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Antonio Machado en Baeza

De la extrañeza al entrañamiento

(1912-1919) *

 

Pedro Cerezo Galán
Universidad de Granada

 

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A Baeza llegó Antonio Machado a últimos de octubre de 1912, para tomar posesión de su cátedra de Lengua francesa en el Instituto General y Técnico de la ciudad el uno de noviembre. Venía herido en el alma por la pérdida de Leonor —la esposa niña— y huyendo de Soria, donde tuvo hogar con ella por breve tiempo y adonde le había alcanzado el trágico destino de su muerte. Creía poder restaurar su vida al contacto de su tierra andaluza, pero su corazón seguía varado de nostalgia en las tierras altas del Duero. De esta profunda paradoja nacieron sus poemas del retorno. La primera impresión de su vuelta a Andalucía fue de extrañeza en su propia tierra. En el poema «Recuerdos», fechado en abril de 1912, se muestra el contraste entre el valle florido del Guadalquivir, por donde entra el viajero, y la dura y fría meseta castellana, dos paisajes superpuestos, el exterior y el íntimo, el que ven los ojos del poeta y el que lleva en el alma, y éste acaba borrando al otro, trocando así el saludo riente de llegada, que le da su tierra natal, en una doliente despedida:

¡Adiós, tierra de Soria! […]
En la desesperanza y en la melancolía
de tu recuerdo, Soria, mi corazón se abreva.
Tierra de alma, toda, hacia la tierra mía,
por los floridos valles, mi corazón te lleva. (CXVI)

El tema se repite en otro poema, éste fechado en Lora del Río, en la primavera de 1913, que se abre con una queja de desterrado:

En estos campos de la tierra mía,
y extranjero en los campos de mi tierra
—yo tuve patria donde corre el Duero
por entre grises peñas... (CXXV)

El contraste no es sólo de paisajes, sino fundamentalmente de disposiciones afectivas profundas entre la memoria viva de Soria y las borrosas imágenes de su infancia andaluza, evocadas ahora por el viajero, pero no más que «despojos del recuerdo», porque le «falta el hilo» que los «anuda al corazón» (CXXV). Y cuando visitó Sevilla, su patria chica, posiblemente en la misma excursión, su alma seguía ensimismada y prendida en la tierra de ella, donde está su tumba:

De aquel trozo de España, alto y roquero,
hoy traigo a ti, Guadalquivir florido,
una mata del áspero romero.
Mi corazón está donde ha nacido,
no a la vida, al amor: cerca del Duero,
...¡El muro blanco y el ciprés erguido! (C 21-22) [1]

Quiero subrayar este estado de alma de Machado, abatido, ensimismado, en pleno duelo por Leonor, para comprender sus primeras impresiones de Baeza. Al mes de haber llegado, le daba así cuenta de su nuevo destino a su buen amigo José María Palacio:

 
Esta tierra es casi analfabeta. Soria es Atenas comparada con esta ciudad donde ni aun periódicos se leen. Aparte de esto, que es suficiente y aun sobrado, la gente es buena, hospitalaria y amable (Ep 101) [2]

Luego vendrán las confidencias a Miguel de Unamuno en 1914, en que le confesaba sentirse «resignado» en este «poblachón moruno sin esperanzas de salir de él» (Ep 132), y, en otra, al año siguiente, a Juan Ramón Jiménez, se quejaba: «Llevo ocho años de destierro y ya me pesa esta vida provinciana en que acaba uno por devorarse a sí mismo» (Ep 137). Esta última carta está escrita en 1915, a los tres años de su llegada a Baeza, por lo que no cuadra con los ocho años de destierro, si no se computan también los cinco de Soria, y se entiende el destierro como estar fuera de Madrid, la corte cultural y literaria, donde se encontraba su amigo. En cualquier caso, hay en las anotaciones de Baeza un agrio sabor de confinamiento en tierra extraña en comparación con la entrañable Soria, de la que no acaba de desentrañarse. Todavía en 1918, en carta a Pedro Chico, seguía viva la memoria de la esposa-niña:

 
Si la felicidad es algo posible y real —lo que a veces pienso— yo la identizo mentalmente con los años de mi vida en Soria y con el amor de mi mujer a quien, como V. sabe, no me he resignado a perder, pues su recuerdo constituye el fondo más sólido de mi espíritu (Ep 167-68).

 

1.  La crisis espiritual

Este paraíso perdido y sumergido lo llevaba el poeta latiendo en el alma como una espina. No es extraño que de ella surja, contenida, una lírica elegíaca en el breve pero intenso ciclo poético de Leonor, cuya imagen entrañada era la sola compañía del poeta solitario en sus paseos por la muralla, viendo el campo de Baeza a la luz sombría del amor perdido:

De la ciudad moruna
tras las murallas viejas,
yo contemplo la tarde silenciosa,
a solas con mi sombra y con mi pena…

El poeta seguía describiendo minuciosamente el panorama que se desplegaba ante sus ojos, al atardecer, desde su mirador sobre el valle del Guadalquivir, y bastaba, súbitamente, una punzada del corazón, como un latido de conciencia, para que se inundara todo el paisaje en una onda vibración melancólica:

Caminos de los campos…
¡Ay, ya no puedo caminar con ella! (CXVIII)

Y en otro momento, después de soñarla caminando de su mano hacia «el Moncayo azul y blanco», se descubría a sí mismo, de vueltas de su ensueño, a solas con su propio fantasma:

Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo. (CXXI) [3]

Leyendo el «Poema de un día», donde describe el ritmo monótono y aburrido de su vida cotidiana en la ciudad, entre sus clases, el cuarto de estudio y la tertulia en la rebotica de Almazán («¡Oh, estos pueblos! Reflexiones, / lecturas y acotaciones / pronto dan en lo que son: / bostezos de Salomón», CXXVIII), apenas puede uno imaginarse el otro ritmo intenso y desgarrado de su alma, si no fuera por alguna anotación íntima, como en el poema «Otro viaje», de nuevo con el doloroso contraste entre viajar a solas y el viajar con ella:

Soledad,
sequedad.
Tan pobre me estoy quedando,
que ya ni siquiera estoy
conmigo, ni sé si voy
conmigo a solas viajando. (CXXVII)

Este era su estado de ánimo, irresignado y depresivo, hasta el punto de sentirse tentado, según escribe a Juan Ramón Jiménez, por el suicidio. «Al principio —cuenta su biógrafo Miguel Pérez Ferrero— le agitó la desesperación y encontraba algún consuelo desesperándose. Pero luego le invadió una calma tan angustiosa como si él mismo anduviese muerto por la vida» [4]. Pero la muerte de Leonor no tiene sólo esta versión lírica, sino otra sapiencial, fundiendo al poeta y al meditador en un mismo acorde. Creo no engañarme al afirmar que la estancia del poeta en Baeza, sólo siete años, por muy largos que se le antojasen, fue, en verdad, una época en su vida de honda crisis de conciencia, pero también de íntimo renacimiento. «Años de soledad y tristeza», los denomina un tanto periodísticamente Enrique Baltanás [5], «años de soledad y meditación», según la fina apreciación de José Luis Cano [6]; años, diría yo, de meditación y de transmutación interior. En Baeza vivió Machado una aguda crisis, que fue fundamentalmente como propia de un poeta, crisis de la palabra. La conocemos por diversas confesiones íntimas, dispersas y repetidas, como una obsesión. La más directa en el poema «A Xavier Valcarce»:

