1.
El desconocido primer Machado
Se
publica Soledades en 1902 y, al poco tiempo, la crítica
pregona las excelencias de esta magnífica obra, presentándola
como el primer peldaño de la escalera creativa machadiana.
Sin embargo, un somero conocimiento bibliográfico delata
pronto el error de tal interpretación, pues lo cierto
es que don Antonio escribió y publicó en 1893 un
conjunto de artículos en la revista La Caricatura
que son, querámoslo o no, el primer puntal de sus ideas.
No negaré, por obviedad, que aquí la prosa manda
y el poeta permanece aún escondido, pero también
es verdad que si tenemos en cuenta las reflexiones plasmadas
en estos juveniles escritos, nos será más fácil
comprender el sentido último de Soledades. Como
esta tarea no ha sido ejecutada convenientemente, la abordaremos
ahora sin más dilación.
Cuando
contaba dieciocho años publica Machado una treintena
de artículos, algunos elaborados individualmente y firmados
con el seudónimo de Cabellera, otros, escritos conjuntamente
con su hermano Manuel y rubricados por Tablante de Ricamonte.
¿Cuál es su contenido? En ellos se atacan, a veces
con ironía, determinados comportamientos que de algún
modo atentan contra la sana convivencia; no interesa el ser
humano como individuo aislado, capaz de excitantes gestas
ante las fuerzas o asechanzas naturales, importa el ciudadano,
ser llamado a jugarse en el transcurso de su existir con otros
lo que todos acaben siendo. Es decir, Antonio y Manuel desdeñan
la reflexión sobre el sentido de la vida del ser particular
y, en afinidad con el sentir griego, muestran su preocupación
por la comunidad, porque intuyen que es en ella y sólo
en ella donde el adjetivo «humano» adquiere un significado
real.
Podemos distinguir un
grupo de catorce artículos con temática exclusivamente
social, donde se aprecia claramente un tono de reproche orientado
tanto hacia comportamientos individuales como colectivos.
En el primer caso son descritas conductas que de una u otra
forma socavan la actividad relacional cotidiana, como por
ejemplo: aspirar a ser alimentado sin trabajar («Los
bohemios»), dejarse someter por el deseo de juerga constante
(«Vocaciones»), hacer gala de una penosa incultura
(«Dios los cría y ellos se juntan», «Moscardón
literario»), el desmesurado narcisismo («Un par
de artistas»), el exceso de confianza o la amistad mal
entendida («Que no vuelva», «Una y no más»),
la intolerancia («Función de aficionados en el Liceo
Rius»), el asesinato injustificado («Dos hienas»),
la ausencia de ideas prácticas («Dios nos coja confesados»)...
En el segundo, se incide básicamente sobre dos males:
la despreocupación por lo comunal y el dormitar del pueblo
(«Afición taurina», «Pan y toros»,
«Indiferencia»...).
Si bien en estas primeras
reflexiones machadianas todo el énfasis recae sobre lo
convivencialmente negativo, para nosotros ha de resultar fácil,
partiendo de lo censurado, remontarnos a lo deseable. En consecuencia,
establecemos la siguiente relación de actitudes y valores
defendidos: el trabajo personal, como forma de asegurar el
sustento propio y no ser una carga para la comunidad; la visión
del otro como un fin en sí mismo, no como simple medio
del que nos servimos para lograr divertimento; el afán
autoperfectivo, que conlleva una capacidad de sacrificio para
adquirir conocimiento; el respeto hacia las consideraciones
generales en la comunidad de referencia, procurando analizarse
a sí mismo antes de enfrentarse contra todo y contra
todos (dicho de otra forma: cultivar la tolerancia); la corrección
en el trato, fundamentada en la amabilidad y la sana vergüenza;
el deseo de implantar una auténtica justicia; el interés
por mejorar la situación colectiva, frente a la apatía
o la indiferencia. Además, conviene tener en cuenta que
toda actitud indirectamente ensalzada (virtud) lo es por la
ganancia social provocada y no por la tranquilidad de ánimo
conseguida; de igual modo, los comportamientos criticados
(vicios) son expuestos sin remilgos como lección convivencial
negativa.
Pero no todos los artículos
de La Caricatura mantienen la misma línea. Los
hermanos Machado presentan en este medio otros títulos
en los que el análisis social se ve complementado con
la denuncia política intencionada. Ha de reconocerse,
no obstante, que semejante planteamiento no es propio y exclusivo
de ellos, sino lo habitual en todo pensador interesado por
los problemas comunitarios; el proceso puede ser descrito
así: ante la profusa muestra de comportamientos inmorales
detectados, comienza a especularse sobre la posibilidad de
que el responsable último de la situación sea un
sector social concreto, lo suficientemente poderoso como para
imponer un modelo relacional dañino para los intereses
generales. Esta duda reorienta la queja hacia la actividad
política y, en general, hacia toda institución que
ostente alguna responsabilidad en el ordenamiento convivencial.
El acceso a la sospecha
política supone un primer logro en la senda de la indagación
moral digno del mayor interés, y don Antonio accede ya
en 1893 a este nivel meditativo. Sin embargo, es de justicia
reconocer la ayuda de su hermano mayor para lograr que tal
giro se fraguase en el momento presente (estos dieciséis
artículos son elaborados de forma conjunta por ambos
hermanos), posiblemente porque Manuel habría desarrollado
el sentido crítico hacia la parcela institucional antes
que Antonio. En cualquier caso, conviene ver en el ataque
político de los Machado no sólo la expresión
de un franco descontento, sino una voz cargada de afanes morales
correctores.
Las principales críticas
dirigidas hacia la clase política quedan expuestas en
la siguiente relación: prima el interés particular
sobre el general («Partidos y partidas», «Lo
que puede el poder», «La caída de Sagasta»...),
se intenta gobernar sin fijar fines colectivos a alcanzar
(«Gamazo y los vinos», «La hecatombe»...),
falta capacidad intelectual o moral en el político («O
tempora! O mores!», «Choque y descarrilamiento»).
Fruto de este primer intento de profundización reflexiva,
se capta cierta disculpa implícita hacia algunos comportamientos
inmorales populares (sobre todo en «Cosas que pasan»),
cargando las tintas los Machado sobre la responsabilidad última
del personal político.
A tenor de lo expuesto,
es innegable que los artículos de La Caricatura
han de convertirse para el exégeta en un valioso instrumento
que facilite la comprensión de la obra posterior machadiana;
mas, desgraciadamente, no ha sido éste el caso. Son citados
por B. Sesé, P. de A. Cobos y algún otro crítico,
pero no se ha llevado a cabo un análisis serio sobre
las repercusiones de aquellas tempraneras ideas en los siguientes
escritos de nuestro poeta. Curiosamente, sí reina un
acuerdo amplio sobre la influencia ejercida por señaladas
instancias educativas en su vida y obra: la familia habría
estimulado la curiosidad intelectual, el progresismo, el anticlericalismo...;
la Institución Libre de Enseñanza le habría
orientado hacia la búsqueda de la verdad, la diligencia,
el ejemplo, el humanismo... Ahora bien, se desplazan esos
efectos hacia etapas posteriores a 1893. Sirva como ejemplo
del posicionamiento descrito la opinión de A. Guerra,
quien defiende que Machado —ya desde Soledades, pero
de forma muy evidente desde Campos de Castilla— pretende
meditar sobre la fatiga de la existencia cotidiana, el tiempo,
la amistad, el amor y su ausencia, la comunidad generacional,
la preocupación nacional y la esperanza del futuro [1];
aun reconociendo la ausencia de algunas de estas preocupaciones
en los escritos que nos ocupan, al menos habría de concederse
que sí hay en ellos una meditación sobre la existencia
cotidiana (comunal), un interés por el destino nacional
y un anhelo capaz de otorgar sentido a la propia actividad
censuradora. Zaragoza Such considera inadecuado hablar de
cambios bruscos en la producción machadiana, recordando
que ya en el poema II de Soledades se enfrenta a la
dicotomía autenticidad/artificiosidad, identificando
lo primero con lo popular [2]; muestro mi acuerdo pleno con
él sobre la inconveniencia de «hablar de cambios
bruscos» en la obra machadiana, no obstante insisto sobre
el error que supone comenzar el análisis de su itinerario
por Soledades, en lugar de prestar atención a
los escritos precedentes, pues en ellos queda marcada con
nitidez la preocupación esencial de don Antonio. Para
Sánchez Barbudo, Machado cambia de opinión sobre
el papel del poeta en la sociedad a principios de siglo, por
influencia de Unamuno y repercusión de las enseñanzas
recibidas en la Institución, procurando llevar desde
entonces una vida que no fuese estéril para los demás
y manifestando fehacientemente una preocupación moral
por el otro [3]; se insiste en destacar el peso de la Institución
sobre Machado pero, como ya advertimos, los efectos son aplazados
porque se considera a Soledades la primera obra machadiana.
Sin embargo, hay un Machado juvenil que, sin ser aún
poeta, está enormemente interesado por lo social, por
lo convivencial; hay un articulista que evita forjarse una
vida estéril para los demás y por ello describe
—indulgente o mordazmente, según el caso— lo que no debe
ser. Su preocupación moral por el otro (el ciudadano)
se manifiesta sin tapujos en cada uno de los pequeños
escritos de La Caricatura; Unamuno no despierta su
conciencia, la reorienta en un delicado momento de clarificación
personal marcado por la confluencia de preguntas de muy diversa
índole (el sentido de la vida, el yo y el Todo, la verdad,
el amor...).
P. de A. Cobos recomienda,
para entender correctamente la poesía machadiana, prestar
atención a su prosa, insistiendo en que el intimismo,
el objetivismo y la metafísica son elementos integrantes
de un pensamiento único [4]. No tengo nada serio que
objetar al respecto, pero no comparto el mirar exclusivo de
Cobos hacia la prosa posterior a Soledades y Campos
de Castilla en perjuicio de la precedente; además,
su visión de los artículos de 1893 como el «antecedente
humorístico de los apócrifos» les priva de
la importancia que merecen, pues en ellos bulle, sobre todo,
una tensa preocupación social que será la constante
de la obra machadiana.
En definitiva, aquí
se mantienen tres ideas básicas respecto a los primeros
escritos de Antonio Machado:
1) Indican cuál es
su interés originario: lo social (y como consecuencia
de un primer intento profundizador, lo político).
2) Permiten un acceso
a Soledades mucho más comprensivo que el derivado
de la visión habitual (el primer Machado es el poeta).
3) Delatan una limitación
reflexiva (pensamiento precrítico) que sugiere la aparición
posterior de una actividad indagatoria más cautelosa
y madura.
2.
La razón del cambio
Lo
específico de la actitud precrítica es la inmediatez
justificadora de ciertos modelos comportamentales y la consiguiente
censura hacia sus opuestos: se admite sin reservas el ser social
del hombre, su capacidad para juzgar certeramente sobre el bien
y el mal moral, la necesaria coincidencia entre lo opinado por
el sujeto en cuestión y la correcta valoración, etc.
Este modo de habérselas con el hecho relacional es «natural»
por ser habitual, y es «precrítico» por ausencia
de una reflexión profunda sobre los condicionantes del juicio
moral propio; sin embargo, a poco que se arañe sobre la corteza
de tal suposición, la sorpresa irrumpirá y la claridad
del ciego dejará paso a las brumas del vidente. Antonio Machado,
tan limitado en principio como cualquier otro ser humano, afrontó
la problemática social desde esta falsa seguridad tempranera,
hasta acabar percatándose de su fatal consecuencia: la imposibilidad
de establecer diálogo constructivo alguno sobre la moralidad
colectiva.
El Machado niño fue educado
por su familia en unos valores morales determinados, luego la
Institución vino a reforzar lo ya asumido, mientras instaba
al joven escolar a reflexionar sobre la propuesta moral planteada,
y esa actitud inquisitiva, remisa a tomar nada por bueno sin el
beneplácito del propio juicio, sería ya una constante
a lo largo de la vida del poeta. Lo primero que acometió
(iniciando su recorrido literario), fue comparar su bagaje axiológico
con lo observado a su paso, dándose de bruces con una realidad
social que no le satisfacía por incompatibilidad con unos
principios considerados de evidente y necesaria aceptación;
la consecuencia inevitable fue la censura, para hacer patente
el gran error cometido, el gran atentado contra la convivencia.
En esta etapa, pues, algo era juzgado bueno o malo por comparación
con un ideal que el joven Antonio (y sus circunstancias) se había
forjado.
