el pecado mayor». Pero el pecado
no es suyo, como le explica Carlos:
Ese
pecado fue el suyo.
Él callaba por orgullo;
tú, sólo por ignorancia. |
Y es Carlos, el hombre no de acción sino de reflexión,
el que apunta las claves del suicidio y de la personalidad de
Alberto, y de su matrimonio con Araceli:
Alberto
sólo se amó
a sí mismo. Y malogrado
ese amor, que era su vida,
él mismo fue el homicida
de su don Juan fracasado. |
No fue el suyo con Araceli un matrimonio por amor: «Ni él
te quiso ni tú a él.» Son las últimas
escenas de la obra, y Carlos, que adivina de quién está
enamorada Araceli (como Esteban de Beatriz), le da su consejo
terapéutico, tan escasamente psicoanalítico: «Tus
deberes / ahora son vivir y amar.» Araceli es una Penélope
rodeada de pretendientes. Éstos, inicialmente, son cuatro:
el alocado Enrique, el prudentísimo Carlos, el inesperado
Salvador Montoya y… el propio marido de la viuda. En el
caso de Enrique, representante de la juventud deportista y amiga
de la velocidad y de la moda, no hay duda: Araceli lo rechazará
desde el principio. Tampoco en el caso de Carlos hay vacilación:
ha sido, es y será su fiel amigo, su confidente, su consejero.
¿Guardará la memoria de su marido muerto? Mientras
el misterio persiste, cabe la duda. Aclarado el enigma, contada
la historia, constatados los hechos, ya esa posibilidad se esfuma.
Sólo queda Salvador Montoya, el capitán de industria,
el verdadero hombre de acción. El sorprendente Salvador
Montoya.
Salvador llega a la vida de Araceli cuando ésta se encuentra
en plena crisis, tanto vital como económica. Para Araceli,
Salvador es un perfecto desconocido. Pero cuando Salvador aparece
por primera vez en el escenario, «con una gran cartera bajo
el brazo», ya sabe todo lo que hay que saber sobre Araceli
y, sobre todo, ya sabe lo que quiere él. También
conoce a Rosalía, de la que ha sido amante desganado («Me
dejé querer», dice), y además, también
Salvador tiene un pasado. Concretamente, un pasado donjuanesco.
Pero Salvador es ya un don Juan curado de su donjuanismo. La escena
XIII del primer acto es deliciosa, divertidísima en su
juego de decir sin decir, en el arte de sorprender con lo evidente.
Salvador aparece con una gran cartera, y eso le vale para despejar
la sala de los demás, que creen que viene a hablar de negocios
y «cosas serias». Pero la cartera está vacía.
Salvador sólo ha venido a conocer en persona a Araceli,
de la que ya sabe por Rosalía. También él
se ha enamorado indirectamente, de oídas, podría
decirse. La cartera está vacía porque sólo
es un pretexto, un recurso para poder quedarse a solas con Araceli.
Pero también simboliza el amor, que no guarda segundas
intenciones ni se basa en intereses: el amor es sólo amor.
También Salvador ha sido hasta entonces un poco don Juan.
Araceli le pregunta si no se ha enamorado nunca, y él responde
con la típica argucia donjuanesca:
Nunca.
Yo profeso
que es consagrarse a una sola
ser infiel a todo el sexo.
Falta de galantería
imperdonable… |
Ése ha sido el tono de su relación con Rosalía,
cuyo atractivo, magnificado por Araceli, relativiza («depende
de la persona / sobre quien lo ejerza»). No parece que Rosalía
estuviese realmente enamorada de Salvador, como tampoco de Alberto
(«… Cariño, / ni a él, ni a mí,
ni a nadie»). Tampoco Salvador estuvo enamorado de Rosalía,
pues eran sus tiempos de donjuanismo: «Me divertía
al principio; / al cabo de un mes, ni eso.» Pero el hombre
que hace sólo un momento argüía, en sofística
defensa de la poligamia donjuanesca, que consagrarse a una sola
mujer era ser infiel a todo el sexo, ahora, repentinamente (porque,
dice, «Amor / es saeta, no correo»), le declara a
Araceli su rendido amor:
ARACELI.
¿Desde cuando?
ALBERTO. Desde
siempre.
ARACELI. ¿A mí sola?
ALBERTO. Sí.
Poseo
el don de contradecirme…
¿Se ríe usted?
ARACELI. Qué
remedio.
De otro modo…
SALVADOR. Usté ha perdido
un esposo. Yo me ofrezco
a reemplazarle. Usté ignora
qué es amor. Yo se lo enseño.