No sé, Valcarce, mas cantar no puedo;
se ha dormido la voz en mi garganta,
y tiene el corazón un salmo quedo.
Ya sólo reza el corazón, no canta. (CXLI)

Y oración es, aun cuando rebelde y desesperada, el poema en que recoge su lamento más elegíaco:

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar. (CXIX)

Y en 1913 le enviaba a Unamuno un poemita con variantes sobre el mismo tema, reflejo de su crisis espiritual:

Señor, me cansa la vida
y el universo me ahoga.
Señor, me dejaste solo,
solo, con el mar a solas.
(OPP 821) [7]

La crisis asoma en otros apuntes y cantares de esta época:

Si hablo, suena
mi propia voz como un eco,
y está mi canto tan hueco
que ya ni espanta mi pena
(OPP 821)

y en diversos pasajes de su correspondencia, reiterativos y obsesivos. Al amigo poeta Juan Ramón Jiménez, le escribía: «Yo trabajo lo que puedo, repuesto por voluntad desesperada de una honda crisis que me llevaba al aniquilamiento» (Ep 107). Lo mismo y casi en los mismos términos confesaba a Ortega y Gasset, pero añadiendo: «La muerte de mi mujer me dejó desgarrado y tan abatido que toda mi obra, apenas esbozada en Campos de Castilla, quedó truncada» (Ep 111). Algunos intérpretes han querido ver en la crisis de la palabra poética el influjo nocivo de su dedicación a la filosofía, lo que es, a mi juicio, puro dislate, pues la filosofía o, si se prefiere, la meditación existencial era una cuerda resonante en la poesía cavilosa e inquisitiva del poeta de Soledades. Sin esta grave cuerda de la perplejidad, sonando de fondo, la lírica de Machado no sería la misma. Bastaba con haber leído con atención el poema «A Xavier Valcarce» para caer en la cuenta de que el poeta aludía a dos acontecimientos, que no asociaba explícitamente, porque en la lírica se omite todo lo superfluo:

Mas hoy… ¿será porque el enigma grave
me tentó en la desierta galería,
y abrí con una diminuta llave
el ventanal del fondo que da a la mar sombría?
¿Será porque se ha ido
quien asentó mis pasos en la tierra,
y en este nuevo ejido
sin rubia mies, la soledad me aterra? (CXLI)

Me parece evidente que el «enigma grave», que no es otro que el sentido o sinsentido del mundo, está en conexión con la pérdida de Leonor, cuya muerte ha sido la diminuta llave o el breve «hilo» cortado entre ambos (CXXIII), que le ha abierto el ventanal del fondo sobre la mar sombría, símbolo de la nada. «Mas, si vamos / a la mar, / lo mismo nos han de dar» (CXXVIII), confesaba en «Poema de un día». Y en carta a Unamuno se explayaba sin reservas: «¿Qué es lo terrible de la muerte? ¿Morir o seguir viviendo como hasta aquí, sin ver? Si no nos nacen otros ojos cuando éstos se nos cierren, que éstos se los lleve el diablo, poco importa» (Ep 141). Era natural que esta experiencia del sinsentido conmoviera su fe en la palabra, que quedó como en suspenso («Se ha dormido la voz en mi garganta»). Se diría que la sombra del nadismo, que crece por Europa desde el final del siglo, se ha alojado en el corazón del poeta. Hay registros nihilistas en Soledades, pero es ahora, en Baeza, tras la muerte de Leonor, cuando la experiencia del mundo en hueco o en vano se le hace obsesiva, hasta alcanzar un éxtasis poético del vacío:

Han cegado mis ojos las cenizas
del fuego heraclitano.
El mundo es, un momento,
transparente, vacío, ciego, alalo. (CLVI, vii)

Es posible que esta visión nadista asaltara a Machado en sueños o en vigilia, como una obsesión. En el poema «Recuerdos de sueño, fiebre y duermevela», escrito en Baeza y recogido también en una versión en prosa titulado «Fragmento de pesadilla», hay una visión alucinante del absurdo:

¡Tan-tan! ¿Quién llama, di?
—¿Se ahorca a un inocente
en esta casa?
                   —Aquí
se ahorca, simplemente. (CLXXII)

Crisis también de identidad personal, por no acertar a distinguir el rostro auténtico de la careta de carnaval (CXXXVI, XLVIII), por sospechar si el arte no es más que una bufonada y sentirse burlado por «el demonio» de sus sueños:

Yo no sé por qué razón,
de mi tragedia bufón,
te ríes… Mas tú eres vivo
por tu danzar sin motivo. (CXXXVIII)

De esta aguda crisis le vino a salvar, paradójicamente, la conciencia ética de que su palabra era una voz debida a los otros, a la que no podía renunciar. Como se sinceraba a Juan Ramón Jiménez en carta de abril de 1913:

 
Cuando perdí a mi mujer pensé pegarme un tiro. El éxito de mi libro me salvó, y no por vanidad ¡bien lo sabe Dios! sino porque pensé que si había en mí una fuerza útil no tenía derecho a aniquilarla. Hoy quiero trabajar, humildemente, es cierto, pero con eficacia, con verdad. Hay que defender a la España que surge, del mar muerto, de la España inerte y abrumadora que amenaza anegarlo todo. España no es el Ateneo, ni los pequeños círculos donde hay alguna juventud y alguna inquietud espiritual. Desde estos yermos se ve panorámicamente la barbarie española y aterra. (Ep 107-108)

De la crisis de su palabra poética iba a surgir, en primera instancia, el intelectual radical, que desde su retiro baezano, como desde una atalaya en el desierto, podía comprender la devastación cultural de la España rural. Y esta conciencia crítica de las necesidades sociales de su entorno no sólo estimuló su alma jacobina, sino que dio también una más honda gravedad existencial a su palabra poética, en los «Proverbios y cantares», y suscitó una lírica, menos ensimismada, y más sapiencial, popular y comunitaria.

 

2.  La llamada de la filosofía

De otra parte, el apremio de la crisis le llevó a la filosofía, buscando en ella aclaración en su perplejidad, o tal vez, como Boecio, consuelo en su desdicha [8]. La filosofía era una secreta vocación del poeta, según confiesa a Juan Ramón Jiménez:

 
Ahora me dedico a leer obras de Metafísica. Ésta ha sido siempre mi pasión y mi vocación, aunque por desdicha mía no he logrado salir del limbo de la sensualidad. De todos modos, la poesía como profesión es cosa desagradable. (Ep 115)

Machado no concebía al poeta de oficio, dedicado a la poesía profesionalmente, sino por redundancia o ‘inundancia’, sit venia verbo, de otras inquietudes, ocupaciones y preocupaciones —filosóficas, religiosas, políticas... Ahora, en la soledad de Baeza, le consolaba tener ocio suficiente para leer literatura y filosofía. «He vuelto a mis lecturas filosóficas, únicas en verdad que me apasionan —le escribía a Ortega en 1913—. Leo a Platón, a Leibniz, a Kant, a los grandes poetas del pensamiento. […] Escuché en París al maestro Bergson, sutil judío que muerde el bronce kantiano, y he leído su obra» (Ep 111). Releía, pues, a Bergson, y, por supuesto, a su dilecto Unamuno, y en diálogo con ellos se ve a sí mismo en el «Poema de un día» (CXXVIII), y, por supuesto, a Max Scheler, Ortega y Gasset, y García Morente. Es cierto que decidió cursar por libre la carrera de filosofía, entre 1915 y 1918, acuciado por la necesidad de contar con un título académico para concursar con mejores expectativas a otras plazas de destino [9], pero tan ardua disciplina de estudio estaba en él sostenida por un interés intrínseco por la meditación filosófica. La influencia de Kant en este período iba a ser decisiva para criticar el intuicionismo bergsoniano y abrirse a una metafísica de la libertad como reflejan algunas notas filosóficas de estos años:

