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«Teatro poético» y otros escritos inéditos de Antonio Machado

 

Jordi Doménech

 

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Publico a continuación varios escritos inéditos de Antonio Machado que he encontrado en este último año y que no están recogidos en mis ediciones de Antonio Machado, Epistolario (Barcelona, Octaedro, 2009) y Escritos dispersos (1893-1936) (Barcelona, Octaedro, 2009).

 

[Carta a Alonso Quesada] *

Madrid, 24 de Agosto 1915

Señor Don Rafael Romero.
Palmas.

Querido poeta:

Su libro El lino de los sueños me llega con gran retraso y cuando ya lo había yo adquirido, leído y admirado. Su poesía es de índole tan lírica, honda y delicada que será estimada de los buenos y de los pocos, lleva en sí un admirable antídoto contra todo éxito ruidoso.

Con toda el alma agradezco su dedicatoria. Todo el libro es bello, tiene esa unidad que da el espíritu, no el asunto, y mucho me temo que en esta época de espeluznante plebeyez en que vivimos, no se precie en cuanto vale. No importa. Siga V. trabajando. Intentaré hacer algo, en prosa o verso, sobre su obra y se lo enviaré a Canarias. Después saldrá en mi próximo libro.

V. no necesita que nadie lo presente; se presenta V. a sí mismo unido un espíritu, una realidad.

Con toda cordialidad me ofrezco a V. deseándole muchas horas líricas y deseando nuevos libros de V.

Siempre suyo buen amigo

Antonio Machado

Desde el 10 de Septiembre en Baeza - Instituto. Durante las vacaciones en Madrid - Santa Feliciana, 12.

* Alonso Quesada (seudónimo de Rafael Romero Quesada, Las Palmas de Gran Canaria, 1886 - Santa Brígida, Gran Canaria, 1925). El lino de los sueños (1915), con un prólogo de Unamuno, está encabezado por la poesía de Antonio Machado, «Consejos» (CXXXVII , iv); asimismo, la poesía «El domingo...» está dedicada «Para Antonio Machado».

Ignoro el paradero de esta carta. Fue publicada en Diario de Las Palmas, 4 de noviembre de 1965, p. 16, de donde la reproduzco.

 

Antonio Machado habla de Lenormand, de Pirandello, de Benavente y otros autores teatrales *

«Las adelfas».—El cine.—«La Gaceta Literaria».—No me entiende.—
Poetas jóvenes: Diego, Marqueríe y Salinas

En la calle de Santa Engracia, y en plena glorieta de Chamberí, el cromo matritense pierde valor casticista, afrancesándose en simpatía, adquiriendo categoría de arrabal parisino. Tal este café bar, donde parece van a abrigarse de un momento a otro los mármoles fríos con los papeles que en los restoranes modestos de París sirven de mantel. Dentro del bar, dos incisos madrileñistas: la pianola y unos jugadores de dominó.

Tenía extendidas sobre la mesa blancas láminas de pan dispuestas a irse cubriendo de moscas; iba, pues, a empezar a escribir esas cosas indecisas que se vienen a parir en los divanes mientras la gata del café se queja por nosotros, cuando renqueante, desvencijado, por una puerta ha entrado un hombre. Trae entre los labios, en sustitución del tallo de clavel andaluz de los años mozos, un pitillo desliado y quemado desigualmente.

Este hombre, a quien las mesas de la cátedra y las mesas de los cafés han ennegrecido los puños duros de su camisa, es —no podía ser otro— Antonio Machado, cuya gloria dispútanse la dorada Segovia y la ígnea Andalucía.

El poeta, sentado ante una mesa asomada a la ventana, se dispone a escribir en un papel timbrado con el nombre del bar. Mi juventud no puede respetar lo que ha de escribir el poeta.

—Don Antonio...

(Como un chico de su Instituto me ha salido ese don Antonio.)

Me mira con sus ojillos maliciosos, que son anacrónicos —en su juventud— con el resto de su rostro. Y...

