Señores
académicos:
Como es bien sabido, Antonio
Machado, académico electo desde 1927, comenzó a escribir
un proyectado discurso de ingreso en la Academia Española
hacia 1929, e interrumpió su redacción definitivamente
en 1931 por razones que se desconocen, aunque yo creo que pueden
deducirse del preámbulo de ese proyecto.
En este texto inacabado (1.777)*,
las primeras palabras de Machado son para expresar la «muy
alta idea» que tiene de la Academia, y para confesar que
se siente demasiado honrado por la elección: un honor en
su caso desmedido y perturbador. Tras esas declaraciones, pasa
el poeta a hacer algunas consideraciones un tanto inesperadas
y ambiguas acerca de su aspiración a vivir de realidades
que no estén en pugna —dice textualmente— «con
la norma ideal que habíamos sacado de nuestra experiencia».
¿Insinúa Machado que la condición de académico
podría ser una de esas realidades que pugnan con su norma
ideal? Como aclara enseguida, el ingreso en la Academia le plantea
efectivamente un conflicto entre la realidad y el ideal, pero
son las deficiencias de su propia realidad, y en ningún caso
las atribuibles a la Academia, las que establecen ese desajuste:
Antonio Machado no cree tener «las dotes específicas
del académico». Y para acreditar su falta de cualidades
presenta un desastroso historial de deméritos que justificaría,
no ya la revocación de su nombramiento académico, sino
la expulsión del instituto de segunda enseñanza donde
daba clases. Él no es humanista, ni filólogo, ni erudito;
sus letras son pobres; ha olvidado casi todo lo que ha leído;
las bellas letras nunca le apasionaron, etc. Es evidente que Machado
no está diciendo la verdad: el desarrollo posterior de su
discurso, tan rico en erudición e ideas originales, lo desmiente.
«No se achique usted
tanto, señor Rodríguez. Agrada la modestia, pero no
el propio menosprecio» (1.916), dice Juan de Mairena a uno
de sus más aventajados discípulos, que había comenzado
en semejantes términos un ejercicio de retórica. Yo
sospecho que Mairena se estaba riendo del académico electo,
que se autodenigra de modo tan inmisericorde como injusto, aunque,
en mi opinión, con una intención benemérita: disimular,
para no ofender a la institución que le había abierto
las puertas, su falta de simpatía por lo académico,
que en otras ocasiones no tuvo empacho en declarar. «Pasé
por el Instituto y la Universidad —escribe en 1913 a Juan
Ramón Jiménez—, pero de estos centros no tengo
huella alguna, como no sea mi aversión a todo lo académico»
(1.521).
Más o menos repite ese
juicio en carta a Ortega (1.514), en la que incurre en otras imprudencias:
además de decirle que la vida —«la calle, el café,
el teatro, la taberna»— es «algo muy superior
a la universidad», comete el doble error de llamarlo «maestro»,
y de elogiar la obra de «el gran Menéndez Pelayo».
Con nada de eso está de acuerdo Ortega, que —abriendo
un largo capítulo de desavenencias con el poeta, del que
daré noticia más detallada— le expresa su disgusto
a vuelta de correo: el desdén por la universidad puede implicar
desdén a su persona, la palabra «maestro» connota
vejez, y de Menéndez y Pelayo no es partidario. Desde entonces
Machado llamará a Ortega «joven maestro» y rebajará
su entusiasmo por don Marcelino, pero reafirmará, siempre
que a mano venga, su aversión por la universidad. «El
árbol de la cultura —insiste tercamente Mairena—
no tiene más savia que nuestra propia sangre, y sus raíces
no habéis de hallarlas sino por azar en las aulas de nuestras
escuelas, Academias, Universidades, etc.» (2.098).
Esta digresión inicial
viene a cuento porque de Machado voy a hablar después, y
también porque me da pie para decir en nombre propio algo
acerca de la Academia. El desdén por la Academia fue —ya
no parece serlo— muy común entre los jóvenes,
que veían en ella la representación de lo obsoleto y
muerto; actitud contrapuesta a la de aquellos que, generalmente
al acercarse a la senectud —aunque haya habido casos de
notable precocidad—, aspiran a sentar plaza de académico
para ganar la consideración social que sus propios méritos
no les deparan.
Ninguna de esas actitudes
es, o fue, la mía. Yo nunca me sentí tan joven como
para mancillar con líquido amarillento los muros exteriores
de este edificio, como se cuenta que hicieron ciertos jóvenes
poetas que cuando dejaron de ser jóvenes ocuparon lugares
muy destacados dentro de él, ni tan viejo como para cifrar
mis ambiciones en el tratamiento de excelentísimo señor.
Para mí la Academia representó
siempre lo que yo creo que en verdad es: una institución
imprescindible que se ocupa con seriedad y competencia de algo
que nunca dejó de apasionarme: la palabra.
Buscar o encontrar palabras,
seleccionarlas, sopesarlas, medirlas: tal es la tarea que le da
especificidad al trabajo del poeta; en esencia, la poesía
es eso: palabra elegida. De ahí mi vieja e incurable adicción
a los diccionarios.
Ya sé que la poesía
no se hace a partir de los diccionarios; pero, así como Miguel
Ángel pensaba que un bloque de mármol contiene todas
las formas que el artista puede concebir, yo también creo
que todos los textos que un poeta puede imaginar están implícitos
en esos gruesos y sustanciosos volúmenes, a los que algunos
dan justamente el nombre de «tesoros».
Formar parte de la Real Academia
Española es en mi concepto un honor, y como tal acepto y
agradezco la invitación a entrar en ella. Pero, al margen
del honor, ingresar en esta Academia supone para mí el privilegio
y la alegría de penetrar en el recinto del tesoro.
Porque agradezco más
las alegrías que los honores, reitero mi sincera gratitud
a quienes presentaron mi candidatura, a los que la apoyaron con
su voto y a todos los que hoy me aceptan como uno de los suyos.
El honor conlleva una grave
responsabilidad. Vengo a suplir en esta casa la ausencia de una
personalidad insustituible. Julio Caro Baroja, etnólogo,
antropólogo, folclorista, historiador, erudito, fue, entre
otras cosas y quizá ante todo, un hombre de ciencia, de muchas
ciencias y disciplinas cuyo dominio le permitió acercarse
con rigor, desde distintos puntos de vista, a un único tema
con múltiples variaciones en el que centró su insaciable
curiosidad: el hombre en su dimensión moral y social, observado
no como una abstracción o un género, sino contemplado
en su realidad concreta e histórica, tal como fue y aproximadamente
sigue siendo.
El motivo de su trabajo, o
su peculiar manera de tratarlo, sin apartar nunca los ojos de
las realidades que definen nuestra íntima y misteriosa condición
humana, hace que sus escritos, de inestimable valor para los investigadores
en los campos que él cultivó con tanto talento como
originalidad, resulten finalmente, toda ciencia trascendiendo,
de apasionante interés para aquellos que, legos en las materias
en las que fue maestro, nos enfrentamos con triste desamparo a
la sentencia délfica que instiga al hombre a conocerse a
sí mismo.
Para cumplir esa difícil
y a veces penosa tarea es preciso el esfuerzo de recordar, de
rescatar del olvido lo que seres semejantes a nosotros hicieron,
soñaron o creyeron. Porque yo soy, en gran medida, lo que
los otros hicieron de mí: el resultado de aquellos actos,
sueños y creencias.
Recoger los fragmentos olvidados
—es decir, ignorados— de nosotros mismos y reponerlos
en la memoria activa de nuestro ser: ése es el trabajo que
Julio Caro Baroja se tomó por y para nosotros. Trabajo de
historiador que él ejerció con modales de gran memorialista,
dedicado a anotar minuciosamente ciertos detalles del devenir
humano que los historiadores suelen pasar por alto. Sus escritos
no registran las grandes gestas de los hombres excepcionales,
tan ajenos por ello a nosotros, sino el humilde acontecer del
ser humano más frecuente: la peripecia gozosa y dolorosa
del hombre que ríe, y trabaja, y canta, y teme, y sueña
mitos y funda ritos para conjurar sus temores y perpetuar sus
esperanzas. Ése es el aspecto de su obra que a mí me
resulta más gratificante y aleccionador.
