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En torno a las Soledades machadianas

 

Fermín Lázaro
I.E.S. de Griñón (Madrid)
ferlave@wanadoo.es

 

 
1. El desconocido primer Machado

Se publica Soledades en 1902 y, al poco tiempo, la crítica pregona las excelencias de esta magnífica obra, presentándola como el primer peldaño de la escalera creativa machadiana. Sin embargo, un somero conocimiento bibliográfico delata pronto el error de tal interpretación, pues lo cierto es que don Antonio escribió y publicó en 1893 un conjunto de artículos en la revista La Caricatura que son, querámoslo o no, el primer puntal de sus ideas. No negaré, por obviedad, que aquí la prosa manda y el poeta permanece aún escondido, pero también es verdad que si tenemos en cuenta las reflexiones plasmadas en estos juveniles escritos, nos será más fácil comprender el sentido último de Soledades. Como esta tarea no ha sido ejecutada convenientemente, la abordaremos ahora sin más dilación.

Cuando contaba dieciocho años publica Machado una treintena de artículos, algunos elaborados individualmente y firmados con el seudónimo de Cabellera, otros, escritos conjuntamente con su hermano Manuel y rubricados por Tablante de Ricamonte. ¿Cuál es su contenido? En ellos se atacan, a veces con ironía, determinados comportamientos que de algún modo atentan contra la sana convivencia; no interesa el ser humano como individuo aislado, capaz de excitantes gestas ante las fuerzas o asechanzas naturales, importa el ciudadano, ser llamado a jugarse en el transcurso de su existir con otros lo que todos acaben siendo. Es decir, Antonio y Manuel desdeñan la reflexión sobre el sentido de la vida del ser particular y, en afinidad con el sentir griego, muestran su preocupación por la comunidad, porque intuyen que es en ella y sólo en ella donde el adjetivo «humano» adquiere un significado real.

Podemos distinguir un grupo de catorce artículos con temática exclusivamente social, donde se aprecia claramente un tono de reproche orientado tanto hacia comportamientos individuales como colectivos. En el primer caso son descritas conductas que de una u otra forma socavan la actividad relacional cotidiana, como por ejemplo: aspirar a ser alimentado sin trabajar («Los bohemios»), dejarse someter por el deseo de juerga constante («Vocaciones»), hacer gala de una penosa incultura («Dios los cría y ellos se juntan», «Moscardón literario»), el desmesurado narcisismo («Un par de artistas»), el exceso de confianza o la amistad mal entendida («Que no vuelva», «Una y no más»), la intolerancia («Función de aficionados en el Liceo Rius»), el asesinato injustificado («Dos hienas»), la ausencia de ideas prácticas («Dios nos coja confesados»)... En el segundo, se incide básicamente sobre dos males: la despreocupación por lo comunal y el dormitar del pueblo («Afición taurina», «Pan y toros», «Indiferencia»...).

Si bien en estas primeras reflexiones machadianas todo el énfasis recae sobre lo convivencialmente negativo, para nosotros ha de resultar fácil, partiendo de lo censurado, remontarnos a lo deseable. En consecuencia, establecemos la siguiente relación de actitudes y valores defendidos: el trabajo personal, como forma de asegurar el sustento propio y no ser una carga para la comunidad; la visión del otro como un fin en sí mismo, no como simple medio del que nos servimos para lograr divertimento; el afán autoperfectivo, que conlleva una capacidad de sacrificio para adquirir conocimiento; el respeto hacia las consideraciones generales en la comunidad de referencia, procurando analizarse a sí mismo antes de enfrentarse contra todo y contra todos (dicho de otra forma: cultivar la tolerancia); la corrección en el trato, fundamentada en la amabilidad y la sana vergüenza; el deseo de implantar una auténtica justicia; el interés por mejorar la situación colectiva, frente a la apatía o la indiferencia. Además, conviene tener en cuenta que toda actitud indirectamente ensalzada (virtud) lo es por la ganancia social provocada y no por la tranquilidad de ánimo conseguida; de igual modo, los comportamientos criticados (vicios) son expuestos sin remilgos como lección convivencial negativa.

Pero no todos los artículos de La Caricatura mantienen la misma línea. Los hermanos Machado presentan en este medio otros títulos en los que el análisis social se ve complementado con la denuncia política intencionada. Ha de reconocerse, no obstante, que semejante planteamiento no es propio y exclusivo de ellos, sino lo habitual en todo pensador interesado por los problemas comunitarios; el proceso puede ser descrito así: ante la profusa muestra de comportamientos inmorales detectados, comienza a especularse sobre la posibilidad de que el responsable último de la situación sea un sector social concreto, lo suficientemente poderoso como para imponer un modelo relacional dañino para los intereses generales. Esta duda reorienta la queja hacia la actividad política y, en general, hacia toda institución que ostente alguna responsabilidad en el ordenamiento convivencial.

El acceso a la sospecha política supone un primer logro en la senda de la indagación moral digno del mayor interés, y don Antonio accede ya en 1893 a este nivel meditativo. Sin embargo, es de justicia reconocer la ayuda de su hermano mayor para lograr que tal giro se fraguase en el momento presente (estos dieciséis artículos son elaborados de forma conjunta por ambos hermanos), posiblemente porque Manuel habría desarrollado el sentido crítico hacia la parcela institucional antes que Antonio. En cualquier caso, conviene ver en el ataque político de los Machado no sólo la expresión de un franco descontento, sino una voz cargada de afanes morales correctores.

Las principales críticas dirigidas hacia la clase política quedan expuestas en la siguiente relación: prima el interés particular sobre el general («Partidos y partidas», «Lo que puede el poder», «La caída de Sagasta»...), se intenta gobernar sin fijar fines colectivos a alcanzar («Gamazo y los vinos», «La hecatombe»...), falta capacidad intelectual o moral en el político («O tempora! O mores!», «Choque y descarrilamiento»). Fruto de este primer intento de profundización reflexiva, se capta cierta disculpa implícita hacia algunos comportamientos inmorales populares (sobre todo en «Cosas que pasan»), cargando las tintas los Machado sobre la responsabilidad última del personal político.

A tenor de lo expuesto, es innegable que los artículos de La Caricatura han de convertirse para el exégeta en un valioso instrumento que facilite la comprensión de la obra posterior machadiana; mas, desgraciadamente, no ha sido éste el caso. Son citados por B. Sesé, P. de A. Cobos y algún otro crítico, pero no se ha llevado a cabo un análisis serio sobre las repercusiones de aquellas tempraneras ideas en los siguientes escritos de nuestro poeta. Curiosamente, sí reina un acuerdo amplio sobre la influencia ejercida por señaladas instancias educativas en su vida y obra: la familia habría estimulado la curiosidad intelectual, el progresismo, el anticlericalismo...; la Institución Libre de Enseñanza le habría orientado hacia la búsqueda de la verdad, la diligencia, el ejemplo, el humanismo... Ahora bien, se desplazan esos efectos hacia etapas posteriores a 1893. Sirva como ejemplo del posicionamiento descrito la opinión de A. Guerra, quien defiende que Machado —ya desde Soledades, pero de forma muy evidente desde Campos de Castilla— pretende meditar sobre la fatiga de la existencia cotidiana, el tiempo, la amistad, el amor y su ausencia, la comunidad generacional, la preocupación nacional y la esperanza del futuro [1]; aun reconociendo la ausencia de algunas de estas preocupaciones en los escritos que nos ocupan, al menos habría de concederse que sí hay en ellos una meditación sobre la existencia cotidiana (comunal), un interés por el destino nacional y un anhelo capaz de otorgar sentido a la propia actividad censuradora. Zaragoza Such considera inadecuado hablar de cambios bruscos en la producción machadiana, recordando que ya en el poema II de Soledades se enfrenta a la dicotomía autenticidad/artificiosidad, identificando lo primero con lo popular [2]; muestro mi acuerdo pleno con él sobre la inconveniencia de «hablar de cambios bruscos» en la obra machadiana, no obstante insisto sobre el error que supone comenzar el análisis de su itinerario por Soledades, en lugar de prestar atención a los escritos precedentes, pues en ellos queda marcada con nitidez la preocupación esencial de don Antonio. Para Sánchez Barbudo, Machado cambia de opinión sobre el papel del poeta en la sociedad a principios de siglo, por influencia de Unamuno y repercusión de las enseñanzas recibidas en la Institución, procurando llevar desde entonces una vida que no fuese estéril para los demás y manifestando fehacientemente una preocupación moral por el otro [3]; se insiste en destacar el peso de la Institución sobre Machado pero, como ya advertimos, los efectos son aplazados porque se considera a Soledades la primera obra machadiana. Sin embargo, hay un Machado juvenil que, sin ser aún poeta, está enormemente interesado por lo social, por lo convivencial; hay un articulista que evita forjarse una vida estéril para los demás y por ello describe —indulgente o mordazmente, según el caso— lo que no debe ser. Su preocupación moral por el otro (el ciudadano) se manifiesta sin tapujos en cada uno de los pequeños escritos de La Caricatura; Unamuno no despierta su conciencia, la reorienta en un delicado momento de clarificación personal marcado por la confluencia de preguntas de muy diversa índole (el sentido de la vida, el yo y el Todo, la verdad, el amor...).

P. de A. Cobos recomienda, para entender correctamente la poesía machadiana, prestar atención a su prosa, insistiendo en que el intimismo, el objetivismo y la metafísica son elementos integrantes de un pensamiento único [4]. No tengo nada serio que objetar al respecto, pero no comparto el mirar exclusivo de Cobos hacia la prosa posterior a Soledades y Campos de Castilla en perjuicio de la precedente; además, su visión de los artículos de 1893 como el «antecedente humorístico de los apócrifos» les priva de la importancia que merecen, pues en ellos bulle, sobre todo, una tensa preocupación social que será la constante de la obra machadiana.

En definitiva, aquí se mantienen tres ideas básicas respecto a los primeros escritos de Antonio Machado:

1) Indican cuál es su interés originario: lo social (y como consecuencia de un primer intento profundizador, lo político).

2) Permiten un acceso a Soledades mucho más comprensivo que el derivado de la visión habitual (el primer Machado es el poeta).

3) Delatan una limitación reflexiva (pensamiento precrítico) que sugiere la aparición posterior de una actividad indagatoria más cautelosa y madura.

 

2. La razón del cambio

Lo específico de la actitud precrítica es la inmediatez justificadora de ciertos modelos comportamentales y la consiguiente censura hacia sus opuestos: se admite sin reservas el ser social del hombre, su capacidad para juzgar certeramente sobre el bien y el mal moral, la necesaria coincidencia entre lo opinado por el sujeto en cuestión y la correcta valoración, etc. Este modo de habérselas con el hecho relacional es «natural» por ser habitual, y es «precrítico» por ausencia de una reflexión profunda sobre los condicionantes del juicio moral propio; sin embargo, a poco que se arañe sobre la corteza de tal suposición, la sorpresa irrumpirá y la claridad del ciego dejará paso a las brumas del vidente. Antonio Machado, tan limitado en principio como cualquier otro ser humano, afrontó la problemática social desde esta falsa seguridad tempranera, hasta acabar percatándose de su fatal consecuencia: la imposibilidad de establecer diálogo constructivo alguno sobre la moralidad colectiva.

El Machado niño fue educado por su familia en unos valores morales determinados, luego la Institución vino a reforzar lo ya asumido, mientras instaba al joven escolar a reflexionar sobre la propuesta moral planteada, y esa actitud inquisitiva, remisa a tomar nada por bueno sin el beneplácito del propio juicio, sería ya una constante a lo largo de la vida del poeta. Lo primero que acometió (iniciando su recorrido literario), fue comparar su bagaje axiológico con lo observado a su paso, dándose de bruces con una realidad social que no le satisfacía por incompatibilidad con unos principios considerados de evidente y necesaria aceptación; la consecuencia inevitable fue la censura, para hacer patente el gran error cometido, el gran atentado contra la convivencia. En esta etapa, pues, algo era juzgado bueno o malo por comparación con un ideal que el joven Antonio (y sus circunstancias) se había forjado.