*

Las adelfas... El título evoca el valor enfermo y morboso de esas flores. Es una obra que se representa en la representación de los personajes. El drama está en la palabra, que Manolo y yo hemos procurado que tenga todo su valor dramático. Tenemos la pretensión de huir del lirismo en la obra en verso. En beneficio de la acción dramática es preciso suprimir esos cantos del teatro, por ejemplo, de Villaespesa. En Julianillo Valcárcel prescindimos de cantos líricos que incluso venían, en la acción teatral, oportunos. Al escribir yo sobre el valor de la palabra dije algo de las insuficiencias que veía en el cinematógrafo. En el cine la acción es movimiento. Y el movimiento no tiene valor estético. Me aburre el movimiento. Allí se ve la reducción al absurdo del movimiento como valor primordial, reducido a la ñoñez puramente cinética.

El pitillo, quemado por abajo, se conserva virgen por arriba. Machado enciende la primera cerilla, que se apaga, y la segunda, que sirve para encender. Sigue hablando:

—Esto es lo que no han entendido en La Gaceta Literaria. Se meten a escribir sobre lo que yo digo del cine sin comprenderlo. Así salen tonterías, que no pienso rectificar.

*

—Lenormand... Lenormand... es un francés inteligente y hábil que coge lo de los otros. Por ejemplo, entra en Freud y... ¡una obra de teatro!

*

—Pirandello me interesa más. Ha visto cómo nos podemos reír de lo que antes nos hacía llorar.

*

—Bernard Shaw. En Shaw me aburre la propaganda de sus ideales de socialista fabiano. Por lo demás, no creo que nadie supere hoy su teatro. Como en España no se ha superado el teatro de Benavente.

*

—Cocteau es gracioso, hábil, fino. Su teatro, claro es, no tiene importancia.

*

—¿Y los poetas jóvenes, don Antonio?

—Ahora existe un plantel de poetas y de buenos poetas.

—¿Nombres?

—Gerardo Diego es un gran poeta. Alfredo Marqueríe, de quien acabo de leer un bello libro donde se me revela un alto y fino espíritu de poeta. Pedro Salinas, García Lorca.

*

Una conversación con Antonio Machado se debe tener cada quince años. Da miedo poder agotarla en la mesa de un bar. No por su riqueza. Por su honda fuente, que sale a superficie en agua sencillamente potable. Gracia sin ángel, lacia y melancólica. Como si él se hubiera quedado con todo lo grave de «la casa familiar», dejándole a Manolo llevarse las japonerías alegres y vistosas.

Salgo de verle, me miro los puños, tiro el pitillo que sólo se quema por un lado... «¡Ay, don Antonio! ¡Ay, don Antonio!...»

Y se suspira.

* Heraldo de Madrid, 22 de octubre de 1928, p. 16, entrevista firmada por César González-Ruano.

 

Al comenzar el año

¿Cuál ha sido su primer acto, profesional o no, en la primera mañana de 1929? *

Primera mañana del año de gracia 1929. Del año cargado de esperanzas y de ambiguas promesas. Se me ha ocurrido en ella preguntar por su primer acto, profesional o no profesional, a algunas figuras destacadas de nuestro mundo madrileño. El día es corto para hacer las visitas que yo hubiera querido. Sirvan, pues, estas que doy como consecución, en parte, de un propósito: el de procurar servir a los lectores toda minucia o pretexto periodístico que pueda interesarle o, al menos, distraerle. También de homenaje y saludo a quienes por estas cuartillas desfilan.

 

Antonio Machado

Antonio Machado, el gran poeta, nuestro primer poeta, se muestra amable, pero visiblemente contrariado de mi pregunta. Le encuentro en este pequeño bar cordial y soleado de la calle de Santa Engracia, donde vamos los dos todas las mañanas, sentándonos, por supuesto, en distintas mesas.

—Mire usted, no me gustan las entrevistas ni las encuestas. Se falsea lo que se habla.

Un reportero de hoy no puede ofenderse nunca.

—Sin embargo, don Antonio...

—¿Me responde usted no falsear lo que yo le diga?

—Según como lo diga usted, don Antonio. A lo mejor no hace falta.