Sometido a la imperiosa exigencia
de la brevedad, sólo puedo apuntar una mínima parte
de todo lo que me sugiere una persona tan rica en cualidades como
fue Julio Caro Baroja.
Tuvo fama de pesimista: no
le faltaron motivos para serlo. Pero quien lo lea con un poco
de atención advertirá que su pensamiento está regido
por una última fe en el sentido progresivo de la historia,
y que en el fondo de su sentimiento hay al menos tanta alegría
y buen humor como decepción y tristeza. Su tan traído
y llevado escepticismo es el resultado de su horror a cualquier
manifestación de dogmatismo. Él mismo habló de
su prestigio de hombre frío y poco sensible, pero cultivó
una rara y muy meritoria forma de solidaridad: esforzarse por
entender a los otros sin recurrir en la osadía de juzgarlos.
Todo su trabajo está movido por un piadoso afán de salvación.
La tolerancia fue su manera de compadecer o de sufrir con y junto
a los demás las debilidades y los errores propios de la condición
humana. Por sus múltiples talentos —hombre de ciencia,
pintor, escritor— mereció ser llamado «vasco del
Renacimiento». Su entrega al cultivo y conocimiento de las
letras humanas le hace acreedor del título de humanista.
Vivió con admirable independencia y dignidad un tiempo difícil,
superando la dificultad añadida de que no fue un tiempo difícil
para todos, como suele pensarse —para muchos resultó
extraordinariamente fácil—, sino sólo para él
y para quienes, como él, siguieron creyendo que la libertad
no es una prerrogativa del ser humano, sino uno de sus atributos
irrenunciables. De esa vivencia amarga sacó una conclusión
que siempre, y especialmente ahora, es oportuno recordar: «La
gente de mi edad —escribió en su hermoso libro Los
Baroja— no puede, no debe, olvidar. Aunque su experiencia
no pueda ser transmitida, aunque los jóvenes no nos hagan
caso, aunque se nos desprecie, debemos tener mientras vivamos
el papel que los cristianos asignan en la historia al pueblo de
Israel. Somos, o podemos ser, los testigos.»
Entre lo que la gente de mi
edad —concluyo yo ahora— y de las edades que se avecinan
no puede ni debe olvidar está sin duda el testimonio y la
figura excepcional de Julio Caro Baroja, sabio, inexcusable memorialista
del tiempo de su vida y del más dilatado tiempo de la vida
del hombre.
Mucho me he demorado, y pido
disculpas por ello, para comenzar mi discurso sobre otra figura
inolvidable y ejemplar.
La admiración que todavía,
después de haberla frecuentado durante tantos años,
profeso a la obra de Antonio Machado, fue la razón que me
movió a hablar hoy de algunos aspectos de su escritura en
prosa, muy importante a mi modo de ver, y menos atendida por la
crítica que su poesía. En toda admiración hay un
componente de sorpresa, y la sorpresa que las cosas nos producen
suele desgastarse cuando prolongamos nuestro trato con ellas.
No es ése, para mí, el caso de Antonio Machado, cuya
relectura me revela aún —insisto: al cabo de tantos
años— matices inesperados.
Y ello es así en gran
parte porque, en conjunto, su poesía se configura como un
cuerpo huidizo, esquivo, que se resiste a ser aprehendido en su
totalidad, que desprende un halo cambiante —yo diría
que también creciente— de significaciones cuyo perfil
último es difícil fijar.
Es muy probable que Antonio
Machado tuviese en mente esa cualidad de su propia obra cuando,
por boca de Juan de Mairena, dice que en las formas literarias
no ve «sino contornos más o menos momentáneos de
una materia en perpetuo cambio» (701).
El motor de ese «perpetuo
cambio» es, en principio, el tiempo, la corriente infinita
a la que ni la poesía —«palabra esencial»—
puede sustraerse; ni la poesía, ni el sentimiento, ni, por
supuesto, el pensamiento: Machado parece pensar de acuerdo con
lo que Abel Martín llamaba esquema externo de una lógica
temporal, según el cual «A no es nunca A en dos
momentos sucesivos» (681).
Pero la movilidad de su pensamiento
no se debe sólo a las inevitables modificaciones impuestas
por el transcurso del tiempo, sino que parece obedecer a un mecanismo
casi automático que proyecta su «pensar» hacia
nuevas direcciones: «Nunca estoy más cerca de pensar
una cosa —anota Machado en las primeras páginas del
cuaderno Los complementarios— que cuando he escrito
la contraria» (1.118). En esta temprana observación,
el poeta pecó de reticente; tal vez debería haber añadido
que no sólo tendía a pensar en contra de lo que él
mismo había escrito, sino también en contra de lo que
habían escrito los demás. Él no dice eso, pero
quien no tiene inconveniente en reconocerlo es Juan de Mairena,
para el que «[pensar] algo en contra de lo que se le dice
[...] es la única manera de pensar algo» (1.979). Seguramente
por ese hábito de corregirse a sí mismo y a los otros
admiraba Mairena a Bécquer, cuyo discurso, según él,
estaba regido por «un principio de contradicción propiamente
dicho: sí, pero no; volverán, pero no volverán»
(2.094).
A diferencia del de Bécquer,
el discurso de Machado no parte de un «sí» para
llegar a un «no»; lo que hay de afirmativo en su pensamiento
es casi siempre el resultado de una previa negación, expresa
o tácita, de lo que observa en su entorno. Y esa manera de
pensar a la contra terminará definiendo a Machado
como un disidente —o lo que es igual: como un solitario—
dentro del panorama cultural y literario en el que su obra se
produce.
Sin embargo, la disidencia
y la soledad no se explican únicamente por lo que sucede
en el entorno. Hay algo inherente en Machado que lo mueve a establecer
y a subrayar las diferencias con los demás: en primer lugar,
su tendencia al diálogo y las formas y modos dialécticos;
y luego, un temple inconformista con posos de un radicalismo atemperado,
aunque no siempre, por una actitud esencialmente irónica,
por un escepticismo de doble filo que llevado al extremo —mantener
«una posición escéptica frente al escepticismo»
(1.974)— acaba adquiriendo cualidades positivas, afirmativas:
el escepticismo, dice Machado por medio, otra vez, de Juan de
Mairena, «lejos de ser, como muchos creen, un afán de
negarlo todo, es, por el contrario, el único medio de defender
algunas cosas» (1.952).
Y en efecto, bajo el escepticismo
de Antonio Machado no deja nunca de percibirse una obstinada defensa
de algunas «verdades» para él irrenunciables, últimas
y constantes referencias que le permiten resolver con coherencia
sus propias contradicciones y deciden amplias zonas de su discurso:
en el plano estético, la concepción de que la poesía
es «palabra en el tiempo»; y la creencia en que la lírica
descansa en dos pilares imprescindibles: el sentimiento y las
ideas. En un sentido más general, desbordando lo específicamente
estético, también es determinante su creciente atención
a lo otro y a los otros, a la realidad (término que Machado
suele sustituir por la palabra «naturaleza») y al prójimo,
actitud que le lleva muy pronto a salir del ensimismamiento simbolista,
y que acaba imprimiendo una especial tonalidad (social, política)
a su discurso. Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, /
pero mi verso brota de manantial sereno..., dice Machado en
unos conocidísimos versos, que son un buen ejemplo de sus
maneras irónicas y sus modales dialécticos. La serenidad
está, en principio, reñida con el jacobinismo. Sin embargo,
Machado aproxima tan distantes y contrapuestas nociones, y las
hace compatibles en su persona y en la proyección de su persona:
el verso.
Puede parecer —y acaso
sea ésa la primera impresión del lector— que el
fluir sereno del manantial del que su verso brota diluye en el
poema, hasta desvanecerlas, las gotas de sangre jacobina afirmadas
en primer término. Y sin embargo, esas gotas no están
disueltas, sino emulsionadas, sin menoscabo de su integridad,
en el caudal de serenidad que las arrastra. El jacobinismo, aun
reducido a su mínima expresión —«unas gotas»—
basta para precipitar la conciencia social y solidaria que imprime
a la trayectoria de sus trabajos y sus días una dirección
divergente y en muchos puntos opuesta a la que siguieron sus compañeros
de generación.