Pero no tardó en darse cuenta de la presencia de una molesta eventualidad: «convivir» era un término de contenido ambiguo, pues el otro tenía su propia opinión sobre el alcance y matices del concepto en cuestión, y ejercía su derecho a interpretarlo prácticamente a su modo. El asidero de antaño, oferente de una rocosa seguridad, inicia entonces un lento despegue hacia el tenebroso suelo de la duda. Acosa el exterior con visiones múltiples, lo moral pierde su unicidad básica y el sujeto íntegro que no renuncia a encontrar razones de sus valores, totalmente perplejo, recurre al análisis del propio sentir para intentar localizar, al menos, la fuente del error. Dicho de otro modo: el paso de los años, la experiencia de la vida, fue agrandando paulatinamente la brecha entre aquellos valores morales mamados en la niñez y los descubiertos luego en muchos de sus compatriotas; esa distancia acabó siendo percibida no sólo como el resultado de un enfrentamiento sobre hábitos comportamentales concretos, el problema llegó a ser que el otro, en general, parecía vivir en un mundo moral sin punto de tangencia alguno con el suyo. Machado, pues, vive inmerso en el mundo cotidiano, con los ojos bien abiertos, pero no le gusta, o mejor dicho, no logra comprenderlo; por ello, decide hacer un alto en el camino y meditar, para escrutar su propia capacidad de fundamento.

Suele verse a Soledades como un libro intimista, y efectivamente lo es, pero debe tenerse en cuenta que el examen ejecutado por Machado sobre su propia alma deriva de la aceptación previa de un fracaso: la especie humana es incapaz de mantener un debate razonado y razonable sobre lo que a todos concierne. Esta situación, tan propiciadora de angustia, no surge por vez primera en la historia del pensamiento moral con Antonio Machado, muy al contrario, puede ser considerada como una constante a lo largo de su dilatado recorrido; ante ella, el filósofo no ha podido permanecer indiferente y ha buscado una vía de escape, siguiendo cada cual el camino que estimó más adecuado. Nuestro poeta insinuó una primera tentativa fundamentadora del criterio moral recurriendo al análisis político, mas la persistencia de la distancia entre la valoración propia y la ajena le evidenció su insuficiencia, sintiendo que la imposibilidad comunicativa le arrastraba hacia el estupor. De éste pueden brotar la indiferencia o el pasmo: en el primer caso, habrá ganado la batalla un «escepticismo melancólico» fustigado a menudo por Machado; en el segundo, la humana curiosidad, el empecinamiento desvelador, tratará desesperadamente de encontrar una salida airosa echando mano de los mil caminos puestos por la razón a su alcance.

Algunos pensadores han fijado su mirada esperanzada sobre la historia de nuestra especie, buscando en la génesis de lo social la clave del problema; otros renuncian a la investigación moral de talante filogenético, centrando su atención en las fases del desarrollo psicológico individual (Piaget, Kohlberg); un tercer grupo, el más numeroso, aspirará a desentrañar el misterio moral a través del concienzudo análisis filosófico, y dentro de esta senda, cabe discernir una modalidad sui generis en la profundización del fenómeno moral: la autoinspección o introspección. Tal modo de proceder, con reminiscencias orientales, socráticas y agustinianas, será ahora redescubierto y readaptado por don Antonio, extrayendo de él una magnífica y fecunda perspectiva. Podría decirse al respecto que nuestro poeta se adelanta treinta años al modo de ver las cosas de uno de sus filósofos más leídos: «Puesto que las disposiciones de la especie subsisten, inmutables, en el fondo de cada uno de nosotros, es imposible que el moralista y el sociólogo no tengan que tenerlas en cuenta. [...] Esta naturaleza, la humanidad en su conjunto no podría forzarla, pero puede desviarla, y sólo la desviará si conoce su configuración. [...] Pero ¿cómo encontrarlo, teniendo en cuenta que lo natural se halla recubierto por lo adquirido? [...] La fuente de información por excelencia será la introspección. Debemos ir en busca de ese fondo de sociabilidad y también de insociabilidad que aparecería ante nuestra conciencia si la sociedad constituida no hubiera puesto en nosotros los hábitos y disposiciones que nos adaptan a ella. No tenemos la revelación de ese fondo sino de tarde en tarde, como en un destello» [5].

Como en Machado la profundización moral señalada tiene lugar después de escribir los artículos de La Caricatura, y no publica —prácticamente— nada hasta los años en que comienzan a fraguarse las primeras Soledades (1898) [6], nos resultará valioso acometer un estudio de las circunstancias de toda índole condicionantes de su biografía y, por lo tanto, de su pensamiento. En el ámbito político, la situación soportada por el país no facilitaba la resolución de sus dudas convivenciales: ya en 1893, a los atentados anarquistas de Barcelona (bomba del Liceo) hay que añadir la creación del PNV por Sabino Arana, con una clara tendencia secesionista; en 1895 estalla de nuevo la guerra de Cuba, abanderada por José Martí; en 1896 se produce, también en Barcelona, un atentado en la procesión del Corpus (proceso de la calle Cambios Nuevos) y son llevados a juicio los redactores de la revista Ciencia Social; 1897 presencia el asesinato de Cánovas y, finalmente, en 1898 estalla la guerra hispano-yanqui en Cuba. El mundillo literario presenta en estos años dos líneas divergentes: por un lado, nos encontramos con escritores en cierto modo trágicos, como Unamuno (sufre en 1897 una gran crisis que determinará su posterior trayectoria reflexiva) o Ganivet, aguda pluma que presenta su Idearium español y al año siguiente (1898) se suicida; por otro, surge un afán renovador de la forma poética que tiene como principal abanderado a Rubén Darío, quien da a la imprenta en 1896 sus Prosas profanas y desata en España la simpatía por el modernismo. El desarrollo de los acontecimientos en el orbe familiar tampoco debió de favorecer el abandono de la angustia comunitaria ni la perplejidad experimentadas: su padre enferma, regresa a Sevilla y muere con la sola compañía de su mujer (1893); el abuelo paterno, único sostén económico del clan machadiano, fallece en 1895; su hermano Joaquín, con 14 años, se ve obligado a emigrar a Venezuela para hacer fortuna (1895)... Por último, si reparamos en lo personal, vemos al juvenil Antonio dando tumbos sin encontrarse ni espiritual ni laboralmente: frecuenta teatros, tablaos flamencos, tertulias de café y plazas de toros; intenta hacer carrera como actor en la compañía de Fernando Díaz de Mendoza; y en 1895, Manuel se traslada a Sevilla para cursar estudios de Filosofía y Letras, quedando el hermano menor más solo y desasistido afectivamente que antes.

Bajo este haz de circunstancias, tan poco dadas al sosiego, se desenvuelve paradójicamente un afán elucidatorio que clava su primera pica a finales de 1902, con la primera edición de Soledades. Como ya he mencionado, durante los nueve años transcurridos desde los artículos de La Caricatura hasta este momento, don Antonio apenas saca a la luz pública escrito alguno, entre otros motivos por una hipotética ausencia de ofertas atractivas; no obstante, y puesto que están ahí, los tres textos de esta etapa portadores de su firma requieren un somero comentario:

a) Carta a Manuel (30 noviembre 1896): opinión personal sobre las cualidades de algunos toreros.

b) Artículo sobre María Guerrero (2 septiembre 1897): loa a dicha actriz por sus excelentes dotes interpretativas.

c) Reseña sobre dos obras de Antonio de Zayas (3 agosto 1903): halagos hacia este escritor y amigo.

Los tres son intrascendentes desde la perspectiva de la reflexión convivencial; sin embargo, en el tercero algo llama poderosamente la atención: tras elogiar —por cortesía— el parnasianismo de Zayas, sugiere que si bien se puede ser descriptivo frente a un cuadro o un viejo monumento, no es recomendable seguir la misma línea poética ante la espontaneidad de la vida natural subyacente en el paisaje, aconsejándole aquí dar rienda suelta a su «íntimo sentir»; evidentemente, ante el bullir convivencial aún quedaría menos justificada aquella actitud distante y aséptica. Pero hay un párrafo final motivo de polémica entre los comentaristas, pues Machado declara preferir las obras que soportan una pura intención de arte a las de trascendencia social, o si se prefiere: le place más el arte decorativo que el predicador. Entiendo el «más lo quiero» aparecido en este escrito como apuntando hacia una disyuntiva en la que ninguna de las opciones goza de pleno asentimiento, decantándose por la menos mala; la peor, obviamente, está encarnada por el arte «predicador» es decir, por la visión política partidista. Frente a dicha función del arte, delatora de un interés que no mira a lo eterno y universal humano, don Antonio justifica a medias —sólo a medias y en el marco de la ayuda hacia un amigo— el papel «decorativo» del arte, si bien esto no permite inferir una pérdida de su interés por la problemática comunitaria.

Hay otras páginas machadianas, coetáneas de Soledades, que han dado también mucho juego interpretativo; sirva como ejemplo una carta enviada a J. R. Jiménez (1903-04) en la que confiesa sentirse inmerso en un período de evolución tras una nueva forma de expresión poética. En todas la misivas enviadas a Juan Ramón durante estos años, es perceptible un tono constante de alabanza hacia el poeta onubense que indica, de modo inmediato, tanto la admiración provocada en él por su obra como el deseo de no contrariarlo, pues a fin de cuentas Machado necesita trabajar (publicar) y el de Moguer puede ser uno de sus mejores mentores; teniendo en cuenta esta circunstancia, es fácil deducir que la anterior confesión no implica el advenimiento necesario de una cambio significativo en su preocupación esencial. Como más adelante se verá, lo moral, en íntima mezcolanza con lo social, sigue siendo el motivo fundamental de sus desvelos, dando continuidad a una inquietud de lejano origen; no obstante, el artista debe vivir de su trabajo y no ser una rémora comunitaria (recordemos el artículo titulado «Los bohemios»), por ello ha de mostrarse receptivo a los gustos formales que se imponen, logrando, de esta manera, una aceptación y una independencia económica. Con L. de Luis, diríamos «que Antonio Machado fue modernista en principio. No sólo porque tuvo muchos rasgos del hacer y del sentir del modernismo en su primera época, sino porque, como poeta joven de entonces, no podía ser otra cosa» [7].

Así pues, siendo cierto que en el ámbito literario Machado sigue la moda y procura evolucionar con ella, el interés meditativo, en cambio, permanecerá fiel a la problemática juvenil detectada en aquellos artículos de 1893. ¿Dónde está la novedad de fondo, que posibilita una diferenciación entre este período y el anterior? En el modo de afrontar la reflexión sobre la actividad relacional, modo tendente a dejar transitoriamente en reposo cualquier valoración moral hasta no disponer de un criterio justificador de la misma, más sólido. Como ya se indicó, la vía elegida por Machado fue la autoinspectiva, el repliegue hacia su interior, para buscar allí lo que fuera se sentía incapaz de ver.

 

3. El itinerario del cambio

El título Soledades aporta una inmejorable pista sobre la situación en la que don Antonio se hallaba, pero esa solitud no era tanto física como reflexiva y moral, habiendo sido arrastrado a ella por la avalancha de opiniones y valores contrapuestos en constante pugna por imponerse. Tal estado de perplejidad, de ofuscación ante el estallido permanente de todo tipo de disputas y atentados comunitarios, le lleva a poner en duda la capacidad humana para establecer una comunicación auténtica y, lógicamente, se siente solo. Este proceso, caracterizado por el refugio en el interior del sí mismo ante la incomprensión moral que el exterior desata, afectó también a personajes unamunianos como Pachico (Paz en la guerra), mas la cosa colectiva acabó por sacarlo de su ensimismamiento y le volvió a situar en la batalla social; de igual modo, el Machado de 1899, dejando ya sus huellas impresas en los oscuros pasillos del alma, no duda en militar frente a la injusticia y, junto a Baroja, se amotina a favor de los dreyfusistas.