 
La intuición bergsoniana, derivada del instinto, no será un instrumento de libertad, por ella seríamos esclavos de la ciega corriente vital. Sólo la inteligencia teórica es un principio de libertad (de libertad y de dominio). Libertad y dominio son dos caras de una misma moneda. Solo conociendo intelectualmente, creando el objeto, se afirma la independencia del sujeto, el que nunca es cosa sino vidente de la cosa. (C 56)

En Kant descubrió Machado la grandeza y el rigor del pensamiento racional puro frente a todo tipo de intuicionismo, sensible o instintivo. «Para pensar —escribía Machado— es preciso evitar dos escollos: lo visto y lo soñado» (C 30), esto es, lo meramente dado y lo arbitrariamente imaginado, y elevarse a una potencia creativa/constructiva, inhibidora de la corriente vital, de donde va a surgir, mediante el milagro del no-ser, esto es de la anulación de lo inmediato psíquico, el orden entero de la objetividad. Como anotaba en sus apuntes de lectura:

 
La objetividad supone una constante desubjetivación, porque las conciencias individuales no pueden coincidir con el ser, esencialmente vario, sino en el no ser. Llamamos no ser al mundo de las formas, de los límites, de las ideas genéricas y a los conceptos vaciados de su núcleo intuitivo, al mundo cuantitativo, limpio de toda cualidad. (C 43)

Pero, junto a esta libertad teórica del dominio objetivo (C 56) estaba para Kant la otra libertad/práctica, que somete el instinto y el interés particular a la ley moral y engendra el mundo metasensible de la acción intersubjetiva solidaria. Creo que esta conciencia de libertad y alteridad, esto es, a la vez de autonomía y de comunitarismo, fue la gran lección kantiana que aprendió Machado en sus soledades de Baeza. Y este kantismo moral rimaba bien con su sentimiento cristiano según se desprende de su carta a Unamuno en 1918 (Ep 161-62). Pero, a la vez que admiraba a Kant, sentía la reducción de su criticismo y ansiaba trascenderlo hacia un idealismo objetivo:

Dicen que el ave divina
trocada en pobre gallina,
por obra de las tijeras
de aquel sabio profesor
(fue Kant un esquilador
de las aves altaneras;
toda su filosofía
un sport de cetrería),
dicen que quiere saltar
las tapias del corralón,
y volar
otra vez, hacia Platón.
¡Hurra! ¡Sea!
¡Feliz será quien lo vea!
(CXXXVI, xxxix)

A la filosofía kantiana debió también Machado el conocimiento de antinomias lógicas y de otras más profundas antinomias existenciales. Descubrió así la afinidad de poesía y metafísica, porque debajo de toda gran creación sistemática está siempre, sosteniéndola, una actitud práctico existencial, que es de índole poética. En una nota clarividente, fechada el 4 de octubre de 1917, tuvo el acierto de contraponer las metafísicas poéticas de Leibniz y Schopenhauer:

 
En corto espacio de tiempo —escribía Machado— se dan dos metafísicas que suponen dos creencias de raíz opuesta: la fe en la iluminación del mundo, en la total concientización del universo; y la fe, no menos arbitraria, en su total acefalía. (C 59)

Estas dos fes se disputaban también el alma de Machado por este tiempo: la fe empirista en el vacío, registrada en uno de sus proverbios:

Fe empirista. Ni somos ni seremos.
Todo nuestro vivir es emprestado.
Nada trajimos; nada llevaremos
(CXXXVI, xxxvi)

y la otra fe idealista y altruista en la creación, que se presenta como una réplica al escepticismo práctico y al nihilismo:

¿Dices que nada se crea?
No te importe, con el barro
de la tierra, haz una copa
para que beba tu hermano.
(CXXXVI, xxxvii)

También Machado tuvo su agonismo, un duelo entre la razón y el corazón (CXXXVII, VII) afín al de Miguel de Unamuno, pero más íntimo y sobrio, sin apuestas ni crispaciones, al que aludirá más tarde en uno de sus «Proverbios y cantares»:

Hora de mi corazón:
la hora de una esperanza
y una desesperación. (CLXI, lii)

Del esfuerzo por explorar y objetivar estas voces interiores, esta interna duplicidad de su alma de poeta y filósofo, iba a nacer el impulso decisivo para la redacción de Los complementarios, cuyo inicio tuvo lugar en Baeza. Se trata de un cuaderno de notas, en que recogía Machado apuntes de varia lección, glosas, reflexiones, selecciones de poemas, en suma, materiales diversos, en que iba vertiendo su alma proteiforme. Se diría que en Los complementarios auscultaba Machado la diversidad de voces, distintas, contrarias o complementarias a la suya, que pugnaban por hacerse oír. Luego aconsejará en «Proverbios y cantares», incluidos en Nuevas canciones:

Busca a tu complementario,
que marcha siempre contigo,
y suele ser tu contrario. (CLXI, xv)

Precisamente en estos apuntes aparecieron tempranamente las bases filosóficas —la heterogeneidad del ser (C 42), la multiplicidad antitética de los estados de conciencia (C 51) y el arte como realización (C 51) o experimento creativo/imaginativo— de las que más tarde surgirá, en el clima más propicio de Segovia, la creación de sus apócrifos filósofos/poetas: Abel Martín y Juan de Mairena. Podría decirse sin rayar en la exageración que en Baeza se incuba la filosofía de sus apócrifos. Destaco este punto porque es un testimonio elocuente de la profunda fermentación de ideas que bullían por este tiempo en su alma. La crisis de la palabra poética dará también lugar, como compensación sustitutoria, como ha visto certeramente José María Valverde, al nacimiento de «la gran prosa» de Antonio Machado [10], un monumento inigualable de ingenio, de lucidez y de gracia.

 

3.  La honda preocupación religiosa

La crisis produjo además una radicalización de la preocupación religiosa y política de Antonio Machado, como recoge la rica correspondencia de este período baezano. En carta a Unamuno, a quien más desnudaba su alma, y aún fresca la herida por la muerte de Leonor, le confesaba un sentimiento de piedad universal, que es de raíz cristiana:

 
Mi mujer era una criatura angelical segada por la muerte cruelmente. Yo tenía adoración por ella; pero sobre el amor, está la piedad. Yo hubiera preferido mil veces morirme a verla morir, hubiera dado mil vidas por la suya. No creo que haya nada extraordinario en este sentimiento mío. Algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con lo que muere. […] En fin, hoy vive en mí más que nunca y algunas veces creo firmemente que la he de recobrar. Paciencia y humildad. (Ep 122)

Y en otra ocasión, y de nuevo en carta a Unamuno, quizá como resonancia de la propia lectura de sus obras, Del sentimiento trágico de la vida y Niebla, sentía nacerle una inquietud, profunda y verazmente religiosa, por el destino de la conciencia individual:

 

Cabe otra esperanza —le escribía Machado—, que no es la de conservar nuestra personalidad, sino la de ganarla. Que se nos quite la careta, que sepamos a qué vino esta carnavalada que juega el universo en nosotros o nosotros en él, y esta inquietud del corazón para qué y por qué y qué es.