Machado me mira. Se retoca la corbata cansada en el cuello de pajarita, mustio, y me dice:

—Pues no he escrito una línea. Se me pasan muchos días así. Lo primero que he hecho en esta mañana ha sido venir a este bar y tomar café. Lo segundo, contestar a usted. ¿Va usted a falsear algo?

—¡Don Antonio!... Como no diga que lo primero contestarme y lo segundo tomar café...

* El Imparcial, 2 de enero de 1929, p. 8, entrevista firmada por César González-Ruano. A continuación de la respuesta de Antonio Machado siguen las del conde de Romanones, Margarita Xirgu, Federico García Sanchiz, Pedro Mata, Santiago Ramón y Cajal, y Ramón Pérez de Ayala.

 

De Sevilla a Cedaceros

Gente de teatro *

Los hermanos Machado

Todo llega en España si se vive. La cuestión es vivir. ¿No es cierto, don Manuel y don Antonio Machado?

Hace muchos, muchos años que esta popularidad de que hoy gozan los hermanos Machado —llamamos popularidad en este caso al hecho de pasar de las minorías al llamado «gran público»— se les debe.

Hace muchos años que los hermanos Machado tenían derecho a esa gloria que lleva aparejada consigo la fortuna…

No; no os asustéis. No es que los hermanos Machado sean ricos ya a estas horas, gracias a su decisión de escribir teatro; pero el hecho es que su última producción teatral ha dado a las taquillas recaudaciones espléndidas, inusitadas, lo mismo aquí, en España, que en América.

Heraldo de Madrid publicaba días pasados unas cifras elocuentes. La compañía de Lola Membrives, que ha hecho su primera temporada del año en Buenos Aires a base de Pepa Doncel y La Lola se va a los Puertos, «ha batido el récord de entrada de todos los teatros bonaerenses, tanto de género español como extranjero y criollo».

Por otra parte, el escenógrafo Mignoni nos mostraba días atrás la carta que recibiera de un amigo suyo residente en Buenos Aires. En ella se decía que la última obra de los Machado había removido el ambiente argentino de tal manera que el estreno de La Lola se va a los Puertos marcaba una fecha señaladísima en la historia del Buenos Aires teatral.

*

Todo llega en España si se vive. Porque ¿no recordáis? ¿No recordáis a Antonio Machado, glorioso ya —gloria íntima, gloria de verse comprendido por los menos y desconocido por los más—, llevando una vida gris, obscura, llena de patetismo, allá por Soria —«¡Soria pura!»—, allá en Baeza, allá en Segovia…

Verdad que los escogidos repetían fervorosamente sus versos. Pero ¿qué es la gloria literaria si no tiene una repercusión en las multitudes? Kipling decía que no se puede escribir un libro para menos de medio millón de lectores. Antonio Machado vendía dos mil ejemplares entre España y América.

Pues aún nos parece mayor la tragedia de Manuel Machado, acudiendo una noche y otra, año tras año, a sentarse en una butaca, a oír lo que se les ocurría a Pérez, a Rodríguez. ¡Tres horas de encierro aguantando el chaparrón de vulgaridad! Y después, tener que escribir unas líneas juzgando muy seriamente a Rodríguez y a Pérez. Y además, ver a los Pérez y los Rodríguez metiendo a Talía en un puño, como dueños y señores de la escena española. Pensad en lo que esto significa cuando se es poeta, y un poeta como Manuel Machado. (Poeta y dramaturgo son sinónimos casi, y ha sido el maestro Benavente quien ha escrito —véase el tomo de sus Conferencias— que no se puede ser dramaturgo sin ser poeta.)

¿Comprendéis la nobleza, el suplicio, el altruismo y la amargura —¿por qué no?— con que en la mayor parte de las ocasiones Manuel Machado ha tenido durante tantos años que juzgar la producción teatral española?

Un día los hermanos Machado pensarían que era necesario demostrar una vez más a la mediocridad que los poetas son, llegado el caso, más «hombres de teatro» que toda esa comparsa de analfabetos letrados que se dedica a hacer «cosas de teatro» con aquel tesón, con aquella voluntad inútil para el arte, de que hablaba Alfonso Daudet.

Y lo demostraron. Las cifras lo comprueban rotundamente.

*

—Y ahora, ¿en qué trabajan ustedes?