La preocupación por lo convivencial no pierde pujanza; sin embargo, hemos de reconocer que una vez orientada la meditación hacia las interioridades del alma, resulta muy difícil eludir planteamientos de otra índole dispuestos a asaltar allí al atrevido explorador. Así lo verá don Antonio años más tarde, poniendo en boca de uno de sus personajes teatrales el siguiente comentario:

José Luis.
Heredia.
¿Quién es usted?
¿Yo? Un misterio
muy grande, don Joselito,
el que se mira por dentro
se hace un lío. [8]

Esta consideración puede servir para explicar la diferencia esencial entre unas interpretaciones y otras de esta obra machadiana: para algunos, el recién estrenado tono meditativo junto a la presencia de interrogantes existenciales, revelan un interés fundamental por dar sentido al atribulado devenir de la mónada particular; en mi caso, entiendo que el análisis del trayecto ejecutado en los años previos nos da una clave distinta para comprender el nuevo tono, permitiendo un acceso a Soledades, Campos de Castilla y toda la obra posterior, no necesitado de hipótesis sobre salto paradigmático alguno, sino de la sencilla admisión de una evolución reflexiva.

F. Richen anota que cuando la validez normativa de las pautas morales se pone en tela de juicio, solemos dar el salto desde la conciencia moral prefilosófica a la reflexión ética para buscar la «undamentación»; esto ocurre cuando en una sociedad disminuye el consentimiento y proliferan concepciones morales inconciliables, sintiéndose entonces el individuo responsable arrastrado a examinar los principios que rigen su obrar [9]. La presente cita, sin duda, parece un traje a medida para vestir la situación reflexiva machadiana en este período. Lo que en la mente del joven Antonio se quebró fue la verdad moral, o mejor expresado: la posibilidad de una sintonía valorativa común. Esta situación, dolorosa para todo aspirante a un mejoramiento convivencial, podría haber sido resuelta mediante una claudicación relativista (o subjetivista), pero nuestro poeta no debió de sentirse consolado —y mucho menos, satisfecho— ante tal perspectiva; por ello decidió seguir una vía reflexiva diferente que, finalmente, le condujera hasta la anhelada ribera de la verdad. En ese descenso a los infiernos del alma, zona propensa al entredicho, surgió de manera inevitable la problematización de otras cuestiones instigadoras de la curiosidad humana, y el asunto comunitario se vio zarandeado —a veces, hasta aparentemente desplazado— por un ansia de autenticidad aspirante a abarcarlo todo: la capacidad cognoscitiva, lo particular existencial, la meditación holística..., en suma, la globalidad antropológica. La verdad del ser humano, sin embargo, no es fácil de aprehender, dada la riqueza intrínseca de su naturaleza animal-racional, lo cual propicia una amalgama de reflexiones no siempre compatibles; pero don Antonio no está dispuesto a separar campos, se sabe inmiscuido en un empeño voluntario por alcanzar la verdad y se zambulle animoso sobre cualquier asunto humano que al paso le sale.

Aunque en el transcurso de su meditación, como se acaba de indicar, no hay lugar para un deslinde de parcelas, en aras de una claridad expositiva por parte del hermeneuta estimo apropiado diferenciar entre los tres tipos de verdad apuntados en las Soledades [10] machadianas: la verdad metafísica (gnoseológica-ontológica en general), la relacionada con el sentido existencial (con la muerte como trasfondo), y la moral propiamente dicha.

En el primer caso, lo más destacable es la temprana asunción del fracaso de la razón, la admisión de unos límites insalvables para acceder a la auténtica realidad. Sirvan como ejemplos los poemas LI y LIII donde, bajo metáforas hortícolas, la tarea estructurante de la razón es descrita como acto baldío, como un intento desesperado por organizar una realidad mucho más rica de lo que ella misma podía imaginar; el resultado (naranjo y limonero en lindo tonel) no satisface porque los frutos se arrugan y secan, pierden su aire natural, su vida propia.

La verdad existencial, o el sentido de una vida personal en relación con el todo espacial y temporal que nos acoge, tampoco sale bien parada; la razón vuelve a mostrar su insuficiencia negando al hombre una explicación aceptable sobre su puesto y fin en dicha totalidad, de ahí la aparición reiterada de numerosas condolencias. En «Cenit» (S. III) el hombre es descrito como eterno peregrino sin destino que alcanzar; en XIII, el poeta se ve como gota al viento demandando al mar respuestas a sus interrogantes, pero las preguntas quedan sin contestar; algo similar percibimos en LXXVIII y LXXIX, poemas que significativamente concluyen con un interrogante: ¿los yunques y crisoles de tu alma trabajan para el polvo y para el viento?, ¿Qué buscas, poeta, en el ocaso? Las «Coplas elegíacas» (XXXIX) sustituyen la pregunta por el clamor rotundo ante lo infructuoso del intento: igual da haber alcanzado el fruto o no, caer en la luna o marchar a ella, el llanto o la zarzuela...; y lo más triste de todo, es que la forzada conclusión alcanzada por el adulto ¡ya tenía su pequeño embrión en la etapa infantil! La sombra de la sospecha acerca de la incapacidad humana para encontrar el sentido de su existencia como individuo, se manifiesta en los estadios más tiernos de la vida; ¿cómo interpretar, entonces, la ilusión y la alegría infantiles luego tan añoradas por el poeta? Muy fácil: ellas derivan de la relación con el otro, no de la reflexión aislada sobre el sí mismo.

Sin embargo, es la verdad moral lo que más nos interesa, y es aquí donde el itinerario discursivo machadiano debe de quedar claramente perfilado. La primera pregunta en asaltarnos es: ¿admitirá también el poeta, en este mare mágnum de preocupaciones, la imposibilidad de alcanzarla? En principio, puedo afirmar que el interés por mantener una creencia viva en ella supuso para don Antonio recorrer un áspero y dilatado camino, hasta lograr el reinado de la luz sobre las tinieblas relativistas. Dispongámonos a acompañar al poeta en su tortuoso trayecto para comprobar las dificultades que hubo de salvar y el alcance concedido a esta verdad moral o convivencial. Por facilitar el seguimiento de su reflexión, considero oportuno establecer cinco secciones dentro de este apartado, a saber: el recurso al pasado, el análisis del papel de la razón, la pregunta: ¿quién soy yo?, la aparición de una tímida mirada hacia el exterior, y la especulación sobre el triunfo futuro de la verdad moral.
 

3.1. Primera decisión: el recurso al pasado

Cuando juzgaba esto como bueno y aquello como malo, ¿por qué lo hacía? don Antonio efectúa un pausado repaso sobre su experiencia vital y, en la maraña de recuerdos, se topa con el atrayente mundo de la infancia. Fue aquélla una época feliz, dominada por valores, actitudes y comportamientos no sujetos a consideración negativa, dada la sensación de plenitud vital y social alcanzada; estamos hablando de una bondad vivida, poco reflexionada, pero en algún sentido cercana al ideal ahora buscado por el pensamiento.

En el poema VII (de 1898, según Macrì) el poeta nos cuenta su retorno a la casa sevillana de la niñez, confesando su esperanza de toparse con una ilusión cándida y vieja, ¿por qué? Porque el mundo del niño, al menos del niño sido por el poeta, es claro y dichoso, suele reinar en él la armonía entre las expectativas particulares del infante y la norma valorativa por la que será medido, e incluso en aquellos casos de patente desacuerdo la censura aparecerá disfrazada de bondad o cálida preocupación. Así pues, por lo recibido, por esa segunda placenta invisible que suministra cariño y protección, el niño vive en un universo moral gratificante que ha de añorar más tarde. Después, cuando el adulto nostálgico lleva a cabo un análisis sobre el fundamento de aquel particular modus vivendi, ¿en qué repara? Inicialmente, en esa ilusión continuamente reforzada por la sonrisa indulgente del adulto; luego, en la inocencia o sana candidez que exime de maldad intrínseca a todo acto infantil; les sigue la pureza, encargada de deshacer la posibilidad de segundas y ocultas intenciones; por último, advierte la presencia de una alegría existencial, convertida en fugaz premio del azar por el paso del tiempo (la tarde de la visita a su casa sevillana es una tarde clara, la recordada es muy parecida pero diferente: es una tarde alegre y clara). La moral es una creación humana y no puede ir contra el deseo natural de ser feliz; si en aquellos años pasados la felicidad llamaba a menudo a nuestra puerta, es evidente que algún aspecto importante de ese reino se ha perdido y debería recuperarse; las virtudes infantiles ahora evocadas quizá no puedan ser restauradas tal cual en el mundo del adulto, pero algo del espíritu que las animó sí debería volver a asumirse para mejorar la convivencia real y presente.

En otra poesía publicada ese mismo año, «Sueño infantil» (LXV), Antonio Machado contrapone la tristeza nihilista del adulto con la alegre confianza del niño, dando a entender que la plenitud convivencial perdida podría servirnos de guía para llenar el vacío del presente; es decir, en este repliegue sobre sí mismo, el poeta acude al tiempo donde la bondad hacía honor a su nombre para aprender y proponer salidas que trasciendan el aislamiento moral. Dos años después, en LXXXVII insistirá otra vez sobre el amable y atrayente mundo infantil: volver a nacer, recobrar la perdida senda, volver a sentir la mano buena de nuestra madre... El deambular infantil goza de una atrayente seguridad, la mano de la madre dirige nuestros pasos en un universo nuevo y extraño, pero el riesgo se minimiza porque su amor es una coraza protectora capaz de mantenernos lejos de todo peligro, de ahí el descarado avance hacia lo nuevo. En una situación tal, el aplauso o la corrección siempre brotará de un pozo repleto de bondad, digno de ser escuchado pero jamás temido. ¡Qué diferencia con el mundo adulto!, lugar donde la bondad del otro es puesta sistemáticamente en tela de juicio, donde las relaciones interpersonales soportan tremenda inseguridad, donde el ciudadano se ve impelido a recluirse en su pequeño nido con la tarea esencial de protegerse del previsible ataque de los otros. El egoísmo, el autismo social, son consecuencias de la pérdida de algo que se tuvo, se extravió y se presume que de nada serviría recuperarlo. Pero esa antigualla, sí tiene un enorme valor y potencial para Machado.

Ya en 1907 se publican otros poemas portadores de la misma intención: resaltar el antagonismo entre el brillante mundo infantil y el sombrío universo convivencial del adulto. En III, el genuino modo de ser infantil es una vez más ensalzado frente al sofisticado panteón moral de la madurez: el tumulto, el desorden y la algazara no se oponen a la natural entropía vital del adulto; las ciudades muertas, las calles viejas y la plaza en sombra representan su comatosa realidad moral, por ausencia de auténtica cordialidad.

Pero llega un momento, no obstante, en el que don Antonio comienza a poner en entredicho el mundo del recuerdo, porque entiende que la evocación del pasado puede tener dos efectos contrarios sobre el hombre: por una parte, le facilita el contacto con una realidad cordial echada de menos y le incita a buscar vías ideales para restablecer aquel espíritu; por otra, el medio se convierte en fin y lo castra para la acción conjunta reformadora. El pasado dichoso, pues, debe colocarse en el anzuelo no para pescar cebo, sino para conseguir nuevos «pescados vivos»; si se opta por quedarse en la mera complacencia provocada por el recuerdo cordial, estaremos cimentando un nuevo fracaso, porque sentiremos que lo rememorado no se incorpora como elemento activo a la vida cotidiana, más bien permanece como fotografía amarillenta en el fondo de una cartera a la que esporádicamente recurrimos para cerciorarnos de lo ya no sido. Contra tal circunstancia, alienante sin duda, seremos puestos en guardia más adelante.

 

3.2. Análisis del papel de la razón

Tras este periplo por los recuerdos de su mundo-niño, o mejor, simultáneamente a él, don Antonio se plantea otra cuestión que va más allá de la simple recogida de experiencias cordiales: el hombre es un ser dotado por el devenir natural de múltiples y potentes facultades, ¿en cuál de ellas se asienta ese complejo entramado conocido como «moralidad»? Dado que en él no había nacido aún la afición por la lectura sistemática de obras filosóficas, ha de entenderse que el interrogante ahora afrontado surge de una necesidad personal de clarificación; es decir, aunque otros pensadores anteriores ya se habían cuestionado el asunto de la facultad moral y habían ofrecido su opinión al respecto, Machado acomete la tarea no desde la reflexión heredada, sino desde el análisis de sus vivencias.