En todos esos aspectos, el
pensamiento de Machado es inequívoco, pese a que la voz que
lo expone sea incierta: pues no se trata de una voz, sino del
conjunto de voces que pertenecen a los varios poetas que Mairena
creía que un poeta lleva dentro de sí (1.994). También
Machado pensaba que «nuestro espíritu contiene elementos
para la construcción de muchas personalidades, todas ellas
tan ricas, coherentes y acabadas como aquella que se llama nuestro
carácter» (1.355).
No se me oculta que, ante
ese mosaico de voces y personalidades a cuyo cargo corre la presentación
de su obra, el lector de Machado puede espigar no pocos textos
que desmientan la imagen del poeta y del pensador inconformista,
disidente y radical que yo estoy tratando de dibujar aquí.
Es posible ver en Machado un buscador de Dios, un hombre en sueños,
un cantor de Castilla, un lírico elegiaco, un poeta del pueblo
y muchas cosas más. Pero Machado es, deja de ser y sigue
siendo todo eso como resultado de sus múltiples disidencias.
Eso es lo que, apoyándome en textos suyos y ajenos, sin mediatizarlos
—en la medida de lo posible— con mis personales preferencias,
me propongo hacer hoy aquí: mostrar de qué manera y
hasta qué punto disiente Antonio Machado, y, sobre todo,
contra qué o contra quiénes disiente.
Sólo en el comienzo de
su carrera literaria se manifiesta Antonio Machado acorde con
su tiempo. A principios de siglo, sus todavía escasas prosas,
empapadas de patriotismo pesimista, en las que recuerda «el
reciente desastre nacional» y se duele de la pérdida
de «los preciosos restos de nuestro imperio» (1.483),
definen la imagen tópica de un autor noventayochista. En
cuanto a la escritura en verso, Soledades, su primer libro
de poemas, responde fielmente a la estética modernista-simbolista
en la que entonces militaban los más brillantes poetas jóvenes
españoles (entre otros, su hermano Manuel y Juan Ramón
Jiménez).
Precisamente Juan Ramón
Jiménez, a quien Machado admiró incondicionalmente,
acabaría siendo para él la referencia decisiva que motiva
su temprano distanciamiento de la estética simbolista, de
la que se alejará para iniciar un acercamiento a posiciones
que, sin ánimo de ofender, calificaré de aproximadamente
realistas. Todo sucede en pocos meses del año 1904. El cambio
es tan súbito que parece obedecer más a una mutación
que a un proceso de evolución. Veamos cómo pasa de lo
uno a lo otro.
En una carta fechada en 1903,
Machado saluda con juvenil entusiasmo «al autor de Arias
tristes» como dechado de poetas: «He recibido su
libro admirable —dice—, que leo y releo para empaparme
de él y poder escribir algo de mi gusto» (1.458). Elogios
aún más encendidos, si cabe, dedicará en 1904 al
libro Jardines lejanos, en el que observa y admira sus
aspectos específicamente simbolistas: «V. ha oído
los violines que oyó Verlaine y ha traído a nuestras
almas violentas, ásperas y destartaladas otra gama de sensaciones
dulces y melancólicas» (1.465).
Pero en marzo del mismo año,
apenas dos meses después de haber escrito esas palabras entusiastas,
Machado publica en El País una crítica a Arias
tristes (1.469) en la que los reiterados elogios envuelven
serias disensiones; unos comentarios, en apariencia inocuos, a
tan «hermoso libro» —«Juan Ramón Jiménez
no sabe lo que es tristeza...»; «Juan R. Jiménez
se ha dedicado a soñar, apenas ha vivido vida activa, vida
real...»— derivan en un franco reproche que hace extensivo
a toda la promoción modernista, en la que el poeta en funciones
de crítico todavía se incluye. Escribe Machado:
De
todos los cargos que se han hecho a la juventud soñadora,
en cuyas filas aunque indigno milito, yo no recojo más
que dos. Se nos ha llamado egoístas y soñolientos.
Sobre esto he meditado mucho y siempre me he dicho: si tuvieran
razón los que tal afirman, debiéramos confesarlo y
corregirnos. Porque yo no puedo aceptar que el poeta sea un
hombre estéril que huya de la vida para forjarse quiméricamente
una vida mejor en que gozar de la contemplación de sí
mismo [...]: ¿no seríamos capaces de soñar con
los ojos abiertos en la vida activa, en la vida militante? Acaso,
entonces, echáramos de menos en nuestros sueños muchas
imágenes, y tal vez entonces comprendiéramos que éstas
eran los fantasmas de nuestro egoísmo, quizá de nuestros
remordimientos (1.470).
Palabras
duras: «egoísmo», «remordimientos». ¿Qué
ha pasado en el ánimo de quien sólo unos meses antes
se deleitaba oyendo en los libros de Juan Ramón el eco de
los violines de Verlaine?
Es muy probable que Machado
se reconociera con disgusto en el personaje que acabó viendo
en los versos de Arias tristes: una «sombra»
que Juan Ramón Jiménez proyecta en un paisaje soñado,
irreal, «forjado» por un poeta que ha perdido la conciencia
de su identidad. «Todas las poesías de este libro —observa
Machado— son en el fondo la misma interrogación: [...]
esa sombra, / ¿será esa sombra mi alma?» Ésa
era, más o menos, la pregunta que, en Soledades, el
propio Machado, o su «desolado fantasma», había
dirigido a su vieja amiga la noche: «dime si sabes, vieja
amada, dime / si son mías las lágrimas que vierto».
La crítica al libro de
Juan Ramón Jiménez tiene mucho de autocrítica.
La reacción en contra del autor de Arias tristes es
también una reacción en contra del autor de Soledades.
Lo dice expresamente: «lejos de mi ánimo el señalar
en los demás lo que veo en mí».
¿Habría reaccionado
Machado en contra de su propia poesía si esos rasgos que
le disgustan —ensimismamiento, desconexión con la vida,
egoísmo— no los hubiera visto objetivados en los libros
de su amigo? Posiblemente sí, aunque tal vez no tan temprano.
En cualquier caso, el hecho de reconocerse en la sombra solitaria
del cantor de arias tristes fue el estímulo concreto
que lo llevó en ese momento a salir del «siempre desierto
y desolado retablo de sus sueños» y abrir los ojos a
«la vida militante, activa». En la versión definitiva,
Soledades, galerías y otros poemas conserva, por fortuna,
la mayor parte de los poemas escritos en el interior de las galerías
del alma, pero en las composiciones nuevas ya está presente
la realidad (a veces en formas muy prosaicas: «moscas»,
por ejemplo). Y en el último poema escrito antes de dar el
libro a la imprenta («Orillas del Duero»), el poeta
está ya instalado en la tierra firme de los Campos de
Castilla.
Desde ese título, la
obra poética de Antonio Machado crecerá en disidencia
o en oposición a la estética que había determinado
sus versos iniciales, como él reconoce en una escueta anotación
de 1913: «Recibí alguna influencia de los simbolistas
franceses, pero ya hace tiempo que reacciono contra ella»
(1.524).
A partir de 1904, su prosa
desarrolla y amplía las ideas expuestas en la crítica
a Arias tristes. «No debemos huir de la vida...»;
«hay que soñar despierto...», reitera a Unamuno
ese mismo año en carta que señala otro de sus puntos
de fricción con el simbolismo: identificar el misterio con
la belleza. «La belleza —corrige Machado— no
está en el misterio, sino en el deseo de penetrarlo.»
En 1916 completa, de momento, el pliego de cargos contra los simbolistas
con un último reproche: creer que la intuición es suficiente
para crear una obra de arte es, en su opinión, el error que
los llevó a «su excesivo desdeño de las ideas».
Frente a ese «extravío», Machado sostiene que el
poeta debe «someter sus intuiciones a normas racionales»
(1.586).
Las negaciones de Machado
derivan en propuestas afirmativas. Y a medida que se amplía
el campo de lo negado, su pensamiento también se ensancha,
se enriquece con nuevos planteamientos positivos, originales.
Cuando, en torno a los años
veinte, los experimentos vanguardistas y la ambición de pureza
clausuran definitivamente la vigencia del modernismo, Machado
encuentra en el arte nuevo otros motivos de disensión, que
detecta puntualmente, con notable perspicacia y antelación,
a medida que van tomando cuerpo en la obra de los jóvenes
(y no tan jóvenes) poetas.