Pero no tardó en darse
cuenta de la presencia de una molesta eventualidad: «convivir»
era un término de contenido ambiguo, pues el otro tenía
su propia opinión sobre el alcance y matices del concepto
en cuestión, y ejercía su derecho a interpretarlo prácticamente
a su modo. El asidero de antaño, oferente de una rocosa seguridad,
inicia entonces un lento despegue hacia el tenebroso suelo de
la duda. Acosa el exterior con visiones múltiples, lo moral
pierde su unicidad básica y el sujeto íntegro que no
renuncia a encontrar razones de sus valores, totalmente perplejo,
recurre al análisis del propio sentir para intentar localizar,
al menos, la fuente del error. Dicho de otro modo: el paso de
los años, la experiencia de la vida, fue agrandando paulatinamente
la brecha entre aquellos valores morales mamados en la niñez
y los descubiertos luego en muchos de sus compatriotas; esa distancia
acabó siendo percibida no sólo como el resultado de
un enfrentamiento sobre hábitos comportamentales concretos,
el problema llegó a ser que el otro, en general, parecía
vivir en un mundo moral sin punto de tangencia alguno con el suyo.
Machado, pues, vive inmerso en el mundo cotidiano, con los ojos
bien abiertos, pero no le gusta, o mejor dicho, no logra comprenderlo;
por ello, decide hacer un alto en el camino y meditar, para escrutar
su propia capacidad de fundamento.
Suele verse a Soledades
como un libro intimista, y efectivamente lo es, pero debe tenerse
en cuenta que el examen ejecutado por Machado sobre su propia
alma deriva de la aceptación previa de un fracaso: la especie
humana es incapaz de mantener un debate razonado y razonable sobre
lo que a todos concierne. Esta situación, tan propiciadora
de angustia, no surge por vez primera en la historia del pensamiento
moral con Antonio Machado, muy al contrario, puede ser considerada
como una constante a lo largo de su dilatado recorrido; ante ella,
el filósofo no ha podido permanecer indiferente y ha buscado
una vía de escape, siguiendo cada cual el camino que estimó
más adecuado. Nuestro poeta insinuó una primera tentativa
fundamentadora del criterio moral recurriendo al análisis
político, mas la persistencia de la distancia entre la valoración
propia y la ajena le evidenció su insuficiencia, sintiendo
que la imposibilidad comunicativa le arrastraba hacia el estupor.
De éste pueden brotar la indiferencia o el pasmo: en el primer
caso, habrá ganado la batalla un «escepticismo melancólico»
fustigado a menudo por Machado; en el segundo, la humana curiosidad,
el empecinamiento desvelador, tratará desesperadamente de
encontrar una salida airosa echando mano de los mil caminos puestos
por la razón a su alcance.
Algunos pensadores han fijado
su mirada esperanzada sobre la historia de nuestra especie, buscando
en la génesis de lo social la clave del problema; otros renuncian
a la investigación moral de talante filogenético, centrando
su atención en las fases del desarrollo psicológico
individual (Piaget, Kohlberg); un tercer grupo, el más numeroso,
aspirará a desentrañar el misterio moral a través
del concienzudo análisis filosófico, y dentro de esta
senda, cabe discernir una modalidad sui generis en la profundización
del fenómeno moral: la autoinspección o introspección.
Tal modo de proceder, con reminiscencias orientales, socráticas
y agustinianas, será ahora redescubierto y readaptado por
don Antonio, extrayendo de él una magnífica y fecunda
perspectiva. Podría decirse al respecto que nuestro poeta
se adelanta treinta años al modo de ver las cosas de uno
de sus filósofos más leídos: «Puesto que las
disposiciones de la especie subsisten, inmutables, en el fondo
de cada uno de nosotros, es imposible que el moralista y el sociólogo
no tengan que tenerlas en cuenta. [...] Esta naturaleza, la humanidad
en su conjunto no podría forzarla, pero puede desviarla,
y sólo la desviará si conoce su configuración.
[...] Pero ¿cómo encontrarlo, teniendo en cuenta que
lo natural se halla recubierto por lo adquirido? [...] La fuente
de información por excelencia será la introspección.
Debemos ir en busca de ese fondo de sociabilidad y también
de insociabilidad que aparecería ante nuestra conciencia
si la sociedad constituida no hubiera puesto en nosotros los hábitos
y disposiciones que nos adaptan a ella. No tenemos la revelación
de ese fondo sino de tarde en tarde, como en un destello»
[5].
Como en Machado la profundización
moral señalada tiene lugar después de escribir los artículos
de La Caricatura, y no publica —prácticamente— nada
hasta los años en que comienzan a fraguarse las primeras
Soledades (1898) [6], nos resultará valioso acometer
un estudio de las circunstancias de toda índole condicionantes
de su biografía y, por lo tanto, de su pensamiento. En el
ámbito político, la situación soportada por el
país no facilitaba la resolución de sus dudas convivenciales:
ya en 1893, a los atentados anarquistas de Barcelona (bomba del
Liceo) hay que añadir la creación del PNV por Sabino
Arana, con una clara tendencia secesionista; en 1895 estalla de
nuevo la guerra de Cuba, abanderada por José Martí;
en 1896 se produce, también en Barcelona, un atentado en
la procesión del Corpus (proceso de la calle Cambios Nuevos)
y son llevados a juicio los redactores de la revista Ciencia
Social; 1897 presencia el asesinato de Cánovas y, finalmente,
en 1898 estalla la guerra hispano-yanqui en Cuba. El mundillo
literario presenta en estos años dos líneas divergentes:
por un lado, nos encontramos con escritores en cierto modo trágicos,
como Unamuno (sufre en 1897 una gran crisis que determinará
su posterior trayectoria reflexiva) o Ganivet, aguda pluma que
presenta su Idearium español y al año siguiente
(1898) se suicida; por otro, surge un afán renovador de la
forma poética que tiene como principal abanderado a Rubén
Darío, quien da a la imprenta en 1896 sus Prosas profanas
y desata en España la simpatía por el modernismo. El
desarrollo de los acontecimientos en el orbe familiar tampoco
debió de favorecer el abandono de la angustia comunitaria
ni la perplejidad experimentadas: su padre enferma, regresa a
Sevilla y muere con la sola compañía de su mujer (1893);
el abuelo paterno, único sostén económico del clan
machadiano, fallece en 1895; su hermano Joaquín, con 14 años,
se ve obligado a emigrar a Venezuela para hacer fortuna (1895)...
Por último, si reparamos en lo personal, vemos al juvenil
Antonio dando tumbos sin encontrarse ni espiritual ni laboralmente:
frecuenta teatros, tablaos flamencos, tertulias de café y
plazas de toros; intenta hacer carrera como actor en la compañía
de Fernando Díaz de Mendoza; y en 1895, Manuel se traslada
a Sevilla para cursar estudios de Filosofía y Letras, quedando
el hermano menor más solo y desasistido afectivamente que
antes.
Bajo este haz de circunstancias,
tan poco dadas al sosiego, se desenvuelve paradójicamente
un afán elucidatorio que clava su primera pica a finales
de 1902, con la primera edición de Soledades. Como
ya he mencionado, durante los nueve años transcurridos desde
los artículos de La Caricatura hasta este momento,
don Antonio apenas saca a la luz pública escrito alguno,
entre otros motivos por una hipotética ausencia de ofertas
atractivas; no obstante, y puesto que están ahí, los
tres textos de esta etapa portadores de su firma requieren un
somero comentario:
a) Carta a Manuel (30
noviembre 1896): opinión personal sobre las cualidades de
algunos toreros.
b) Artículo sobre
María Guerrero (2 septiembre 1897): loa a dicha actriz por
sus excelentes dotes interpretativas.
c) Reseña sobre
dos obras de Antonio de Zayas (3 agosto 1903): halagos hacia este
escritor y amigo.
Los tres son intrascendentes
desde la perspectiva de la reflexión convivencial; sin embargo,
en el tercero algo llama poderosamente la atención: tras
elogiar —por cortesía— el parnasianismo de Zayas, sugiere
que si bien se puede ser descriptivo frente a un cuadro o un viejo
monumento, no es recomendable seguir la misma línea poética
ante la espontaneidad de la vida natural subyacente en el paisaje,
aconsejándole aquí dar rienda suelta a su «íntimo
sentir»; evidentemente, ante el bullir convivencial aún
quedaría menos justificada aquella actitud distante y aséptica.
Pero hay un párrafo final motivo de polémica entre los
comentaristas, pues Machado declara preferir las obras que soportan
una pura intención de arte a las de trascendencia social,
o si se prefiere: le place más el arte decorativo que el
predicador. Entiendo el «más lo quiero» aparecido
en este escrito como apuntando hacia una disyuntiva en la que
ninguna de las opciones goza de pleno asentimiento, decantándose
por la menos mala; la peor, obviamente, está encarnada por
el arte «predicador» es decir, por la visión
política partidista. Frente a dicha función del arte,
delatora de un interés que no mira a lo eterno y universal
humano, don Antonio justifica a medias —sólo a medias y en
el marco de la ayuda hacia un amigo— el papel «decorativo»
del arte, si bien esto no permite inferir una pérdida de
su interés por la problemática comunitaria.
Hay otras páginas machadianas,
coetáneas de Soledades, que han dado también
mucho juego interpretativo; sirva como ejemplo una carta enviada
a J. R. Jiménez (1903-04) en la que confiesa sentirse inmerso
en un período de evolución tras una nueva forma de expresión
poética. En todas la misivas enviadas a Juan Ramón durante
estos años, es perceptible un tono constante de alabanza
hacia el poeta onubense que indica, de modo inmediato, tanto la
admiración provocada en él por su obra como el deseo
de no contrariarlo, pues a fin de cuentas Machado necesita trabajar
(publicar) y el de Moguer puede ser uno de sus mejores mentores;
teniendo en cuenta esta circunstancia, es fácil deducir que
la anterior confesión no implica el advenimiento necesario
de una cambio significativo en su preocupación esencial.
Como más adelante se verá, lo moral, en íntima
mezcolanza con lo social, sigue siendo el motivo fundamental de
sus desvelos, dando continuidad a una inquietud de lejano origen;
no obstante, el artista debe vivir de su trabajo y no ser una
rémora comunitaria (recordemos el artículo titulado
«Los bohemios»), por ello ha de mostrarse receptivo
a los gustos formales que se imponen, logrando, de esta
manera, una aceptación y una independencia económica.
Con L. de Luis, diríamos «que Antonio Machado fue modernista
en principio. No sólo porque tuvo muchos rasgos del hacer
y del sentir del modernismo en su primera época, sino porque,
como poeta joven de entonces, no podía ser otra cosa»
[7].
Así pues, siendo cierto
que en el ámbito literario Machado sigue la moda y procura
evolucionar con ella, el interés meditativo, en cambio, permanecerá
fiel a la problemática juvenil detectada en aquellos artículos
de 1893. ¿Dónde está la novedad de fondo, que posibilita
una diferenciación entre este período y el anterior?
En el modo de afrontar la reflexión sobre la actividad relacional,
modo tendente a dejar transitoriamente en reposo cualquier valoración
moral hasta no disponer de un criterio justificador de la misma,
más sólido. Como ya se indicó, la vía elegida
por Machado fue la autoinspectiva, el repliegue hacia su interior,
para buscar allí lo que fuera se sentía incapaz de ver.
3.
El itinerario del cambio
El
título Soledades aporta una inmejorable pista sobre
la situación en la que don Antonio se hallaba, pero esa solitud
no era tanto física como reflexiva y moral, habiendo sido
arrastrado a ella por la avalancha de opiniones y valores contrapuestos
en constante pugna por imponerse. Tal estado de perplejidad, de
ofuscación ante el estallido permanente de todo tipo de disputas
y atentados comunitarios, le lleva a poner en duda la capacidad
humana para establecer una comunicación auténtica y,
lógicamente, se siente solo. Este proceso, caracterizado
por el refugio en el interior del sí mismo ante la incomprensión
moral que el exterior desata, afectó también a personajes
unamunianos como Pachico (Paz en la guerra), mas la cosa
colectiva acabó por sacarlo de su ensimismamiento y le volvió
a situar en la batalla social; de igual modo, el Machado de 1899,
dejando ya sus huellas impresas en los oscuros pasillos del alma,
no duda en militar frente a la injusticia y, junto a Baroja, se
amotina a favor de los dreyfusistas.
La preocupación por lo
convivencial no pierde pujanza; sin embargo, hemos de reconocer
que una vez orientada la meditación hacia las interioridades
del alma, resulta muy difícil eludir planteamientos de otra
índole dispuestos a asaltar allí al atrevido explorador.
Así lo verá don Antonio años más tarde, poniendo
en boca de uno de sus personajes teatrales el siguiente comentario:
José
Luis.
Heredia. |
¿Quién
es usted?
