En
1926, un año antes de la aparición en Alemania de
la, sin duda, obra de filosofía más importante del
siglo XX, El ser y el tiempo, de Martin Heidegger, publicó
Antonio Machado en la Revista de Occidente con el título
de «Cancionero apócrifo» unos escritos que
fueron ampliados en las Poesías completas de 1928,
y en las ediciones sucesivas de años posteriores, ya con
el nombre de «De un Cancionero apócrifo». Se
vierten en ellos una serie de ideas especialmente difíciles
de entender, sobre todo porque aparecen entremezcladas tres voces
distintas —la de Abel Martín, un filósofo
del siglo XIX; la de su discípulo Juan de Mairena, un profesor
de retórica de principios del XX; y la del propio Machado—,
lo que incluso ha llevado a pensar a algunos críticos que
cada una de ellas expresa un punto de vista diferente [1].
Pero también resulta dificultosa su comprensión
porque el mismo Mairena, comentando a su maestro, advierte que
la «ideología de Abel Martín es, a veces,
obscura, lo inevitable en una metafísica de poeta, donde
no se definen previamente los términos empleados»
[2]. Y finalmente porque las
ideas de Machado están girando en torno a ese «ser
ahí», que Heidegger en 1927 convertiría en
el centro de El ser y el tiempo; y si en 1961 ya advirtió
Heidegger que «la palabra Dasein nombra para nosotros
algo que no coincide de ninguna manera con el ser-hombre y es
totalmente diferente de lo que Nietzsche y la tradición
anterior entienden por existencia» y que lo «que nosotros
designamos con Dasein no aparece anteriormente en la
historia de la filosofía» [3],
con más motivo que en Nietzsche debemos suponer esa inconcreción
significativa en Machado, que no era un filósofo sistemático.
Las dificultades de comprensión de estos escritos de Machado
resultan, pues, explicables e inevitables. Pero podemos afrontarlas
si colocamos las ideas que se exponen en un orden algo diferente
al original, si partimos del supuesto de que se está hablando
de un ente parecido al Dasein de Heidegger y si las completamos
con los poemas que acompañan a la prosa y con algunos pensamientos
expuestos con posterioridad en Juan de Mairena.
Abel Martín comienza hablando de la esencia. Con
esa palabra «generalmente» quiere nombrar «lo
absolutamente real, que, en su metafísica, pertenece al
sujeto mismo, puesto que más allá de él no
hay nada» [4]. Su comentarista
y discípulo, Juan de Mairena, poco antes había advertido
al lector de que Abel Martín es un filósofo decimonónico
que «no ha superado, ni por un momento, el subjetivismo
de su tiempo» [5]. Esas
palabras de Martín y Mairena podrían llevarnos a
pensar que el sujeto de Martín era el de la filosofía
idealista romántica o el del vitalismo bergsoniano o nietzscheano.
En el idealismo sólo tiene esencia (ser, verdad) lo que
pertenece al sujeto racional humano; es el sujeto el que da ser,
verdad, a las cosas. En el vitalismo toda verdad procede de la
introspección que su sujeto intuitivo-instintivo realiza
en su propia alma. Pero el sujeto de Martín no es ni el
idealista ni el vitalista. Debemos tener en cuenta las siguientes
palabras de Machado, dichas en 1935 y referidas a Mairena y Martín:
|
Juan
de Mairena era un hombre de otro tiempo, intelectualmente
formado en el descrédito de las filosofías
románticas, los grandes rascacielos de las metafísicas
poskantianas, y no había alcanzado, o no tuvo noticia,
de este moderno resurgir de la fe platónico-escolástica
en la realidad de los universales, en la posible intuición
de las esencias, la Wesenschau de los fenomenólogos
de Friburgo. Mucho menos pudo alcanzar las últimas
consecuencias del temporalismo bergsoniano, la fe en el
valor ontológico de la existencia humana. Porque,
de otro modo, hubiera tomado más en serio las fantasías
poético-metafísicas de su maestro Abel Martín
[6]. |
Esas
palabras de Mairena («las últimas consecuencias del
temporalismo bergsoniano, la fe en el valor ontológico
de la existencia humana») no pueden referirse más
que a la ontología de Heidegger y confirman que el sujeto