En 1914 no se sabía aún
por dónde iba a ir la poesía española, pero Machado
advierte ya, en un poema de Moreno Villa, el que para él
sería el rasgo más negativo de la lírica futura:
«El peligro que puede correr este joven poeta es el del conceptismo.
Hay en él imágenes que responden a intuiciones vivas;
pero otras son coberturas de conceptos» (1.160).
Mayor alarma debió haberle
causado en 1916 observar el mismo fenómeno en el libro Estío,
de Juan Ramón Jiménez: «este gran poeta andaluz
—escribe Machado en su cuaderno— sigue, a mi juicio,
un camino que ha de enajenarle el fervor de sus primeros devotos.
Su lírica —de J. Ramón— es cada vez más
barroca, es decir, más conceptual y al par menos intuitiva.
[...] En su último libro, Estío, las imágenes
sobreabundan, pero son cobertura de conceptos» (1.190).
Con Estío, Juan
Ramón Jiménez consuma su tardía deserción
del modernismo —ya era hora, en 1916— y, bajo el signo
de la «desnudez», emprende la escritura de la que considera
su verdadera obra: todos sus libros anteriores eran sólo
un ensayo: «borradores silvestres». La observación
de Machado era acertada. En su segunda etapa, Juan Ramón
Jiménez no apela al sentimiento, sino a la inteligencia:
Inteligencia, dame / el nombre exacto de las cosas! / Que mi
palabra sea / la cosa misma..., escribe en Eternidades
(libro de 1920). Esa actitud podía haberle gustado a Machado,
en cuanto a que significaba la vuelta a una objetividad que él
también perseguía; pero no. Machado desaprueba lo que
él llama el «fetichismo de las cosas», síntoma
del descrédito del sentimiento. Sólo porque desconfía
de su «íntimo sentir», el poeta crea imágenes
que «pretenden ser transubjetivas, tener el valor de cosas»
(1.214).
Pese a su perspicacia, Machado
tardó en ver que si, al publicar Estío, Juan
Ramón se arriesgaba a perder el fervor de sus primeros seguidores,
la pérdida iba a estar compensada por el favor aún más
fervoroso de una pléyade de brillantes discípulos: los
integrantes del llamado «grupo poético del 27»,
cuyo trabajo inicial se atendría a dos modelos: la «poesía
desnuda» de Jiménez, y la «poesía pura»
de Valéry.
Cuando la vanguardia —ultraísmo,
creacionismo— hace su ruidosa irrupción en la escena
literaria española, Machado entiende al fin que el conceptismo,
la sobreabundancia de imágenes y el barroquismo que había
advertido en Moreno Villa y Juan Ramón Jiménez no eran
fenómenos aislados y pasajeros, sino los primeros síntomas
de una actitud pronto generalizada y duradera, de una «pertinaz
manera de ver —apunta y subraya en Los complementarios—,
tan en pugna con la mía» (1.208).
En esa breve anotación
«al margen de un libro de V. Huidobro», Machado trata
de buscar «nuevas razones» que justifiquen «una
lírica que sólo se cura de crear imágenes».
Y las nuevas razones no podían ser, en su opinión, «una
creación ex nihilo de la razón pura, sino una
superación de las viejas». Sin embargo, lo que de su
análisis se deduce es que no hay tal superación de las
razones viejas, sino reincidencia en los viejos desvaríos,
resumidos en «la parte realmente débil» de la obra
de Mallarmé: «la creencia supersticiosa en la virtud
mágica del enigma», el empeño en enturbiar los
conceptos con metáforas, que serán sólo «de
buena ley cuando se emplean para suplir la falta de nombres propios
y de conceptos únicos». Pero «silenciar los nombres
directos de las cosas, cuando las cosas tienen nombres directos,
¡qué estupidez!».
La negación del simbolismo,
que Machado matiza («Mallarmé sabía también,
y éste es su fuerte, que hay hondas realidades que carecen
de nombre»), se combina ahora con ataques al «barroco
literario español». En el barroco, por el uso lógico
de las metáforas como cobertura de conceptos, encuentra Machado
la cifra y la caricatura de todos los errores de la nueva lírica.
En 1920, el simbolismo, tal
y como él lo había entendido y practicado, era ya historia.
Y si vuelve a señalar los que él juzga desvaríos
del simbolismo (y del barroquismo), no es ya para descalificar
a simbolistas y barrocos, sino para refutar otras estéticas.
Ante el rico muestrario de
«ismos» y tendencias que, en los años veinte, ofrece
la lírica española, el pensamiento a la contra
de Machado apunta simultáneamente a varias direcciones: contra
el ultraísmo-creacionismo («lírica al margen de
toda emoción humana, [...] juego mecánico de imágenes,
[...] arte combinatorio de conceptos hueros», 1.653); contra
el surrealismo («ilogismo sistemático captado en las
cerebraciones semicomatosas del sueño», 1.359); contra
la poesía pura (a la que dedica una negación también
pura: esa poesía, «de la que oigo hablar a críticos
y poetas, podrá existir, pero yo no la conozco», 1.662);
contra el barroquismo recuperado y homenajeado por los nuevos
poetas en la figura de Góngora; y todavía y siempre
contra ciertos aspectos del simbolismo, origen de las especies
que proliferan en su entorno.
Los ataques combinados al
simbolismo y a la poesía pura le obligan a equilibrar y a
sopesar cuidadosamente sus argumentos que, sin las constantes
correcciones a que los somete, desembocarían en insolubles
aporías. Lo que critica en unos como un exceso lo señala
en los otros como una carencia. Si «el simbolismo declara
la guerra a lo inteligible, y pretende una expresión directa
de lo inmediato psíquico» (1.360), «horro, si posible
fuera, de toda estructuración lógica» (1.362),
los poetas nuevos, en cambio, «son más ricos de conceptos
que de intuiciones, y con sus imágenes no aspiran a sugerir
lo inefable, sino a expresar términos de procesos lógicos
más o menos complicados» (1.764).
Forzado por la necesidad de
denunciar como insuficiente lo que en otras ocasiones rechaza
por excesivo, Machado ajusta su pensamiento al «principio
de la contradicción propiamente dicho» que, según
él, regía el discurso de Bécquer: «sí,
pero no»; sí a lo inteligible..., pero no; no a la intuición...,
pero sí. Dicho en sus palabras: «No es la lógica
lo que el poema canta, sino la vida, aunque no es la vida lo que
da estructura al poema, sino la lógica» (1.653).
Pero el ideario estético
de Machado pronto se va a complicar con otras preocupaciones,
que darán motivo a nuevas y tal vez más graves disidencias.
En 1920, Machado responde
a una encuesta dirigida a varios escritores por Cipriano Rivas
Cherif sobre el tema «¿Qué es arte?». En su
respuesta, elaborada al hilo —o mejor dicho, al bies—
de algunas ideas expuestas por el Valle-Inclán todavía
modernista, Machado se muestra más interesado en la trascendencia
y la significación social del arte que en las cuestiones
estéticas propiamente dichas. Expongo muy sumariamente sus
ideas, porque la réplica a que van a ser sometidas derivará
en una larga serie de contrarréplicas que estimulan y mueven
hacia direcciones muy concretas el pensamiento original de Antonio
Machado.
Sostiene Machado en ese escrito
(1.612) que, «hoy como ayer», existen dos categorías
de artistas: una esencialmente creadora, «que transforma
en arte lo que no es arte»; y otra «que somete a una
segunda elaboración los productos ya elaborados por el arte».
Los integrados en esta categoría, movidos por «el aristocraticismo
inutilitario, o culto supersticioso a la inutilidad», se
entregan «a toda suerte de bellos simulacros», y convierten
el trabajo del artista en «actividad superflua»: sport,
juego; el arte es para ellos «una finalidad sin fin».