Usted tuvo una rival
detestable. Yo la vengo
de esa rival. Usted mira
al pasado. Yo la llevo
al porvenir. En la muerte
encuentra usted un misterio
interesante; la vida
tiene otro, que no lo es menos,
y más alegre. Usted toma
mi brazo y vamos a verlo. |
Araceli no sale de su asombro. Aparentemente. Porque la dialéctica
del extraño personaje empieza a hacer mella en el corazón
de la joven. Naturalmente, tiene que resistir el primer asedio,
como hace cualquier mujer cuando es cortejada, para comprobar
la firmeza y seriedad de intenciones del otro. La acotación
escénica («Divertida y halagada a pesar suyo»)
lo subraya al final de este chispeante diálogo:
SALVADOR.
¿Qué motivos tiene usted
para no quererme?
ARACELI. Aquellos
que tengo para quererle. Ninguno.
SALVADOR. ¿Ninguno…?
Creo
que exagera.
ARACELI. ¿Eh?
SALVADOR. ¿Soy
acaso
bizco, jorobado, tuerto,
tonto? ¿Mi cara es tan rara? [9]
Y la cara es el espejo
del alma. Pues ya que soy
simpático, amable y bueno,
hay que quererme.
ARACELI. ¿De
veras?
SALVADOR. ¿No lo cree usted?
ARACELI. No.
SALVADOR. Lo
siento,
porque es la primera vez
que me enamoro, que veo
en la mujer la persona [10]:
un alma bella en un cuerpo
delicioso, convertido
en realidad un ensueño.
Porque soñé con usted
tanto y…
ARACELI. ¡Basta, caballero!
SALVADOR. Pero…
ARACELI. Señor
de Montoya,
las bromas tienen un término.
SALVADOR. Basta, pues usted lo manda.
Pero… ¡qué ocasión perdemos
tan bonita! ¡Esto iba a ser
un encanto!
ARACELI. ¿Qué?
SALVADOR. Lo
nuestro.
ARACELI. He dicho que basta.
SALVADOR. Bien.
Perdone el atrevimiento
de ofrecerle a usted mi vida
sin ambages ni rodeos.
Usted me hizo hablar. Ahora
me hace callar. Obedezco.
Porque es tan grande mi amor…
ARACELI. ¡Vaya! |
Tres son en la obra las escenas en que se encuentran y dialogan
Salvador y Araceli. Naturalmente, la tercera y última es
la culminación, pero ya en esta escena inicial, la duquesa
de Tormes queda prendida del personaje, que en la acotación
escénica que cierra el primer acto es descrito como «aquel
hombre extraño, gracioso y amable, inesperado y sorprendente
como la vida misma». Los autores indican que «es preciso
que en ella [Araceli] se lea la impresión de alegría
y simpatía que le ha producido». Lo que no ha conseguido
Carlos, lo está logrando Salvador: devolverle la alegría.
La mejor prueba de que Araceli ya ha empezado a considerar a Salvador
es que le pregunta si sabe que no es rica, que está casi
arruinada. Teme que este inesperado pretendiente no sea más
que un cazadotes, un sinvergüenza que monta una farsa por
simple interés crematístico. Pero Salvador no sólo
no es eso lo que busca (él mismo es ya muy rico), sino
que va a ayudar decisivamente a la duquesa de Tormes a salir de
su difícil coyuntura económica, salvando la finca
de Los Adelfos, poniéndola en valor mediante adecuadas
reformas productivas que, a la postre, se resumen en una sola
fórmula: «palabra poco española / y castiza:
trabajar», justo lo que nunca hizo el indolente Alberto.
Salvador es precisamente lo contrario de Alberto: frente al señorito
y propietario rural, el capitán de industria, el hombre
de negocios; frente al indolente, el diligente; frente al ensimismado
narciso, el hombre de recia voluntad, decidido en la acción.
Antes de su segundo encuentro, Araceli ya está casi conquistada
para Salvador. Así se lo describe a Carlos:
…
es complicado
y sencillo, hondo y ligero.
Sobre todo, interesante
y amable. Tiene el misterio
de la vida; sorprendente
a primera vista, luego
tan natural… No te oculto
que me agrada y le agradezco
sus visitas… |
Salvador, dice Araceli, tiene el misterio de la vida. Parece que
por fin la joven ha comprendido lo que el propio Salvador le revelaba:
«En la muerte / encuentra usted un misterio / interesante;
la vida / tiene otro, que no lo es menos / y más alegre.»