—Estamos terminando una obra que Carmen Díaz estrenará en Fontalba en seguida.

—¿Título?

—No lo tiene aún.

—¿Época?

—Actual. También le hemos prometido a Lola Membrives escribirle La duquesa de la Florida; pero de esto no existe por ahora más que el título y el proyecto. Nosotros trabajamos despacio, es decir, seguimos escribiendo por el gusto de escribir, desinteresados del fin, manteniendo la propia actitud que hace treinta años, cuando escribíamos un soneto que no iban a leer más que unos cuantos amigos.

»Claro que sólo ese desinterés artístico —pensamos— es el que, en definitiva, obtiene el premio de lo que llaman positivo. Amad lo divino, que lo demás se os dará por añadidura.

—Sé que han sido ustedes solicitados por algunos músicos… ¿Se decidirán a escribir algún libreto de zarzuela?

—Pudiera ser. Desde luego, nos parece que los libretos de zarzuela debieran ser en verso. La música —la situación musical— sobreviene o debe sobrevenir cuando el verso, de puro inefable, ya no puede hablar.

—¿Se pueden conocer los secretos de la colaboración de ustedes?

—No hay secreto. Charlamos sobre la escena por hacer, y el que la ve mejor, la escribe. Luego, el otro se hace cargo de las cuartillas; quita y pone a su antojo, y se las devuelve al primero. Es una colaboración tan batida, que al final no sabemos muchas veces cuál es la de Antonio y cuál la de Manuel. Por eso, no nos sorprendemos cuando algún comentarista dice «¡Cómo se ve aquí la mano de Manuel!» en una cosa de Antonio. O viceversa. Esta es una pequeña e inocente diversión que nos proporciona el teatro.

Don Antonio, con el puño del bastón entre las manos, sonríe ahora con su sonrisa de niño grande, oyendo hablar a su hermano Manuel.

* La Libertad, 26 de julio de 1930, p. 3, entrevista por Fray Can.

 

Defectos y cualidades

¿Cuál es su mayor defecto, según usted mismo?... Y ¿qué mérito admira usted más, y en quién?... *

He formulado estas dos preguntas ante diversas personalidades conocidas —artistas, políticos, escritores, soldados...—, para que completen, desde las páginas de Crónica, su silueta moral con aquellos rasgos íntimos que, por su nimia apariencia y por pertenecer al orden privado del carácter, suelen eludirse en las interviús y rara vez se destacan por los propios interesados en sus confesiones generales.

Todos los interrogados respondieron a mi pesquisición; algunos, con laudable espontaneidad... Pero he podido observar que la mayoría de ellos, puestos en el trance de reconocer su principal defecto, han rebuscado en el espejo benévolo de su memoria uno de menor cuantía y siempre ajeno a su ministerio o profesión. Alguien —una actriz— lo justificó diciéndome, con profundo conocimiento de la humanidad: «Mis grandes defectos, los imperdonables, ya se los descubrirán a usted mis compañeras. Yo sólo le diré los pequeños, aquellos que, confesados por uno mismo, pueden parecer hasta una gracia. ¿Para qué me voy a echar tierra encima?»

También he observado que, al tener que adjudicar a otra persona el mérito que mayor admiración les merecía, muy pocos de mis interlocutores se decidían a concretar, a dar nombres, sobre todo de contemporáneos, y mucho menos de su propio oficio. Unánime rasgo parsimonioso que... no deja de ser también una manera de retratarse al desnudo el alma cuando más envuelta se la cree en velos de prudencia.

 

Manuel Machado detesta su desigualdad de carácter y envidia la ecuanimidad

Fino, ágil y hondo como una flecha perfumada, que, a la manera de la «saeta callada» que pedía Teresa de Jesús, se nos clavase en el corazón sin darnos cuenta, Manuel Machado, el poeta trianero-parisién, nos dice:

—Me molesta la desigualdad de mi carácter; el pasar bruscamente, y sin motivo, de la dolorosa irritabilidad a la alegría exagerada, el tránsito de la cordialidad mal comprendida a la misantropía injusta... Claro que, después de todo, este es vicio de artista y no voy a ser yo la excepción de la regla.