En fin, yo creo que el autor de esa niebla no está hecho de la sustancia de sus sueños, sino de otra más sustancial. ¿Que dormimos? Muy bien. ¿Que soñamos? Conforme. Pero cabe despertar. Cabe esperanza, dudar en fe. (Ep 141-42)

En los poemas religiosos de este período no era menos explícito, reelaborando poéticamente ideas tomadas del maestro Unamuno y apropiadas íntimamente, como se muestra en «Profesión de fe»:

Yo he de hacerte, mi Dios, cual tú me hiciste,
y para darte el alma que me diste
en mí te he de crear. Que el puro río
de caridad que fluye eternamente,
fluya en mi corazón. ¡Seca, Dios mío,
de una fe sin amor la turbia fuente! (CXXXVII, v)

o se atrevía a reformular sentenciosamente teologías unamunianas en un sentido inmanentista:

El Dios que todos llevamos,
el Dios que todos hacemos,
el Dios que todos buscamos
y que nunca encontraremos.
Tres dioses o tres personas
del solo Dios verdadero. (CXXXVII, vi)

En lo que respecta al sentimiento religioso, Machado se sentía por este tiempo del lado de Unamuno y compartía su cristianismo cordial y fraterno.

 

Me parece, más bien, la fraternidad el amor al prójimo por amor al padre común. [...] Yo no tengo derecho a convertir a mi prójimo en un espejo para verme y adorarme a mí mismo, este narcisismo es anticristiano […]. El amor fraternal nos saca de nuestra soledad y nos lleva a Dios. (Ep 161-62)

Entre las dos tendencias del catolicismo galo de que hablara Unamuno, de un lado, la católica patriotera culturalista y nacionalista de Action Française, con la subordinación de la religión a la política, y, del otro, la severa y exigente del jansenismo, él repudiaba la primera, como Unamuno, y simpatizaba con la segunda, pero sin rigorismo, con un talante poético y bien humorado. Por eso elogiaba, al igual que Unamuno, a la reforma de los místicos como un impulso de profunda regeneración interior, donde nuestra raza alcanzó la más profunda conciencia del ‘sí mismo’ personal:

 

Nuestra mística representa, a mi juicio —escribía Machado—, el gran momento introspectivo de la raza, en que llegó ésta, por vía intuitiva, a expresar, aunque de un modo balbuciente, su yo fundamental. Y ¿adónde hubiera llegado esta reforma, ahogada en germen por la Inquisición o malograda por sí misma, a no haber sido ahogada o malograda? [...] Pero nosotros ahogamos el ascua en la ceniza. (ED 198) [11]

Y como cara y cruz de la misma moneda, mientras más profundo y veraz era su cristianismo cordial y ético, más arreciaba, en contrapunto, su crítica radical al catolicismo vaticanista, esclerosado e inerte como una losa sobre la conciencia española. De nuevo era Unamuno su confidente, en íntima sintonía con la reforma religiosa por la que batallaba el quijote vasco:

 

Empiezo a creer que la cuestión religiosa sólo preocupa en España a V. y a los pocos que sentimos con V. Ya oiría V. al Dr. Simarro, hombre de gran talento y de gran cultura, felicitarse de que el sentimiento religioso estuviera muerto en España. Si esto es verdad, medrados estamos, porque ¿cómo vamos a sacudir el lazo de hierro de la Iglesia católica que nos asfixia? Esta Iglesia espiritualmente huera, pero de organización formidable, sólo puede ceder al embate de un impulso realmente religioso. (Ep 121)

Y para que no quedara tal confesión en lo privado, la hacía pública al definir su credo ideológico en una nota biográfica para una antología de su obra, en que reclamaba la libertad de conciencia: «Estimo oportuno combatir a la Iglesia católica y proclamar el derecho del pueblo a la conciencia, y estoy convencido de que España morirá por asfixia espiritual si no rompe ese lazo de hierro» (ED 191). Esta atmósfera sofocante era especialmente visible en la España rural con la alianza represora del clero y el cacique. Se comprende, por tanto, su disgusto y contrariedad en Baeza, que, en gran medida, tenían que ver con el ambiente levítico de la ciudad, aun cuando en esto Baeza no fuera ciertamente una excepción en la España de su tiempo. «No debe entenderse su crítica en un sentido localista», como bien advierte Antonio Chicharro, sino histórico global, dirigido contra «la ideología marcadamente feudalizante» [12] de las relaciones sociales en el medio rural. Sí, eso era lo que realmente le dolía y le inspiraba sus agrias anotaciones:

 

Aquí no se puede hacer nada —se quejaba Machado a Unamuno—. Las gentes de esta tierra —lo digo con tristeza porque, al fin, son de mi familia— tienen el alma absolutamente impermeable. [...]

Esta Baeza, que llaman Salamanca andaluza, tiene un Instituto, un Seminario, una Escuela de Artes, varios colegios de 2.ª enseñanza y apenas sabe leer un 30 por ciento de la población. No hay más que una librería donde se venden tarjetas postales, devocionarios y periódicos clericales y pornográficos. Es la comarca más rica de Jaén y la ciudad está poblada de mendigos y de señoritos arruinados en la ruleta. La profesión de jugador de monte se considera muy honrosa. Es infinitamente más levítica que el Burgo de Osma y no hay un átomo de religiosidad. Hasta los mendigos son hermanos de alguna cofradía. Se habla de política —todo el mundo es conservador— y se discute con pasión cuando la audiencia de Jaén viene a celebrar algún juicio por jurados. Una población rural encanallada por la Iglesia y completamente huera. Por lo demás, el hombre del campo trabaja y sufre resignado o emigra en condiciones tan lamentables que equivalen al suicidio. (Ep 118-19)

Difícilmente puede encontrarse una página de crítica social, válida para toda la Andalucía rural de la época, y, en general para la España interior, tan veraz y tan dolorida por un amor amargo al pueblo, que le asignó el destino. Respira la indignación de un poeta/profeta ante la suerte desgraciada de su ciudad. Es la incultura represiva lo que le aterraba. Pero, por lo mismo —y de nuevo en contrapunto—, quiso saludar con gozo la aparición en la ciudad del periódico Idea Nueva. «Estoy plenamente convencido —escribía Machado— de que, en nuestra patria, es el periódico el único órgano serio de cultura popular» (ED 214); y luego elogiaba el esfuerzo de sus creadores y animadores:

 

En esta bella ciudad, entre moruna y manchega, en cuyas piedras venerables se lee un pasado glorioso, en esta noble Baeza, de vieja tradición intelectual, hacía falta un periódico, y ustedes, mis queridos amigos, han sabido crearlo. (ED 215)

Otra vez, la cara y la cruz de la moneda.