En el poema VII, ya mencionado, vemos cómo en la visita a su casa sevillana de la niñez nuestro poeta no sólo recuerda, sino que anhela. Anhela unas presencias ausentes porque, en su tiempo, fueron «fragancias vírgenes», puras, cariñosas, buenas; ese ambiente moral privilegiado es lo deseado, la razón trata de poner las cosas en su sitio pero el corazón se resiste al armisticio porque lo puesto en juego es algo aún más importante que la lógica del tiempo: el sentido mismo de la vida. Machado manifiesta aquí, sin tapujos, la melancolía emergente de lo más profundo de su ser por la pérdida de aquella cordialidad que forjó la felicidad sentida en su reducida vida comunal de entonces. La razón, obvio es, juega un papel importante en este terreno, pues sin ella ni el juicio ni la argumentación moral tendrían sentido, mas lo que ahora interesa descubrir es el manantial, la fuente de esa tendencia moral humana, y se localiza en el sentimiento. El recuerdo de don Antonio no es tanto sensible como sentimental, añora comportamientos y actitudes que le hicieron sentirse dichoso con los otros.

También de 1903 es el poema XXIII, donde se aprecia lo siguiente: ante el desolado vacío sentimental (viejos mares duermen, apagadas espumas sonoras) el sujeto percibe que, si bien su vitalidad física continúa, en algún recóndito lugar de su interior ha dejado de manar ese fluido incitador a salir del sí mismo y buscar en-y-con el otro su propia realización como persona. La razón le advierte del hecho pero no sirve como reparador, construye acequias para dirigir un agua que ella misma no puede crear y ante la maravillosa red de canales vacíos, en silencio, medita sobre las viejas marcas de nivel. La tormenta camina lejos, la paz vuelve al cielo, y la razón va resolviendo problemas cotidianos con ingenio, mientras el individuo permanece aislado, como jugando al solitario; pero «aparece, en la bendita soledad, tu sombra», figura difusa de un tú, un ellos o un vosotros a la que se añora tanto como se quiere tender para seguir considerándose ser-humano.

Con el paso del tiempo la razón va ocupando parcelas respecto a las cuales, antes, había mostrado la más completa indiferencia; el niño vivía intensamente sin preocuparse de analizar lógicamente el porqué y el cómo de sus actos, pero llega un momento en el que ciertos choques entre la realidad y lo esperado hacen surgir la sospecha, y con ella la razón toma el mando. Machado publica, en ese mismo año, una poesía (XLIII) donde se pretende hacer corresponder tres fases del desarrollo vital con tres niveles diferentes de cordialidad sentimental: la mañana, la niñez, sonreía; en la tarde, juventud, aparece ya una triste alcoba pidiendo a gritos le sean abiertas las ventanas para que el sol la entibie, en ella reina la melancolía, la alegría exterior no se siente como propia y su vacío es llenado por el recuerdo, único vínculo con aquel sentir cordial maravilloso; en el ocaso, madurez, la derrota sentimental está completamente asumida por la razón, cualquier destello de esperanza es inmediatamente sofocado: es tarde para el amor, para la pasión, para la alegría y para la felicidad nacida de la bondad. En un principio la razón a poco aspiraba, después se hizo fuerte e intentó organizar la vida del sujeto según sus principios, hasta percatarse de que la amnesia para con los engramas del corazón no conducía al resultado esperado; por último, consideró imposible una vuelta atrás y asumió con resignación la necesidad de sobrevivir en un mundo diferente. El sentimiento, el manantial de la cordialidad, la fuente y fundamento de la apertura al otro, queda relegado a vestigio placentero del pasado que no sirve como meta.

Ante esa nada pretendida estructurar por la razón, el hombre, el adulto, tiene dos opciones: o se recrea en ella inventando mundos lógicos con reglas que siempre resultarán caprichosas, o agoniza tras comprobar su imparable contracción óntica. El Machado de Soledades toma partido por la segunda, la plenitud vital experimentada en la relación intensamente cordial con los otros, aun con los inevitables disgustos puntuales, no sólo se perdió, sino que amenaza con desaparecer definitivamente de la memoria; el otro corre el riesgo de ser un objeto de fortuito reparo al cual ninguna profunda tendencia humana me acerca, con ello mi propio ser perderá entidad y acabará diluyéndose.

La doble opción señalada puede verse perfectamente expuesta en una poesía publicada en 1904, «Inventario galante» (XL); allí, don Antonio enfrenta, en cierto modo, a dos hermanas: la una morena, pasional, vital; la otra clara, lánguida, triste. Ésta es comparada a un lucero, resalta por su brillo y perfección, pero se muestra como meta lejana y fría sobre la que el poeta no manifiesta excesivo interés; aquélla, «soñar gitano», lo atrae hasta el punto de desear una comunión óntica con ella («de tu mirar de sombra quiero llenar mi vaso»).

De 1907 es «El poeta» (XVIII), en la cual el saber mundano es considerado simple vanidad y se propone como alternativa dejarse guiar por la luz del corazón. don Antonio parece despreciar lo exterior para alcanzar la verdad íntima, pero esto es una consecuencia, el camino de vuelta de un alma derrotada por sucesivas experiencias relacionales negativas. La luz del corazón, la verdad moral, es la redicha tendencia cordial que tras sufrir innumerables zancadillas se repliega sobre sí misma, con amargura, para meditar sobre la ausencia de receptor a que se ve sometida. Si la convivencia estuviera dominada por aquellos valores morales vividos por el inocente niño, no estaríamos hablando de la verdad del fracaso, sino de la rica multiplicidad de opiniones que parten del tronco único de la bondad y por ello son verdaderas.

Esta poesía, dotada de una enorme riqueza filosófica, remata con una idea preocupante: «¡Qué hermosamente el pasado / fingía la primavera, / cuando del árbol de otoño estaba el fruto colgado, / mísero fruto podrido, / que en el hueco acibarado / guarda el gusano escondido!» Como ya se indicó, Machado termina viendo en los contenidos de la memoria el indicador del hacia dónde dirigirnos comunitariamente. En esa hipotética trayectoria futura, la razón tendrá mucho que decir y será aconsejable escuchar sus argumentos, pues ha de servir de ayuda inestimable a un pueblo, alegre y confiado, en su deambular por un desierto sin caminos; el problema surgirá si otra vez la razón, en un acto de soberbia, se considera autosuficiente y olvida el sentir inicial que la animó en esta nueva andadura.

Hay un escrito en prosa del 9 de agosto de 1905, titulado «Divagaciones (En torno al último libro de Unamuno)», donde don Antonio, además de mostrar su sincera admiración por don Miguel, deja caer algunas ideas en consonancia con todo lo acabado de exponer: en principio, Machado ensalza la virtud de la acción; él sabe que aún no la ha desarrollado plenamente, pues en el seno de un proceso clarificador es poco prudente lanzarse a combatir en favor de algo todavía por fundamentar, pero presiente ya que el futuro está en la actividad, no pragmática sino espiritual, desveladora y ejemplificante [11]. Luego, reivindica de nuevo la fuerza motriz del corazón en el origen de todo acto que se precie de ser realmente humano, pues sólo ella propicia una visión del otro como un valor en sí mismo: el loco frente al vividor, el sentimiento frente a la razón pragmática, la cordialidad bañada de bondad frente a la astuta maquinación. Al final, don Antonio aplaude una cita unamuniana («La verdad no es lo que nos hace pensar, sino lo que nos hacer vivir») que bien podría reconvertirse en esta otra más machadiana: «La verdad no es lo que nos hace pensar, sino lo que nos hace convivir.»

El niño creció y separó la mano de la de su madre porque le daba vergüenza, se hizo algo diferente a lo sido y buscó, desde su autonomía, abrir caminos que dieran un sentido novedoso a su vida. En la soledad de esa andadura tuvo tiempo para reflexionar sobre lo perdido, quiso volver pero consideró el empeño tardío, y se dedicó a removerlo todo para encontrar una nueva luz orientadora: la verdad; mas, ¡cuán defectuosos resultan los faroles de los adultos! Verdadero era lo antaño vivido, aun sin percatarse de ello, ahora busca afanosamente algún tipo de comunión con otros que se mueven en planos distintos al suyo y, evidentemente, no lo encuentra. El desenlace, más o menos temprano, de esta errática búsqueda, no puede ser otro que la desconfianza sobre el poderío de una facultad colocada inmerecidamente en suntuoso pedestal; la razón se autoexamina, llena de perplejidad, y sucumbe bajo las garras de un escepticismo por ella misma engendrado.

En XXXIV, la mañana preguntaba al poeta por su sentir cordial y éste no acierta a verlo; la respuesta se pospone para la «mañana pura», el momento de la muerte donde la razón, hecha trizas, permita «dar» rosas y lirios, ofrecer a los demás lo adormecido en el fondo del alma humana: la querencia de lo otro para con todo y con todos ser uno. ¡La convivencia cordial plena! Pero hasta que la parca cercene el frágil tallo de la vida, el hombre, pasión inútil por una razón empeñada en buscar la aguja en el pajar equivocado, seguirá arrastrando una existencia anodina y desgraciada cual estúpida mula girando alrededor de la noria. El poema XLVI ha sido, seguramente, uno de los más comentados por los estudiosos de Machado; en él se describe la anodina vida de esa mula vieja que, con los ojos vendados, recorre insistentemente un camino sin destino alguno. Sueña ella con una realidad distinta, realidad marcada por la desaparición del nudo de la venda y la consiguiente percepción luminosa; sin embargo, no es tan ignorante la razón como para no darse cuenta de la tara soportada, pero un vigoroso impulso la incita una y otra vez a levantarse para huir del fracaso cernido sobre ella. La mula, animal intelectualmente muy limitado, recorre insistentemente un sencillo círculo para llegar a ninguna parte; el hombre, mentalmente mejor dotado, reemplaza esa trayectoria por otra más compleja, pongamos una lazada Möbius, que le devuelve igualmente al lugar de partida. Queda muy lejos de la razón la verdad buscada, quizá porque ésta procede de un «corazón maduro» (sea lo que sea el divino poeta) y nosotros nos empeñamos en clausurar el nuestro en lugar de promover su sintonía con aquél. La mirada, tanto al mundo natural como al social, se ejecuta desde el ojo de la razón, lo cual nos proporciona claridad en una zona limitada del espectro lumínico: el dorado, el pragmático; la multicolor riqueza de la vida humana se convierte poco a poco en monotonía cromática.

La confianza en la existencia de una verdad moral universal se mantiene erguida a través de este largo periplo reflexivo, caminando sobre las cenizas de la verdad metafísica y la existencial particular, pero su captura requiere que dejemos hablar al corazón y disponer a la razón para una atenta escucha. Así lo manifiesta el poeta en LXXXVIII, donde el sembrador de estrellas, en sueños, hace posible que el hombre capte una porción de la verdad universal, unas escasas «palabras verdaderas» que conciernen a lo eterno humano, al sentimiento cordial que a través de generaciones ha impulsado al hombre a buscar a su complementario para con él ser uno (un pueblo, una comunidad, una especie). Debemos percatarnos de un hecho: el sembrador de estrellas posibilita la captura de estas verdades por un acto realizado «en sueños», más allá de la conciencia o de la razón; el favor brota, pues, de una capa más profunda de su ser. El hombre también posee capas profundas, en una de ellas anida el sentimiento y allí pervive la verdad moral, la verdad del dios que él ha olvidado ser.

 
3.3. La pregunta: ¿quién soy yo?

José Machado ha dejado escrito que su hermano Antonio persiguió con Mairena y Martín el nosce te ipsum délfico, o sea, buscó ser fiel a sí mismo esforzándose previamente en saber quién era, lo cual no le resultó ni fácil ni breve [12]. Sin alcanzar el terreno de los apócrifos, comparto la idea básica de José por entender que don Antonio, en Soledades, se plantea en toda su crudeza la cuestión de la identidad personal; pero su objetivo final era lograr una plena comprensión del ser y del pensar humanos, en general, siendo esta especie de analítica existencial un paso necesario para acceder al fundamento del comportamiento relacional de la especie.