¿Yo? Un misterio
muy grande, don Joselito,
el que se mira por dentro
se hace un lío. [8] |
Esta consideración
puede servir para explicar la diferencia esencial entre unas
interpretaciones y otras de esta obra machadiana: para algunos,
el recién estrenado tono meditativo junto a la presencia
de interrogantes existenciales, revelan un interés fundamental
por dar sentido al atribulado devenir de la mónada particular;
en mi caso, entiendo que el análisis del trayecto ejecutado
en los años previos nos da una clave distinta para comprender
el nuevo tono, permitiendo un acceso a Soledades, Campos
de Castilla y toda la obra posterior, no necesitado de
hipótesis sobre salto paradigmático alguno, sino
de la sencilla admisión de una evolución reflexiva.
F. Richen anota que cuando
la validez normativa de las pautas morales se pone en tela de
juicio, solemos dar el salto desde la conciencia moral prefilosófica
a la reflexión ética para buscar la «undamentación»;
esto ocurre cuando en una sociedad disminuye el consentimiento
y proliferan concepciones morales inconciliables, sintiéndose
entonces el individuo responsable arrastrado a examinar los
principios que rigen su obrar [9]. La presente cita, sin duda,
parece un traje a medida para vestir la situación reflexiva
machadiana en este período. Lo que en la mente del joven
Antonio se quebró fue la verdad moral, o mejor expresado:
la posibilidad de una sintonía valorativa común. Esta
situación, dolorosa para todo aspirante a un mejoramiento
convivencial, podría haber sido resuelta mediante una claudicación
relativista (o subjetivista), pero nuestro poeta no debió
de sentirse consolado —y mucho menos, satisfecho— ante tal perspectiva;
por ello decidió seguir una vía reflexiva diferente
que, finalmente, le condujera hasta la anhelada ribera de la
verdad. En ese descenso a los infiernos del alma, zona
propensa al entredicho, surgió de manera inevitable la
problematización de otras cuestiones instigadoras de la
curiosidad humana, y el asunto comunitario se vio zarandeado
—a veces, hasta aparentemente desplazado— por un ansia de autenticidad
aspirante a abarcarlo todo: la capacidad cognoscitiva, lo particular
existencial, la meditación holística..., en suma,
la globalidad antropológica. La verdad del ser humano,
sin embargo, no es fácil de aprehender, dada la riqueza
intrínseca de su naturaleza animal-racional, lo cual propicia
una amalgama de reflexiones no siempre compatibles; pero don
Antonio no está dispuesto a separar campos, se sabe inmiscuido
en un empeño voluntario por alcanzar la verdad y se zambulle
animoso sobre cualquier asunto humano que al paso le sale.
Aunque en el transcurso
de su meditación, como se acaba de indicar, no hay lugar
para un deslinde de parcelas, en aras de una claridad expositiva
por parte del hermeneuta estimo apropiado diferenciar entre
los tres tipos de verdad apuntados en las Soledades [10]
machadianas: la verdad metafísica (gnoseológica-ontológica
en general), la relacionada con el sentido existencial (con
la muerte como trasfondo), y la moral propiamente dicha.
En el primer caso, lo más
destacable es la temprana asunción del fracaso de la razón,
la admisión de unos límites insalvables para acceder
a la auténtica realidad. Sirvan como ejemplos los poemas
LI y LIII donde, bajo metáforas hortícolas, la tarea
estructurante de la razón es descrita como acto baldío,
como un intento desesperado por organizar una realidad mucho
más rica de lo que ella misma podía imaginar; el resultado
(naranjo y limonero en lindo tonel) no satisface porque los
frutos se arrugan y secan, pierden su aire natural, su vida
propia.
La verdad existencial, o
el sentido de una vida personal en relación con el todo
espacial y temporal que nos acoge, tampoco sale bien parada;
la razón vuelve a mostrar su insuficiencia negando al hombre
una explicación aceptable sobre su puesto y fin en dicha
totalidad, de ahí la aparición reiterada de numerosas
condolencias. En «Cenit» (S. III) el hombre es descrito
como eterno peregrino sin destino que alcanzar; en XIII, el
poeta se ve como gota al viento demandando al mar respuestas
a sus interrogantes, pero las preguntas quedan sin contestar;
algo similar percibimos en LXXVIII y LXXIX, poemas que significativamente
concluyen con un interrogante: ¿los yunques y crisoles
de tu alma trabajan para el polvo y para el viento?, ¿Qué
buscas, poeta, en el ocaso? Las «Coplas elegíacas»
(XXXIX) sustituyen la pregunta por el clamor rotundo ante lo
infructuoso del intento: igual da haber alcanzado el fruto o
no, caer en la luna o marchar a ella, el llanto o la zarzuela...;
y lo más triste de todo, es que la forzada conclusión
alcanzada por el adulto ¡ya tenía su pequeño
embrión en la etapa infantil! La sombra de la sospecha
acerca de la incapacidad humana para encontrar el sentido de
su existencia como individuo, se manifiesta en los estadios
más tiernos de la vida; ¿cómo interpretar, entonces,
la ilusión y la alegría infantiles luego tan añoradas
por el poeta? Muy fácil: ellas derivan de la relación
con el otro, no de la reflexión aislada sobre el sí
mismo.
Sin embargo, es la verdad
moral lo que más nos interesa, y es aquí donde el
itinerario discursivo machadiano debe de quedar claramente perfilado.
La primera pregunta en asaltarnos es: ¿admitirá también
el poeta, en este mare mágnum de preocupaciones, la imposibilidad
de alcanzarla? En principio, puedo afirmar que el interés
por mantener una creencia viva en ella supuso para don Antonio
recorrer un áspero y dilatado camino, hasta lograr el reinado
de la luz sobre las tinieblas relativistas. Dispongámonos
a acompañar al poeta en su tortuoso trayecto para comprobar
las dificultades que hubo de salvar y el alcance concedido a
esta verdad moral o convivencial. Por facilitar el seguimiento
de su reflexión, considero oportuno establecer cinco secciones
dentro de este apartado, a saber: el recurso al pasado, el análisis
del papel de la razón, la pregunta: ¿quién soy
yo?, la aparición de una tímida mirada hacia el exterior,
y la especulación sobre el triunfo futuro de la verdad
moral.
3.1.
Primera decisión: el recurso al pasado
Cuando
juzgaba esto como bueno y aquello como malo, ¿por qué
lo hacía? don Antonio efectúa un pausado repaso sobre
su experiencia vital y, en la maraña de recuerdos, se topa
con el atrayente mundo de la infancia. Fue aquélla una época
feliz, dominada por valores, actitudes y comportamientos no sujetos
a consideración negativa, dada la sensación de plenitud
vital y social alcanzada; estamos hablando de una bondad vivida,
poco reflexionada, pero en algún sentido cercana al ideal
ahora buscado por el pensamiento.
En el poema VII (de 1898,
según Macrì) el poeta nos cuenta su retorno a la casa
sevillana de la niñez, confesando su esperanza de toparse
con una ilusión cándida y vieja, ¿por qué?
Porque el mundo del niño, al menos del niño sido por
el poeta, es claro y dichoso, suele reinar en él la armonía
entre las expectativas particulares del infante y la norma valorativa
por la que será medido, e incluso en aquellos casos de patente
desacuerdo la censura aparecerá disfrazada de bondad o cálida
preocupación. Así pues, por lo recibido, por esa segunda
placenta invisible que suministra cariño y protección,
el niño vive en un universo moral gratificante que ha de
añorar más tarde. Después, cuando el adulto nostálgico
lleva a cabo un análisis sobre el fundamento de aquel particular
modus vivendi, ¿en qué repara? Inicialmente,
en esa ilusión continuamente reforzada por la sonrisa indulgente
del adulto; luego, en la inocencia o sana candidez que exime de
maldad intrínseca a todo acto infantil; les sigue la pureza,
encargada de deshacer la posibilidad de segundas y ocultas intenciones;
por último, advierte la presencia de una alegría existencial,
convertida en fugaz premio del azar por el paso del tiempo (la
tarde de la visita a su casa sevillana es una tarde clara, la
recordada es muy parecida pero diferente: es una tarde alegre
y clara). La moral es una creación humana y no puede ir contra
el deseo natural de ser feliz; si en aquellos años pasados
la felicidad llamaba a menudo a nuestra puerta, es evidente que
algún aspecto importante de ese reino se ha perdido y debería
recuperarse; las virtudes infantiles ahora evocadas quizá
no puedan ser restauradas tal cual en el mundo del adulto, pero
algo del espíritu que las animó sí debería
volver a asumirse para mejorar la convivencia real y presente.
En otra poesía publicada
ese mismo año, «Sueño infantil» (LXV), Antonio
Machado contrapone la tristeza nihilista del adulto con la alegre
confianza del niño, dando a entender que la plenitud convivencial
perdida podría servirnos de guía para llenar el vacío
del presente; es decir, en este repliegue sobre sí mismo,
el poeta acude al tiempo donde la bondad hacía honor a su
nombre para aprender y proponer salidas que trasciendan el aislamiento
moral. Dos años después, en LXXXVII insistirá otra
vez sobre el amable y atrayente mundo infantil: volver a nacer,
recobrar la perdida senda, volver a sentir la mano buena de nuestra
madre... El deambular infantil goza de una atrayente seguridad,
la mano de la madre dirige nuestros pasos en un universo nuevo
y extraño, pero el riesgo se minimiza porque su amor es una
coraza protectora capaz de mantenernos lejos de todo peligro,
de ahí el descarado avance hacia lo nuevo. En una situación
tal, el aplauso o la corrección siempre brotará de un
pozo repleto de bondad, digno de ser escuchado pero jamás
temido. ¡Qué diferencia con el mundo adulto!, lugar
donde la bondad del otro es puesta sistemáticamente en tela
de juicio, donde las relaciones interpersonales soportan tremenda
inseguridad, donde el ciudadano se ve impelido a recluirse en
su pequeño nido con la tarea esencial de protegerse del previsible
ataque de los otros. El egoísmo, el autismo social, son consecuencias
de la pérdida de algo que se tuvo, se extravió y se
presume que de nada serviría recuperarlo. Pero esa antigualla,
sí tiene un enorme valor y potencial para Machado.
Ya en 1907 se publican otros
poemas portadores de la misma intención: resaltar el antagonismo
entre el brillante mundo infantil y el sombrío universo convivencial
del adulto. En III, el genuino modo de ser infantil es una vez
más ensalzado frente al sofisticado panteón moral de
la madurez: el tumulto, el desorden y la algazara no se oponen
a la natural entropía vital del adulto; las ciudades muertas,
las calles viejas y la plaza en sombra representan su comatosa
realidad moral, por ausencia de auténtica cordialidad.
Pero llega un momento, no
obstante, en el que don Antonio comienza a poner en entredicho
el mundo del recuerdo, porque entiende que la evocación del
pasado puede tener dos efectos contrarios sobre el hombre: por
una parte, le facilita el contacto con una realidad cordial echada
de menos y le incita a buscar vías ideales para restablecer
aquel espíritu; por otra, el medio se convierte en fin y
lo castra para la acción conjunta reformadora. El pasado
dichoso, pues, debe colocarse en el anzuelo no para pescar cebo,
sino para conseguir nuevos «pescados vivos»; si se opta
por quedarse en la mera complacencia provocada por el recuerdo
cordial, estaremos cimentando un nuevo fracaso, porque sentiremos
que lo rememorado no se incorpora como elemento activo a la vida
cotidiana, más bien permanece como fotografía amarillenta
en el fondo de una cartera a la que esporádicamente recurrimos
para cerciorarnos de lo ya no sido. Contra tal circunstancia,
alienante sin duda, seremos puestos en guardia más adelante.
3.2.
Análisis del papel de la razón
Tras
este periplo por los recuerdos de su mundo-niño, o mejor,
simultáneamente a él, don Antonio se plantea otra cuestión
que va más allá de la simple recogida de experiencias
cordiales: el hombre es un ser dotado por el devenir natural de
múltiples y potentes facultades, ¿en cuál de ellas
se asienta ese complejo entramado conocido como «moralidad»?
Dado que en él no había nacido aún la afición
por la lectura sistemática de obras filosóficas, ha
de entenderse que el interrogante ahora afrontado surge de una
necesidad personal de clarificación; es decir, aunque otros
pensadores anteriores ya se habían cuestionado el asunto
de la facultad moral y habían ofrecido su opinión al
respecto, Machado acomete la tarea no desde la reflexión
heredada, sino desde el análisis de sus vivencias.