En contra de esa concepción
del arte, Machado sostiene que «el arte es algo más
[que juego]: es, ante todo, creación. [...] no es juego supremo,
sino trabajo supremo»; una tarea trascendente que, sin desdoro
de la estética, puede tener una finalidad e incluso una utilidad
a la que no vacila en atribuirle dimensión social. «¿Podrá
el artista —se pregunta Machado— desdeñar para
su obra los nuevos anhelos que agitan hoy el corazón del
pueblo?»; pregunta retórica que obtiene una respuesta
para él obvia: «Indudablemente, no.» Frente a los
defensores de un arte sólo artístico, afirma Machado
que la materia con que el artista trabaja «no será nunca
el arte mismo»; es un deber primordial para el artista
mirar «no tanto al arte realizado como a las otras ramas
de la cultura, y, sobre todo, a la naturaleza y a la vida».
En los años veinte, ese
modo de entender el arte debió haber parecido insoportablemente
obsoleto. En aquellos años, las palabras de Machado debieron
haber sido recibidas ni siquiera con hostilidad: con absoluta
indiferencia; tiempo de soledad para el poeta eminentemente cordial
que siempre fue Antonio Machado, que deja entrever su marginación
en estos versos reveladores: Le tiembla al cantar la voz. /
Ya no le silban sus coplas; / que silban su corazón.
¿Quién, especialmente entre los jóvenes, iba a
tomar en cuenta las opiniones de «ese poetón aportuguesado»,
como dicen que lo llamaba Juan Ramón Jiménez, de ese
«español antiguo, triste, apático, romántico
y pobre», como lo definió Cansinos Assens? Nadie que
yo sepa, con la única y notabilísima excepción
del «joven maestro» José Ortega y Gasset.
En La deshumanización
del arte, ensayo publicado en 1925, Ortega, como Machado,
aborda el tema estético desde un punto de vista sociológico,
y tiene muy presentes, para negarlas una por una, las ideas que
el poeta había expresado en su respuesta a Rivas Cherif.
Y esa negación implica, curiosamente, la confirmación
de las observaciones de Machado, que Ortega suscribe en su totalidad,
o más bien reescribe, a veces con notable literalidad,
para interpretarlas a su manera.
Repitiendo exactamente el
esquema trazado por Machado, y, lo que es más significativo,
repitiéndolo en sus mismos términos y apelando a las
mismas referencias, también Ortega habla de la existencia
de dos tendencias: un «estilo» que establece conexiones
«con los dramáticos movimientos sociales y políticos
o bien con las profundas corrientes filosóficas»; y
otro estilo «nuevo» que «solicita ser aproximado
al triunfo de los deportes y los juegos». Reiteración
tan clara de las observaciones de Machado no puede ser una casual
coincidencia.
Cuando Ortega señala
que el «nuevo estilo» se define por la tendencia a evitar
las formas vivas; a hacer que la obra de arte no sea sino obra
de arte; a considerar el arte como juego y nada más; y a
pensar el arte como una cosa sin trascendencia alguna, parece
estar utilizando como falsilla las observaciones que, respecto
al mismo fenómeno, había hecho Antonio Machado. En lo
único que Ortega difiere —y la diferencia es abismal—
es en la valoración de lo observado. Todo lo que Machado
descalifica, Ortega lo justifica; y al revés. Veamos hasta
qué punto.
Si Machado había rechazado
el arte como juego por lo que tiene de «actividad superflua»,
Ortega lo defiende precisamente por lo que ve en él de «pueril».
Machado afirmaba que la «gran nobleza del arte» consiste
en no despojar la vida «de su contenido real [...], de la
necesidad, del dolor y de la fatiga»; Ortega atribuye «cierta
dosis de grandeza» al «nuevo estilo» porque «salva
al hombre de la seriedad de la vida». Machado se manifestó
en contra del «aristocraticismo inutilitario»; Ortega
aboga por un «arte de privilegio, de nobleza de nervios,
de aristocracia instintiva». Machado creía un «deber
primordial del arte mirar la naturaleza»; Ortega afirma un
tanto belicosamente que la nueva poesía es «el arma
lírica [que] se revuelve contra las cosas naturales y las
vulnera y asesina».
Y así sucesivamente.
Sería fácil, pero demasiado largo, mostrar que apenas
hay una idea en el citado artículo de Machado que Ortega
no recoja e invierta. Ambos consideran el arte desde posiciones
opuestas: Ortega en coincidencia con su tiempo; Machado en abierta
disidencia.
Machado, que se sabía
parte interesada en esa historia, en algún momento sugirió
que sus notas sobre poesía lírica podrían ser una
respuesta a las objeciones que algunos críticos hicieron
a su obra y a su ideario estético (1.313). Ortega, en cambio,
se sitúa por encima del bien y del mal, y, aun reconociendo
que se acercó al tema con «un estado de espíritu
lleno de previa benevolencia», pretende hacer creer que su
ensayo es un diagnóstico imparcial del arte de su tiempo.
«Me ha movido exclusivamente la delicia de intentar comprender
—ni la ira ni el entusiasmo», reitera en la conclusión
de su trabajo. Pero, aunque insista en proclamar la objetividad
de su análisis, los adjetivos lo traicionan; inmediatamente
después de haber declarado su neutralidad, el filósofo
afirma con incontrolado entusiasmo: «La empresa que acontece
es fabulosa —quiere crear de la nada»; apreciación
que, dicho sea de paso, sólo puede ser interpretada como
una réplica a Antonio Machado que, en el citado texto, había
hecho esta categórica afirmación: «El artista no
puede crear ex nihilo como el Dios bíblico.»
Hasta aquí es Ortega
el que parece actuar como antagonista de Machado. Pero los papeles
pronto van a invertirse. La contrarréplica de Machado no
se haría esperar. En sus «Reflexiones sobre la lírica»,
publicadas también en 1925, Machado cita de pasada (y muy
respetuosamente) La deshumanización del arte, rótulo
con el que tenía que estar de acuerdo, pues resume muy expresivamente
su propio pensamiento. No lo estaba, sin embargo, con la significación
que Ortega atribuía al arte deshumanizado, en el que veía
«la victoria de los valores de la juventud sobre los valores
de senectud»; juicio que Machado negará de modo tajante
afirmando justamente lo contrario: para él, el arte nuevo
representa «lo viejo y caduco en un rápido proceso de
desintegración [...] los estrepitosos ruidos de lo inerte»
(1.654).
No es la primera vez que Machado
se manifiesta en desacuerdo con Ortega. La crítica a sus
Meditaciones del Quijote (1.560), publicada en 1915, es
un texto en cierto modo intrigante, en primer lugar porque Machado,
que no era un habitual reseñador de libros, no estaba obligado
a escribir sobre la obra de un amigo, que, evidentemente, no le
gustó. ¿Lo hizo para defender a su siempre admirado
Unamuno, a quien Ortega, de pasada y sin nombrarlo, descalifica
como cervantista o, mejor dicho, por quijotista? Puede
ser.
En cualquier caso, los elogiosísimos
párrafos que Machado dedica al autor de Vida de Don Quijote
y Sancho contienen una tácita réplica a Ortega:
«El egregio ex rector de Salamanca —dice, entre otras
cosas, Machado— libertó a Don Quijote, no sólo
de sus rencorosos y mezquinos comentaristas, sino del propio libro
en que yacía encantado.»
Precisamente eso es lo que
proponía Ortega: meter a don Quijote en su libro, y quitarse
de en medio su triste figura para centrar la atención en
Cervantes. Según Ortega, «el verdadero quijotismo es
el de Cervantes, no el de don Quijote», personaje al que
sólo ve como la condensación particular de un estilo:
el de Cervantes.
Ante esas apreciaciones, la
reacción de Machado es inequívoca. No se trata ahora
de alusiones más o menos indirectas, de réplicas más
o menos veladas. Machado cita literalmente párrafos del libro
de Ortega para refutarlos sin apelación. «Con dificultad
encontraréis en el Quijote una ocurrencia original,
un pensamiento que lleve la mella del alma de su autor»,
escribe Machado. Y añade: «la materia cervantina es
el alma española, objetivada ya en la lengua de su siglo.
Es en vano buscar a Cervantes, rebuscando en su léxico [...].
Cervantes no aparece entonces por ninguna parte...».
Desde esa negación, Machado
elabora su personal teoría de Cervantes y el Quijote.