—¿Admira usted alguna virtud?

—Todas y ninguna, según mi momento; depende de aquella dichosa desigualdad de ánimo. Lo que envidio siempre —que es más que admirar— es la ecuanimidad. ¿En quién? En las contadas personas que disfrutan ese don de los dioses. ¡Son tan pocas!

 

Una anécdota de Antonio Machado, el distraído, que admira el valor ante todo

El alto poeta profundo, filosófico y popular que es Antonio Machado —río grave y caudaloso de la poesía española—, no quiere, en principio, responder a nuestras preguntas, sin duda por horror a estos livianos escarceos periodísticos: «Por muchas vueltas que uno le dé al magín —nos confiesa, remiso—, siempre tendrá que inventar una tontería.» Insistimos y, al fin, accede:

—Mi mayor defecto, la distracción. Me equivoco, me confundo, me pierdo, me olvido. Se diría que vivo en las nubes... Ayer, sin ir más lejos, entré en una peluquería y cuando el alfajeme, rodeando mi cuello con el paño, me preguntó, como es ritual: «¿Qué va a ser?», ya se me había olvidado dónde estaba; le tomé por el camarero, y contesté, entre la risotada de fígaros y clientes: «Café con media»...

Rumia una pausa socarrona, de gran burlón serio y contesta a la segunda pregunta:

—¿Lo que más admiro? El valor, el arrojo. ¿En quién, como ejemplo? Pues... en el Gran Capitán. Eso es: en Gonzalo de Córdoba...

* Crónica. Revista de la semana, n.º 82, 7 de junio de 1931, p. 19, encuesta de Juan González Olmedilla. A continuación siguen las respuestas de Mariano Asquerino, Irene López Heredia y Serafín Álvarez Quintero.

 

¿Quién cree usted que debe ser el primer presidente de la República? *

Manuel y Antonio Machado

La designación de presidente es cosa que compete a las Cortes Constituyentes, inspiradas en el sentir popular, del que deben ser esta vez expresión genuina.

Nosotros creemos que cualquiera de los hombres que han traído la República y que están hoy al frente del poder haría un excelente presidente.

Don Alejandro Lerroux, a quien la opinión española, casi unánime, señala con un alto sentido de la actualidad política el primer presidente del Consejo de Ministros, ha propuesto para la Presidencia de la República a don Manuel B. Cossío. La designación nos parece admirable. Hacemos votos por que el sabio maestro pueda aceptarla, sin mengua de su salud, que para España es preciosa.

Otra candidatura tendría también nuestra admiración más entusiasta: la de don Miguel de Unamuno, que, vencedor en su largo duelo con la monarquía, parece, por otra parte, indicadísimo para ocupar la primera magistratura de la nación que aquélla ha dejado vacante.

* Estampa. Revista gráfica, n.º 182, 4 de julio de 1931, p. 7; encuesta anónima. Contestan también a la encuesta, en la misma página, Francisco Javier Elola, fiscal general de la República; José Salmerón García, director general de Obras Públicas; José Giralt, rector de la Universidad Central; Antonio Royo Villanova; Alfonso Hernández Catá; y Julio Carabias, gobernador del Banco de España.

 

Teatro poético *

Se nos pregunta mucho estos días de encuestas e interviús, coincidentes con el principio de la temporada, por qué preferimos el teatro poético a cualquier otra clase de teatro, que, en realidad, no sabemos cuál sea.

El adjetivo «poético», aplicado al teatro, suele implicar una confusión bastante burda entre lo dramático y lo lírico, y otra, más burda todavía, entre poesía y verso. La tragedia, el drama, la comedia, el sainete, escríbanse en verso o prosa, son y han sido siempre, por su intención al menos, tan poéticos como la elegía y el poema heroico. Esto lo saben los niños que cursan preceptiva literaria en los institutos. Nosotros no quisiéramos lastimar el amor propio de nuestros lectores con lecciones superfluas sobre ideas demasiado elementales. Al poema escénico se le exige en buena ley que sea dramático. Y nada más.