En el poema VII, ya mencionado,
vemos cómo en la visita a su casa sevillana de la niñez
nuestro poeta no sólo recuerda, sino que anhela. Anhela unas
presencias ausentes porque, en su tiempo, fueron «fragancias
vírgenes», puras, cariñosas, buenas; ese ambiente
moral privilegiado es lo deseado, la razón trata de poner
las cosas en su sitio pero el corazón se resiste al armisticio
porque lo puesto en juego es algo aún más importante
que la lógica del tiempo: el sentido mismo de la vida. Machado
manifiesta aquí, sin tapujos, la melancolía emergente
de lo más profundo de su ser por la pérdida de aquella
cordialidad que forjó la felicidad sentida en su reducida
vida comunal de entonces. La razón, obvio es, juega un papel
importante en este terreno, pues sin ella ni el juicio ni la argumentación
moral tendrían sentido, mas lo que ahora interesa descubrir
es el manantial, la fuente de esa tendencia moral humana, y se
localiza en el sentimiento. El recuerdo de don Antonio no es tanto
sensible como sentimental, añora comportamientos y actitudes
que le hicieron sentirse dichoso con los otros.
También de 1903 es el
poema XXIII, donde se aprecia lo siguiente: ante el desolado vacío
sentimental (viejos mares duermen, apagadas espumas sonoras) el
sujeto percibe que, si bien su vitalidad física continúa,
en algún recóndito lugar de su interior ha dejado de
manar ese fluido incitador a salir del sí mismo y buscar
en-y-con el otro su propia realización como persona. La razón
le advierte del hecho pero no sirve como reparador, construye
acequias para dirigir un agua que ella misma no puede crear y
ante la maravillosa red de canales vacíos, en silencio, medita
sobre las viejas marcas de nivel. La tormenta camina lejos, la
paz vuelve al cielo, y la razón va resolviendo problemas
cotidianos con ingenio, mientras el individuo permanece aislado,
como jugando al solitario; pero «aparece, en la bendita soledad,
tu sombra», figura difusa de un tú, un ellos o un vosotros
a la que se añora tanto como se quiere tender para seguir
considerándose ser-humano.
Con el paso del tiempo la
razón va ocupando parcelas respecto a las cuales, antes,
había mostrado la más completa indiferencia; el niño
vivía intensamente sin preocuparse de analizar lógicamente
el porqué y el cómo de sus actos, pero llega un momento
en el que ciertos choques entre la realidad y lo esperado hacen
surgir la sospecha, y con ella la razón toma el mando. Machado
publica, en ese mismo año, una poesía (XLIII) donde
se pretende hacer corresponder tres fases del desarrollo vital
con tres niveles diferentes de cordialidad sentimental: la mañana,
la niñez, sonreía; en la tarde, juventud, aparece ya
una triste alcoba pidiendo a gritos le sean abiertas las ventanas
para que el sol la entibie, en ella reina la melancolía,
la alegría exterior no se siente como propia y su vacío
es llenado por el recuerdo, único vínculo con aquel
sentir cordial maravilloso; en el ocaso, madurez, la derrota sentimental
está completamente asumida por la razón, cualquier destello
de esperanza es inmediatamente sofocado: es tarde para el amor,
para la pasión, para la alegría y para la felicidad
nacida de la bondad. En un principio la razón a poco aspiraba,
después se hizo fuerte e intentó organizar la vida del
sujeto según sus principios, hasta percatarse de que la amnesia
para con los engramas del corazón no conducía al resultado
esperado; por último, consideró imposible una vuelta
atrás y asumió con resignación la necesidad de
sobrevivir en un mundo diferente. El sentimiento, el manantial
de la cordialidad, la fuente y fundamento de la apertura al otro,
queda relegado a vestigio placentero del pasado que no sirve como
meta.
Ante esa nada pretendida
estructurar por la razón, el hombre, el adulto, tiene dos
opciones: o se recrea en ella inventando mundos lógicos con
reglas que siempre resultarán caprichosas, o agoniza tras
comprobar su imparable contracción óntica. El Machado
de Soledades toma partido por la segunda, la plenitud vital
experimentada en la relación intensamente cordial con los
otros, aun con los inevitables disgustos puntuales, no sólo
se perdió, sino que amenaza con desaparecer definitivamente
de la memoria; el otro corre el riesgo de ser un objeto de fortuito
reparo al cual ninguna profunda tendencia humana me acerca, con
ello mi propio ser perderá entidad y acabará diluyéndose.
La doble opción señalada
puede verse perfectamente expuesta en una poesía publicada
en 1904, «Inventario galante» (XL); allí, don Antonio
enfrenta, en cierto modo, a dos hermanas: la una morena, pasional,
vital; la otra clara, lánguida, triste. Ésta es comparada
a un lucero, resalta por su brillo y perfección, pero se
muestra como meta lejana y fría sobre la que el poeta no
manifiesta excesivo interés; aquélla, «soñar
gitano», lo atrae hasta el punto de desear una comunión
óntica con ella («de tu mirar de sombra quiero llenar
mi vaso»).
De 1907 es «El poeta»
(XVIII), en la cual el saber mundano es considerado simple vanidad
y se propone como alternativa dejarse guiar por la luz del corazón.
don Antonio parece despreciar lo exterior para alcanzar la verdad
íntima, pero esto es una consecuencia, el camino de vuelta
de un alma derrotada por sucesivas experiencias relacionales negativas.
La luz del corazón, la verdad moral, es la redicha tendencia
cordial que tras sufrir innumerables zancadillas se repliega sobre
sí misma, con amargura, para meditar sobre la ausencia de
receptor a que se ve sometida. Si la convivencia estuviera dominada
por aquellos valores morales vividos por el inocente niño,
no estaríamos hablando de la verdad del fracaso, sino de
la rica multiplicidad de opiniones que parten del tronco único
de la bondad y por ello son verdaderas.
Esta poesía, dotada de
una enorme riqueza filosófica, remata con una idea preocupante:
«¡Qué hermosamente el pasado / fingía la primavera,
/ cuando del árbol de otoño estaba el fruto colgado,
/ mísero fruto podrido, / que en el hueco acibarado / guarda
el gusano escondido!» Como ya se indicó, Machado termina
viendo en los contenidos de la memoria el indicador del hacia
dónde dirigirnos comunitariamente. En esa hipotética
trayectoria futura, la razón tendrá mucho que decir
y será aconsejable escuchar sus argumentos, pues ha de servir
de ayuda inestimable a un pueblo, alegre y confiado, en su deambular
por un desierto sin caminos; el problema surgirá si otra
vez la razón, en un acto de soberbia, se considera autosuficiente
y olvida el sentir inicial que la animó en esta nueva andadura.
Hay un escrito en prosa del
9 de agosto de 1905, titulado «Divagaciones (En torno al
último libro de Unamuno)», donde don Antonio, además
de mostrar su sincera admiración por don Miguel, deja caer
algunas ideas en consonancia con todo lo acabado de exponer: en
principio, Machado ensalza la virtud de la acción; él
sabe que aún no la ha desarrollado plenamente, pues en el
seno de un proceso clarificador es poco prudente lanzarse a combatir
en favor de algo todavía por fundamentar, pero presiente
ya que el futuro está en la actividad, no pragmática
sino espiritual, desveladora y ejemplificante [11]. Luego, reivindica
de nuevo la fuerza motriz del corazón en el origen de todo
acto que se precie de ser realmente humano, pues sólo ella
propicia una visión del otro como un valor en sí mismo:
el loco frente al vividor, el sentimiento frente a la razón
pragmática, la cordialidad bañada de bondad frente a
la astuta maquinación. Al final, don Antonio aplaude una
cita unamuniana («La verdad no es lo que nos hace pensar,
sino lo que nos hacer vivir») que bien podría reconvertirse
en esta otra más machadiana: «La verdad no es lo que
nos hace pensar, sino lo que nos hace convivir.»
El niño creció y
separó la mano de la de su madre porque le daba vergüenza,
se hizo algo diferente a lo sido y buscó, desde su autonomía,
abrir caminos que dieran un sentido novedoso a su vida. En la
soledad de esa andadura tuvo tiempo para reflexionar sobre lo
perdido, quiso volver pero consideró el empeño tardío,
y se dedicó a removerlo todo para encontrar una nueva luz
orientadora: la verdad; mas, ¡cuán defectuosos resultan
los faroles de los adultos! Verdadero era lo antaño vivido,
aun sin percatarse de ello, ahora busca afanosamente algún
tipo de comunión con otros que se mueven en planos distintos
al suyo y, evidentemente, no lo encuentra. El desenlace, más
o menos temprano, de esta errática búsqueda, no puede
ser otro que la desconfianza sobre el poderío de una facultad
colocada inmerecidamente en suntuoso pedestal; la razón se
autoexamina, llena de perplejidad, y sucumbe bajo las garras de
un escepticismo por ella misma engendrado.
En XXXIV, la mañana preguntaba
al poeta por su sentir cordial y éste no acierta a verlo;
la respuesta se pospone para la «mañana pura»,
el momento de la muerte donde la razón, hecha trizas, permita
«dar» rosas y lirios, ofrecer a los demás lo adormecido
en el fondo del alma humana: la querencia de lo otro para con
todo y con todos ser uno. ¡La convivencia cordial plena!
Pero hasta que la parca cercene el frágil tallo de la vida,
el hombre, pasión inútil por una razón empeñada
en buscar la aguja en el pajar equivocado, seguirá arrastrando
una existencia anodina y desgraciada cual estúpida mula girando
alrededor de la noria. El poema XLVI ha sido, seguramente, uno
de los más comentados por los estudiosos de Machado; en él
se describe la anodina vida de esa mula vieja que, con los ojos
vendados, recorre insistentemente un camino sin destino alguno.
Sueña ella con una realidad distinta, realidad marcada por
la desaparición del nudo de la venda y la consiguiente percepción
luminosa; sin embargo, no es tan ignorante la razón como
para no darse cuenta de la tara soportada, pero un vigoroso impulso
la incita una y otra vez a levantarse para huir del fracaso cernido
sobre ella. La mula, animal intelectualmente muy limitado, recorre
insistentemente un sencillo círculo para llegar a ninguna
parte; el hombre, mentalmente mejor dotado, reemplaza esa trayectoria
por otra más compleja, pongamos una lazada Möbius, que
le devuelve igualmente al lugar de partida. Queda muy lejos de
la razón la verdad buscada, quizá porque ésta procede
de un «corazón maduro» (sea lo que sea el divino
poeta) y nosotros nos empeñamos en clausurar el nuestro en
lugar de promover su sintonía con aquél. La mirada,
tanto al mundo natural como al social, se ejecuta desde el ojo
de la razón, lo cual nos proporciona claridad en una zona
limitada del espectro lumínico: el dorado, el pragmático;
la multicolor riqueza de la vida humana se convierte poco a poco
en monotonía cromática.
La confianza en la existencia
de una verdad moral universal se mantiene erguida a través
de este largo periplo reflexivo, caminando sobre las cenizas de
la verdad metafísica y la existencial particular, pero su
captura requiere que dejemos hablar al corazón y disponer
a la razón para una atenta escucha. Así lo manifiesta
el poeta en LXXXVIII, donde el sembrador de estrellas, en sueños,
hace posible que el hombre capte una porción de la verdad
universal, unas escasas «palabras verdaderas» que conciernen
a lo eterno humano, al sentimiento cordial que a través de
generaciones ha impulsado al hombre a buscar a su complementario
para con él ser uno (un pueblo, una comunidad, una especie).
Debemos percatarnos de un hecho: el sembrador de estrellas posibilita
la captura de estas verdades por un acto realizado «en sueños»,
más allá de la conciencia o de la razón; el favor
brota, pues, de una capa más profunda de su ser. El hombre
también posee capas profundas, en una de ellas anida el sentimiento
y allí pervive la verdad moral, la verdad del dios que él
ha olvidado ser.
3.3.
La pregunta: ¿quién soy yo?
José
Machado ha dejado escrito que su hermano Antonio persiguió
con Mairena y Martín el nosce te ipsum délfico,
o sea, buscó ser fiel a sí mismo esforzándose previamente
en saber quién era, lo cual no le resultó ni
fácil ni breve [12]. Sin alcanzar el terreno de los apócrifos,
comparto la idea básica de José por entender que don
Antonio, en Soledades, se plantea en toda su crudeza la
cuestión de la identidad personal; pero su objetivo final
era lograr una plena comprensión del ser y del pensar humanos,
en general, siendo esta especie de analítica existencial
un paso necesario para acceder al fundamento del comportamiento
relacional de la especie.