 

4.  La radicalización política

Por lo que hace a la política, su alma jacobina se radicalizó en contacto con los graves y apremiantes problemas del campo andaluz. Muy pronto tomó conciencia de su nueva circunstancia y se le hizo patente el conflicto ciudad y campo, que tan finamente había analizado su dilecto Unamuno:

 

Mientras no se descienda a estudiar al hombre del campo, no acabaremos de explicarnos los más rudimentarios fenómenos de la vida española. De los dos elementos que nos empujan —no dirigen, porque no puede dirigir lo inconsciente—, que nos mueven o arrastran a un porvenir más o menos catastrófico, están ausentes las huellas de la ciudadanía. Ambos son campesinos. Estos elementos son la política y la Iglesia, o, por decirlo claramente, los caciques y los curas. (ED 184-85)

El único antídoto para estos males se llamaba cultura secular y laicismo, esto es, plantear a fondo la cuestión social y la cuestión religiosa, como los dos goznes del regeneracionismo, que él había bebido en sus maestros krausistas. De ahí que se hiciera eco inmediato de una conferencia de Manuel Bartolomé Cossío en el Ateneo de Madrid sobre «Problemas actuales de la educación nacional», en una nota «Sobre pedagogía», en el periódico El Liberal:

 

Es preciso enviar los mejores maestros a las últimas escuelas, ha dicho el ilustre pedagogo español. En efecto, si la ciudad no manda al campo verdaderos maestros, sino sólo guardias civiles y revistas de toros, el campo mandará sus pardillos y abogados de secano, sus caciques e intrigantes a las cumbres del poder, y los mandará también a las academias y a las universidades. (ED 185)

Esta opción regeneracionista se vio favorecida por dos grandes acontecimientos decisivos, que marcaron el siglo XX y le sorprendieron a Machado en su retiro de Baeza: la Gran Guerra europea de 1914-18 y la revolución rusa de 1917. Si la primera abonó su republicanismo y exaltó en él los grandes ideales de libertad y civilidad que defendían los aliados —la Francia laica de los derechos del hombre, que era para él la verdadera—, la segunda le llevará a sentir la gran reivindicación del socialismo. Ambas cuerdas serán ya determinantes en su pensamiento político. En el asunto de la guerra, él iba más lejos que la aliadofilia liberal. En la contienda que desangraba a Europa, a Machado le parecía ignominiosa la neutralidad española. Es cierto que en el poema «España, en paz», fechado en Baeza, en noviembre de 1914, su posición es matizada:

¿Y bien? El mundo en guerra y en paz España sola.
¡Salud, oh buen Quijano! Por si este gesto es tuyo,
yo te saludo. ¡Salve! Salud, paz española,
si no eres paz cobarde, sino desdén y orgullo.
[...]
y a ti, la España fuerte, si, en esta paz bendita,
en tu desdeño esculpes, como sobre un escudo,
dos ojos que avizoran y un ceño que medita. (CXLV)

Pero un par de meses más tarde, en carta a Unamuno de 16 de enero de 1915, no le ocultaba su radicalismo revolucionario:

 

Es verdaderamente repugnante nuestra actitud ante el conflicto actual y épica nuestra inconsciencia, nuestra mezquindad, nuestra cominería. Hemos tomado en espectáculo la guerra, como si fuese una corrida de toros, y en los tendidos se discute y se grita. Se nos arrojará un día a puntapiés de la plaza, si Dios no lo remedia. [...] Si no se enciende dentro la guerra, perdidos estamos. La juventud que hoy quiere intervenir en la política debe, a mi entender, hablar al pueblo y proclamar el derecho del pueblo a la conciencia y al pan, promover la revolución, no desde arriba ni desde abajo, sino desde todas partes. (Ep 135-36)

Era la postura que ya se vislumbraba desde un par de años antes con motivo de la entrada en escena política del reformismo. De Madrid le llegó a Machado el manifiesto de la Liga de Educación Política, liderada por Ortega y Gasset, y de inmediato se sumó a la invitación que le hizo Manuel García Morente. En su respuesta, le decía:

 

Creo que expresan Vds. con sumo acierto en esa circular un estado de alma maduro ya en cuantos son capaces de alguna conciencia de la España actual. [...] Yo, como Vds., tampoco me hago ilusiones, pero no profeso el escepticismo al uso que equivale a una fe negativa. (Ep 124-25)

Machado estaba con ellos, de su lado. En sus poemas les rendía un testimonio de admiración a aquella juventud «de la rabia y de la idea», como acertó a llamarla. Pero, en verdad, Machado estaba ya más allá de la juventud regeneracionista madrileña, como se desprende de algún extremo de la carta, en que no dejaba de expresarle a García Morente alguna reserva sobre el alcance del reformismo en aquella situación:

 

Conviene plantear el problema religioso con todas sus consecuencias, destruyendo el tabou de nuestros indígenas.

Muy bien me parece la actuación política de esa juventud, aunque en verdad no veo resquicio por donde inyectar el jugo nuevo al árbol decrépito. Urge, a mi juicio, hablar muy fuerte y muy hondo a la conciencia del pueblo y algo a sus músculos, que también son de Dios, formando un núcleo poderoso capaz de asaltar el pescante antes que el coche se estrelle en el camino. Buena es esa labor de paciente y lenta infiltración; mas no olvidando mantener, cultivar y fomentar un odio primario a toda repugnante vejez. (Ep 125-26) [13]

Paradójicamente, él se sentía más joven que los jóvenes radicales del reformismo. En carta a José Ortega y Gasset, en 1914, ponía en cuestión la fe optimista del filósofo en los brotes de vitalidad, de que, al parecer del filósofo, daba muestras el pueblo de España. Por una vez, un poeta perdido en el medio rural, intelectual solitario y admirador discípulo, se atrevió a corregir al severo y consagrado filósofo:

 

Pero ¿qué vitalidad es la de un pueblo que se muere? Con los dos tercios de nuestro territorio sin cultivar; la cifra máxima europea de emigración desesperada; la mínima de población, ¿hablamos todavía de confianza en nuestra vitalidad, en nuestra fuerza prolífica y en nuestro porvenir? ¿No es absurdo hablar de confianza? Nuestro punto de partida ha de ser una irresignación desesperada (Ep 127-28) [14].

Y luego, para no alarmarle demasiado, justificaba el tono de su carta con un argumento que tenía por fuerza que satisfacer a su corresponsal: «V. comprende —y bien lo veo en el espíritu de su folleto— que si nosotros no somos también ecos, sombras y fantasmas, seremos necesariamente revolucionarios, porque toda realidad es revolucionaria en un mundo de ficciones» (ídem).