Sentía el poeta que la restauración de la verdad de su pasado, fuera de sus peculiares circunstancias, no habría de servirle para afrontar el vivir abierto ante nosotros cada mañana; por ello buscó afanosamente la verdad presente y, como no la encontró en la razón, acudió de nuevo a ese recóndito órgano de la sentimentalidad, con la esperanza de robarle unos planos generales que quizá sirviesen para todo y para siempre. En esta operación de desesperado rastreo, pregunta a la noche por el secreto de su alma (XXXVII) y obtiene la siguiente contestación: jamás me relevaste tu secreto, no sé si el llanto es una voz o un eco, ni distingo tu salmo verdadero porque te veo vagando en un laberinto de espejos. El «salmo verdadero», la verdad de uno mismo, se diluye en un «borroso laberinto de espejos», pero este nuevo fiasco de la razón me hace pensar que mi modo peculiar de convivir gestó mi ser pasado y mi ser presente, que fue la relación con el otro lo que me hizo feliz o desdichado, práctico o soñador, dogmático o escéptico. Lo hasta ahora considerado propio no sé ya si es realmente genuino, pero me percato de algo esencial: ese mundo social variopinto, considerado hasta ahora ajeno a mí, talló las piezas de mi borrosa identidad; y la salida de este estado mío, ¡tan vegetal!, ¿no pasará por recomponer, de hecho, el universo interrelacional perdido? Machado, de momento, dirige sus cuitas a la noche, pero ésta en su grandiosidad lo envuelve hasta confundirse con él; no hay distancia suficiente y en consecuencia el diálogo se convierte en mero monólogo.

El bagaje moral, supuestamente forjado a solas en el oscuro fondo del alma, acaba por revelarse (en íntimo análisis) más común de lo previsto; es decir, en la configuración de mi verdad ha participado un gran reparto de estrellas, quiero lo querido porque en mi juego social vivido la influencia externa ha ido dibujando la creencia interna. Pero, ¿por qué quiero? Ese fondo sentimental del cual emerge la tendencia cordial permanece aún por explicar, y Machado se ve obligado a insinuar la existencia de algún tipo de innatismo tendencial hacia el-lo otro: hay una apertura natural del yo que, aunque luego suele desvirtuarse, justifica la emoción estética ante lo «eterno humano» de una obra de arte o la emoción moral ante cierto hecho particular. Sin embargo, como el objetivismo moral ha hecho surgir a lo largo de la historia tenaces depositarios de la verdad causantes de graves estragos entre sus semejantes, el poeta no puede evitar mostrarse indeciso; mas, finalmente, el presentimiento de que algo común a toda la especie se mantiene en el tiempo y se proyecta como meta más allá de él, acabará imponiéndose.

 

3.4. Tímida mirada hacia el exterior

Fijar una fecha de rendición para el castillo interior machadiano resulta problemático, máxime cuando creemos que su batalla siempre se ha lidiado fuera, tomando la propia fortaleza como el lugar idóneo para el descanso temporal del guerrero. En realidad, más que de descanso debería hablarse de clarificación, pues lo necesitado por el Machado de Soledades era tomarse un tiempo para fundamentar sobre bases sólidas la conducta relacional humana. Su coyuntural ensimismamiento, pura necesidad metodológica, no conlleva el placer del logro sino la desazón de la espera; Manuel Durán lo describe magistralmente: «Ese desconfiado prodigioso que fue Machado [...] desconfió también —y esto es lo que queremos subrayar ahora— de las voces de la soledad y la angustia. Mejor dicho; no las rechazó, las aceptó, pero sin dejar de luchar contra ellas. O, quizá, mejor, al lado de ellas, pero para trascenderlas. Para encontrar otra cosa; un diálogo, una comunión, un tú esencial [13].»

Así pues, en lugar de elucubrar sobre un hasta aquí o un desde acá, nos dedicaremos a resaltar los fogonazos comunitaristas descubiertos en las poesías de esta época. Su alejamiento del mundanal ruido no fue tan radical como para que pasase desapercibida la vieja melodía de fondo; simultáneamente a la tarea introspectiva, Machado recurre constantemente a lo otro, aportándonos una clara pista tanto del motivo como del objetivo de su reflexión. Ese acudir al fuera-de-sí no es, en principio, la consecuencia lógica de una certidumbre, sino el vestigio tendencial de un antes ahora problematizado; el pretendido diálogo consigo mismo no da los resultados esperados y el poeta mira fugaz pero reiteradamente hacia fuera por si allí, embozada, estuviera la clave de algo no visto por no saber mirar.

El diálogo con los elementos naturales que, ajenos tal vez al hombre, constituyen el marco obligado de nuestra peregrina reflexión, no tarda en aparecer. El tiempo, algo tan atrayente por enigmático para el poeta, revestido de diversas luminosidades (mañana, tarde, noche) ocupa a menudo el puesto del otro en el ansiado diálogo, quizá por su omnipresencia; véanse, por ejemplo, XXXIV, XLI, XLIII, XIII y XXXVII. Se recurre a la mañana para establecer contacto reflexivo con el mundo cordial de la niñez, a la tarde se apela para buscar la razón del vacío instalado en el alma del poeta, y la noche de difuso rostro certifica lacónicamente la defunción de una intención.

Pero estos primeros intentos de Machado por establecer contacto discursivo con el-lo otro, no se reducen al tiempo y sus manifestaciones directas; hay más elementos, dinámicos todos ellos, que también le sirven de interlocutor. En VI será el agua de la fuente, en LXVIII el viento..., hasta que el diálogo con los elementos naturales no llega siquiera a establecerse, se les cita personificándolos y se renuncia de antemano a obtener una respuesta. Machado es ya consciente de que la otreidad poseída por ellos tan sólo incentiva una curiosidad filosófica ajena a la cordialidad comunal tratada de fundamentar. En XLIV la descripción suplanta a la pregunta, lo cual es muy significativo, y por fin, en una poesía de 1907 (LIV) el diálogo se retoma con aquello-otro que representa el último recurso natural: la muerte. La espera, lejos de ser temerosa se muestra esperanzada. La unión definitiva con el Todo aparece como la salida más digna ante la ausencia insufrible de respuestas, si bien no estaba escrito que el destino de Machado hubiera de ser tan cómodo.

En todo este proceso de clarificación, tan doloroso por irresoluto, aparecen frecuentes llamadas a diversas formas de la otreidad delatoras de una pluralidad de estrategias machadianas en pos de su objetivo. Como consecuencia de la asfixia introspectiva van sucediéndose descosidos en el alma por los que se perciben atrayentes penumbras, se siguió la pista del tiempo y de los fenómenos dinámicos y no se llegó muy lejos, pero ¿no hay más vías? Sí, pero todo lleva su tiempo. El contacto sentimental con lo otro, poco a poco, irá perfilándose como necesario si realmente se aspira a comprender el fenómeno del querer moral. No hay moralidad en soledad ni reflexión importante sobre ella desde un sí mismo cerrado a cal y canto. La convivencia, punto de partida en los escritos machadianos, ha de ser fundamentada desde la propia convivencia, sometiendo a la consideración de los demás las razones del corazón particular; razones, en principio, incapaces de hacer nada salvo mostrar los estragos provocados por la ausencia del sentir que les dio vida, como vemos en la poesía suelta XVIII (1903), en XI (1906) y en LXXXV (1907).

Las relaciones humanas debieron de articularse alrededor de unos valores morales que durante cierto tiempo sirvieron de imprescindible armazón; posiblemente tales valores adoptaran fisonomías diversas a lo largo de la historia, pero siempre estaban ahí como imprescindible amalgama del edificio social; hoy, la vieja estructura parece haber desaparecido mientras se siguen levantando tabiques sin asentarlos sobre algo sólido. ¿No quedan vestigios de aquel esqueleto axiológico? Machado, mirando de dentro a fuera, descubre los restos oxidados del bastidor que dio firmeza a todos nuestros habitáculos: lo eterno humano. En el poema VIII defiende los cantos de los niños, la copla, porque en esas manifestaciones populares subyacen eternos sentimientos humanos; tal vez la historia entonada haya sufrido profundas deformaciones transgresoras de la verdad erudita, pero hay algo en ella, un impacto en el alma de los hombres del ayer, que aún permanece encendido: la pena. Un mal de amores, una muerte injusta, la humillación caprichosa..., cualquier derrota de la tendencia cordial humana en sus variadas manifestaciones ha sido perpetuada para que la especie no olvide lo que constituye su esencia vital colectiva. Si antes se añoró la niñez por los valores positivos soportados, ahora se rememoran leyendas para advertir de la triste situación engendrada por el fracaso cordial; en ambos casos la intención es la misma: llamar con fuertes aldabonazos a las puertas del dormido corazón humano. Distinguirá Bergson entre sociedades animales (guiadas por el instinto) y sociedades humanas (regidas por la inteligencia): en las primeras impera la necesidad, en las segundas la libertad y la contingencia, pero no hasta el punto de estrangular la tendencia natural a vivir en sociedad, pues bajo el barniz de lo adquirido pervive una especie de instinto virtual, lo inmutable [14]; nuestro joven poeta también creyó descubrir lo humanamente eterno, lo social e históricamente permanente; sin embargo, sus caminos no llegaron a confluir.

En ese insistente giro de cabeza hacia lo exterior padecido por el Machado de Soledades, se encuentra con algunas escenas muy similares a las irónicamente denunciadas en La Caricatura, cuando contaba 18 años; pero ahora, tras su esforzado periplo por el mundo interior, parece como si faltara vivacidad a sus reproches. Ya sabe cuál es el pozo del que se ha de beber toda relación que aspire a ser moralmente humana, pero el poeta duda sobre la capacidad de convicción de su clamor sobre los demás, tal vez por ello sólo se limita a describir situaciones aflictivas, como pensando: si en la mera exposición no adviertes, lector, lo que está mal, poca influencia habrían de tener sobre ti las razones del mejor orador.

La bondad o la maldad de un acto se muestra, aparece; cuando la razón ha de intervenir para convencer de lo evidente, es que algo muy podrido está afectando a la sociedad. Tal forma de pensar, se insiste sobre ello, no ha de entenderse como un rechazo radical de la razón en el laborioso proceso de la construcción humana; la bondad y sus derivados son algo deseable en sí mismos, pero son poco duchos en tareas organizativas; ésta ha de verse complementada por aquélla una vez fijado el sentido de la marcha. Mas volvamos a la descripción machadiana de escenas poco cordiales. En XXVI, el protagonismo lo ostentan unos «mendigos harapientos» que son ubicados sobre «marmóreas gradas»; hay cierta grandiosidad en el telón de fondo, y ese esplendor o majestuosidad se contrapone a las pequeñas y humildes figuras del atrio, como dando a entender que una diferencia tal (no importa si la distancia es económica, intelectual o seudoespiritual) responde a una estructuración social indiferente o amnésica para con la tendencia cordial reivindicada. La limosna no es descrita porque carece de importancia; sin embargo, sí se repara en la existencia de unas manos vacías clamando sin palabras, ¿por qué? Porque a Machado le obsesiona la prevención frente a la ortopedia, el sentimiento sobre el ingenio encubridor. Los mendigos aparecen ungidos de «eternidades santas», es decir, con el zurrón repleto de ancestrales injusticias que moralmente les enaltece, pero su bufa figura está condenada a ser «más humilde cada día y lejana»; un pasado comunitario práctico y brutal, con falsos valores, les llevó a lo sido, y un presente aletargado moralmente les ha de conducir a lo peor bajo la forma de más de lo mismo. Esas figuras ganan en lejanía lo que nuestro corazón en dureza; al final, todo contacto con su sentir se habrá perdido por culpa de una razón al servicio de la autojustificación práctica.

En otra poesía de 1903 (XXXI), pinta el poeta una situación semejante: la mano del mendigo, de nuevo, surge entre la rota capa, ¿pide, o acusa? Como dimos a entender, si uno no sabe responderse a esta pregunta poco importa cualquier argumentación al respecto. Tiene el alma «más vieja que la iglesia» porque está tejida con penas y alegrías, con sentimientos; las coplillas infantiles rememoraban una pena de lejana procedencia que ahora encuentra acomodo real en el mendigo, al cual ni se le canta ni se le mira y, a no tardar, se le retirará de la circulación por simple cuestión estética. Las «blancas sombras» vistas pasar desde las órbitas huecas de su famélico rostro, no representan almas puras, sino almas vacías. Sánchez Barbudo escribe sobre los dos últimos poemas analizados: «No sabemos, por ejemplo, en los versos 1 y 2, por qué esas figuras, además de ser más humildes cada día, son “lejanas”. Y en los versos 5 y 6, no sabemos qué unto sea ese de “eternidades santas” con el cual aparecen cubiertos los miserables. Y en cuanto a la tercera estrofa, es sin duda bello lo de la “ilusión velada”, que no sabemos qué pueda ser [...]. Hay en estos poemas —y en otros— un cierto abandono a las palabras, un dejarse a veces llevar por ellas. Y el resultado es que el lector percibe falsedad en la emoción» [15]; la verdad es que yo no aprecio en ellos ni el «abandono a las palabras» ni la «falsedad en la emoción», pues encajan ambos perfectamente en el seno de la preocupación fundamental machadiana.