Sentía el poeta que la
restauración de la verdad de su pasado, fuera de sus peculiares
circunstancias, no habría de servirle para afrontar el vivir
abierto ante nosotros cada mañana; por ello buscó afanosamente
la verdad presente y, como no la encontró en la razón,
acudió de nuevo a ese recóndito órgano de la sentimentalidad,
con la esperanza de robarle unos planos generales que quizá
sirviesen para todo y para siempre. En esta operación de
desesperado rastreo, pregunta a la noche por el secreto de su
alma (XXXVII) y obtiene la siguiente contestación: jamás
me relevaste tu secreto, no sé si el llanto es una voz o
un eco, ni distingo tu salmo verdadero porque te veo vagando en
un laberinto de espejos. El «salmo verdadero», la verdad
de uno mismo, se diluye en un «borroso laberinto de espejos»,
pero este nuevo fiasco de la razón me hace pensar que mi
modo peculiar de convivir gestó mi ser pasado y mi ser presente,
que fue la relación con el otro lo que me hizo feliz o desdichado,
práctico o soñador, dogmático o escéptico.
Lo hasta ahora considerado propio no sé ya si es realmente
genuino, pero me percato de algo esencial: ese mundo social variopinto,
considerado hasta ahora ajeno a mí, talló las piezas
de mi borrosa identidad; y la salida de este estado mío,
¡tan vegetal!, ¿no pasará por recomponer, de hecho,
el universo interrelacional perdido? Machado, de momento, dirige
sus cuitas a la noche, pero ésta en su grandiosidad lo envuelve
hasta confundirse con él; no hay distancia suficiente y en
consecuencia el diálogo se convierte en mero monólogo.
El bagaje moral, supuestamente
forjado a solas en el oscuro fondo del alma, acaba por revelarse
(en íntimo análisis) más común de lo previsto;
es decir, en la configuración de mi verdad ha participado
un gran reparto de estrellas, quiero lo querido porque en mi juego
social vivido la influencia externa ha ido dibujando la creencia
interna. Pero, ¿por qué quiero? Ese fondo sentimental
del cual emerge la tendencia cordial permanece aún por explicar,
y Machado se ve obligado a insinuar la existencia de algún
tipo de innatismo tendencial hacia el-lo otro: hay una apertura
natural del yo que, aunque luego suele desvirtuarse, justifica
la emoción estética ante lo «eterno humano»
de una obra de arte o la emoción moral ante cierto hecho
particular. Sin embargo, como el objetivismo moral ha hecho surgir
a lo largo de la historia tenaces depositarios de la verdad causantes
de graves estragos entre sus semejantes, el poeta no puede evitar
mostrarse indeciso; mas, finalmente, el presentimiento de que
algo común a toda la especie se mantiene en el tiempo y se
proyecta como meta más allá de él, acabará
imponiéndose.
3.4.
Tímida mirada hacia el exterior
Fijar
una fecha de rendición para el castillo interior machadiano
resulta problemático, máxime cuando creemos que su batalla
siempre se ha lidiado fuera, tomando la propia fortaleza como
el lugar idóneo para el descanso temporal del guerrero. En
realidad, más que de descanso debería hablarse de clarificación,
pues lo necesitado por el Machado de Soledades era tomarse
un tiempo para fundamentar sobre bases sólidas la conducta
relacional humana. Su coyuntural ensimismamiento, pura necesidad
metodológica, no conlleva el placer del logro sino la desazón
de la espera; Manuel Durán lo describe magistralmente: «Ese
desconfiado prodigioso que fue Machado [...] desconfió también
—y esto es lo que queremos subrayar ahora— de las voces de la
soledad y la angustia. Mejor dicho; no las rechazó, las aceptó,
pero sin dejar de luchar contra ellas. O, quizá, mejor, al
lado de ellas, pero para trascenderlas. Para encontrar otra
cosa; un diálogo, una comunión, un tú esencial
[13].»
Así pues, en lugar de
elucubrar sobre un hasta aquí o un desde acá,
nos dedicaremos a resaltar los fogonazos comunitaristas descubiertos
en las poesías de esta época. Su alejamiento del mundanal
ruido no fue tan radical como para que pasase desapercibida la
vieja melodía de fondo; simultáneamente a la tarea introspectiva,
Machado recurre constantemente a lo otro, aportándonos una
clara pista tanto del motivo como del objetivo de su reflexión.
Ese acudir al fuera-de-sí no es, en principio, la consecuencia
lógica de una certidumbre, sino el vestigio tendencial de
un antes ahora problematizado; el pretendido diálogo
consigo mismo no da los resultados esperados y el poeta mira fugaz
pero reiteradamente hacia fuera por si allí, embozada, estuviera
la clave de algo no visto por no saber mirar.
El diálogo con los elementos
naturales que, ajenos tal vez al hombre, constituyen el marco
obligado de nuestra peregrina reflexión, no tarda en aparecer.
El tiempo, algo tan atrayente por enigmático para el poeta,
revestido de diversas luminosidades (mañana, tarde, noche)
ocupa a menudo el puesto del otro en el ansiado diálogo,
quizá por su omnipresencia; véanse, por ejemplo, XXXIV,
XLI, XLIII, XIII y XXXVII. Se recurre a la mañana para establecer
contacto reflexivo con el mundo cordial de la niñez, a la
tarde se apela para buscar la razón del vacío instalado
en el alma del poeta, y la noche de difuso rostro certifica lacónicamente
la defunción de una intención.
Pero estos primeros intentos
de Machado por establecer contacto discursivo con el-lo otro,
no se reducen al tiempo y sus manifestaciones directas; hay más
elementos, dinámicos todos ellos, que también le sirven
de interlocutor. En VI será el agua de la fuente, en LXVIII
el viento..., hasta que el diálogo con los elementos naturales
no llega siquiera a establecerse, se les cita personificándolos
y se renuncia de antemano a obtener una respuesta. Machado es
ya consciente de que la otreidad poseída por ellos tan sólo
incentiva una curiosidad filosófica ajena a la cordialidad
comunal tratada de fundamentar. En XLIV la descripción suplanta
a la pregunta, lo cual es muy significativo, y por fin, en una
poesía de 1907 (LIV) el diálogo se retoma con aquello-otro
que representa el último recurso natural: la muerte. La espera,
lejos de ser temerosa se muestra esperanzada. La unión definitiva
con el Todo aparece como la salida más digna ante la ausencia
insufrible de respuestas, si bien no estaba escrito que el destino
de Machado hubiera de ser tan cómodo.
En todo este proceso de clarificación,
tan doloroso por irresoluto, aparecen frecuentes llamadas a diversas
formas de la otreidad delatoras de una pluralidad de estrategias
machadianas en pos de su objetivo. Como consecuencia de la asfixia
introspectiva van sucediéndose descosidos en el alma por
los que se perciben atrayentes penumbras, se siguió la pista
del tiempo y de los fenómenos dinámicos y no se llegó
muy lejos, pero ¿no hay más vías? Sí, pero
todo lleva su tiempo. El contacto sentimental con lo otro, poco
a poco, irá perfilándose como necesario si realmente
se aspira a comprender el fenómeno del querer moral. No hay
moralidad en soledad ni reflexión importante sobre ella desde
un sí mismo cerrado a cal y canto. La convivencia, punto
de partida en los escritos machadianos, ha de ser fundamentada
desde la propia convivencia, sometiendo a la consideración
de los demás las razones del corazón particular; razones,
en principio, incapaces de hacer nada salvo mostrar los estragos
provocados por la ausencia del sentir que les dio vida, como vemos
en la poesía suelta XVIII (1903), en XI (1906) y en LXXXV
(1907).
Las relaciones humanas debieron
de articularse alrededor de unos valores morales que durante cierto
tiempo sirvieron de imprescindible armazón; posiblemente
tales valores adoptaran fisonomías diversas a lo largo de
la historia, pero siempre estaban ahí como imprescindible
amalgama del edificio social; hoy, la vieja estructura parece
haber desaparecido mientras se siguen levantando tabiques sin
asentarlos sobre algo sólido. ¿No quedan vestigios de
aquel esqueleto axiológico? Machado, mirando de dentro a
fuera, descubre los restos oxidados del bastidor que dio firmeza
a todos nuestros habitáculos: lo eterno humano. En el poema
VIII defiende los cantos de los niños, la copla, porque en
esas manifestaciones populares subyacen eternos sentimientos humanos;
tal vez la historia entonada haya sufrido profundas deformaciones
transgresoras de la verdad erudita, pero hay algo en ella, un
impacto en el alma de los hombres del ayer, que aún permanece
encendido: la pena. Un mal de amores, una muerte injusta, la humillación
caprichosa..., cualquier derrota de la tendencia cordial humana
en sus variadas manifestaciones ha sido perpetuada para que la
especie no olvide lo que constituye su esencia vital colectiva.
Si antes se añoró la niñez por los valores positivos
soportados, ahora se rememoran leyendas para advertir de la triste
situación engendrada por el fracaso cordial; en ambos casos
la intención es la misma: llamar con fuertes aldabonazos
a las puertas del dormido corazón humano. Distinguirá
Bergson entre sociedades animales (guiadas por el instinto) y
sociedades humanas (regidas por la inteligencia): en las primeras
impera la necesidad, en las segundas la libertad y la contingencia,
pero no hasta el punto de estrangular la tendencia natural a vivir
en sociedad, pues bajo el barniz de lo adquirido pervive una especie
de instinto virtual, lo inmutable [14]; nuestro joven poeta también
creyó descubrir lo humanamente eterno, lo social e históricamente
permanente; sin embargo, sus caminos no llegaron a confluir.
En ese insistente giro de
cabeza hacia lo exterior padecido por el Machado de Soledades,
se encuentra con algunas escenas muy similares a las irónicamente
denunciadas en La Caricatura, cuando contaba 18 años;
pero ahora, tras su esforzado periplo por el mundo interior, parece
como si faltara vivacidad a sus reproches. Ya sabe cuál es
el pozo del que se ha de beber toda relación que aspire a
ser moralmente humana, pero el poeta duda sobre la capacidad de
convicción de su clamor sobre los demás, tal vez por
ello sólo se limita a describir situaciones aflictivas, como
pensando: si en la mera exposición no adviertes, lector,
lo que está mal, poca influencia habrían de tener sobre
ti las razones del mejor orador.
La bondad o la maldad de un
acto se muestra, aparece; cuando la razón ha de intervenir
para convencer de lo evidente, es que algo muy podrido está
afectando a la sociedad. Tal forma de pensar, se insiste sobre
ello, no ha de entenderse como un rechazo radical de la razón
en el laborioso proceso de la construcción humana; la bondad
y sus derivados son algo deseable en sí mismos, pero son
poco duchos en tareas organizativas; ésta ha de verse complementada
por aquélla una vez fijado el sentido de la marcha. Mas volvamos
a la descripción machadiana de escenas poco cordiales. En
XXVI, el protagonismo lo ostentan unos «mendigos harapientos»
que son ubicados sobre «marmóreas gradas»; hay
cierta grandiosidad en el telón de fondo, y ese esplendor
o majestuosidad se contrapone a las pequeñas y humildes figuras
del atrio, como dando a entender que una diferencia tal (no importa
si la distancia es económica, intelectual o seudoespiritual)
responde a una estructuración social indiferente o amnésica
para con la tendencia cordial reivindicada. La limosna no es descrita
porque carece de importancia; sin embargo, sí se repara en
la existencia de unas manos vacías clamando sin palabras,
¿por qué? Porque a Machado le obsesiona la prevención
frente a la ortopedia, el sentimiento sobre el ingenio encubridor.
Los mendigos aparecen ungidos de «eternidades santas»,
es decir, con el zurrón repleto de ancestrales injusticias
que moralmente les enaltece, pero su bufa figura está condenada
a ser «más humilde cada día y lejana»; un
pasado comunitario práctico y brutal, con falsos valores,
les llevó a lo sido, y un presente aletargado moralmente
les ha de conducir a lo peor bajo la forma de más de lo mismo.
Esas figuras ganan en lejanía lo que nuestro corazón
en dureza; al final, todo contacto con su sentir se habrá
perdido por culpa de una razón al servicio de la autojustificación
práctica.
En otra poesía de 1903
(XXXI), pinta el poeta una situación semejante: la mano del
mendigo, de nuevo, surge entre la rota capa, ¿pide, o acusa?
Como dimos a entender, si uno no sabe responderse a esta pregunta
poco importa cualquier argumentación al respecto. Tiene el
alma «más vieja que la iglesia» porque está
tejida con penas y alegrías, con sentimientos; las coplillas
infantiles rememoraban una pena de lejana procedencia que ahora
encuentra acomodo real en el mendigo, al cual ni se le canta ni
se le mira y, a no tardar, se le retirará de la circulación
por simple cuestión estética. Las «blancas sombras»
vistas pasar desde las órbitas huecas de su famélico
rostro, no representan almas puras, sino almas vacías. Sánchez
Barbudo escribe sobre los dos últimos poemas analizados:
«No sabemos, por ejemplo, en los versos 1 y 2, por qué
esas figuras, además de ser más humildes cada día,
son “lejanas”. Y en los versos 5 y 6, no sabemos qué unto
sea ese de “eternidades santas” con el cual aparecen cubiertos
los miserables. Y en cuanto a la tercera estrofa, es sin duda
bello lo de la “ilusión velada”, que no sabemos qué
pueda ser [...]. Hay en estos poemas —y en otros— un cierto abandono
a las palabras, un dejarse a veces llevar por ellas. Y el resultado
es que el lector percibe falsedad en la emoción» [15];
la verdad es que yo no aprecio en ellos ni el «abandono a
las palabras» ni la «falsedad en la emoción»,
pues encajan ambos perfectamente en el seno de la preocupación
fundamental machadiana.