Araceli empieza a sentirse interesada por el misterio de la vida,
aunque aún duda si renovar su matrimonio con Alberto, aunque
sea post mortem. Pero la duda se despeja cuando Araceli
descubre la verdad de los hechos, cuando consigue armar el puzzle,
cuando logra saber lo que ha pasado, para lo que, como ya hemos
visto, son fundamentales las revelaciones de Carlos. Aunque no
menos las consideraciones de Salvador. Araceli, que en vida no
amó a su marido, desea reconstruir la historia, pero, más
que por el propio Alberto, por la inquietud celosa que le provoca
Rosalía, y esto es fundamental para la correcta interpretación
de la obra, porque, recordemos, el malestar de Araceli comienza,
en realidad, cuando descubre las cartas ocultas en la gaveta del
escritorio de su marido:
…
esa mujer
del infierno algo tendría,
algo tiene que tener
que yo no tengo: hermosura,
ángel, gracia, garabato,
perversidad, travesura,
un cierto imán en el trato… |
Pero Salvador la desengaña mostrándole la realidad
del deseo mimético, el mecanismo de los celos, la falsedad
de la pasión romántica. Salvador conoce la verdadera
personalidad de Alberto y la naturaleza del matrimonio que contrajo
con Araceli:
«El
argumento: Una dama
se casa con un señor
rico y bello, a quien no ama,
porque aún no sabe de amor.
El marido, un engolado,
entre Narciso y don Juan,
noble y poeta, ha soñado
con ser otro Chateaubriand,
el grande hombre que adoran
las duquesas de rodillas,
y cuyo favor imploran
las bellas, siempre en cuclillas.
Él en sus sueños fracasa,
porque la propia mujer,
la bella que tiene en casa,
no se digna comprender.» |
Pero también conoce la personalidad de Rosalía,
la falsa mujer fatal, «el diablejo que lía / y mueve
y anima el drama»:
«Se
propone echar el guante
al grande hombre ignorado;
como el empeño es bastante
sencillo, lo ve logrado.
De ella también es el fuerte
la romántica pasión,
razones del corazón,
amor que vence a la muerte…
Ella también es modelo
de amantes… Una coqueta
es espejo y es anzuelo,
si es algo pez su poeta.» |
Lo que Salvador pide a Araceli es que no se deje llevar por el
deseo mimético, como hicieron Alberto y Rosalía.
Que no caiga en la trampa de desear a través del deseo
del otro, que no crea amar ahora a su marido por el hecho de que
su marido fuera deseado por otra, que no quiera ser esa otra ni
la tenga por modelo:
Es
la leyenda dorada
de los celos. Siempre son
los amores de los otros,
con celos, los que en nosotros
despiertan más ilusión.
A Alberto, su pobre Alberto,
que en vida le importó nada,
lo ama usted después de muerto,
a causa de esa endiablada
mujer que es su pesadilla.
Alberto tuvo que ser
un Abelardo, un Marcilla;
ella, el propio Lucifer.
Y porque yo he señalado
cuanto su esposo de huero
tenía y de trasnochado,
y de ella todo el pecado
—rendirse a un amor ligero—,
me insulta. Sí, usted espera
que vuelva Alberto a la vida,
y es ver lo que usted quisiera
si por usted se suicida. |
Araceli protesta, se ofende, le insulta: la señal más
clara de que Salvador ha puesto el dedo en la llaga. El segundo
acto termina con la ruptura entre ambos. Araceli manifiesta su
deseo de volver a Los Adelfos. Salvador, que interpreta este viaje
como una decisión en favor de Alberto («que usted
va / a Los Adelfos buscando / a quien acompaña ya»),
se retira. Pero al final, cuando se queda sola, Araceli le hace
una confidencia a su criado: ya está decidida a no vender
Los Adelfos.
El acto tercero, como es obligado, nos presenta el desenlace de
la historia. Todavía Araceli parece estar indignada con
Salvador:
No
quiero que se hable más
de ese hombre. ¡Lo aborrezco! |
En la psicología del amor, es un síntoma muy claro.
Carlos Montes, al final de la importante conversación a
la que ya hemos hecho referencia, y donde ha revelado su verdadera
relación con Alberto, y la verdadera personalidad de éste
(«don Juan fracasado»), reconoce esos síntomas:
«¡Si / sólo al escuchar su nombre / ya eres
otra! ¡Si ese hombre / es la vida para ti!» Cuando
el cerco se estrecha sobre Araceli para que venda Los Adelfos
(es la suprema venganza a la que aspira Rosalía, su manera
de poseer a Alberto, de triunfar sobre su rival desde el colegio,
Araceli), Salvador reaparece. Es la noche de San Juan. La noche
mágica de la estación del amor:
Ardiente
y clara noche estival
primera. Lecho nupcial
inmenso… Hoy —dice la gente—,
en las aguas entre flores
rostros queridos se ven,
y se anudan los amores
de los que se quieren bien.