Seguramente la poesía más significativa de Soledades, en lo que al tema convivencial atañe, sea la II, de 1907. En ella, la contraposición no se establece entre lo humilde y la grandiosidad de un edificio, sino claramente entre la sencillez popular y el desdén altivo de una casta autoconsiderada superior. Los «soberbios», los «pedantones al paño», desde el altar de su dudosa cultura observan a los otros sin ánimo alguno de establecer una convivencia real con ellos; el desprecio les reconforta lo suficiente como para no plantearse, siquiera, algún intento transformador. La aristocracia moral que en ciertos momentos pudo representar el héroe homérico, ensalzada y difundida por el pueblo dado el beneficio o prestigio comunal adquirido, es sustituida por una aristocracia de salón empeñada en enfrentar sus mezquinos valores a los populares, porque cuando no se está dispuesto a ofrecer se suele acabar reivindicando cualquier cosa, a veces la propia idiotez (moral).

Resultaría muy difícil tratar de mejorar las relaciones comunales tomando como motor la actitud recién aludida, para ello es necesario la existencia de una férrea voluntad de convivir y esto es precisamente lo que falta; mas no todo está perdido: frente a la paranoia y sus delirios de grandeza emerge la gente llana, jovial, alegre y trabajadora, gente poseedora de poco y necesitada del otro como muleta afectiva para soportar sus duras condiciones de vida. La persistencia en el alma popular de la tendencia cordial, bien entendida, se explica por el sudor y la escasez; su ausencia, por la fortuna y el ocio.

Termina la poesía con dos versos que suponen un mazazo global a la esperanza: «y en un día como tantos, / descansan bajo la tierra». Se adelantó ya la conveniencia de separar el puro análisis existencial, por remitir al individuo aislado, del estrictamente social, pero a veces en el alma del poeta una reflexión conduce a otra y la frontera entre campos termina siendo tan borrosa que esta opción sólo se justifica para facilitar la tarea del estudioso. Reconocido esto, afrontamos tales versos con el siguiente comentario: el autor contrapone a la gente llana con los «pedantones» para indicar el camino socialmente aconsejable, y si bien no demuestra una confianza desbordante en el triunfo de la senda de la cordialidad, tampoco sentencia lo contrario, lo cual me incita a pensar que en este período don Antonio cree en la posibilidad de un cambio relacional a partir de una eclosión moral. Sin embargo, no hay atisbo alguno de esperanza escatológica: el hombre bueno, como el malvado, tras sus dichas e infortunios desaparecerá un día bajo la tierra adquiriendo un eterno anonimato.

En otros poemas, Machado describe al individuo como la gota, la barca, el río..., un algo no llamado a esfumarse por completo, sino tendente a confundirse con el Todo (mar), pero veo esta metáfora como expresión de un acto de dolorosa resignación más que de esperanza. El hombre como individuo desaparece engullido por la nada, sin más; el hombre como ciudadano también ha de sufrir el mismo destino, pero puede encontrar un sentido en su vida comunal (mientras vive) si colabora en el mejoramiento de las humanas relaciones. La persistencia en el recuerdo, objetivo ansiado por algún personaje unamuniano, no tiene ningún interés para el poeta sevillano (recordemos su posterior: «Nunca perseguí la gloria / ni dejar en la memoria...»).

 

3.5. Especulación sobre el triunfo futuro de la verdad moral

Moneda que está en la mano
quizá se deba guardar;
la monedita del alma
se pierde si no se da.
 

(LVII, «Consejos» II)

Estos cuatro versos, de 1905, nos permiten ubicar a Machado en el seno de la tradición aristotélica. Para el estagirita, el fin de la reflexión moral reside más en el perfeccionamiento práctico que en el simple conocimiento, y nuestro poeta, a través de metáforas poéticas ahora y de consideraciones más directas después, seguirá el mismo camino. Señala con tino J. A. Marina que las morales conducen a la ética, la cual nos lleva a su vez a nuevas morales de segunda generación [16]; si el tercer estado no llega a aflorar, la tarea de profundización intelectual no tendrá repercusión colectiva alguna, lo cual mostraría que el afán meditativo nació de una actitud cosificadora para con los demás. Para don Antonio lo teórico no posee un valor en sí mismo, el contenido positivo de la cordialidad lo constituyen un conjunto de valores arracimados en torno a una actitud de apertura al otro manifestada en comportamientos concretos; dicho de otro modo, la tendencia cordial sin hechos cordiales son como «pompas de jabón que rompe el viento». La valoración crítica de los comportamientos sociales o políticos entraría por derecho propio en el seno de lo factual, dado el carácter incitativo ejercido sobre otras conciencias.

Mas toda realización práctica requiere determinados valores que previamente se hayan aposentado en el alma, fundamentalmente uno: el amor. Sin él, un activismo a favor del otro será imposible o falso. En el poema XLIX recuerda el poeta una tarde de soledad y hastío en la que su alma, cual yermo río, pasa el tiempo bostezando como consecuencia de su autismo sentimental; nada nace en su ribera porque falta el elemento nutricio esencial para la eclosión de la vida: el amor. El río fluye ancho y transparente, sin la aparición de amarras en el tiempo y en el espacio que confieran un sentido a su pasar; por ello, la tarde se muestra cubierta de «soledad y hastío». Machado rememora instantes felices del pasado y recuerda, también, épocas de asepsia sentimental en las cuales se sintió desgraciado; la fundamental diferencia entre ellas depende de la presencia o ausencia del amor en su relación con el entorno (la orilla es el otro). La gravedad va dibujando el cauce natural del río y éste nada puede hacer para oponerse a los decretos de la ley física, pero el florecimiento o no de vergeles en sus húmedas márgenes sí depende del propio río, de su riqueza intrínseca, de lo que esté dispuesto a dar. El azogue se adhiere al cristal y lo transforma en espejo, en reflejo de la realidad circundante, o sea, en cierta manera el cristal devuelve a su entorno lo recibido de él. El individuo que vive en sociedad, el ciudadano forjador de una existencia guiada por los valores del dar (amor, solidaridad, comprensión, justicia...), devuelve a la comunidad con su actividad algo más importante que las simples cosas materiales: la esperanza o la ilusión por forjar un destino juntos. El «alma sin amores» copia el universo sin devolver nada, y en esta actividad solitaria, monótona, aburrida..., bosteza ella y el mundo todo ante tamaña intrascendencia.

Hemos aludido a esa esperanza social emanada de la tendencia cordial y revestida con los valores del dar; tal actitud se manifestará explícitamente en escritos posteriores, pero podemos seguir su rastro zigzagueante en el período de clarificación convivencial que representa Soledades. En XXII es descrita una tierra amarga sobre la que, milagrosamente, se abren caminos de sueños, retablos de esperanzas y quimeras rosadas que hacen camino... lejos. Esa «tierra amarga» es la cruda realidad, el mundo por el que el poeta deambula sin encontrarle un sentido. Ante un horizonte tan negro sólo caben dos refugios: el pasado dichoso, hecho presente mediante el «recuerdo»; y el futuro anhelado, el ideal no-sido promovido por el sueño y la «esperanza». Podrá verse en el Machado de estos años una aspiración orientada a lo estrictamente individual, pues su deseo de esclarecimiento parece remitir a la esfera de lo personal, sin embargo esto no sería acertado; las «figurillas que pasan y sonríen», las «imágenes amigas», o hacen referencias a personas o a lugares u objetos relacionados con personas, siendo esto indicativo de lo echado de menos y lo pretendido restaurar: el trato cordial con la gente. Algo situado a años-luz de la cortés indiferencia.

El otro fuerza tanto su presencia en mi pensar que sin él nada tiene sentido, pero ¿para cuándo, mi relación con él se ha de aproximar al ideal codiciado? Las «quimeras» rosadas hacen camino... «lejos». Los dos versos finales, posiblemente, sitúen a Machado dentro de un utopismo moral ligado a la asunción de una derrota inmediata; no obstante, merece resaltarse un hecho: ya en 1903 percibe una salida ideal colectiva para el cáncer del nihilismo comunitario. No hay aún llamada al otro a actuar, no se arenga al vecino o al compatriota, mas se sugiere la dirección en la que el barco humano puede abrir brillantes estelas.

En XXVII aparece una «tierra verde y santa y florecida», enfrentada a la «tierra amarga» de la poesía anterior, que bien podría identificarse con el universo de relaciones cordiales entre los hombres. Está cercana en el espacio porque la distancia física que nos separa es despreciable si hay verdadera intención de contactar, el desdén sentimental del peregrino, de todos nosotros, es la causa del alejamiento por autorreclusión. La lejanía en el tiempo se compensa, en parte, con la cercanía en el espacio; la posibilidad de cambio es real porque son reales las puertas a donde llamar, sólo faltan manos dispuestas a aldabear y manos inclinadas a quitar cerrojos. La utopía pura es irrealizable por definición, la machadiana no, aun admitiendo unos inquietantes puntos suspensivos para el cuándo.

Para el análisis de su esperanza en el ámbito social, encierra también gran interés el poema LXXIII, de 1907. En él se diferencian, claramente, tres planos: en el inferior se levanta la iglesia, con torres afiladas pero sombría, representando algo negativo por la carencia de un conjunto de valores humanos que se complace en ignorar mientras apunta a la sublime nada; ya vimos en las poesías de los mendigos cómo este edificio emblemático aparecía indiferente al dolor de aquéllos, provocando un alejamiento cada día mayor entre el sentir menesteroso y su aspiración etérea. En el plano superior surge la estrella clara, el mundo celeste perfecto y diáfano observador impávido de los avatares de la vida humana, no interviene quizá por carecer de poder para ello; la estrella es una «lágrima» de risa o de llanto contemplativo ante la presencia de las calamidades nacidas de nuestra libertad. Y, a medio camino, «flota» la nube de los deseos profundos y de las eternas aspiraciones humanas: es de «plata» porque su contenido es enormemente valioso; es «vellón disperso» porque el hombre no acaba de darse cuenta de su riqueza intrínseca, obsesionándose con ridículos absolutos particulares que le distancian cada vez más del otro; es «quimérica» porque frente a lo sido tiende hacia algo mejor. Pero sólo una nube con empaque será capaz de alcanzar su meta, los cirros aislados están condenados a desaparecer, engullidos por una atmósfera ávida de la humedad que les dio vida.

Es evidente que en estos años no toda la reflexión machadiana gira en torno a la ética social, pero la preocupación convivencial (como queda demostrado) no llega nunca a desaparecer, ni siquiera puede afirmarse que permanezca en un segundo plano. Antonio Machado siente una necesidad de clarificación, ésta le induce a replegarse sobre sí mismo y en las galerías del alma se cuestiona todo, concibe allí su ser como ser-en y comienza a meditar sobre el mundo —la gran olla en la que el garbanzo aislado se encuentra perdido—, desarrollando una incipiente ontología con su epistemología correspondiente; mas, a la vez, se reafirma su visión del ser como ser-con y, aun sin resolver todas las dificultades surgidas en el planteamiento anterior, se lanza en pos de las claves que han de configurar un mejor modelo convivencial para el futuro. La añoranza de la niñez, la historia del fracaso de la razón desligada del sentir cordial, el escepticismo sobre la verdad, el refugio en la ensoñación, la vuelta de la mirada hacia el exterior, la esperanza en una (lejana) articulación social fundamentada en el amor..., son rastros inequívocos de la pervivencia y persistencia de su inquietud comunitaria.
 