Seguramente la poesía
más significativa de Soledades, en lo que al tema
convivencial atañe, sea la II, de 1907. En ella, la contraposición
no se establece entre lo humilde y la grandiosidad de un edificio,
sino claramente entre la sencillez popular y el desdén altivo
de una casta autoconsiderada superior. Los «soberbios»,
los «pedantones al paño», desde el altar de su
dudosa cultura observan a los otros sin ánimo alguno de establecer
una convivencia real con ellos; el desprecio les reconforta lo
suficiente como para no plantearse, siquiera, algún intento
transformador. La aristocracia moral que en ciertos momentos pudo
representar el héroe homérico, ensalzada y difundida
por el pueblo dado el beneficio o prestigio comunal adquirido,
es sustituida por una aristocracia de salón empeñada
en enfrentar sus mezquinos valores a los populares, porque cuando
no se está dispuesto a ofrecer se suele acabar reivindicando
cualquier cosa, a veces la propia idiotez (moral).
Resultaría muy difícil
tratar de mejorar las relaciones comunales tomando como motor
la actitud recién aludida, para ello es necesario la existencia
de una férrea voluntad de convivir y esto es precisamente
lo que falta; mas no todo está perdido: frente a la paranoia
y sus delirios de grandeza emerge la gente llana, jovial, alegre
y trabajadora, gente poseedora de poco y necesitada del otro como
muleta afectiva para soportar sus duras condiciones de vida. La
persistencia en el alma popular de la tendencia cordial, bien
entendida, se explica por el sudor y la escasez; su ausencia,
por la fortuna y el ocio.
Termina la poesía con
dos versos que suponen un mazazo global a la esperanza: «y
en un día como tantos, / descansan bajo la tierra».
Se adelantó ya la conveniencia de separar el puro análisis
existencial, por remitir al individuo aislado, del estrictamente
social, pero a veces en el alma del poeta una reflexión conduce
a otra y la frontera entre campos termina siendo tan borrosa que
esta opción sólo se justifica para facilitar la tarea
del estudioso. Reconocido esto, afrontamos tales versos con el
siguiente comentario: el autor contrapone a la gente llana con
los «pedantones» para indicar el camino socialmente
aconsejable, y si bien no demuestra una confianza desbordante
en el triunfo de la senda de la cordialidad, tampoco sentencia
lo contrario, lo cual me incita a pensar que en este período
don Antonio cree en la posibilidad de un cambio relacional a partir
de una eclosión moral. Sin embargo, no hay atisbo alguno
de esperanza escatológica: el hombre bueno, como el malvado,
tras sus dichas e infortunios desaparecerá un día bajo
la tierra adquiriendo un eterno anonimato.
En otros poemas, Machado describe
al individuo como la gota, la barca, el río..., un algo no
llamado a esfumarse por completo, sino tendente a confundirse
con el Todo (mar), pero veo esta metáfora como expresión
de un acto de dolorosa resignación más que de esperanza.
El hombre como individuo desaparece engullido por la nada, sin
más; el hombre como ciudadano también ha de sufrir el
mismo destino, pero puede encontrar un sentido en su vida comunal
(mientras vive) si colabora en el mejoramiento de las humanas
relaciones. La persistencia en el recuerdo, objetivo ansiado por
algún personaje unamuniano, no tiene ningún interés
para el poeta sevillano (recordemos su posterior: «Nunca
perseguí la gloria / ni dejar en la memoria...»).
3.5.
Especulación sobre el triunfo futuro de la verdad moral
Moneda
que está en la mano
quizá se deba guardar;
la monedita del alma
se pierde si no se da. |
|
(LVII,
«Consejos» II) |
Estos
cuatro versos, de 1905, nos permiten ubicar a Machado en el
seno de la tradición aristotélica. Para el estagirita,
el fin de la reflexión moral reside más en el perfeccionamiento
práctico que en el simple conocimiento, y nuestro poeta,
a través de metáforas poéticas ahora y de consideraciones
más directas después, seguirá el mismo camino.
Señala con tino J. A. Marina que las morales conducen a
la ética, la cual nos lleva a su vez a nuevas morales de
segunda generación [16]; si el tercer estado no llega a
aflorar, la tarea de profundización intelectual no tendrá
repercusión colectiva alguna, lo cual mostraría que
el afán meditativo nació de una actitud cosificadora
para con los demás. Para don Antonio lo teórico no
posee un valor en sí mismo, el contenido positivo de la
cordialidad lo constituyen un conjunto de valores arracimados
en torno a una actitud de apertura al otro manifestada en comportamientos
concretos; dicho de otro modo, la tendencia cordial sin hechos
cordiales son como «pompas de jabón que rompe el viento».
La valoración crítica de los comportamientos sociales
o políticos entraría por derecho propio en el seno
de lo factual, dado el carácter incitativo ejercido sobre
otras conciencias.
Mas toda realización
práctica requiere determinados valores que previamente
se hayan aposentado en el alma, fundamentalmente uno: el amor.
Sin él, un activismo a favor del otro será imposible
o falso. En el poema XLIX recuerda el poeta una tarde de soledad
y hastío en la que su alma, cual yermo río, pasa el
tiempo bostezando como consecuencia de su autismo sentimental;
nada nace en su ribera porque falta el elemento nutricio esencial
para la eclosión de la vida: el amor. El río fluye
ancho y transparente, sin la aparición de amarras en el
tiempo y en el espacio que confieran un sentido a su pasar;
por ello, la tarde se muestra cubierta de «soledad y hastío».
Machado rememora instantes felices del pasado y recuerda, también,
épocas de asepsia sentimental en las cuales se sintió
desgraciado; la fundamental diferencia entre ellas depende de
la presencia o ausencia del amor en su relación con el
entorno (la orilla es el otro). La gravedad va dibujando el
cauce natural del río y éste nada puede hacer para
oponerse a los decretos de la ley física, pero el florecimiento
o no de vergeles en sus húmedas márgenes sí depende
del propio río, de su riqueza intrínseca, de lo que
esté dispuesto a dar. El azogue se adhiere al cristal y
lo transforma en espejo, en reflejo de la realidad circundante,
o sea, en cierta manera el cristal devuelve a su entorno lo
recibido de él. El individuo que vive en sociedad, el ciudadano
forjador de una existencia guiada por los valores del dar
(amor, solidaridad, comprensión, justicia...), devuelve
a la comunidad con su actividad algo más importante que
las simples cosas materiales: la esperanza o la ilusión
por forjar un destino juntos. El «alma sin amores»
copia el universo sin devolver nada, y en esta actividad solitaria,
monótona, aburrida..., bosteza ella y el mundo todo ante
tamaña intrascendencia.
Hemos aludido a esa esperanza
social emanada de la tendencia cordial y revestida con los valores
del dar; tal actitud se manifestará explícitamente
en escritos posteriores, pero podemos seguir su rastro zigzagueante
en el período de clarificación convivencial que representa
Soledades. En XXII es descrita una tierra amarga sobre
la que, milagrosamente, se abren caminos de sueños, retablos
de esperanzas y quimeras rosadas que hacen camino... lejos.
Esa «tierra amarga» es la cruda realidad, el mundo
por el que el poeta deambula sin encontrarle un sentido. Ante
un horizonte tan negro sólo caben dos refugios: el pasado
dichoso, hecho presente mediante el «recuerdo»; y
el futuro anhelado, el ideal no-sido promovido por el sueño
y la «esperanza». Podrá verse en el Machado de
estos años una aspiración orientada a lo estrictamente
individual, pues su deseo de esclarecimiento parece remitir
a la esfera de lo personal, sin embargo esto no sería acertado;
las «figurillas que pasan y sonríen», las «imágenes
amigas», o hacen referencias a personas o a lugares u objetos
relacionados con personas, siendo esto indicativo de lo echado
de menos y lo pretendido restaurar: el trato cordial con la
gente. Algo situado a años-luz de la cortés indiferencia.
El otro fuerza tanto su
presencia en mi pensar que sin él nada tiene sentido, pero
¿para cuándo, mi relación con él se ha de
aproximar al ideal codiciado? Las «quimeras» rosadas
hacen camino... «lejos». Los dos versos finales, posiblemente,
sitúen a Machado dentro de un utopismo moral ligado a la
asunción de una derrota inmediata; no obstante, merece
resaltarse un hecho: ya en 1903 percibe una salida ideal colectiva
para el cáncer del nihilismo comunitario. No hay aún
llamada al otro a actuar, no se arenga al vecino o al compatriota,
mas se sugiere la dirección en la que el barco humano puede
abrir brillantes estelas.
En XXVII aparece una «tierra
verde y santa y florecida», enfrentada a la «tierra
amarga» de la poesía anterior, que bien podría
identificarse con el universo de relaciones cordiales entre
los hombres. Está cercana en el espacio porque la distancia
física que nos separa es despreciable si hay verdadera
intención de contactar, el desdén sentimental del
peregrino, de todos nosotros, es la causa del alejamiento por
autorreclusión. La lejanía en el tiempo se compensa,
en parte, con la cercanía en el espacio; la posibilidad
de cambio es real porque son reales las puertas a donde llamar,
sólo faltan manos dispuestas a aldabear y manos inclinadas
a quitar cerrojos. La utopía pura es irrealizable por definición,
la machadiana no, aun admitiendo unos inquietantes puntos suspensivos
para el cuándo.
Para el análisis de
su esperanza en el ámbito social, encierra también
gran interés el poema LXXIII, de 1907. En él se diferencian,
claramente, tres planos: en el inferior se levanta la iglesia,
con torres afiladas pero sombría, representando algo negativo
por la carencia de un conjunto de valores humanos que se complace
en ignorar mientras apunta a la sublime nada; ya vimos en las
poesías de los mendigos cómo este edificio emblemático
aparecía indiferente al dolor de aquéllos, provocando
un alejamiento cada día mayor entre el sentir menesteroso
y su aspiración etérea. En el plano superior surge
la estrella clara, el mundo celeste perfecto y diáfano
observador impávido de los avatares de la vida humana,
no interviene quizá por carecer de poder para ello; la
estrella es una «lágrima» de risa o de llanto
contemplativo ante la presencia de las calamidades nacidas de
nuestra libertad. Y, a medio camino, «flota» la nube
de los deseos profundos y de las eternas aspiraciones humanas:
es de «plata» porque su contenido es enormemente valioso;
es «vellón disperso» porque el hombre no acaba
de darse cuenta de su riqueza intrínseca, obsesionándose
con ridículos absolutos particulares que le distancian
cada vez más del otro; es «quimérica» porque
frente a lo sido tiende hacia algo mejor. Pero sólo una
nube con empaque será capaz de alcanzar su meta, los cirros
aislados están condenados a desaparecer, engullidos por
una atmósfera ávida de la humedad que les dio vida.
Es evidente que en estos
años no toda la reflexión machadiana gira en torno
a la ética social, pero la preocupación convivencial
(como queda demostrado) no llega nunca a desaparecer, ni siquiera
puede afirmarse que permanezca en un segundo plano. Antonio
Machado siente una necesidad de clarificación, ésta
le induce a replegarse sobre sí mismo y en las galerías
del alma se cuestiona todo, concibe allí su ser como ser-en
y comienza a meditar sobre el mundo —la gran olla en la que
el garbanzo aislado se encuentra perdido—, desarrollando una
incipiente ontología con su epistemología correspondiente;
mas, a la vez, se reafirma su visión del ser como ser-con
y, aun sin resolver todas las dificultades surgidas en el planteamiento
anterior, se lanza en pos de las claves que han de configurar
un mejor modelo convivencial para el futuro. La añoranza
de la niñez, la historia del fracaso de la razón desligada
del sentir cordial, el escepticismo sobre la verdad, el refugio
en la ensoñación, la vuelta de la mirada hacia el
exterior, la esperanza en una (lejana) articulación social
fundamentada en el amor..., son rastros inequívocos de
la pervivencia y persistencia de su inquietud comunitaria.
4.