 

5.  La galería de sus héroes amigos

Por este tiempo, el poeta no dejaba de sumar esfuerzos a cuantas ideas y actitudes regeneracionistas surgían en España. Fruto de ello será la sección de «Elogios», que escribió íntegramente en Baeza, evocando, en su retiro, a sus amigos ausentes. El sentido de esta nueva empresa poética lo declaraba en carta a Juan Ramón Jiménez:

 

Te mando esa composición al libro Castilla de Azorín para que veas la orientación que pienso dar a esa sección. Trato en ella de colocarme en el punto inicial de unas cuantas almas selectas y continuar en mí mismo esos varios impulsos, en un cauce común, hacia una mira ideal y lejana. Creo que la conquista del porvenir sólo puede conseguirse por una suma de calidades. De otro modo el número nos ahogará. Si no formamos una sola corriente vital e impetuosa, la inercia española triunfará. (Ep 105)

En esta nueva sección Machado pintó de mano maestra los retratos de sus héroes, con los que sentía una íntima afinidad espiritual. Podría decirse que el confinado espiritualmente en Baeza reunía para su cuarto de trabajo la galería de sus iconos íntimos, que lo acompañasen en su soledad y le infundieran ánimos en su actitud. Pensando en ellos, trayéndolos a la memoria, haciendo su etopeya, formaba la comunidad de hombres nuevos, como la flecha que apunta hacia la nueva España. La galería se abría con el retrato magnífico de Giner de los Ríos, captado como el hombre/alma, a quien recordaba Machado en la lección fecunda de su vida:

Sed buenos y no más, sed lo que he sido
entre vosotros: alma.
Vivid, la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan;
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas! (CXXXIX)

Y se cerraba con el de Juan Ramón Jiménez en una pose de íntima melancolía, como correspondía al estilo nuevo y sensibilidad en Arias tristes:

Calló la voz y el violín
apagó su melodía.
Quedó la melancolía
vagando por el jardín.
Sólo la fuente se oía. (CLII)

Son inolvidables los retratos de sus filósofos, Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset: el vasco, revestido con el arnés y la lanza de don Quijote:

A un pueblo de arrieros,
lechuzos y tahúres y logreros
dicta lecciones de caballería.
Y el alma desalmada de su raza,
que bajo el golpe de su férrea maza
aún duerme, puede que despierte un día (CLI)

y el pensador madrileño, en su gesto intenso y severo de retirarse a meditar en El Escorial, donde esculpe con «cincel, martillo y piedra», en las montañas del Guadarrama, «otro Escorial sombrío» (CXL) de exigencia y rigor, el ethos moderno de la responsabilidad intelectual. Abundan en esta galería, como era de esperar, los amigos poetas: Xavier Valcarce, con su inquieto colmenar de sueños, Valle-Inclán, miniando sus leyendas áureas, Rubén Darío, con su «lira celeste», Narciso Alonso Cortés, en la lucha del alma contra el tiempo, Gonzalo de Berceo, «poeta y peregrino», «copiando historias viejas, mientras le sale afuera la luz del corazón» (CL). Pero entre todos descuella, a mi gusto, el dedicado a Azorín, en homenaje a su libro Castilla, que le brindaba a Machado la ocasión para recrear su Castilla propia, interior, al ritmo del eterno retorno de la Castilla evocada por el amigo novelista. Hay un acorde íntimo de ambos en el amor desesperado a España que contagia al lector sensible:

¡Y esta agua amarga de la fuente ignota!
¡Y este filtrar la gran hipocondría
de España siglo a siglo y gota a gota!
¡Y este alma de Azorín… y este alma mía
que está viendo pasar, bajo la frente,
de una España la inmensa galería,
cual pasa del ahogado en la agonía
todo su ayer, vertiginosamente! (CXLIII)

No se pueden leer estos versos sin sentir la profunda emoción histórica de la decadencia española en medio del mundo moderno. Y de repente, sobreponiéndose a la tentación de nadismo, la llamada al amigo para que no se deje vencer por la melancolía, porque es tiempo de esperanza:

¡Oh, tú, Azorín, escucha: España quiere
surgir, brotar, toda una España empieza!
¿Y ha de helarse en la España que se muere?
¿Ha de ahogarse en la España que bosteza?
Para salvar la nueva epifanía
hay que acudir, ya es hora,
con el hacha y el fuego al nuevo día.
Oye cantar los gallos de la aurora. (CXLIII)

No era mera fraseología de ocasión, pues en Machado nunca hay retórica. El poema exhibe, como un aval, la fe poética existencial y el ethos humanista y comunitario del poeta.

[...] creo en la palabra buena.
[...]
creo en la libertad y en la esperanza,
y en una fe que nace
cuando se busca a Dios y no se alcanza,
y en el Dios que se lleva y que se hace. (CXLIII)

El poema está escrito en Baeza, en 1913, cuatro años antes de la revolución comunista de 1917, como si presintiera un terrible parto doloroso.

Luego, la revolución rusa le iba a tocar el alma definitivamente, según se aprecia en un poemita, fechado en 1919, donde no oculta su íntima satisfacción:

¡Qué gracia! En la Hesperia triste,
promontorio occidental,
en este cansino rabo
de Europa, por desollar,
y en una ciudad antigua,
chiquita como un dedal,
¡el hombrecillo que fuma
y piensa, y ríe al pensar:
cayeron las altas torres;
en un basurero están
la corona de Guillermo,
la testa de Nicolás! (CLXI, lxxxiii)
 

6.  La crítica social

Desde este ethos republicano y socialista, todo su interés se centrará en la crítica social de alcance revolucionario. Y para ello su experiencia en la Andalucía rural será decisiva. Del tiempo de Baeza son poemas en que se toca y se siente en carne viva la decadencia de España: «Del pasado efímero» sobre el hombre del casino provinciano, que se cierra con una conclusión desoladora:

Este hombre no es de ayer ni es de mañana,
sino de nunca; de la cepa hispana
no es el fruto maduro ni podrido,
es una fruta vana
de aquella España que pasó y no ha sido,
esa que hoy tiene la cabeza cana. (CXXXI)

«El mañana efímero», lleno de terribles premoniciones, a las que se resistía la fe civil del poeta:

El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero.
[...]
Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digna usar de la cabeza,
aún tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostólicas,
y otras calvas en otras calaveras
brillarán, venerables y católicas. (CXXXV)

Y de nuevo, la rebelión de la fe cordial del poeta contra este mañana helador:

Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea. (CXXXV)

El «Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido» es la crítica más fina y mordaz que imaginarse cabe del señorito andaluz, calavera y tarambana, que cosecha lo que sembró: el vacío.

El acá
y el allá,
caballero,
se ve en tu rostro marchito,
lo infinito:
cero, cero.
[...]
¡Oh fin de una aristocracia!
La barba canosa y lacia
sobre el pecho;
metido en tosco sayal,
las yertas manos en cruz,
¡tan formal!
el caballero andaluz. (CXXXIII)

Y junto a la crítica social, seguía resonando en Machado la otra crítica ideológica a una religiosidad no menos formal y huera. En «La saeta», remedaba este cante popular, típico de la Semana Santa andaluza, sólo para acabar repudiándolo:

¡Oh, no eres tú mi cantar!
¡No puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar! (CXXX)

Y en «Los olivos» introducía el agrio contraste entre los campesinos que plantan «puño al destino» y el convento de «la amurallada piedad, erguida en este basurero» (CXXXII). Sólo los seres sencillos, pacientes, trabajadores y sufridores se salvan de la ácida crítica machadiana: los olivareros, las mujeres del campo y de la casa, en «La mujer manchega» (recuérdese que Baeza era para él una ciudad entre moruna y manchega), que cuidan de la vida:

El sol de la caliente llanura vinariega
quemó su piel, mas guarda frescura de bodega
su corazón… (CXXXIV)

Con arreglo al cambio vital de paisaje, la vieja encina de la meseta castellana tuvo que dejar paso, en sus campos de Andalucía, al humilde y paciente olivo, símbolo ahora de «los fieles al terruño», de toda la rebeldía y tenacidad que encierra el alma popular. Y para ello procedió a su mitificación recreando una leyenda clásica:

Que en tu ramaje luzca, árbol sagrado,
bajo la luna llena,
el ojo encandilado
del búho insomne de la sabia Atena.