de Abel Martín no es otro que el existir humano. Eso dicen
las palabras del propio Machado en 1932: «las ideas del
poeta no son categorías formales, cápsulas lógicas,
sino directas intuiciones del ser que deviene, de su propio existir»
[7]. Y también lo señaló
Ana Lucas en 1989: «la noción de sujeto en Machado
se refiere al ser existencial, cuyo elemento constitutivo es el
tiempo» [8]. Como el Dasein
de Heidegger, el sujeto de Martín no tiene en realidad
una sustancia, es decir, un fundamento estable. Si de sustancia
se puede hablar, hay que suponerle una constantemente inestable
y cambiante, no una hecha de antemano y fija. Si lo tuviéramos
que expresar en el lenguaje de la metafísica tradicional,
habría que decir que es la misma existencia, el mismo hombre,
su propia sustancia [9]. Por
eso creemos que la afirmación de Mairena de que Abel Martín
no había salido del subjetivismo decimonónico lo
único que quiere decir en realidad es que su sujeto, como
el «ser ahí», es la única apertura del
mundo, que sin él no hay mundo, que es el único
ente que sabe sobre su ser y sobre el ser en general, el ente
que deja ser a los demás entes en cuanto es «lo abierto»
en que ellos se muestran.
Por «sustancia» entiende Martín «el ser
que todo lo es al serse a sí mismo»; «cambia
en cuanto es actividad constante, y permanece inmóvil,
porque no existe energía que no sea él mismo, que
le sea externa y pueda moverle» [10].
Y por sustancia ha entendido siempre la metafísica occidental
lo que sirve de fundamento, aquello que está supuesto en
todo conocer, por ejemplo el esquema racional humano para la filosofía
racionalista. La sustancia, pues, es el sujeto, lo que está
su-puesto en todo conocer. Pero, a diferencia del de Martín,
el sujeto racional se concibe como un ser fijo y estable, algo
que no cambia, inmutable y eterno. En realidad, no es un sujeto
sino un objeto, algo visto desde fuera, como todos los objetos
de razón, y al que se le puede trasladar de lugar, moverlo,
en un espacio ideal, sin que cambie en absoluto. Un sujeto-objeto
(el de Descartes y el de Spinoza) al que Martín contrapone
la mónada de Leibniz. Como ella, la sustancia de Martín
aparece continuamente activa, en continuo cambio, esté
quieta o en movimiento, si entendemos por movimiento el cambio
espacial; no tiene que buscar la verdad fuera sino indagando en
su interior porque en ella está la realidad total; no es
un espejo que reproduzca simplemente lo que hay fuera, sino «el
universo mismo como actividad consciente: el gran ojo que
todo lo ve al verse a sí mismo». Pero «no
sigue Abel Martín a Leibnitz en la concepción de
las mónadas como pluralidad de substancias. El concepto
de pluralidad es inadecuado a la substancia». En realidad,
«Cuando Leibnitz —dice Abel Martín— supone
multiplicidad de mónadas y pretende que cada una de ellas
sea el espejo del universo, o una representación más
o menos clara del universo entero, no piensa las mónadas
como substancias, fuerzas activas conscientes, sino que se coloca
fuera de ellas y se las representa como seres pasivos que forman
por refracción, a la manera de los espejos, que nada tienen
que ver con las conciencias, la imagen del universo» [11].
De la comparación entre la mónada de Leibniz y la
sustancia de Martín tenemos que extraer varias conclusiones:
1) el hombre no puede ser pensado desde fuera como si se tratara
de un objeto de razón más, 2) no tiene realidad
(esencia, ser, verdad) nada de lo que pueda haber fuera del hombre
mismo, ni siquiera los demás hombres, 3) el hombre no puede
conocer nada si no es a partir de sí mismo, desde sí
mismo y por sí mismo, 4) no hay más verdad que ese
conocer suyo, 5) lo conocido, incluso lo conocido sobre él
mismo, está mediatizado por la naturaleza del conocer,
6) su conocer es el único que tiene realidad, es decir,
esencia, verdad, ser, 7) el problema ontológico es previo
a cualquier otro problema; así que preguntarse por su conocer
es hacerse la pregunta eterna e inevitable por el ser: ¿qué
es el ser?