Sin embargo, la expresión «teatro poético» no es necesariamente una redundancia. «Teatro» (theatron, de theaonai, «mirar») no quiere decir poesía, sino algo semejante a espectáculo. Puede muy bien el teatro, sin cambiar de nombre, inclinarse hacia otras artes, y aun volver totalmente la espalda a la poesía. De hecho el teatro no ha sido nunca albergue de pura poesía dramática; casi siempre estuvo considerablemente lastrado de otras cosas: religión, moral, historia, política, didáctica, mera plasticidad, etc. La pura poesía dramática es, como la pura lírica, una pura abstracción, y, como tal, nunca realizada. Dejemos a Pero Grullo que nos la defina: «Pura poesía dramática será lo que reste después de eliminar de ella todo lo que no es poesía dramática.» A muy semejante conclusión ha llegado en Francia M. de La Palisse, en el debate sobre la poesía pura. Seamos indulgentes con tan castizos tautólogos, porque en Francia como en España es muy difícil definir y no menos difícil eludir definiciones. Para el problema esencial de la crítica tampoco hay Pirineos.

Pero vengamos a lo que más concretamente se nos pregunta. Primero, lo que nosotros quisiéramos hacer, no lo que hacemos —¡claro está!—, es un teatro limpio de preocupaciones didácticas. Ni probar, ni demostrar, ni adoctrinar nos interesa; aspiramos, sencillamente, a divertir con el espectáculo de la vida. Y pensamos estar —no obstante— en el polo opuesto a los realistas o naturalistas de la escena, porque la vida como espectáculo es algo muy distinto de la vida misma. Para que la vida sea teatro y aparezca allí donde todos la vean y la oigan no puede ser copiada, ni reproducida, ni trasplantada, sino imaginada en un espacio que no es el suyo, en un tiempo que tampoco lo es, y entre figuras creadas y nunca vistas, porque las auténticas sólo se ocupan de vivir y no son teatrales. Segundo, la dramática es arte literaria. Su medio, pues, es la palabra. La palabra expresa y sugiere; pero su deber primordial es expresar. Los personajes que llevan una conciencia embotellada en mudez misteriosa para que el público la adivine a través de conversaciones triviales, que eluden o soslayan siempre el tema interior, son propios de la vida, o del folletín que más groseramente la traduce, pero indignos del teatro. Cuando Fedra aparece en escena ha de revelarnos su pasión por Hipólito. Nada tenemos que adivinar, como no sea cuanto está a mayor hondura de lo que ella declara de su pasión a Hipólito, o de cuanto se dice a sí misma, en ausencia del joven sacerdote de Diana. Para que el teatro progrese hay que devolverle su inocencia, su buena fe de otros tiempos, restableciendo los monólogos y apartes y llevando al tablado, sobre todo, las escenas que hoy suelen suponerse realizadas entre bastidores. Si el teatro moderno empieza a aburrir al público es porque la acción suele quedarse fuera de la escena, mientras en ella autor y confidentes disertan, sutilizan y pedantean sobre el drama ausente. Nosotros aspiramos a un máximum de realización sobre el tablado.

El verso... Se dice, tal vez con razón, que el verso no añade nada esencial a la dramática. Para nosotros es sencillamente un instrumento de condensación. Puede servir también para eliminar trivialidades y, sobre todo, para dar mayor alcance a la palabra, para aumentar el radio de su eficacia emotiva. La palabra en el verso es como la flecha en el arco o la pólvora en el cañón de la escopeta.

* La Libertad, 15 de octubre de 1931, p. 1, artículo firmado por Manuel y Antonio Machado.

 

Los Machado llevan al Español, con La duquesa de Benamejí, una ráfaga apasionada y romántica de la España de 1824 *

Los franceses de Angulema abandonaban, por fin, España. Rafael de Riego muere en infame cadalso... Estamos en plena España romántica: 1824, aunque anterior al orto del romanticismo literario. Duques y marqueses, frailes y abates, capitanes, bandidos, pastores, gitanas... Aristocracia y pueblo, en suma, confundidos en la pasión de la época, al igual que en los lienzos del genio del instante: Francisco de Goya.