Mire sobre esos ribazos
sus campesinos tejiendo
guirnaldas; las van haciendo
con las flores y los brazos.
Cada uno su cada una
tiene, y el himno de boda
—mañana canción de cuna—
invade la noche toda.
Y es imposible evitar
esa emoción que yo mismo
quiero con tanto lirismo
barroco disimular. |
En este paisaje estival, en esta comunión con la naturaleza
y con el orden cósmico («en la noche de San Juan
/ todo vive, todo ama, / y es toda la tierra dama, / y todo el
cielo galán»), Salvador revela la verdadera naturaleza
del amor. En el contexto folklórico de las hogueras de
San Juan, recurre —recordemos una vez más la influencia
de Demófilo en sus hijos— a la mejor exposición
sin duda, la del sencillo cuento popular:
Oye,
verás… Tú eras una
princesa encantada. Yo,
un soldado de fortuna
que a tu castillo llegó.
Era difícil la empresa;
mas como el rey otorgara
la mano de la princesa
al que la desencantara,
maté al dragón, y escapamos.
Nos persiguieron; dejaste
caer una cienta y formaste
un río. Nos alejamos,
y, para burlar su saña,
un peine, de tus cabellos
caído, fue montaña
entre nosotros y ellos…
Pero aún tuviste que echar
de tu sal un buen puñado,
que se convirtió en el mar…
Nos habíamos salvado.
El rey —que era un buen señor—
su real palabra cumplía
y la princesa se unía
¡claro! con su Salvador.
¿Te gusta? Y esto no es más
que un cuento de encantamento…
Pues la vida es otro cuento
más bonito. Ya verás.
¡Y tú morir te dejabas!
A lo que Araceli, que comprende el cuento, asiente:
Lograste desencantar
la princesa que dormía,
y no sólo despertar:
para mí se hizo el día
cuando te he visto llegar.
Tú me has devuelto la calma
y convertido el dolor
que me mataba en amor. |
«Caen uno en brazos de otro», reza la acotación
escénica, pero de pronto Araceli se acuerda del pasado
donjuanesco de Salvador, no sólo por el efecto humorístico,
sino porque el donjuanismo es también la clave relativamente
oculta de esta obra:
Pues,
¿no era querer a una
ser infiel a las demás,
Salvador? |
A lo que Salvador contesta a la vez con ironía y con verdad:
Sin
duda alguna.
Pero queriendo a una más,
¿qué importa ya otra ninguna? |
La
pieza la cierra la siguiente acotación escénica:
«Cogidos del brazo y luego de la cintura, charlando como
marido y mujer, se pierden por la vereda que va a la casa, cuyo
comedor bajo, iluminado, se divisa a lo lejos. Al fondo, en el
campo y en torno, la noche de San Juan arde. Hogueras y canciones
de amor.»
A diferencia de los finales desgarradores de Desdichas de
la fortuna y de Juan de Mañara, en Las
adelfas asistimos a una conclusión idílica.
No es la muerte la que tiene la última palabra, sino la
vida. Ni Julián Valcárcel ni Juan de Mañara
pudieron alcanzar una reconciliación total con la vida,
bien porque, como en el caso de Julián, nunca llegó
a comprender la naturaleza de su deseo, bien porque, caso de Juan,
ya era demasiado tarde para reparar totalmente el mal causado.
En Las adelfas nos encontramos, por primera vez, con
un héroe positivo, que logra cortar a tiempo el nudo gordiano
del deseo mimético. Salvador Montoya ha logrado por fin
escapar del donjuanismo. Tras su encuentro con Araceli decide
arrojar por la borda su pasado y abrazar una vita nuova.
Y así, al mismo tiempo, salva a la duquesa de Tormes de
sus celos retrospectivos, de su rivalidad con Rosalía.
Salvador reúne las cualidades positivas del amor. Entre
esas cualidades está la acción, o dicho de otro
modo, el efectivo ejercicio de la voluntad (en claro contraste
con el tímido e irresoluto Carlos Montes, que no se atrevió
siquiera a declarar su amor por Araceli). Una voluntad que sólo
puede triunfar si es constante, y Salvador no se da por vencido
a pesar de los iniciales rechazos de la duquesa. Conquista no
sólo por la presencia y la palabra, sino también
salvando a Araceli de la ruina económica. A diferencia
de Alberto y de Carlos, es un hombre de acción, un emprendedor.