«El ser es pensado por Martín como conciencia activa,
quieta y mudable, esencialmente heterogénea, siempre sujeto,
nunca objeto pasivo de energías extrañas»
[12]. Así pues, Martín
ha identificado el ser con la conciencia de la sustancia. Como
la misma sustancia, se trata de un conocer (una conciencia) que
está transformándose de continuo y no puede ser
pensado como algo que permanece siempre idéntico en dos
momentos temporales distintos («quieta y mudable»);
no es, como el conocer racional, objetivo, producto del acuerdo
de diferentes conciencias, sino subjetivo, algo que sale de la
propia sustancia («siempre sujeto, nunca objeto pasivo de
energías extrañas»). No es un conocimiento
homogéneo, como el puramente conceptual de las ciencias,
sino heterogéneo [13].
Ahora bien, ¿qué quiere decir Machado con esa palabra?
Un conocer heterogéneo, en el sentido contrario a la homogeneización
de las ciencias, sería un conocer de lo puramente cualitativo,
disperso, sin fijeza alguna, algo imposible para el ser humano.
En Juan de Mairena se explica la expresión a partir
de la diferencia entre movimiento y cambio. El movimiento es un
producto de la mente racional humana, que traslada de un punto
a otro de un espacio ideal un objeto que en el traslado no sufre
ningún cambio, sigue siendo el mismo que el del principio.
El cambio es un producto de la intuición del propio ser
humano, que se sabe distinto en dos momentos temporales distintos,
aunque permanezca quieto espacialmente. No podemos dudar del cambio
porque lo intuimos como una realidad inmediata; y no podemos dudar
del movimiento porque lo pensamos como una realidad absoluta.
De ello concluye Mairena: «Si el cambio es una realidad
y el movimiento es otra, la realidad absoluta sería absolutamente
heterogénea» [14].
Y si antes Martín había identificado realidad
con esencia (es decir, con lo que tiene ser), si el ser
es la conciencia de la sustancia, que el ser sea heterogéneo
no puede querer decir otra cosa que la siguiente: el conocer humano
tiene siempre una doble cara, la racional y la intuitiva. No es
que el hombre «piense» en unos momentos e «intuya»
en otros, sino que razón e intuición van siempre
juntas, que es imposible separarlas. Cuando el hombre quiere pensar
el cambio sustancial, inmediatamente lo convierte en un movimiento
espacial: yo soy yo mismo, siempre el mismo, que ha evolucionado,
que se ha trasladado de un lugar a otro en un espacio ideal. Si
el hombre quisiera intuir, no pensar, el movimiento de las ciencias
le sería también imposible: no puede verse a sí
mismo en dos momentos temporales distintos permaneciendo idéntico.
Por eso, cuando Machado quiere expresar el problema con la lengua
de todos no tiene más remedio que recurrir a las paradojas:
«Siempre vendremos a parar a lo mismo: el movimiento es
inmutable y el cambio es inmóvil» [15].
Cuando Heidegger dice que el ser es des-ocultación o que
la verdad pertenece al error está aludiendo a una verdad
que no se da nunca en estado puro sino siempre envuelta en el
pensamiento y la poesía de la tradición occidental.
Cuando Machado dice que el ser es heterogéneo está
diciendo que la verdad es racional-intuitiva, que es imposible
aislar la intuición de su envoltura racional. En el fondo,
los dos están diciendo lo mismo. Para los dos lo importante
son las intuiciones profundas que el hombre tiene sobre sí
mismo [16], pero también
coinciden en que las intuiciones se dan al hombre siempre a través
del lenguaje y el pensamiento de la época que le ha tocado
vivir, es decir, que están enmascaradas.
Machado, como buen filósofo, una vez establecido su punto
de partida ontológico, lo lleva a otros aspectos de la
realidad. Por ejemplo a la naturaleza de la sustancia. Cuando
la definió más arriba Martín como el «ser
que se es al serse a sí mismo» estaba diciendo que
el hombre sólo tiene verdad, ser, sobre sí mismo
a partir de su propio conocer, que ese conocer es el único
ser, la única verdad. El hombre, pues, se da el ser a sí
mismo. Y si el ser es heterogéneo, el ser que se da a sí
mismo (la verdad de la sustancia) también ha de ser heterogéneo.