Cervantes es para él, «ante todo, un gran pescador de
lenguaje, de lenguaje vivo». Y su pretendido estilo, el «elemento
simple de su obra, no es el vocablo, sino el refrán, el proverbio,
la frase hecha, el donaire, la anécdota, el modismo, el lugar
corriente, la lengua popular, en suma...».
En las apostillas al texto
de Ortega está el origen de una prolongada reflexión
sobre «el alma del pueblo» y la significación del
folclore, que Machado devanará largamente, y que Mairena
lleva a un extremo cuando afirma que «en nuestra gran literatura,
casi todo lo que no es folklore es pedantería» (1.996);
declaración un tanto excesiva, que el propio Machado califica
de «desmesurada», aunque encuentre en ella un «profundo
sentido de verdad» (2.202).
Pero volvamos a La deshumanización
del arte, que es el motivo yo creo que en alguna medida determinante
de ciertas zonas del pensamiento en disidencia de Antonio Machado.
Machado ya había apuntado el desacuerdo con el ensayo de
Ortega en algunos párrafos de sus «Reflexiones sobre
la lírica», pero donde lo somete a una revisión
más completa y sistemática es en su proyectado discurso
de ingreso en la Academia Española.
En ese texto ya casi terminado,
y sin duda muy meditado —tuvo años para pensarlo—,
Machado recoge todo o casi todo lo que hasta entonces había
escrito sobre poesía, y sugiere algunas ideas nuevas que
desarrollará después. Pero, en el replanteamiento de
su viejo pleito con simbolistas, barrocos, vanguardistas y poetas
puros, se adivina ahora, como contendiente principal, la figura
del ideólogo y a la vez (queriendo o sin querer, aunque yo
creo que queriendo) paladín del «nuevo estilo».
La mayor parte de lo que Machado dice en el inacabado discurso,
incluso cuando reitera sus viejos argumentos, parece responder
a la intención de refutar las ideas acerca de un arte sólo
artístico, expuestas por Ortega en La deshumanización
del arte. De otro modo, no se entendería bien su desdeñosa
actitud hacia «las bellas letras», que, como una previa
declaración de principios, exhibe un tanto provocadoramente
en los prolegómenos de su disertación. «Soy poco
sensible a los primores de la forma, a la pulcritud y pulidez
del lenguaje, y a todo cuanto en literatura no se recomienda por
su contenido», declara, para empezar, Antonio Machado.
Nunca se había mostrado
el poeta tan displicente con la forma ni tan decididamente contenidista.
No creo pecar de suspicaz en exceso si pienso que esa declaración
es una réplica al Ortega que propone contemplar el arte como
quien, al ver un jardín detrás del vidrio de una ventana,
concentra su atención en el vidrio y se desentiende del jardín.
El empeño de Machado en relegar el arte a un segundo lugar
en el orden de sus preferencias no deja de ser significativo:
«Amo a la naturaleza —insiste—, y al arte sólo
cuando me la representa o evoca.» Machado había manifestado
en otras ocasiones su interés por la naturaleza, pero el
énfasis con que ahora lo reafirma parece —y, deliberado
o no, de hecho lo es— un reto al Ortega que, en un incontrolado
rapto de entusiasmo ante el nuevo estilo, proclama como
«el don más sublime» el intento de «crear
algo que no sea copia de lo “natural”». Para Machado, en
cambio, lo natural debía ser un modelo hasta para el estilo:
«la palabra escrita —dice— me fatiga cuando no
me recuerda la espontaneidad de la palabra hablada». En este
momento, Machado no está invalidando únicamente el estilo
defendido por Ortega, sino también el estilo del propio Ortega
(del que, dicho sea de paso, llegó a tener una pobre opinión,
que expresa en carta a Guiomar: «Ortega tiene mucho talento,
pero es, decididamente, un pedante y un cursi» (1.690).
Establecidos los principios
generales que rigen su ideario estético, Machado se dispone
a exponer, a la luz de ellos, el tema de su discurso: la poesía.
Y lo hace merodeando por los mismos parajes por los que había
transitado el pensamiento de Ortega, y deteniéndose en los
mismos puntos que habían merecido la atención del filósofo:
la función de las imágenes en la lírica, el romanticismo,
el simbolismo, Proust y Joyce, y, en resumen, pues sería
larga la enumeración de los lugares comunes a ambos escritores,
todos los rasgos característicos del arte de su tiempo que
permiten hablar de una poesía deshumanizada, «para emplear
—señala Machado con cortesía no exenta de afectuosidad—
la certera expresión de nuestro Ortega y Gasset».
Cortesía, respeto, afecto,
sí; pero no. Machado se dispone ahora a representar el papel
de antagonista.
Al replantear los asuntos
tratados en La deshumanización del arte, Machado se
manifiesta en abierta discrepancia con las valoraciones del «joven
maestro». Si Ortega, decretando el divorcio definitivo entre
vida y poesía, había dicho que «el poeta empieza
donde acaba el hombre», Machado afirma que «toda intuición
[poética] es imposible al margen de la experiencia vital
de cada hombre». El siglo XIX, de signo marcadamente realista
para Ortega —su arte, dice, «no es arte, sino extracto
de la vida»—, es para Machado un período eminentemente
lírico y propicio a las formas subjetivas del arte. Mientras
Ortega considera que Proust y Joyce ejemplifican la superación
del realismo decimonónico, Machado ve a esos autores como
los grandes epígonos del siglo romántico al que, antes
que superar, clausuran sin remisión; «Si la obra de
Proust es literalmente un punto final —dice Machado—
[...], la obra de Joyce es una vía muerta, un callejón
sin salida del solipsismo lírico del mil ochocientos».
Ortega, que pensaba que «la metáfora es probablemente
la potencia más fértil que el hombre posee», había
proclamado lapidaria y triunfalmente: «La poesía es
hoy el álgebra superior de las metáforas.» Machado
repite la observación de Ortega y recoge su terminología
matemática: el poeta actual, según él, «pretende
que sus imágenes alcancen un valor algebraico...»; pero
en su opinión ese valor nada tiene que ver con la lírica,
se reduce a «puro juego del intelecto [...] arte combinatorio
más o menos ingenioso». Ortega apela una y otra vez
a la expresión «nueva sensibilidad» para justificar
las innovaciones del nuevo estilo. Machado niega validez a esa
expresión y propone otra alternativa que, andando el tiempo,
haría fortuna. Inequívoca es la alusión a Ortega
en estas palabras: «Nueva sensibilidad es una expresión
que he visto escrita muchas veces [...]. Confieso que no sé,
realmente, lo que puede significar. [...] Nueva sentimentalidad
suena peor y, sin embargo, no me parece un desatino.»
De ese modo, siguiendo las
pautas que marca «el joven maestro», Machado organiza
su proyectado discurso académico como un desarrollo contrapuntístico
disonante respecto a la línea argumental que domina en La
deshumanización del arte. Lamento no disponer de tiempo
para analizar todas las notas que configuran ese riguroso e inarmónico
«punto contra punto».
Quiero, sin embargo, detenerme
todavía en unos párrafos del ensayo de Ortega que debieron
resultarle a Machado particularmente estimulantes para escribir
lo contrario de lo que en ellos se dice. Supongo que Machado tendría
poco que objetar a la división del público en las dos
categorías establecidas por Ortega: los que entienden y los
que no entienden. Posiblemente admitiría también, aunque
quizá de mala gana, el corolario que de esa clasificación
se deriva: «el arte nuevo no es para todo el mundo».
Pero, dada su instintiva antipatía por las actitudes aristocratizantes,
lo que Machado no podía aceptar es que el arte nuevo estuviera
previamente orientado o, como Ortega enfatiza, desde luego
«dirigido a una minoría especialmente dotada»;
observación de la que se desprende que si ese arte dirigido
«no es para todos», es porque el artista no quiere que
sea para todos. El problema que el arte nuevo plantea a Machado
no es tanto de resultados como de intenciones: su dificultad no
parece obedecer sólo a exigencias de un estilo, sino también,
de algún modo, a la pretensión de excluir a los más
de los dominios del arte.
Frente a esa concepción
restrictiva del arte, Machado adopta una posición abierta
y generosa, que busca la integración de los que no entienden:
la difusión de la cultura para «despertar las almas
dormidas y acrecentar el número de los capaces de espiritualidad».