Y que la diosa de la hoz bruñida
y de la adusta frente
materna sed y angustia de uranida
traiga a tu sombra, olivo de la fuente.
Y con tus ramas la divina hoguera
encienda en un hogar del campo mío,
por donde tuerce perezoso un río
que toda la campiña hace ribera
antes que un pueblo, hacia la mar, navío. (CLIII) [15]

El poema era todo un símbolo de la revolución por venir. Y para que no quede duda al respecto, lo declaraba con énfasis en el «Prólogo» a la segunda edición de Soledades, Galerías y otros poemas, en 1919:

 

Sólo lo eterno, lo que nunca dejó de ser, será otra vez revelado, y la fuente homérica volverá a fluir. Deméter, de la hoz de oro, tomará en sus brazos —como el día antiguo al hijo de Keleo— al vástago tardío de la agotada burguesía y, tras criarle a sus pechos, lo envolverá otra vez en la llama divina. (ED 234)

 

7.  Proverbios y canciones populares

El olivo, como se ve, tiene en Machado una doble significación: es, ciertamente, según la mitología clásica, el árbol de Atenea, donde se posa insomne el búho de la sabiduría, pero es también el árbol que personifica la sencillez, tenacidad y paciencia del pueblo andaluz:

Olivar, por cien caminos,
tus olivitas irán
caminando a cien molinos.
Ya darán
trabajo en las alquerías
a gañanes y braceros,
¡oh buenas frentes sombrías
bajo los anchos sombreros!...
¡Olivar y olivareros,
bosque y raza,
campo y plaza
de los fieles al terruño
y al arado y al molino,
de los que muestran el puño
al destino,
los benditos labradores,
los bandidos caballeros,
los señores
devotos y matuteros!...
¡Ciudades y caseríos
en la margen de los ríos,
en los pliegues de la sierra!...
¡Venga Dios a los hogares
y a las almas de esta tierra
de olivares y olivares! (CXXXII)

A esta doble simbología responde, por lo demás, la duplicidad de la palabra del poeta, quien, después de la crisis, hizo la experiencia de disociar esta doble cuerda de su lírica —el cántico y la meditación— en las formas extremas de la poesía gnómica y el cantar popular. En contra en este caso de su dilecto Unamuno, que había escrito aquello de «piensa el sentimiento, siente el pensamiento», ahora para Machado, el pensamiento no canta y el sentimiento no piensa. Él mismo lo dejó consignado en una de sus «Parábolas»:

Cabeza meditadora,
¡qué lejos se oye el zumbido
de la abeja libadora! (CXXXVII, viii)

Dicho en los términos de Nietzsche, que recogerá más tarde Machado en Los complementarios, «proverbio significa sentido sin canción (Sinn ohne Lied)», y «canción quiere decir: palabras como música (Worte als Musik)» (C 216). Pues bien, aun cuando la cuerda gnómica resuena en la poesía de Machado desde Soledades y los primeros proverbios, como advierte Emilio García Wiedeman [16], surgen entre 1907 y 1909, no adquieren autonomía y rango estilístico en su obra hasta la época ensimismada y taciturna de Baeza. Es prácticamente imposible dar cuenta aquí de los múltiples registros de estas sentencias, donde se alían la agudeza mental con la experiencia de la vida y la memoria de los libros sapienciales. Algunos son bellos apuntes de filosofía existencial, porque conciernen al drama personal del hombre:

Todo hombre tiene dos
batallas que pelear:
en sueños lucha con Dios;
y despierto, con el mar
(CXXXVI, xxviii)

o al carácter itinerante, fugitivo y evanescente de la vida:

Caminante, son tus huellas
el camino, nada más;
[...]
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.
(CXXXVI, xxix)

Otros, de tinte escéptico, tratan del límite inexorable de todo saber: «Confiemos / en que no será verdad / nada de lo que sabemos» (CXXXVI, XXXI), o guardan el aire sapiencial del Eclesiastés: «¿Dónde está la utilidad / de nuestras utilidades? / Volvamos a la verdad: / vanidad de vanidades» (CXXXVI, XXVII), o se refieren a los «dos modos de conciencia: / una es luz, y otra, paciencia» (CXXXVI, XXXV). Otros proverbios remiten a su honda inquietud religiosa de esta época («Soñé a Dios como una fragua» (CXXXVI, XXXIII) y a su agonía, al modo unamuniano, entre cabeza y corazón. Y, finalmente, hay otros que riman con su honda preocupación social por estos años («—Nuestro español bosteza. / ¿Es hambre? ¿Sueño? ¿Hastío? / Doctor, ¿tendrá el estómago vacío? / —El vacío es más bien en la cabeza», CXXXVI, L). Y hasta no falta una grave premonición de guerra civil: «Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón» (CXXXVI, LIII). En ellos se nos muestra un Machado más caviloso, escéptico y desengañado que nunca, pero, a la vez, un hombre valeroso que busca y pregunta y no renuncia a la conciencia inquisitiva y alerta. Me parece una joya de agudeza y humor el número XLVI:

Anoche soñé que oía
a Dios, gritándome: ¡Alerta!
Luego era Dios quien dormía,
y yo gritaba: ¡Despierta! (CXXXVI, xlvi)

El pensamiento religioso, de índole fundamentalmente antropocéntrica, se condensa en dos imágenes: «andar sobre las aguas» (CXXXVI, II), como el Cristo, explorando el enigma insondable, y ¡velad! (CXXXVI, XXXIV). Y, en cuanto al pensamiento, en general, el poeta proclamaba la fe humanista, post- o contraescéptica, en la vida generosa y entregada:

¡Oh fe del meditabundo!
¡Oh fe después del pensar!
Sólo si viene un corazón al mundo
rebosa el vaso humano y se hincha el mar.
(CXXXVI, xxxii)

La otra cuerda de la canción popular tuvo también cultivo en la lírica machadiana en Baeza, en dos variantes contrapuestas, las «Canciones de tierras altas» —«¡Alta paramera / donde corre el Duero niño, / tierra donde está su tierra» (CLVIII, VII), evocada en la memoria de una ausencia—, y las otras canciones «Hacia tierra baja», en que se abre paso la nueva presencia carnal de Andalucía. Vuelve el contraste, típico de esta época, entre lo ausente íntimo y lo presente distante:

Soria de montes azules
y de yermos de violeta,
¡cuántas veces te he soñado
en esta florida vega
por donde se va,
entre naranjos de oro,
Guadalquivir a la mar! (CLVIII, v)

Y de nuevo el paisaje del alma se superpone y encubre al otro paisaje de los ojos:

¡Cuántas veces me borraste,
tierra de ceniza,
estos limonares verdes
con sombras de tus encinas! (CLVIII, vi)

Pero también apunta, en las canciones «Hacia tierra baja», un destello de luz íntima, como índice acaso de otra inquietud amorosa vivida en Baeza:

Rejas de hierro; rosas de grana.
¿A quién esperas,
con esos ojos y esas ojeras,
enjauladita como las fieras,
tras de los hierros de tu ventana? (CLV, i)

No es mera escenografía andaluza, pues hay indicios de que envela su enamoramiento por María del Reposo Urquía, hija de don Lepoldo Urquía, director del Instituto baezano:

Por esta calle —tú elegirás—
pasa un notario
que va al tresillo del boticario,
y un usurero, a su rosario.
También yo paso, viejo y tristón.
Dentro del pecho llevo un león. (CLV, i)