Cuando el ser (la conciencia de la sustancia) se «ve»
a sí mismo («analiza» la sustancia) se «ve»
como «uno» y «vario» a la vez. La razón
le dice que él es siempre el mismo y que todos los cambios
que pueda sufrir son como los movimientos espaciales de las ciencias,
en los que el objeto permanece idéntico antes y después.
La intuición le dice que él es un continuo cambio,
que nunca es el mismo en dos momentos distintos. Las dos visiones
de la sustancia se dan siempre unidas y por eso la sustancia es,
como el ser, heterogénea: una y varia. Por eso en Juan
de Mairena se nos propone la siguiente definición:
«Sustancia es aquello que si se moviese no podría
cambiar, y porque cambia constantemente, lo encontramos siempre
en el mismo sitio» [17].
Es decir: la sustancia, pensada racionalmente, es siempre la misma;
puede moverse en un espacio ideal y, sin embargo, continuar siendo
la misma. No pensada sino intuida, la sustancia de Martín
no tiene por qué moverse; incluso sin hacerlo, cambia constantemente.
Si el cambio «es», a pesar de la lógica racional
que lo niega, se abre la puerta para la aparición de «lo
otro» [18]: el hombre
está proyectado continuamente sobre lo que va a ser en
el futuro y aspira a ser mejor, el hombre quiere ser otro, lo
que enlaza el pensamiento de Machado con el krausismo de su ambiente
familiar, lleno siempre de confianza en el progreso ilimitado
del hombre:
|
De
lo uno a lo otro es el gran tema de la metafísica.
Todo el trabajo de la razón humana tiende a la eliminación
del segundo término. Lo otro no existe:
tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón
humana. Identidad = realidad, como si a fin de cuentas,
todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno
y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar:
subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón
se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética,
no menos humana que la racional, creía en lo
otro, en «la esencial heterogeneidad del ser»,
como si dijéramos en la incurable otredad
que padece lo uno [19].
Pero nosotros nos inclinamos más bien a creer en
la dignidad del hombre, y a pensar que es lo más
noble en él el más íntimo y potente
resorte de su conducta. Porque esta misma desconfianza de
su propio destino y esta incertidumbre de su pensamiento,
de que carecen acaso otros animales, van en el hombre unidas
a una voluntad de vivir que no es un deseo de perseverar
en su propio ser, sino más bien de mejorarlo [...]
El hombre quiere ser otro. He aquí lo específicamente
humano [20]. |
Con
la posibilidad, negada por la razón, de lo otro de sí
mismo, con la posibilidad de que el hombre sea, o pueda ser, «otro»,
se abre también la puerta de la posibilidad de lo otro
en general y del otro en particular, como veremos más adelante.
Ahora debemos seguir con las consecuencias derivadas del hecho
de que el ser sea heterogéneo.
Si el ser es heterogéneo, también lo es el ser de
las imágenes que emplea la lírica: ellas no son
ni puramente intuitivas ni puramente conceptuales, sino que participan
de ambas naturalezas:
|
Lo
inmediato psíquico, la intuición, cuya expresión
tienta al poeta lírico de todos los tiempos, es algo,
ciertamente singular que vaga, azorado mientras no encuentre
un cuadro lógico en nuestro espíritu en donde
inscribirse [21]. |
El
poema es también una mezcla de lógica e intuición:
|
El
poema sería ininteligible, inexistente para su propio
autor, sin esas mismas leyes del pensar genérico,
pues sólo merced a ellas puede el poeta captar el
íntimo fluir de su conciencia, para convertirlo en
objeto de su propio recreo [...] No es la lógica
lo que el poema canta, sino la vida, aunque no es la vida
la que da estructura al poema, sino la lógica [22].
|
A
continuación, una vez definidas las palabras claves (esencia,
sustancia, ser), pasa Martín a indagar en el problema del
otro: «La conciencia, en el hombre, comienza por ser vida,
espontaneidad; en este primer grado, no puede darse en ella ningún
fruto de la cultura, es actividad ciega, aunque no mecánica,
sino animada, animalidad, si se quiere» [23].