Toda la obra es una denuncia de la mentira romántica, de
las trampas del deseo, de las apariencias de amor que no son el
amor. El resorte que pone en marcha la indagación de Araceli
no es, en realidad, el deseo de conocer la personalidad de Alberto,
a quien nunca amó y por quien nunca se interesó,
sino el descubrimiento de las cartas de Rosalía, su rival
desde el colegio. Es entonces cuando comienza a interesarse, y
a inquietarse, por Alberto. Y es Salvador Montoya quien le quita
la venda de los ojos y quien, sin nada más que eso, la
cura de sus impulsos miméticos, por los cuales pretendía
saber «todo, menos la verdad». Al amor no debemos
ir por intereses económicos o sociales (y por eso Salvador
se presenta con la cartera vacía y diciendo que lo que
quiere es «nada y todo»), ni tampoco por desear lo
que desean otros, a los que convertimos en modelos o referentes,
sino por el amor mismo. Un amor que no necesita de justificaciones
externas, literarias o románticas, porque en realidad se
sostiene sólo por la voluntad de amar, a pesar del paso
del tiempo y de los obstáculos que puedan surgir ante ella.
La clave de la obra se resume en un cuento popular. Ni pirandellismo
ni psicoanálisis. Folklore. Es decir, verdades tan viejas
que, por serlo, se olvidan. La primera función del poeta
es recordarnos, de nuevo, lo que quizás ya habíamos
olvidado. Lo que tenemos ante los ojos, y no sabemos verlo.
Notas
[*]
Este artículo es el capítulo correspondiente de
un libro de próxima aparición sobre el teatro
de los hermanos Machado. El autor agradecerá cualquier
comentario que le ayude a mejorar el texto. Puede hacerse escribiendo
a ebaltanas@us.es
[volver]
[1]
«Las ovaciones a los ilustres poetas en la noche del estreno
adquirieron magnitud de verdadero clamor» (Nuevo Mundo,
26 de octubre de 1928; cit. por Manuel H. Guerra, p. 115).
[volver]
[2] Cfr. especialmente Carlos Feal Deibe, «Los
Machado y el psicoanális (en torno a Las adelfas)»,
Ínsula, n.º 328, 1974, pp. 1 y 14.
[volver]
[3] Ed. de Antonio Fernández Ferrer,
Madrid, Cátedra, 1986., vol. I, p. 335.
[volver]
[4] Prosas dispersas (1893-1936),
ed. de Jordi Doménech, Madrid, Páginas de Espuma,
2001, p. 559. [volver]
[5] El historiador literario —que para
mí no es figura esencialmente distinta de la del crítico,
sino la otra cara de la moneda— sólo cuenta con
un único método verdaderamente válido,
y éste no es otro que el de la narratio, en
el sentido en el que la propugnaba Robin George Collingwood:
«Cuando [el historiador] sabe lo que ha sucedido, sabe
ya por qué ha sucedido» (Idea de la historia,
México, FCE, 1952, p. 210). [volver]
[6] Para la recepción de Freud en España,
cfr. C. B. Morris, El surrealismo y España: 1920-1936,
Madrid, Espasa, 2000. [volver]
[7] Carlos Feal Deibe, art. cit., p. 14. Gibson
repite acríticamente la misma interpretación,
añadiéndole algún elemento «biográfico»
claramente impropio: «¿Cómo no ver, pues,
a través de la casi incestuosa vinculación de
Araceli con su “hermano” Carlos Montes, y de su
posterior liberación de la misma cuando se da cuenta
de la verdad de sus deseos infantiles, ocultos, una clara alusión
de Machado a su fijación con la memoria de un primer
amor perdido, luego la de Leonor, y su afán de encontrar
por fin un amor nuevo, un amor total?» (Ligero de
equipaje, p. 404). [volver]
[8] Y cuando más adelante Carlos le
cuente a Araceli que, en su ataque de celos, le insinuó
a Alberto que ella a quien había amado era a él,
la duquesa subraya que Carlos le mintió a su esposo.
[volver]
[9] Entiéndase: ¿no soy como
otro cualquiera? [volver]
[10] Insistencia en que ha dejado atrás
el donjuanismo: es la primera vez que ve a la mujer como persona,
con alma y cuerpo, con individualidad irreemplazable. [volver]
Fecha
de publicación: julio 2007
Abel
Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com
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