Y, luego, la breve alusión, por soleares, a un corazón contenido en su nuevo florecer amoroso:

Aunque me ves por la calle,
también yo tengo mis rejas,
mis rejas y mis rosales. (CLV, ii)

Estas canciones «Hacia tierra baja» tienen un sabor erótico inconfundible, como trasunto del propio paisaje de Andalucía, ya sea la escena del mesón del camino

¡Oh, mujer,
dame también de beber! (CLV, iii)

o la otra escena, en la playa de Sanlúcar:

Antes que salga la luna
a la vera de la mar,
dos palabritas a solas
contigo tengo de hablar. (CLV, v)

Pero tengo la sospecha de que estas escenas, un tanto estereotipadas y casi de cante jondo, encubren vivencias reales, como no podía ser menos en un estro tan veraz como el suyo. Quizá fuera este tardío florecimiento de una ilusión amorosa lo que tonificara su alma. Pero fue sobre todo su identificación moral y afectiva con la gente sencilla del terruño —los intrahistóricos que llamaba Unamuno— el factor determinante de que su nueva tierra andaluza se le fuera haciendo más real y viva. Machado confesaba no tener en este tiempo más diversión que las excursiones por Andalucía redescubriendo sus raíces. Subió a la sierra de Cazorla, buscando las fuentes del Guadalquivir, y bajó hasta las marismas y las costas atlánticas para contemplar su destino en la mar abierta. Pero era la otra geografía del alma la que se le iba grabando a fuego en sus viajes y excursiones. Y el conocimiento —el trato habitual con ella—, trajo consigo la pasión de amor. La crítica social, si de un lado era ácida por lo que condenaba, del otro no dejaba de ser un testimonio de amor amargo al pueblo sufriente. Su dureza era tan sólo el sobrehaz de su apasionamiento y esperanza. Como señalaba al comienzo, la época de Baeza fue, según los rasgos expuestos, de una intensa transmutación espiritual, que anuncia al poeta de Nuevas canciones, de otros «Proverbios y cantares», y, sobre todo, de los Cancioneros apócrifos. Nada de esto hubiera sido posible sin haber atravesado la honda crisis espiritual de su palabra. Al final de su estancia en Baeza, se aprecia como el comienzo de un entrañamiento cordial, no sólo estético sino ético en el pueblo andaluz, algo así como el renacer de una profunda simpatía hacia aquella tierra baja, en la que años antes se sentía como confinado. Un signo de su cambio de actitud hacia Baeza se advierte, como bien anota Amelina Correa, en «unos versos en los que sintomáticamente se refiere ahora al “olivo hospitalario”» [17].

Olivo solitario,
lejos del olivar, junto a la fuente,
olivo hospitalario
que das tu sombra a un hombre pensativo
y a un agua transparente,
al borde del camino que blanquea,
guarde tus verdes ramas, viejo olivo,
la diosa de ojos glaucos, Atenea. (CLIII, ii)

En su cartera lírica hay «Apuntes» en Baeza que son ya inolvidables:

Desde mi ventana,
¡campo de Baeza,
a la luna clara! (CLIV, i)

Parecen primorosas miniaturas en un libro de horas medieval por su encanto y su ingenua belleza:

Por un ventanal,
entró la lechuza
en la catedral.
San Cristobalón
la quiso espantar,
al ver que bebía
del velón de aceite
de Santa María.
La Virgen habló:
Déjala que beba,
San Cristobalón.

Sobre el olivar,
se vio a la lechuza
volar y volar.
A Santa María
un ramito verde
volando traía. (CLIV, iii-iv)

Y, al final del poema, como era frecuente en su lírica, la pulsación de una conciencia dolorida, pero en este caso con una melancolía anticipada:

¡Campo de Baeza,
soñaré contigo
cuando no te vea! (CLIV, iv)

Si todo lo que vive en el corazón está en verso, como decía Unamuno, estos apuntes líricos suenan ya vivos y entrañables. Ahora es Baeza, ¡la tierra que se le ha hecho alma!

      Granada, febrero de 2012.

 

Notas

* Conferencia pronunciada el día 22 de febrero de 2012 en el paraninfo del Instituto Santísima Trinidad de Baeza con motivo de la inauguración de Antonio Machado y Baeza (1912-2012), Cien años de un encuentro, organizado por Antonio Chicharro.

[1] Recogido en Los complementarios, ed. crítica de Domingo Ynduráin, Madrid, Taurus, 1971. En lo sucesivo será citado por la sigla C, incorporada al texto. El soneto aparece fechado en Sevilla, 1913.

[2] Antonio Machado, Epistolario, ed. anotada de Jordi Doménech, introducción de Carlos Blanco Aguinaga, Barcelona, Octaedro, 2009. En lo sucesivo será citado por la sigla Ep, incorporada al texto.

[3] De nuevo el contraste entre el campo de Soria, iluminado ahora con un aura amorosa y el campo de Baeza sumido en una luz sombría.

[4] Vida de Antonio Machado y Manuel, Madrid, Espasa-Calpe, 1973, p. 104.

[5] Los Machado. Una familia, dos siglos de cultura española, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2006, p. 216.

[6] Cit. por Antonio Chicharro, «Introducción» a Antonio Machado y Baeza a través de la crítica, ed. de Antonio Chicharro, Universidad Internacional de Andalucía, 2009, pp. 13-14.

[7] Obras. Poesía y prosa, ed. de G. Torre y A. de Albornoz, Buenos Aires, Losada, 1973, p. 821.

[8] Como subraya finamente su biógrafo Miguel Pérez Ferrero, «la literatura no le alivia de la obsesión de su desgracia, que casi le produce un daño físico, y, en cambio, leer a Platón se lo mitiga. Antonio le busca, en sus meditaciones, una explicación psicológica al fenómeno, y concluye que lo único que le vence los dolores de la vida es la metafísica. La poesía, la novela, el teatro, actúan como excitantes por el hecho de ser anécdotas que arrastran, aunque sean distintas, hacia el anecdotario personal, mientras que la metafísica contribuye, si no la consigue por completo, a la abstracción. Y produce un efecto de bálsamo» (Vida de Antonio Machado y Manuel, Madrid, Espasa-Calpe, 1973, pp. 105-106).

[9] Jordi Doménech en Antonio Machado, Epistolario, cit., p. 156 nota a la carta 43, y Enrique Baltanás, Los Machado. Una familia, dos siglos de cultura española, cit., p. 232.

[10] Estudios sobre la palabra poética, Madrid, Rialp, 1958, p. 111.

[11] Antonio Machado, Escritos dispersos (1893-1936), ed. anotada de Jordi Doménech, Barcelona, Octaedro, 2009. En lo sucesivo será citado por la sigla ED, incorporada al texto.

[12] «Antonio Machado y Baeza: el sentido de una crítica», en Antonio Machado y Baeza a través de la crítica, cit., p. 304.

[13] El subrayado no pertenece al texto.

[14] El subrayado no pertenece al texto.

[15] El subrayado no pertenece al texto.

[16] Los proverbios y cantares de Antonio Machado, Granada, Dauro, 2009, p. 61.

[17] «De las tierras del romancero castellano al nido andaluz de gavilanes: los años de Antonio Machado en Baeza (1912-1919)», recogido en Antonio Machado y Baeza a través de la crítica, cit., p. 472.

 

Fecha de publicación: mayo 2012


Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com