Más tarde, «comienza a verse a sí misma como
un turbio río y pretende purificarse» [24].
¿Qué ha ocurrido? Aunque Machado no lo diga explícitamente,
se puede deducir por lo manifestado con anterioridad: la conciencia,
en un segundo grado, se ve a sí misma, y a la sustancia
de la que es actividad, como algo, en palabras propias de Machado,
cambiante, inestable y finito, y en palabras de Heidegger, yecto,
proyectado y situado en «encontrarse» diversos, en
situaciones anímicas cambiantes. «Cree haber perdido
la inocencia; mira como extraña su propia riqueza»
[25]; es decir, lo heterogéneo
de su naturaleza y de su conocimiento, su cambio continuo, sus
mil caras diferentes [26].
Cree que la verdad no es él, que no puede estar en él,
en una realidad tan inestable, cambiante y pasajera. Y comienza
entonces la búsqueda de lo Otro, del objeto, de lo que
está fuera de él, de algo a lo que se pueda asir,
de aquello que sí será ahora —piensa—
lo verdadero, aquello que tenga lo que a él le falta. En
esos momentos, dice Martín: «Ni Dios está
en el mundo, ni la verdad en la conciencia del hombre» [27].
A continuación distingue entre «cinco formas de la
objetividad» [28], aunque
Mairena, irónicamente, afirma que «en sus últimos
escritos señala hasta veintisiete» [29].
De ellas, «a cuatro diputa aparenciales, es decir, apariencias
de objetividad y, en realidad, actividades del sujeto mismo»
[30]. La primera es «la
x constante del conocimiento»; la considera un
«problema infinito» que «sólo tiene de
objetiva la pretensión de serlo» [31].
Se refiere Machado —o Martín—, pues, a aquello
de lo que el conocimiento es conocimiento, a la cosa en sí
o noúmeno, inalcanzable para el hombre como bien
señaló Kant en su día.
Otra apariencia de objetividad —sólo apariencia—
es la del «mundo de nuestra representación»,
los fenómenos, que sólo son en el sujeto [32].
Si los fenómenos pertenecen al sujeto, y no podemos saber
si se corresponden con otras realidades exteriores a ellos mismos,
está claro que su realidad objetiva es sólo un deseo
del propio sujeto.
La siguiente «corresponde al mundo que se representan otros
sujetos vitales». Es un mundo distinto al de la representación
de las cosas, el mundo de los demás, al que «se le
reconoce por una vibración propia, por voces que pretendo
distinguir de la mía». «Mas esta cuarta forma
de la objetividad no es, en última instancia, objetiva
tampoco, sino una aparente escisión del sujeto único
que engendra, por intersección e interferencia, al par,
todo el elemento tópico y conceptual de nuestra psique,
la moneda de curso en cada grupo viviente» [33].
Es decir, engendra las ideas comunes que unen a las colectividades
humanas, el mundo de lo que Heidegger llamaba las «habladurías»,
una de las características existenciarias del «ahí»
cotidiano del «ser ahí». Tiene también
pretensión de objetividad, pero en realidad, según
Martín, pertenece al propio sujeto [34].
Heidegger era de la misma opinión. No son las habladurías
algo externo al propio Dasein, algo «ante los ojos»
que se le impone desde fuera, sino «la forma de ser del
mismo “ser uno con otro”» [35],
una de las formas de ser del mismo Dasein.
El «mundo objetivo de las ciencias», la cuarta forma,
es el resultado de eliminar las cualidades individuales de las
cosas para homogeneizarlas; y también —lo que es
más importante— las cualidades del propio sujeto,
que, puesto ahora bajo la luz de las ciencias, aparece en el racionalismo
mecánico como algo «inmutable y en constante
movimiento, un torbellino de cenizas que agita, no sabemos
por qué ni para qué, la mano de Dios» [36].