Enjuiciamiento crítico de Soledades y conclusión
El
libro Soledades, y con él toda la etapa comprendida
entre 1897 y 1907, ha provocado entre los estudiosos de Antonio
Machado los más ardorosos debates. He decidido ordenar
las diferentes posturas agrupándolas en torno a dos convencimientos
básicos y contrapuestos:
a) El poeta, durante
estos años, sólo se preocupa por el sí mismo
(a nivel existencial, literario, etc.).
b) Resulta apreciable
en los escritos de entonces un interés por el colectivo
humano, con vistas a establecer un ámbito relacional más
justo y digno.
Defienden la primera opción
autores como J. L. Abellán, al menos cuando dice que en
1917 se evidencia el compromiso histórico-político
de Machado con la sociedad, en 1912 deberíamos situar su
noventayochismo y, antes, asumir la presencia de un poeta modernista
en el que prima el individualismo subjetivo [17]; es decir,
para él, en el período de Soledades reina un
afán intimista dentro del cual el otro ni ocupa ni preocupa,
será después cuando lo colectivo atraiga la atención
machadiana y se ponga, de un modo u otro, a su servicio (primero
describiendo lo negativo, luego tomando partido e incitando).
De la misma opinión es J. L. Cano, pues encuentra que el
Machado de Soledades, aunque tiene una acento personal,
es un poeta vertido hacia dentro (intimista) que poco a poco
irá cediendo ante otra poesía más objetiva y
realista como la de Campos de Castilla [18]; si bien
se hace notar el acento especial soportado por el intimismo
del poeta, no deja de percibir en él un interés excesivamente
restringido en cuyo seno el otro tiene un lugar poco relevante.
Ángel González
señala tres fases en la poesía machadiana: Soledades
representa la afirmación del «yo», Campos
de Castilla la afirmación del «otro» y la
negación implícita del «yo», Nuevas canciones
y De un cancionero apócrifo la síntesis de
las afirmaciones antitéticas por medio del «nosotros»;
la preocupación social —ética— es anulada en la etapa
que nos ocupa, dado que don Antonio está en 1898 absorto
en sus propios senderos interiores y permanece distante e indiferente
ante los acontecimientos históricos que le rodean [19].
Tomando en consideración lo expuesto hasta ahora, no veo
justa una descripción del Machado anterior a Campos
de Castilla como persona «indiferente» hacia el
orbe colectivo; su inmersión en los «senderos interiores»
responde precisamente al deseo de encontrar un fundamento más
sólido (meditado) sobre la actividad relacional humana;
ciertamente, no hay referencias valorativas sobre acontecimientos
históricos concretos, pero ello se debe a la prudencia
exigible a todo pensador consciente de hallarse sumido en un
proceso aclaratorio ineludible, al que se debe rendir coyunturalmente
el tributo del silencio.
C. Beceiro, partiendo del
poema VIII («Yo escucho los cantos / de viejas cadencias
/ que los niños cantan...»), hace hincapié sobre
un posterior comentario de su autor defendiendo el derecho de
la lírica a borrar la totalidad de la historia humana para
contar la pura emoción, y acaba preguntándose: «¿Cuál
era esa historia? [...] la pena derivada de una sed amorosa
que el poeta no acierta a saciar. Borrada la historia de sus
amores —esos “viejos amores que nunca se cuentan”—, queda tan
sólo la pena, la “tristeza” derivada de los desafortunados
amores. Pintar la pena es el objetivo básico del primer
libro machadiano» [20]; aun estando presente esa pena de
amores, como también lo está la derrota de la razón
en su voluntad comprensiva general y existencial particular,
creo que Soledades se levanta sobre unos cimientos que
encierran intereses más anchos, de ahí el empeño
por dejar proscrito en sus páginas lo «anecdótico».
Leopoldo de Luis percibe en Soledades un tono elegíaco
que procede de la tristeza por la juventud perdida [21]; Laitenberger
contrapone Campos de Castilla, libro en el que se detecta
un proyecto de futuro que acoge a España como país,
con Soledades, obra casi exclusivamente individual donde
el proyecto de futuro se resume en el intento de recuperar el
pasado personal [22].
José Echevarría
prefiere explicar de forma gráfica la evolución del
pensamiento machadiano mediante la letra «Z»: la línea
horizontal superior indicaría la marcha del uno al otro-dos
por efecto del erótico originario; la oblicua regresiva,
la decepción o repliegue sobre el sí mismo; la horizontal
inferior, el paso del uno mismo a lo Otro-Tú bajo la inspiración
del erotismo poético [23]. Considero bastante aceptable
este modelo si se interpreta de la siguiente forma: en el primer
segmento habría de incluirse, necesariamente, los escritos
de La Caricatura, esenciales para percibir desde fuera
la motivación básica del poeta; en el segundo, los
años de elaboración de Soledades, aunque el
retorno del trazo oblicuo no supondría un cambio de dirección
en el interés machadiano, sino una especie de epojé
temporal respecto a la actividad relacional humana; en el tercero,
prácticamente el resto de su producción literaria,
una vez fundamentada la convivencia en la persistencia de la
«tendencia cordial».
Cardwell, apoyándose
en los comentarios de Azorín sobre Campos de Castilla,
trata de ir más allá de la exégesis habitual
y rompe con la visión modernista de Soledades y
la noventayochista de la siguiente obra machadiana; según
él, Castilla es para don Antonio más un medio de autocontemplación
que un recurso para ejecutar una protesta social contra la realidad
histórica de su época [24]. Obviamente, su ruptura
con el tópico se produce en un sentido totalmente opuesto
al defendido aquí, lo cual no implica mi negativa a admitir
en Campos de Castilla y los siguientes escritos una insistencia
del poeta en autoanalizarse, pero si hay que hablar del interés
fundamental de don Antonio me resulta inaceptable la negación
de la vertiente social reflejada en su obra. Podremos poner
el énfasis en lo intimista o en lo colectivo, mas negar
la existencia de uno de dichos polos lo veo como una exageración
teñida de insinceridad.
Otros autores, tal vez por
negar la importancia debida a los artículos de La Caricatura,
pretenden encontrar la génesis de su preocupación
social en la hipotética influencia de otros pensadores;
éste es el caso de A. Vilanova, para quien el interés
de Machado por contemplar la vida con los ojos abiertos y no
encerrarse en la contemplación de sí mismo, se debe
a las especulaciones orteguianas sobre el tema en los primeros
capítulos de las Meditaciones del Quijote [25].
Estimo la fecha de 1914 como demasiado tardía para vislumbrar
una repercusión orteguiana en don Antonio, y muestro mi
acuerdo con A. W. Phillips cuando argumenta que Machado coincidiría
plenamente con la crítica de Ortega en El Imparcial
(«Crítica bárbara. Poesía nueva. Poesía
vieja») hacia los poetas que se desentienden de lo humano
y lo nacional para cuidarse sólo del virtuosismo personal
[26]; debería concluirse, pues, que si hubo influjo fue
anterior, y no necesariamente de Ortega sobre Machado, sino
mutuo, por cabalgar ambos a lomos de la misma creencia pese
a las apariencias y los equivocados encasillamientos.
La segunda alternativa,
el segundo enfoque de Soledades, y en general de aquellos
años donde la obra se fraguó y evolucionó, tiene
también un gran número de defensores. Resulta curiosa,
no obstante, tras la condena al ostracismo —casi unánime—
de los artículos más juveniles de don Antonio, la
captación generalizada de la preocupación esencial
machadiana en un libro cargado de espinosos implícitos.
Antes de mostrar la relación
de autores que pueden ser ubicados en esta opción, quiero
evocar unas palabras del insigne J. L. Aranguren: «La moral
individualista surge ante la crisis del anterior ordenamiento
moral comunitario, al ser vivido éste como anacrónico,
inadecuado o injusto. Y frente a esta “pérdida de la moral”
el repliegue a la interioridad pudo valer como una solución
provisional. El individualismo moral, lejos de constituir una
actitud primaria, significó el intento de hacernos, cada
cual, a nosotros mismos, al no poder contar ya con los demás.
El hombre, ante una situación de “emergencia”, se refugió
en la “buena voluntad”. Pero la buena voluntad, ejercitada al
nivel individual, es insuficiente. La moral ha de ser realizada
en la sociedad y por la sociedad. La moral es constitutivamente
social. La “ética social” no es un aditamento, o una aplicación
de la “ética general”, concebida primariamente como individual.
La ética es, en cuanto tal, personal y social. Lo personal
y lo social son primarios en ella, e inseparables de ella»
[27]. Me pregunto si en la lectura de este magistral párrafo
es posible evitar que la figura machadiana aparezca y rinda
por entero nuestra imaginación, viéndolo flaquear,
perder ímpetu en su juvenil crítica social y política
por causa de una pertinaz crisis del «ordenamiento moral
comunitario», hasta acabar refugiándose en la «interioridad»;
pero esa opción, no «primaria» en él como
algunos interpretan, pronto muestra su insuficiencia fundamentadora
y le obliga, por imperativo de autenticidad moral, a volver
a mirar al otro para intentar elaborar entre todos un proyecto
convivencial. En resumen: estas escasas líneas de Aranguren
muestran sin pretenderlo la evolución seguida por nuestro
poeta, y deberían aportan una cálida luz en la comprensión
definitiva de Soledades.
Ricardo Carballo, comparando
la poesía de Rosalía de Castro con la de Antonio Machado,
entiende que la obra total de Machado no arroja un balance de
desolación porque su intimismo es paliado con un ansia
de reforma social indiscutible; en Rosalía, sin embargo,
no hay sombra alguna de ideología social y por ello fue
a la postre una extranjera en su tierra [28]. Sin entrar en
un análisis sobre la obra de la poetisa gallega, coincido
con este crítico en la percepción de una evidente
dimensión social de los escritos machadianos; también
comparto la negativa a atribuir a su obra un balance de desolación,
es más, estimo que su llamada permanente a defender la
dignidad humana y a forjar ideales colectivos transgresores
del mezquino egoísmo, debería ser correspondida por
nuestra parte con enormes muestras de gratitud. No se trataría,
pues, de «paliar» nada: la melancolía y la soledad
de don Antonio son consecuencias lógicas de su proceso
de búsqueda y no concitan pelea frente a lo convivencial;
son los forzosos mesones del camino que jamás lograron,
con sus prebendas, hacer del caminante un renegado de su objetivo.
Morón Arroyo, admitiendo
en el poeta de estos años un empeño formal determinado,
repara en su temprana orientación moral y sostiene que
junto a la nostalgia se revela en los poemas una preocupación
por los deseos humanos universales [29]. Para Núñez
Encabo, el ensimismado y melancólico Machado mira hacia
dentro pero descubre las ideas cordiales y lo universal de las
inquietudes humanas [30]. Tuñón de Lara defiende que
siempre hubo en el poeta un ferviente interés por lo comunitario,
considerando el período intimista machadiano como una época
en la que se hace patente su sensibilidad hacia la cosa pública
[31]. S. Guadalajara también destaca el interés social
subyacente, aunque en ocasiones parezca diluirse, bajo la preocupación
por el estilo; sin embargo, opta por describir el fenómeno
de forma colectiva: Valle-Inclán, Baroja, A. Machado...
añadieron a sus preocupaciones estéticas un talante
ético que les llevó a buscar nuevas formas de convivencia
social y de orden político; luego, centrando su atención
sobre don Antonio, añade que en los primeros versos de
Soledades ya se detecta una evidente disponibilidad hacia
lo ético por encima de los artificios retóricos [32].
Suscribo lo afirmado por Guadalajara, pues creo que su conciencia
social era vigilante, que se sentía comprometido en la
defensa de la justicia y esa inquietud no fue incompatible con
un deseo de renovación formal; entiendo, no obstante, que
su búsqueda en pos de un ideal comunitario se hizo manifiesta
en el primer renglón en prosa publicado.
Aurora de Albornoz interpreta
la poesía de Antonio Machado, en general, como un intento
de eternizar lo que pasa, pero también como un diálogo
del hombre con su tiempo, lo cual hace de él un poeta social
interesado por el otro [33]; esta valoración podría
asumirse perfectamente para la etapa que ahora se estudia, pues
la reclusión interior machadiana no supuso un abandono
de la preocupación comunitaria, sino la dolorosa consecuencia
de ella. Pedro Cerezo percibe unidad en la obra machadiana,
lo cual no le impide seguir el rastro de un itinerario trabajado
y espinoso; tal desarrollo procesual no es visto como un desplazamiento
lineal, en progresivo alejamiento del origen, sino como una
marcha en espiral de la maduración interior: la primera
etapa (Soledades) supone un esfuerzo por autentificar
la propia voz, mediante una inmersión en las hondas galerías
del alma, pero el poeta acabará trascendiéndose hacia
lo otro y el otro en un esfuerzo por quebrantar las fronteras
del propio yo, brotando así una segunda estación (Campos
de Castilla) denominada por el filósofo «realismo
dramático» [34]. En otro lugar de su importante obra
sobre don Antonio, partiendo del poema LXI donde se describe
al poeta como ser orientado hacia el misterio y buscador en
sueños, comenta que don Antonio se interesa no sólo
por el misterio de la propia vida, sino por el destino del mundo;
es decir, desdeña el arte por el arte y orienta su poesía
hacia la vida con la secreta intención de humanizar el
mundo [35]. Muestro mi completo acuerdo con la interpretación
de Cerezo sobre dichos poemas, con la visión unitaria de
la obra machadiana y el símil de la línea espiral,
pero echo de menos una valoración adecuada de los artículos
precedentes a Soledades que convertiría a esta obra
en una segunda etapa necesitada de una exégesis a la luz
de la primera.