—El asunto, el asunto —me dice Manuel Machado— es lo de menos en nuestra obra. Lo que nos interesa es haber animado sobre la escena un trozo de vida, un ambiente poblado de criaturas humanas.

—Y moverlo por modo dramático, teatral, con un interés que no nos importa llegue hasta lo novelesco —agrega Antonio Machado.

—Justo: un juego de fuerzas, de pasiones, de caracteres, de tipos... y arquetipos, si Dios se ha servido darnos aliento para tanto. Un intento, en suma, de teatro poético; o, mejor dicho, de poesía dramática. Pero... sin sombras. Contrastes de luz, sí; y hasta claroscuro; pero no sombras, aunque haya drama y drama intenso.

—Obra clara, vital, vigorosa de ritmo y de acento. Y, sobre todo, de mucho ambiente español de finales del primer cuarto de siglo del XIX. En prosa y en verso, según requiere cada pasaje de la misma.

Los personajes principales son: Reyes, duquesa de Benamejí, a cargo, claro está, de Margarita Xirgu, a la que auguramos, después de admirarla en los ensayos, un triunfo personal grande; Lorenzo Gallardo, el bandido, que interpreta con romántico brío Alfonso Muñoz; el marqués de Peñaflores, capitán español, por Pedro López Lagar; Delume, oficial francés, por Álvarez Diosdado; el pastor Bernardo, por Alberto Contreras; el fraile franciscano, padre Francisco, por Alcaide; Frasco José, otro bandido serrano, por José Cañizares; Pedro Cifuentes, bandido también, visto por el lado cómico, por Alejandro Maximino; el magistrado don Tadeo, por Porredón; Rocío, la gitana, por María Ángela del Olmo; un abate, por Miguel Ortiz... Y hombres y mujeres del pueblo, soldados, pastores, la multitud, en fin, pululante por campos y villas.

—La acción, en Andalucía, sin demarcación geográfica concreta. El primer acto, en el palacio de la duquesa; el segundo, en el corazón de la serranía; el tercero, dividido en dos cuadros, en la plaza del pueblo donde Lorenzo Gallardo cae preso y en la casa que le sirve más tarde de refugio.

—Como el vestuario, de mucho carácter, el decorado, de animado colorido, se lo debemos a Miguel Xirgu.

—Y ahora... nada más. Lo que no lleve en sí, patente, la obra, huelga que lo digamos los autores al margen del texto. La duquesa de Benamejí está ahí, en nuestro drama. Y para incorporarla sobre el tablado del Español, una actriz insigne, Margarita Xirgu. Lo demás deben decirlo ahora el público y la crítica.

* Heraldo de Madrid, 24 de marzo de 1932, p. 5, entrevista por Juan González Olmedilla.

 

Encuestas teatrales del «Heraldo»

¿Qué obras prepara usted? *

Cien autores contestan a nuestra pregunta

Alguien nos dijo, en confidencia, lo que oímos repetidas veces; lo que, llenos de pesar, observamos diariamente: «El teatro vive un momento difícil, ¿por falta de producción?»...

Siguiendo nuestra costumbre informativa, hemos preguntado a los autores:

¿Ha escrito usted algo para el año 1935?
¿Título?
¿Ambiente de la obra?
¿Quién la estrenará?

 

Antonio y Manuel Machado

—Tenemos terminada una comedia en tres actos y en prosa, todavía sin título, y cuyo ambiente es el de nuestros días.

»Trabajamos en un drama —cinco actos, prosa y verso— cuya acción se desarrolla en España y en Francia durante los años de la Revolución y del Directorio.

»También hemos hecho una adaptación a zarzuela, para música del maestro Ángel Barrios, de La Lola se va a los Puertos.

»¿Dónde y cuándo se representarán nuestras obras? No podemos decírselo, porque nosotros mismos lo ignoramos.

* Heraldo de Madrid, 18 de marzo de 1935, p. 4, encuesta anónima. Los otros autores que responden a la encuesta en esta misma página son Alfredo Escosura, J. Candela, el maestro Arquelladas, Conrado Blanco Plaza, Carlos Nicolás, Gonzalo Valero Martín, Luis de Castro y Ruiz de Azagra.

 

Fecha de publicación: mayo 2010


Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com