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Los árboles, espejo del alma de un poeta

 

Miguel Herrero Uceda
Universidad Complutense de Madrid

 

 

Aunque desde los tiempos de Homero, todos los poetas hayan cantado a la naturaleza, hay uno que sobresale por encima de los demás por haber logrado una perfecta armonía entre su espíritu y el de la naturaleza misma: Antonio Machado, un poeta de hábitos solitarios, austeros y profunda alma. Cuando se establece en Soria, encuentra en la aridez del paisaje castellano una expresión de sus propios sentimientos. No es casualidad que su obra cumbre se titule precisamente Campos de Castilla.

¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, obscuros encinares,
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río...


El paisaje que describe es profundamente descarnado y hostil: obscuros, ariscos, calvas..., junto a ello pone a un árbol que se yergue sobre el paisaje, un testigo vivo de aquella tierra desolada, un álamo del río que como él mismo contempla la aridez de los campos de Castilla, a la vera de un camino blanco, una promesa de vida plena.

Aunque a veces se le nombra como «el poeta de los árboles», nunca intenta hacer odas a la naturaleza, sino que la utiliza como metáfora para explicar sus sentimientos y anhelos. En Soria conoce a Leonor, enamorándose de aquella alma juvenil y plasmándolo sutilmente en sus poesías. Tanto es así, que algunos biógrafos denominan a sus imágenes «la Castilla de Leonor». Machado, ya maduro, se identifica a sí mismo como un álamo dorado, un árbol que como el poeta, se encuentra junto a un juvenil arroyo en medio de la vasta soledad de la vieja Castilla.

He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio [...]
¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas; [...]
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!

¡Oh, sí! Conmigo vais, campos de Soria [...]
alamedas del río, verde sueño [...]
de la ciudad decrépita,
me habéis llegado al alma,
¿o acaso estabais en el fondo de ella?


Otro árbol en el que buscará amistad y consuelo es el olmo. Los viejos olmos que presiden las plazas de muchos de nuestros pueblos, son amigos y confidentes. Su gran edad avalan que han vivido y han visto mucho.

De los parques las olmedas
son las buenas arboledas
que nos han visto jugar,
cuando eran nuestros cabellos
rubios y, con nieve en ellos,
nos han de ver meditar.

Por desgracia, la dicha poco duró al poeta. Su esposa cae gravemente enferma. Pasaban los días y él veía como entre sus brazos se apagaba la llama de aquel alma juvenil que irremisiblemente caminaba hacia la muerte. Machado se refugia en la poesía, mientras espera de la naturaleza un milagro.

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido. [...]

Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta [...]
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.


Hasta agosto de aquel año estuvo esperando, en vano, otro milagro de la primavera, una primavera que para el poeta nunca llegó. Leonor murió poco después de publicarse Campos de Castilla. Machado, huye desesperadamente de Soria, que a partir de entonces la considerará tierra sagrada. Desde el tren que le devolvería a su Andalucía natal, escribe el poema «Recuerdos».

Y pienso: Primavera, como un escalofrío
irá a cruzar el alto solar del romancero,
ya verdearán de chopos las márgenes del río.
¿Dará sus verdes hojas el olmo aquel del Duero? [...]

En la desesperanza y en la melancolía
de tu recuerdo. Soria, mi corazón se abreva.
Tierra de alma, toda, hacia la tierra mía,
por los floridos valles, mi corazón te lleva.

Desde Baeza, se pregunta si los álamos del río (o chopos) podrán echar ramas en Soria, en la Soria de Leonor, sin Leonor. Si los olmos con el corazón muerto son capaces de superar su angustia y seguir hacia delante. A Machado la vida se le hace una angustia mortal, tanto que hasta piensa en el suicidio. Escribe una epístola poética a José María Palacio, un amigo soriano, en la que no puede por menos que preguntarle:

Palacio, buen amigo.
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos
del río y los caminos? En la estepa
del alto Duero, Primavera tarda,
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...
¿Tienen los viejos olmos
algunas hojas nuevas?


Jamás volvería a vivir tan intensamente como los cinco años que pasó en Soria. Mucho tiempo fue necesario para que de su corazón herido pudieran brotar otra vez algunas hojas verdes en una nueva primavera, pero ya nunca sería como aquella en la que conoció a Leonor.

Allá, en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños...

¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.
 

Fecha de publicación: marzo 2002


Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com