4. Enjuiciamiento crítico de Soledades y conclusión

El libro Soledades, y con él toda la etapa comprendida entre 1897 y 1907, ha provocado entre los estudiosos de Antonio Machado los más ardorosos debates. He decidido ordenar las diferentes posturas agrupándolas en torno a dos convencimientos básicos y contrapuestos:

a) El poeta, durante estos años, sólo se preocupa por el sí mismo (a nivel existencial, literario, etc.).

b) Resulta apreciable en los escritos de entonces un interés por el colectivo humano, con vistas a establecer un ámbito relacional más justo y digno.

Defienden la primera opción autores como J. L. Abellán, al menos cuando dice que en 1917 se evidencia el compromiso histórico-político de Machado con la sociedad, en 1912 deberíamos situar su noventayochismo y, antes, asumir la presencia de un poeta modernista en el que prima el individualismo subjetivo [17]; es decir, para él, en el período de Soledades reina un afán intimista dentro del cual el otro ni ocupa ni preocupa, será después cuando lo colectivo atraiga la atención machadiana y se ponga, de un modo u otro, a su servicio (primero describiendo lo negativo, luego tomando partido e incitando). De la misma opinión es J. L. Cano, pues encuentra que el Machado de Soledades, aunque tiene una acento personal, es un poeta vertido hacia dentro (intimista) que poco a poco irá cediendo ante otra poesía más objetiva y realista como la de Campos de Castilla [18]; si bien se hace notar el acento especial soportado por el intimismo del poeta, no deja de percibir en él un interés excesivamente restringido en cuyo seno el otro tiene un lugar poco relevante.

Ángel González señala tres fases en la poesía machadiana: Soledades representa la afirmación del «yo», Campos de Castilla la afirmación del «otro» y la negación implícita del «yo», Nuevas canciones y De un cancionero apócrifo la síntesis de las afirmaciones antitéticas por medio del «nosotros»; la preocupación social —ética— es anulada en la etapa que nos ocupa, dado que don Antonio está en 1898 absorto en sus propios senderos interiores y permanece distante e indiferente ante los acontecimientos históricos que le rodean [19]. Tomando en consideración lo expuesto hasta ahora, no veo justa una descripción del Machado anterior a Campos de Castilla como persona «indiferente» hacia el orbe colectivo; su inmersión en los «senderos interiores» responde precisamente al deseo de encontrar un fundamento más sólido (meditado) sobre la actividad relacional humana; ciertamente, no hay referencias valorativas sobre acontecimientos históricos concretos, pero ello se debe a la prudencia exigible a todo pensador consciente de hallarse sumido en un proceso aclaratorio ineludible, al que se debe rendir coyunturalmente el tributo del silencio.

C. Beceiro, partiendo del poema VIII («Yo escucho los cantos / de viejas cadencias / que los niños cantan...»), hace hincapié sobre un posterior comentario de su autor defendiendo el derecho de la lírica a borrar la totalidad de la historia humana para contar la pura emoción, y acaba preguntándose: «¿Cuál era esa historia? [...] la pena derivada de una sed amorosa que el poeta no acierta a saciar. Borrada la historia de sus amores —esos “viejos amores que nunca se cuentan”—, queda tan sólo la pena, la “tristeza” derivada de los desafortunados amores. Pintar la pena es el objetivo básico del primer libro machadiano» [20]; aun estando presente esa pena de amores, como también lo está la derrota de la razón en su voluntad comprensiva general y existencial particular, creo que Soledades se levanta sobre unos cimientos que encierran intereses más anchos, de ahí el empeño por dejar proscrito en sus páginas lo «anecdótico». Leopoldo de Luis percibe en Soledades un tono elegíaco que procede de la tristeza por la juventud perdida [21]; Laitenberger contrapone Campos de Castilla, libro en el que se detecta un proyecto de futuro que acoge a España como país, con Soledades, obra casi exclusivamente individual donde el proyecto de futuro se resume en el intento de recuperar el pasado personal [22].

José Echevarría prefiere explicar de forma gráfica la evolución del pensamiento machadiano mediante la letra «Z»: la línea horizontal superior indicaría la marcha del uno al otro-dos por efecto del erótico originario; la oblicua regresiva, la decepción o repliegue sobre el sí mismo; la horizontal inferior, el paso del uno mismo a lo Otro-Tú bajo la inspiración del erotismo poético [23]. Considero bastante aceptable este modelo si se interpreta de la siguiente forma: en el primer segmento habría de incluirse, necesariamente, los escritos de La Caricatura, esenciales para percibir desde fuera la motivación básica del poeta; en el segundo, los años de elaboración de Soledades, aunque el retorno del trazo oblicuo no supondría un cambio de dirección en el interés machadiano, sino una especie de epojé temporal respecto a la actividad relacional humana; en el tercero, prácticamente el resto de su producción literaria, una vez fundamentada la convivencia en la persistencia de la «tendencia cordial».

Cardwell, apoyándose en los comentarios de Azorín sobre Campos de Castilla, trata de ir más allá de la exégesis habitual y rompe con la visión modernista de Soledades y la noventayochista de la siguiente obra machadiana; según él, Castilla es para don Antonio más un medio de autocontemplación que un recurso para ejecutar una protesta social contra la realidad histórica de su época [24]. Obviamente, su ruptura con el tópico se produce en un sentido totalmente opuesto al defendido aquí, lo cual no implica mi negativa a admitir en Campos de Castilla y los siguientes escritos una insistencia del poeta en autoanalizarse, pero si hay que hablar del interés fundamental de don Antonio me resulta inaceptable la negación de la vertiente social reflejada en su obra. Podremos poner el énfasis en lo intimista o en lo colectivo, mas negar la existencia de uno de dichos polos lo veo como una exageración teñida de insinceridad.

Otros autores, tal vez por negar la importancia debida a los artículos de La Caricatura, pretenden encontrar la génesis de su preocupación social en la hipotética influencia de otros pensadores; éste es el caso de A. Vilanova, para quien el interés de Machado por contemplar la vida con los ojos abiertos y no encerrarse en la contemplación de sí mismo, se debe a las especulaciones orteguianas sobre el tema en los primeros capítulos de las Meditaciones del Quijote [25]. Estimo la fecha de 1914 como demasiado tardía para vislumbrar una repercusión orteguiana en don Antonio, y muestro mi acuerdo con A. W. Phillips cuando argumenta que Machado coincidiría plenamente con la crítica de Ortega en El Imparcial («Crítica bárbara. Poesía nueva. Poesía vieja») hacia los poetas que se desentienden de lo humano y lo nacional para cuidarse sólo del virtuosismo personal [26]; debería concluirse, pues, que si hubo influjo fue anterior, y no necesariamente de Ortega sobre Machado, sino mutuo, por cabalgar ambos a lomos de la misma creencia pese a las apariencias y los equivocados encasillamientos.

La segunda alternativa, el segundo enfoque de Soledades, y en general de aquellos años donde la obra se fraguó y evolucionó, tiene también un gran número de defensores. Resulta curiosa, no obstante, tras la condena al ostracismo —casi unánime— de los artículos más juveniles de don Antonio, la captación generalizada de la preocupación esencial machadiana en un libro cargado de espinosos implícitos.

Antes de mostrar la relación de autores que pueden ser ubicados en esta opción, quiero evocar unas palabras del insigne J. L. Aranguren: «La moral individualista surge ante la crisis del anterior ordenamiento moral comunitario, al ser vivido éste como anacrónico, inadecuado o injusto. Y frente a esta “pérdida de la moral” el repliegue a la interioridad pudo valer como una solución provisional. El individualismo moral, lejos de constituir una actitud primaria, significó el intento de hacernos, cada cual, a nosotros mismos, al no poder contar ya con los demás. El hombre, ante una situación de “emergencia”, se refugió en la “buena voluntad”. Pero la buena voluntad, ejercitada al nivel individual, es insuficiente. La moral ha de ser realizada en la sociedad y por la sociedad. La moral es constitutivamente social. La “ética social” no es un aditamento, o una aplicación de la “ética general”, concebida primariamente como individual. La ética es, en cuanto tal, personal y social. Lo personal y lo social son primarios en ella, e inseparables de ella» [27]. Me pregunto si en la lectura de este magistral párrafo es posible evitar que la figura machadiana aparezca y rinda por entero nuestra imaginación, viéndolo flaquear, perder ímpetu en su juvenil crítica social y política por causa de una pertinaz crisis del «ordenamiento moral comunitario», hasta acabar refugiándose en la «interioridad»; pero esa opción, no «primaria» en él como algunos interpretan, pronto muestra su insuficiencia fundamentadora y le obliga, por imperativo de autenticidad moral, a volver a mirar al otro para intentar elaborar entre todos un proyecto convivencial. En resumen: estas escasas líneas de Aranguren muestran sin pretenderlo la evolución seguida por nuestro poeta, y deberían aportan una cálida luz en la comprensión definitiva de Soledades.

Ricardo Carballo, comparando la poesía de Rosalía de Castro con la de Antonio Machado, entiende que la obra total de Machado no arroja un balance de desolación porque su intimismo es paliado con un ansia de reforma social indiscutible; en Rosalía, sin embargo, no hay sombra alguna de ideología social y por ello fue a la postre una extranjera en su tierra [28]. Sin entrar en un análisis sobre la obra de la poetisa gallega, coincido con este crítico en la percepción de una evidente dimensión social de los escritos machadianos; también comparto la negativa a atribuir a su obra un balance de desolación, es más, estimo que su llamada permanente a defender la dignidad humana y a forjar ideales colectivos transgresores del mezquino egoísmo, debería ser correspondida por nuestra parte con enormes muestras de gratitud. No se trataría, pues, de «paliar» nada: la melancolía y la soledad de don Antonio son consecuencias lógicas de su proceso de búsqueda y no concitan pelea frente a lo convivencial; son los forzosos mesones del camino que jamás lograron, con sus prebendas, hacer del caminante un renegado de su objetivo.

Morón Arroyo, admitiendo en el poeta de estos años un empeño formal determinado, repara en su temprana orientación moral y sostiene que junto a la nostalgia se revela en los poemas una preocupación por los deseos humanos universales [29]. Para Núñez Encabo, el ensimismado y melancólico Machado mira hacia dentro pero descubre las ideas cordiales y lo universal de las inquietudes humanas [30]. Tuñón de Lara defiende que siempre hubo en el poeta un ferviente interés por lo comunitario, considerando el período intimista machadiano como una época en la que se hace patente su sensibilidad hacia la cosa pública [31]. S. Guadalajara también destaca el interés social subyacente, aunque en ocasiones parezca diluirse, bajo la preocupación por el estilo; sin embargo, opta por describir el fenómeno de forma colectiva: Valle-Inclán, Baroja, A. Machado... añadieron a sus preocupaciones estéticas un talante ético que les llevó a buscar nuevas formas de convivencia social y de orden político; luego, centrando su atención sobre don Antonio, añade que en los primeros versos de Soledades ya se detecta una evidente disponibilidad hacia lo ético por encima de los artificios retóricos [32]. Suscribo lo afirmado por Guadalajara, pues creo que su conciencia social era vigilante, que se sentía comprometido en la defensa de la justicia y esa inquietud no fue incompatible con un deseo de renovación formal; entiendo, no obstante, que su búsqueda en pos de un ideal comunitario se hizo manifiesta en el primer renglón en prosa publicado.

Aurora de Albornoz interpreta la poesía de Antonio Machado, en general, como un intento de eternizar lo que pasa, pero también como un diálogo del hombre con su tiempo, lo cual hace de él un poeta social interesado por el otro [33]; esta valoración podría asumirse perfectamente para la etapa que ahora se estudia, pues la reclusión interior machadiana no supuso un abandono de la preocupación comunitaria, sino la dolorosa consecuencia de ella. Pedro Cerezo percibe unidad en la obra machadiana, lo cual no le impide seguir el rastro de un itinerario trabajado y espinoso; tal desarrollo procesual no es visto como un desplazamiento lineal, en progresivo alejamiento del origen, sino como una marcha en espiral de la maduración interior: la primera etapa (Soledades) supone un esfuerzo por autentificar la propia voz, mediante una inmersión en las hondas galerías del alma, pero el poeta acabará trascendiéndose hacia lo otro y el otro en un esfuerzo por quebrantar las fronteras del propio yo, brotando así una segunda estación (Campos de Castilla) denominada por el filósofo «realismo dramático» [34]. En otro lugar de su importante obra sobre don Antonio, partiendo del poema LXI donde se describe al poeta como ser orientado hacia el misterio y buscador en sueños, comenta que don Antonio se interesa no sólo por el misterio de la propia vida, sino por el destino del mundo; es decir, desdeña el arte por el arte y orienta su poesía hacia la vida con la secreta intención de humanizar el mundo [35]. Muestro mi completo acuerdo con la interpretación de Cerezo sobre dichos poemas, con la visión unitaria de la obra machadiana y el símil de la línea espiral, pero echo de menos una valoración adecuada de los artículos precedentes a Soledades que convertiría a esta obra en una segunda etapa necesitada de una exégesis a la luz de la primera.