Según Sánchez
Barbudo, las poesías de Soledades trascienden el
mero cantarse a sí mismo; Machado no se canta sólo
a sí mismo, sino la melodía de todas las almas [36].
Por último, para dar por concluida esta relación de
autores que inciden sobre el componente social, humano, comunitario
de don Antonio en las páginas de Soledades, es obligado
reproducir unas magníficas palabras de López-Morillas:
«A la vuelta de tanto gongorismo y garcilasismo, de tanta
doctrina extrapoética, de tanto castillo interior y torre
ebúrnea, de tanta poesía pura y poesía minoritaria,
se ha ido acentuando el perfil del poeta responsable, esto es,
del poeta que bucea en la propia intimidad no para regodearse
en ella con búdica complacencia, sino para descubrir en
lo que cabe su radical condición, su dimensión vital
y su destino, en suma, su humanidad genérica» [37].
Aquí hemos seguido
el rastro del pensar machadiano detectando su oposición
hacia el «arte predicador» en tanto que sectario y
poco humano, la acomodación «formal» al gusto
del momento sin caer en el abandono del interés convivencial,
la admisión de un fracaso de la razón en su afán
comprensivo de la verdad a nivel metafísico y existencial,
el empeño continuado por fundamentar la verdad relacional,
la crisis del yo como substrato último de dicha fundamentación,
el descubrimiento de lo «eterno humano» y el valor
esencial del amor, la nueva mirada al exterior...; con este
ramillete de datos, resultará lógico entender que
el autor de este escrito sienta gran afinidad interpretativa
con los críticos mencionados en segundo lugar.
A estas alturas sólo
resta —a mi modo de ver—, una postrera referencia al decir del
propio Machado sobre esta peculiar obra, y para ello utilizaré
cuatro escritos:
1) El prólogo a «Soledades»
en Páginas escogidas, de 1917: confiesa su modo
de entender la poesía como una «honda palpitación
del espíritu», lo cual le llevó a seguir un «camino
bien distinto» al de otros componentes de la «selecta
minoría» de aquellos años; fruto de tal palpitación,
el poeta conseguiría «vislumbrar las ideas cordiales,
los universales del sentimiento». Es decir: su alejamiento
de la nueva línea poética se debería a una no
confluencia de intereses, siendo el suyo un algo ligado a la
cordialidad y la universalidad, o sea, a la preocupación
ética.
2) El prólogo a Soledades,
galerías y otros poemas, de 1919: la admisión
de haber amado con pasión aquella nueva sofística
(subjetivismo extremo), responde a un deseo de explicar coherentemente
la aparición de muchos poemas en los que el yo se sentía
perdido existencialmente y buscaba respuestas. Hemos señalado
cómo en las recónditas galerías del alma, don
Antonio se topó con problemáticas de diversa índole
imposibles de esquivar, y dado su real tratamiento poético
resultaría ilógico, ahora (1919), negarlas; de ahí,
a afirmar la inexistencia de una preocupación social media
un abismo. Machado se dirige a un público entusiasta que
de alguna forma lo ha encasillado; él, en cambio, no se
muestra satisfecho y se justifica, para no delatar crudamente
la equivocación del lector. La «edad» favorable
para el apasionamiento de las almas en pos de «una tarea
común» se ubica en un futuro deseado, porque realmente
no se había dado aún, pero presiento en el poeta un
añejo anhelo de tal momento.
3) «Poética»,
de 1920: en esta reflexión de Los complementarios,
se describe su concepción de la poesía en los años
de Soledades como arte orientado a abolir lo anecdótico
para contar la pura emoción; después, se repara sobre
la exclusiva coincidencia de su sentir de entonces con la «estética
novísima» en ese deseo de proscribir lo anecdótico,
y debemos preguntarnos: ¿qué le separaba de ellos?
La respuesta se encuentra en la meditación siguiente («Crítica
literaria»): tras censurar el uso indiscriminado de la
metáfora, en un empeño de «espíritu trivial»
y de «inteligencia limitada» por enturbiar los conceptos,
don Antonio describe el lenguaje —incluido el poético—
como medio para promover el entendimiento entre los hombres.
La poesía, en consecuencia, tiene una función social,
pues comunica y expande emociones, sentimientos, que siendo
individuales no son ajenos ni indiferentes a la totalidad de
la especie.
4) «Miscelánea
apócrifa. Notas sobre Juan de Mairena» (1937): recuerda
don Antonio el poema LXXVII donde describía la vieja angustia
que atenazaba su alma, comentando que esos versos habían
sido escritos muchos años atrás (publicados en 1907)
y tienen una inequívoca interpretación heideggeriana.
Ahora bien, contrapone después la resignación final
del profesor de Friburgo con la salida rebelde ante la angustia
por parte de Unamuno, dando a entender que él apuesta también
por la insurrección ante el fracaso existencial. Su propuesta,
como es bien conocido, tampoco coincidió con la unamuniana,
sustituyendo el ansia de inmortalidad (particular) por un interés
en mejorar la relación convivencial.
Defendía Heidegger
que antes de elaborar una ontología fundamental era necesario
llevar a cabo una analítica existencial del único
ser que problematiza su existencia; pues bien, creo que lo teorizado
por el filósofo alemán en 1927 fue ejecutado prácticamente
por Machado en el período de Soledades. En esta
obra vemos al poeta intentando conocerse mejor a sí mismo
(sentía en su alma sonar de cadenas y rebullir de fieras
enjauladas), quejarse de su vacuidad sentimental (está
la fuente muda y marchito el huerto, vida como barco sin naufragio
y sin estrella), aspirar a una existencia más auténtica
(evitar el perfil grotesco de nuestra imagen en el espejo),
e intuir que ser es ser-con o que vivir es compartir (la monedita
del alma se pierde si no se da). Negar todo esto supondría
empecinarse en percibir las cosas como no son.
Pero, si aún le quedase
a alguien una pequeña duda, le recomiendo que lea los artículos
de La Caricatura, luego las citas aquí expuestas
de Richen, Bergson y Aranguren y, finalmente, que relea Soledades.
Seguramente se topará con un universo muy diferente
al percibido en la oscura caverna platónica.
Notas
[1]
A. Guerra, «Antonio Machado, un canto de frontera»,
en Antonio Machado hacia Europa, Madrid, Visor, 1993,
pp. 37-47 (p. 40).
[2] F. Zaragoza Such, Lectura ética de Antonio Machado,
Murcia, Diputación Provincial de Murcia, 1982, p. 231.
[3] A. Sánchez Barbudo, «Antonio Machado y su pensamiento
filosófico: una síntesis», en Antonio Machado
hacia Europa, Madrid, Visor, 1993, pp. 159-170 (pp. 161-162).
[4] P. de A. Cobos, Humor y pensamiento de Antonio Machado
en sus apócrifos, Madrid, Ínsula, 1972, pp. 84-85.
[5] H. Bergson, Las dos fuentes de la moral y de la religión,
Madrid, Tecnos, 1996, pp. 348-350.
[6] En carta a Federico de Onís (22 junio 1932), comenta:
«Buscaré la edición de Soledades publicada en
1902, aunque con fecha de 1903. Casi todas las poesías
que contiene son anteriores a 1900 [...]. Las más antiguas
calculo que fueron escritas en 1898» (PPC, p. 1.799).
[7] L. de Luis, Antonio Machado. Ejemplo y lección,
Madrid, Fundación Banco Exterior, 1988, p. 42.
[8] M. y A. Machado, La Lola se va a los puertos, Madrid,
Espasa Calpe, 1969, p. 113.
[9] F. Richen, Ética general, Barcelona, Herder,
1987, pp. 20-21.
[10] Incluiré tanto Soledades como Soledades.
Galerías. Otros poemas, dado que el afán por desentrañar
la verdad humana persiste en modo análogo a lo largo de
los años siguientes a 1902.
[11] En carta anterior, confesaba el poeta sevillano a don Miguel:
«Yo veo la poesía como un yunque de constante actividad
espiritual, no como un taller de fórmulas dogmáticas
revestidas de imágenes más o menos brillantes.»
Y refiriéndose a la vida literaria madrileña: «Pero
en el fondo de esta gran miseria hay algo que nos llevará
a todos a unificar nuestros esfuerzos hacia un ideal que está
más alto de nuestra vanidad. No cabe duda» (carta
a Miguel de Unamuno, mayo 1904; PPC, pp. 1.473-75).
[12] J. Machado, «Apéndice: los nombres de Antonio
Machado», Anthropos, 50, 1985, pp. 118-123 (p. 122).
[13] M. Durán, «Antonio Machado, el desconfiado prodigioso»,
Ínsula, 212-213, 1964, pp. 1 y 18 (p. 18).
[14] H. Bergson, op. cit., pp. 26-31.
[15] A. Sánchez Barbudo, Los poemas de Antonio Machado,
Barcelona, Lumen, 1989, p. 146.
[16] J. A. Marina, Ética para náufragos, Barcelona,
Anagrama, 1995, p. 46.
[17] J. L. Abellán, El filósofo «Antonio Machado»,
Valencia, Pre-Textos, 1995, pp. 22-23.
[18] J. L. Cano, «Introducción» a A. Machado,
Campos de Castilla, Madrid, Cátedra, 1977, pp. 22-23.
[19] A. González, Antonio Machado, Madrid, Alfaguara,
1999, pp. 49, 179.
[20] C. Beceiro, «“Los cantos de los niños”: de Soledades
a Soledades, galerías y otros poemas», Ínsula,
506-507, 1989, pp. 12, 15.
[21] L. de Luis, op. cit., pp.181-182.
[22] H. Laitenberger, «Dos ejemplos de la Europa apócrifa
de Machado: España y Rusia», en Antonio Machado
hacia Europa, Madrid, Visor, 1993, pp. 366-374 (p. 369).
[23] J. Echevarría, «El cantar y el decir filosófico
de Antonio Machado», Anthropos, 50, 1985, pp. 106-118
(p. 109).
[24] R. A. Cardwell, «Antonio Machado: ¿modernista,
noventayochista o poeta finisecular?», Ínsula,
506-507, 1989, pp. 16-18 (p. 17).
[25] A. Vilanova, «La metafísica poética de Antonio
Machado», en Antonio Machado: el poeta y su doble,
Barcelona, Departamento de Filología Española de la
Univertitat de Barcelona, 1989, pp. 61-99 (p. 89).
[26] A. W. Phillips, «Antonio Machado y Ortega: una temprana
coincidencia estética e ideológica», Ínsula,
506-507, 1989, pp. 59-61 (p. 60).
[27] J. L. Aranguren, Ética y política, Barcelona,
Orbis, 1985, p. 19.
[28] R. Carballo Calero, «Machado desde Rosalía»,
Ínsula, 212-213, 1964, p. 12.
[29] C. Morón Arroyo, «Palabra esencial en el tiempo»,
Ínsula, 506-507, 1989, pp. 58-59 (p. 59).
[30] M. Núñez Encabo, «Nuestro contemporáneo»,
El País, 22 febrero 1989, Suplemento literario,
p. 6.
[31] M. Tuñón de Lara, Antonio Machado, poeta del
pueblo, Madrid, Taurus, 1997, pp. 265-266, 283.
[32] S. Guadalajara, El compromiso en Antonio Machado,
Madrid, Escolar, 1984, pp. 24, 132-133.
[33] A. de Albornoz, «Teoría poética de Antonio
Machado», Anthropos, 50, 1985, pp. 18-21 (pp. 19-20).
[34] P. Cerezo, Palabra en el tiempo. Poesía y filosofía
en Antonio Machado, Madrid, Gredos, 1975, pp. 234-236.
[35] P. Cerezo, ibíd., pp. 28, 33.
[36] A. Sánchez Barbudo, El pensamiento de Antonio Machado,
Madrid, Guadarrama, 1974, pp. 19-20.
[37] J. López-Morillas, «Antonio Machado: ética
y poética», Ínsula, 256, 1968, pp. 1 y
12 (p. 12).
Fecha
de publicación: febrero 2003
Abel
Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com
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