Hay ciertas dosis de didactismo
en esa propuesta; no en vano Machado se había educado en
la Institución Libre de Enseñanza. Pero también
Ortega, que estudió con los jesuitas, atribuía al arte
nuevo saludables y pedagógicos efectos secundarios. Porque,
según él, las dificultades que el artista crea tienen
la virtud de poner en su sitio a los que no entienden, de forzarlos
a reconocer de una vez por todas su torpeza y su incapacidad:
ante el arte joven —dice textualmente Ortega— «queda
el hombre como humillado, con una oscura conciencia de su inferioridad».
Y esa conciencia «obliga al buen burgués a sentirse
tal y como es: buen burgués, ente incapaz de sacramentos
artísticos, ciego y sordo a toda belleza pura».
[Qué casualidad: muy
poco después afirmaría Mairena que la burguesía
«no es una clase tan despreciable» (1.914). Y José
Meneses, el inventor de la máquina de trovar, atribuirá
al «buen burgués» (sic) lo que Ortega le
niega: «la superstición de lo selecto» (709).]
En cuanto a la «masa»
—o «pueblo»; aquí se le escapa al filósofo
una identificación reveladora de ciertos entresijos ideológicos
de su pensamiento que siempre trató de ocultar—, «habituada
a predominar en todo», lo único que le queda ante ese
«arte de privilegio» es comportarse como un cuadrúpedo:
«cocear» a «las jóvenes musas» que la
ofenden «en sus derechos del hombre». [Nota bene:
este tono agresivo, violentamente descalificador de Ortega, es
una clave que permite adivinar a quién tiene Machado en mente
cuando habla de la «matonería crítica» o «intelectual»
de ciertos pensadores españoles, «no exenta de ingenio,
gracia y toda suerte de atractivos literarios» (1.639 y 2.334).]
Ese planteamiento abiertamente
clasista, que asocia a «los que no entienden» con estamentos
sociales muy concretos (la burguesía, el pueblo), es objeto
de la decidida repulsa de Machado, para quien «la defensa
de la cultura como privilegio de clase implica [...] defensa inconsciente
de lo ruinoso y muerto y, más que de valores actuales, defensa
de prestigios caducados».
Es cierto que semejantes consideraciones,
aunque en su proyectado discurso funcionen como una respuesta
a La deshumanización del arte, se le habían ocurrido
a Machado antes de la publicación de ese ensayo. En Los
complementarios hay dos notas (1.201 y 1.227) contra el «aristocraticismo
en la cultura, en el sentido de hacer de ésta un privilegio
de casta», y a favor de una cultura para todos. En 1922,
una de esas notas aparecerá casi sin variantes (1.636) en
La Voz de Soria.
Pero el hecho es que,
desde la publicación de La deshumanización del arte,
el problema de la difusión de la cultura se convierte en
uno de los temas más frecuentados por Antonio Machado, que
arrecia también a partir de entonces sus ataques contra el
señoritismo y el aristocraticismo, relacionándolos,
yo creo que maliciosamente, con «la educación jesuítica»
(2.164). Y todo eso irá a más cuando Ortega publique
La rebelión de las masas. A partir de ese momento,
el recital a dos voces discordantes que ofrecen el poeta y el
filósofo cambia de tema: de la estética a la sociología
para derivar inevitablemente de la sociología a la política.
En La deshumanización
del arte, Ortega anticipa alguna de las ideas generadoras
de La rebelión de las masas, especialmente en el pasaje
que denuncia, como una «profunda e irritante» injusticia,
«el falso supuesto de la igualdad real entre los hombres».
Machado tardará aún en replicar a ese aserto; pero ya
en el proyectado discurso de ingreso en la Academia, yo creo que
motivado por los nuevos planteamientos de Ortega, se adelanta
a justificar «la aspiración de las masas hacia el poder
y hacia el disfrute de los bienes del espíritu».
Inicia en este punto Machado
una larga reflexión dedicada a defender la legitimidad de
las aspiraciones populares, en reto manifiesto a los que «avara
y sórdidamente», se oponen —¿quién más
que Ortega?— «a que las masas entren en el dominio de la
cultura y de lo que en justicia les pertenece» (1.811).
Y sigue el disonante punto
contra punto.
Contra el Ortega que afirmaba
la básica desigualdad de los hombres, Juan de Mairena desempolva
ante sus alumnos un viejo proverbio castellano, que él y
el propio Machado repetirán insistentemente: «Nadie
es más que nadie»; «por mucho que un hombre valga,
nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre»
(1.932).
Y contra todo el Ortega de
La rebelión de las masas, en lo que en términos
parlamentarios se llamaría una enmienda a la totalidad, y
en la jerga de los nuevos teóricos de la literatura un acto
(perfecto) de «desconstrucción», Machado termina
negando la premisa mayor de su tesis: la existencia de las masas.
«El hombre masa no existe —dice Juan de Mairena—; las masas
humanas son una invención de la burguesía, una degradación
de las muchedumbres de hombres, basada en una descualificación
del hombre que pretende dejarle reducido a aquello que el hombre
tiene de común con los objetos del mundo físico»
(2.204).
Basten esos ejemplos (podrían
ponerse muchos más) para mostrar que hay una relación
de causa a efecto entre lo que Ortega dice y lo que Machado piensa.
O mejor dicho: una relación entre lo que Ortega dice y la
manera en que Machado formaliza y modula —tonos, matices, expresiones,
imágenes— lo que en cualquier caso iba a pensar. Machado
ya había escrito contra la nueva lírica cuando Ortega
publica La deshumanización del arte. Pero ese ensayo
le dio nuevos motivos, argumentos e ideas para reafirmar su pensamiento
de otro modo —más radical, si cabe.
Lo mismo puede decirse de
La rebelión de las masas. Yo creo que el creciente
radicalismo del pensamiento de Machado, con independencia de lo
que deba —que no es poco— a sus «gotas de sangre jacobina»,
es, en alguna medida, una respuesta a las también cada vez
más radicales actitudes elitistas de Ortega.
La divergencia de sus respectivos
radicalismos obedece, en el fondo, a diferencias de temple anímico
y moral, de sensibilidad, como diría Ortega, o de sentimentalidad,
que diría Machado: incluso a diferencias de educación
primaria. Ese conjunto de condicionamientos es lo que lleva a
uno a ver con desconfianza e irritación la «indocilidad
de las masas», y al otro a considerar con simpatía la
posibilidad, no ya de una rebelión, sino de una revolución
en su sentido más riguroso: «la revolución que
es siempre desde abajo y la hace el pueblo» (2.164).
Estas palabras, escritas en
Madrid en agosto de 1936, podrían atribuirse a un arrebato
motivado por las circunstancias. Pero el arrebato viene de mucho
más lejos, se remonta al menos a 1912, el año en que
Machado se instala en Baeza, procedente de Soria. En «la
tierra de Soria árida y fría» sólo podía
compartirse la pobreza. En cambio, en los «campos ubérrimos
de Jaén», la injusta distribución de la riqueza
era un irritante escándalo. Al menos, así lo vio Antonio
Machado, que en carta a Unamuno, datada en Baeza y en 1913, tras
describir el desolador clima socioeconómico de la ciudad
(situada «en la comarca más rica de Jaén»
y «poblada por mendigos y señoritos arruinados en la
ruleta»), comenta: «Cuando se vive en estos páramos
espirituales no se puede escribir nada suave, porque necesita
uno la indignación para no helarse también» (1.534).
Y algunas cosas nada suaves
escribió por aquellos años, en prosa y en verso, el
poeta.
Quiero recordar, aunque sean
textos muy conocidos, el poema en que, frente a la «España
inferior que ora y embiste», Machado pone su esperanza en
otra «España implacable... que alborea / con un hacha
en la mano vengadora». Y los versos incendiarios dedicados
a Azorín, a quien propone con carácter de urgencia las
mismas violentas soluciones: «hay que acudir, ya es hora,
/ con el hacha y el fuego al nuevo día». Y el poema
titulado «Los olivos», en cuyo final, tras haber contemplado
el panorama miserable de un pueblo andaluz en el que destaca la
presencia de un convento llamado, irónicamente, «de
la Misericordia», el poeta, presa de «agria melancolía»,
invoca a los «santos» cañones del general alemán
Von Kluck para que desvelen el secreto que encierra esa «casa
de Dios», esa «amurallada piedad», «erguida
/ sobre este burgo sórdido, sobre este basurero».