Según Sánchez Barbudo, las poesías de Soledades trascienden el mero cantarse a sí mismo; Machado no se canta sólo a sí mismo, sino la melodía de todas las almas [36]. Por último, para dar por concluida esta relación de autores que inciden sobre el componente social, humano, comunitario de don Antonio en las páginas de Soledades, es obligado reproducir unas magníficas palabras de López-Morillas: «A la vuelta de tanto gongorismo y garcilasismo, de tanta doctrina extrapoética, de tanto castillo interior y torre ebúrnea, de tanta poesía pura y poesía minoritaria, se ha ido acentuando el perfil del poeta responsable, esto es, del poeta que bucea en la propia intimidad no para regodearse en ella con búdica complacencia, sino para descubrir en lo que cabe su radical condición, su dimensión vital y su destino, en suma, su humanidad genérica» [37].

Aquí hemos seguido el rastro del pensar machadiano detectando su oposición hacia el «arte predicador» en tanto que sectario y poco humano, la acomodación «formal» al gusto del momento sin caer en el abandono del interés convivencial, la admisión de un fracaso de la razón en su afán comprensivo de la verdad a nivel metafísico y existencial, el empeño continuado por fundamentar la verdad relacional, la crisis del yo como substrato último de dicha fundamentación, el descubrimiento de lo «eterno humano» y el valor esencial del amor, la nueva mirada al exterior...; con este ramillete de datos, resultará lógico entender que el autor de este escrito sienta gran afinidad interpretativa con los críticos mencionados en segundo lugar.

A estas alturas sólo resta —a mi modo de ver—, una postrera referencia al decir del propio Machado sobre esta peculiar obra, y para ello utilizaré cuatro escritos:

1) El prólogo a «Soledades» en Páginas escogidas, de 1917: confiesa su modo de entender la poesía como una «honda palpitación del espíritu», lo cual le llevó a seguir un «camino bien distinto» al de otros componentes de la «selecta minoría» de aquellos años; fruto de tal palpitación, el poeta conseguiría «vislumbrar las ideas cordiales, los universales del sentimiento». Es decir: su alejamiento de la nueva línea poética se debería a una no confluencia de intereses, siendo el suyo un algo ligado a la cordialidad y la universalidad, o sea, a la preocupación ética.

2) El prólogo a Soledades, galerías y otros poemas, de 1919: la admisión de haber amado con pasión aquella nueva sofística (subjetivismo extremo), responde a un deseo de explicar coherentemente la aparición de muchos poemas en los que el yo se sentía perdido existencialmente y buscaba respuestas. Hemos señalado cómo en las recónditas galerías del alma, don Antonio se topó con problemáticas de diversa índole imposibles de esquivar, y dado su real tratamiento poético resultaría ilógico, ahora (1919), negarlas; de ahí, a afirmar la inexistencia de una preocupación social media un abismo. Machado se dirige a un público entusiasta que de alguna forma lo ha encasillado; él, en cambio, no se muestra satisfecho y se justifica, para no delatar crudamente la equivocación del lector. La «edad» favorable para el apasionamiento de las almas en pos de «una tarea común» se ubica en un futuro deseado, porque realmente no se había dado aún, pero presiento en el poeta un añejo anhelo de tal momento.

3) «Poética», de 1920: en esta reflexión de Los complementarios, se describe su concepción de la poesía en los años de Soledades como arte orientado a abolir lo anecdótico para contar la pura emoción; después, se repara sobre la exclusiva coincidencia de su sentir de entonces con la «estética novísima» en ese deseo de proscribir lo anecdótico, y debemos preguntarnos: ¿qué le separaba de ellos? La respuesta se encuentra en la meditación siguiente («Crítica literaria»): tras censurar el uso indiscriminado de la metáfora, en un empeño de «espíritu trivial» y de «inteligencia limitada» por enturbiar los conceptos, don Antonio describe el lenguaje —incluido el poético— como medio para promover el entendimiento entre los hombres. La poesía, en consecuencia, tiene una función social, pues comunica y expande emociones, sentimientos, que siendo individuales no son ajenos ni indiferentes a la totalidad de la especie.

4) «Miscelánea apócrifa. Notas sobre Juan de Mairena» (1937): recuerda don Antonio el poema LXXVII donde describía la vieja angustia que atenazaba su alma, comentando que esos versos habían sido escritos muchos años atrás (publicados en 1907) y tienen una inequívoca interpretación heideggeriana. Ahora bien, contrapone después la resignación final del profesor de Friburgo con la salida rebelde ante la angustia por parte de Unamuno, dando a entender que él apuesta también por la insurrección ante el fracaso existencial. Su propuesta, como es bien conocido, tampoco coincidió con la unamuniana, sustituyendo el ansia de inmortalidad (particular) por un interés en mejorar la relación convivencial.

Defendía Heidegger que antes de elaborar una ontología fundamental era necesario llevar a cabo una analítica existencial del único ser que problematiza su existencia; pues bien, creo que lo teorizado por el filósofo alemán en 1927 fue ejecutado prácticamente por Machado en el período de Soledades. En esta obra vemos al poeta intentando conocerse mejor a sí mismo (sentía en su alma sonar de cadenas y rebullir de fieras enjauladas), quejarse de su vacuidad sentimental (está la fuente muda y marchito el huerto, vida como barco sin naufragio y sin estrella), aspirar a una existencia más auténtica (evitar el perfil grotesco de nuestra imagen en el espejo), e intuir que ser es ser-con o que vivir es compartir (la monedita del alma se pierde si no se da). Negar todo esto supondría empecinarse en percibir las cosas como no son.

Pero, si aún le quedase a alguien una pequeña duda, le recomiendo que lea los artículos de La Caricatura, luego las citas aquí expuestas de Richen, Bergson y Aranguren y, finalmente, que relea Soledades. Seguramente se topará con un universo muy diferente al percibido en la oscura caverna platónica.

 

Notas

[1] A. Guerra, «Antonio Machado, un canto de frontera», en Antonio Machado hacia Europa, Madrid, Visor, 1993, pp. 37-47 (p. 40).
[2] F. Zaragoza Such, Lectura ética de Antonio Machado, Murcia, Diputación Provincial de Murcia, 1982, p. 231.
[3] A. Sánchez Barbudo, «Antonio Machado y su pensamiento filosófico: una síntesis», en Antonio Machado hacia Europa, Madrid, Visor, 1993, pp. 159-170 (pp. 161-162).
[4] P. de A. Cobos, Humor y pensamiento de Antonio Machado en sus apócrifos, Madrid, Ínsula, 1972, pp. 84-85.
[5] H. Bergson, Las dos fuentes de la moral y de la religión, Madrid, Tecnos, 1996, pp. 348-350.
[6] En carta a Federico de Onís (22 junio 1932), comenta: «Buscaré la edición de Soledades publicada en 1902, aunque con fecha de 1903. Casi todas las poesías que contiene son anteriores a 1900 [...]. Las más antiguas calculo que fueron escritas en 1898» (PPC, p. 1.799).
[7] L. de Luis, Antonio Machado. Ejemplo y lección, Madrid, Fundación Banco Exterior, 1988, p. 42.
[8] M. y A. Machado, La Lola se va a los puertos, Madrid, Espasa Calpe, 1969, p. 113.
[9] F. Richen, Ética general, Barcelona, Herder, 1987, pp. 20-21.
[10] Incluiré tanto Soledades como Soledades. Galerías. Otros poemas, dado que el afán por desentrañar la verdad humana persiste en modo análogo a lo largo de los años siguientes a 1902.
[11] En carta anterior, confesaba el poeta sevillano a don Miguel: «Yo veo la poesía como un yunque de constante actividad espiritual, no como un taller de fórmulas dogmáticas revestidas de imágenes más o menos brillantes.» Y refiriéndose a la vida literaria madrileña: «Pero en el fondo de esta gran miseria hay algo que nos llevará a todos a unificar nuestros esfuerzos hacia un ideal que está más alto de nuestra vanidad. No cabe duda» (carta a Miguel de Unamuno, mayo 1904; PPC, pp. 1.473-75).
[12] J. Machado, «Apéndice: los nombres de Antonio Machado», Anthropos, 50, 1985, pp. 118-123 (p. 122).
[13] M. Durán, «Antonio Machado, el desconfiado prodigioso», Ínsula, 212-213, 1964, pp. 1 y 18 (p. 18).
[14] H. Bergson, op. cit., pp. 26-31.
[15] A. Sánchez Barbudo, Los poemas de Antonio Machado, Barcelona, Lumen, 1989, p. 146.
[16] J. A. Marina, Ética para náufragos, Barcelona, Anagrama, 1995, p. 46.
[17] J. L. Abellán, El filósofo «Antonio Machado», Valencia, Pre-Textos, 1995, pp. 22-23.
[18] J. L. Cano, «Introducción» a A. Machado, Campos de Castilla, Madrid, Cátedra, 1977, pp. 22-23.
[19] A. González, Antonio Machado, Madrid, Alfaguara, 1999, pp. 49, 179.
[20] C. Beceiro, «“Los cantos de los niños”: de Soledades a Soledades, galerías y otros poemas», Ínsula, 506-507, 1989, pp. 12, 15.
[21] L. de Luis, op. cit., pp.181-182.
[22] H. Laitenberger, «Dos ejemplos de la Europa apócrifa de Machado: España y Rusia», en Antonio Machado hacia Europa, Madrid, Visor, 1993, pp. 366-374 (p. 369).
[23] J. Echevarría, «El cantar y el decir filosófico de Antonio Machado», Anthropos, 50, 1985, pp. 106-118 (p. 109).
[24] R. A. Cardwell, «Antonio Machado: ¿modernista, noventayochista o poeta finisecular?», Ínsula, 506-507, 1989, pp. 16-18 (p. 17).
[25] A. Vilanova, «La metafísica poética de Antonio Machado», en Antonio Machado: el poeta y su doble, Barcelona, Departamento de Filología Española de la Univertitat de Barcelona, 1989, pp. 61-99 (p. 89).
[26] A. W. Phillips, «Antonio Machado y Ortega: una temprana coincidencia estética e ideológica», Ínsula, 506-507, 1989, pp. 59-61 (p. 60).
[27] J. L. Aranguren, Ética y política, Barcelona, Orbis, 1985, p. 19.
[28] R. Carballo Calero, «Machado desde Rosalía», Ínsula, 212-213, 1964, p. 12.
[29] C. Morón Arroyo, «Palabra esencial en el tiempo», Ínsula, 506-507, 1989, pp. 58-59 (p. 59).
[30] M. Núñez Encabo, «Nuestro contemporáneo», El País, 22 febrero 1989, Suplemento literario, p. 6.
[31] M. Tuñón de Lara, Antonio Machado, poeta del pueblo, Madrid, Taurus, 1997, pp. 265-266, 283.
[32] S. Guadalajara, El compromiso en Antonio Machado, Madrid, Escolar, 1984, pp. 24, 132-133.
[33] A. de Albornoz, «Teoría poética de Antonio Machado», Anthropos, 50, 1985, pp. 18-21 (pp. 19-20).
[34] P. Cerezo, Palabra en el tiempo. Poesía y filosofía en Antonio Machado, Madrid, Gredos, 1975, pp. 234-236.
[35] P. Cerezo, ibíd., pp. 28, 33.
[36] A. Sánchez Barbudo, El pensamiento de Antonio Machado, Madrid, Guadarrama, 1974, pp. 19-20.
[37] J. López-Morillas, «Antonio Machado: ética y poética», Ínsula, 256, 1968, pp. 1 y 12 (p. 12).

 

Fecha de publicación: febrero 2003


Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
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