¿Cómo debe entenderse
todo eso? El poeta lo explica en carta a Ortega fechada en 1914,
cuando su relación epistolar con el filósofo era frecuente.
En esa carta, Machado reflexiona sobre los desastres de la política
española y, con mayor violencia aún que en sus versos,
se muestra partidario de barrer (¡y de fusilar!) a toda una
«pandilla» de políticos incompetentes e inmorales:
«obra santa» que, en su opinión, «debe encomendarse
al pueblo». Y lo admite clara, casi retadoramente: «¿Que
eso es hablar de revolución? ¿Y qué?» (1.555).
Machado se expresa con justeza:
eso es, efectivamente, «hablar de revolución».
Pero ya se sabe que del dicho al hecho hay un trecho —aunque no
demasiado grande en su caso. Pese a que a veces se manifieste
como tal, Machado no puede ser definido en puridad como un revolucionario.
Él fue un fervoroso republicano, partidario del diálogo
inteligente y amoroso —sus modelos: Platón y Cristo—, que
entendió y llegó a defender la legitimidad de la revolución
cuando el diálogo no lleva a ninguna parte. Para ilustrar
su actitud, a Machado se le ocurrió la parábola del
cochero loco o borracho que conduce a los pasajeros al precipicio;
en ese caso, la única solución es arrojar violentamente
a la cuneta al insensato conductor. Y concluye Machado, a modo
de moraleja: «Revolución se llama a esa fulminante jubilación
de cocheros borrachos. Palabra demasiado fuerte. No tan fuerte,
sin embargo, como romperse el bautismo» (1.173).
Todos los versos y prosas
citados los escribió Machado en Baeza, entre 1913 y 1915,
en el que podríamos llamar su período de indignación.
El verso de Antonio Machado volverá a fluir por cauces de
serenidad. Pero su pensamiento quedó marcado desde entonces
por un sentimiento de simpatía hacia el socialismo (pese
a no reconocerse como «un verdadero socialista», creía
que «el socialismo es la gran esperanza humana», 2.116)
y de comprensión, e incluso de aceptación, de las soluciones
revolucionarias, que no rectificará cuando la revolución
sea en Europa un hecho consumado y para muchos aterrador; en cambio,
al poeta, en 1919, le hacía mucha «gracia» el espectáculo,
«en la Hesperia triste», de ese
[...]
hombrecillo que fuma
y piensa, y ríe al pensar:
cayeron las altas torres;
en un basurero están
la corona de Guillermo,
la testa de Nicolás! |
Si
en 1904 inicia Machado su retirada de las posiciones simbolistas,
a partir de 1912, en todo lo que publica durante los años
indignados de Baeza deja muy claro su distanciamiento de los
planteamientos noventayochistas. Ya no se trata de pesimismo,
de dolor de España, de vagos propósitos regeneracionistas:
la suya es una indignación que reclama soluciones radicales.
Creo que su actitud de comprensión hacia las soluciones
revolucionarias es importante porque, por paradójico que
pueda parecer, fue lo que le permitió pensar y comportarse
como un liberal hasta el final de sus días. El miedo a
la revolución paralizó el pensamiento liberal de los
liberales más conspicuos, y llevó a muchos a renuncias
y a filiaciones en ellos impensables. A diferencia, otra vez,
de sus contemporáneos —con la excepción, quizá
única, de Valle-Inclán— Machado nunca pensó atenazado
por ese miedo.
Liberado
del miedo, el pensamiento de Machado circula en dirección
contraria —es decir, por la izquierda— a la que siguieron sus
grandes compañeros de generación, hasta cruzarse con
alguno de ellos en el camino que lo llevó desde el modernismo
y el noventayochismo hasta los aledaños del realismo y
del socialismo.
Estoy pensando en José
Martínez Ruiz, anarquista —es cierto que un tanto de guardarropía—
en su juventud, transformado pronto, dicho con versos del propio
Machado, en el «admirable Azorín, el reaccionario
/ por asco de la greña jacobina». Y en el Unamuno
socialista de sus primeros años bilbaínos, convertido
finalmente en el Unamuno agonista, que clausura por inútiles
o vanas sus iniciales preocupaciones. («¿Cuestión
social? —dice en su nombre don Manuel Bueno—. Deja eso; eso
no nos concierne.»)
Por último, la guerra
española fue la piedra de toque definitiva que permite
comprobar la divergencia de la trayectoria elegida por Antonio
Machado respecto a la que siguió el resto de sus viejos
amigos: Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Azorín, Baroja,
su propio hermano Manuel... En la hora terrible de la verdad
(y de muchas mentiras), y entre los supervivientes del período
noventayochista, él fue uno de los muy pocos que defendieron
hasta el final la causa republicana: la causa de su vida, que
acabó siendo también la de su muerte. En ese momento
difícil, Machado se quedó verdaderamente solo. Compensación:
el acercamiento de los poetas jóvenes, que hasta entonces
habían recibido (o ignorado) su obra con casi absoluta
indiferencia.
Sus prosas de guerra, que
en conjunto son, a mi entender, el más certero y penetrante
análisis escrito en aquellos años sobre la crisis
de España y de Europa, también dan por rachas, tácitamente,
noticia de su soledad; notas rememorando a los amigos muertos,
cartas a los amigos lejanos agradeciendo o solicitando un gesto
de solidaridad; y amargas reconvenciones, sin citar nombres,
a quienes abandonaron o traicionaron a la República: «alguien
que fuera de España, en la brumosa Albión [...], no
duerme porque como Macbeth, ha asesinado un sueño, y no
precisamente en su castillo de Escocia, sino en el corazón
de la City» (2.483); ciertos pensadores que, «en las
horas pacíficas, se venden por filósofos y ejercen
una cierta matonería intelectual... y en tiempos de combate
se dicen au-dessous de la mêlée» (2.333).
Me hubiera gustado contrastar
el «Epílogo para ingleses» que Ortega añade
a La rebelión de las masas, datado en París
y abril de 1938, con los artículos que en los últimos
meses de ese mismo año escribe Machado en Barcelona, «desde
el mirador de la guerra». Ortega estaba a punto de ver
realizada su idea: la sumisión de las masas; Machado estaba
presenciando el desvanecimiento de su sueño: aquella República
de trabajadores de todas clases, en la que había puesto
tantas esperanzas. Pero no tengo ya tiempo para entrar en esos
contrastes (muy violentos).
Ahora sólo me queda
tiempo para dar una explicación que creo oportuna. No ignoro
—es imposible ignorarlo— que en la inmensa bibliografía
existente sobre la obra de Antonio Machado, las aportaciones
de algunos miembros de esta Academia han sido muy importantes.
Hablar yo de Antonio Machado ante eminentes personalidades que
tantas y tan penetrantes cosas dijeron acerca de su poesía
y de su pensamiento, puede, en principio, parecer un acto, ya
que no petulante, al menos arriesgado. Si, tras algunas dudas,
asumí ese riesgo, fue por dos razones que acaso valgan
para justificar mi atrevimiento. La primera ya quedó dicha:
mi admiración por el poeta, el pensador y la persona Antonio
Machado.
La segunda razón es
un tanto anecdótica, tal vez trivial. Dentro de unas horas
—mañana, 24 de marzo, sin ir más cerca— se cumple
el 70 aniversario de la elección de Antonio Machado como
miembro de la Academia Española de la Lengua: un hecho
y una fecha que él mismo pareció olvidar. Remediar
su propio olvido, traer aquí las palabras —aunque sea en
una borrosa referencia— que fueron escritas para ser aquí
leídas, es un homenaje, si se quiere mínimo, que yo
he querido tributar a quien considero el poeta español
más importante de este siglo.
Muchas gracias a los señores
académicos por la distinción; y a todos por la atención
y la presencia.
*
Los números entre paréntesis remiten a las páginas en
que se encuentran las palabras citadas, o los artículos donde
aparecen; referencia: Antonio Machado, Poesía y Prosa,
edición crítica de Oreste Macrì, Madrid, 1989.
Fecha
de publicación: 1997
Abel
Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com
|