Ésa era la sustancia de Descartes. Y cuando ya la mano
divina se oculta, entonces la pura razón de Spinoza, el
ser completamente racional y esquemático, consigue al fin
eliminar todo lo mudable, inestable y finito que es el «ser
ahí» [37]. Por
eso, para Martín, en ese momento de la historia de la filosofía,
el de Spinoza, «el ser es ya pensado como aquello que absolutamente
no es» [38]. El ente
al que Heidegger llamaba «ser ahí», del que
Machado está hablando, sencillamente se «desee»,
es decir, pierde el ser, al verse a sí mismo como un objeto
puramente racional. La filosofía racionalista, en su esfuerzo
descualificador, ha llegado a «agotar el sujeto»,
a eliminarlo, pero no a «revelar objeto alguno, es decir,
algo opuesto o distinto del sujeto» [39].
Las ideas, los productos de la razón, «no son sino
el alfabeto o conjunto de signos homogéneos que representan
las esencias que integran el ser», un «dibujo o contorno
trazado sobre la negra pizarra del no ser» [40].
Es decir: trazado sobre el espacio y el tiempo ideales del sujeto
kantiano, sobre las formas a priori de la sensibilidad.
Estas cuatro formas de una posible objetividad se han mostrado
finalmente como lo que son: formas sólo aparentes de lo
objetivo. La búsqueda de lo Otro ha resultado un completo
fracaso. Pero un fracaso amoroso, porque ese intento de salida
al exterior por parte del sujeto es en realidad un acto de amor,
una búsqueda de la amada imposible:
En
sueños se veía
reclinado en el pecho de su amada.
Gritó, en sueños: «¡Despierta,
amada mía!»
Y él fue quien despertó; porque tenía
su propio corazón por almohada. (CLXVII [xiv]) |
«Hijas
del amor, y en cierto modo, del gran fracaso del amor» [41],
sólo han aparecido las ideas, pálidos reflejos del
ser de lo Otro, creaciones del propio sujeto que sólo a
él pertenecen. ¿Qué hay detrás de
ellas, si con algo exterior a ellas mismas se corresponden? ¿En
qué se concreta en la vida del hombre eso Otro metafísico?
¿Podrá llegar de algún modo el hombre a conocerlo
o se trata de algo absolutamente inalcanzable? Según Jorge
Guillén, en Machado ya desde «los primeros poemas
[...] hay un impulso hacia lo otro inasequible». Ese «término
adonde no se alcanza puede ser Dios o una mujer y también
una soñada Nada» [42].
La mujer es, en efecto, lo absolutamente otro del hombre, lo diferente;
por eso, no por razones éticas, rechaza Martín el
amor homosexual. Pero lo que logra en su afán amoroso el
hombre es sólo una idea, la idea de «mujer»,
una creación del propio sujeto, no el ser verdadero de
la mujer:
La
mujer
es el anverso del ser. (CLXVII [iv]) |
Es
decir: la mujer en general, la idea de mujer, «es el anverso
del ser».
También la muerte puede verse como lo otro del hombre,
lo contrario del ser, necesario para que el ser esté completo,
según la lógica racional. Pero esa muerte es sólo
una idea, con la que se puede jugar, como hacía Epicuro
al decir que no debemos preocuparnos porque la muerte nunca llegará
a nosotros: cuando la muerte es, nosotros ya no somos, y mientras
somos la muerte todavía no es.
Dios, contemplado como un primer motor inmóvil a la manera
aristotélica, puede ser tomado por el sujeto, siempre en
continuo cambio y sintiéndose imperfecto, como lo inmutable,
lo completo y perfecto, es decir, lo que no es él, lo otro,
lo que a él le falta, el objeto amoroso. Pero ese Dios
es también nada más que una idea, una creación
propia producto de la desesperación humana.
Ni la mujer, ni la muerte ni Dios: ninguna de esas formas concretas
de lo Otro metafísico se ha mostrado asequible al conocer
humano, pero tampoco, a pesar de todas las apariencias, el inmediato
otro, el semejante:
|
Sólo
un pensamiento pragmático, profundamente ilógico,
puede afirmar la existencia de nuestro prójimo con
el mismo grado de certeza que la existencia propia, y reconocer
a la par que este prójimo nos aparece englobado en
el mundo externo —mera creación de nuestro
espíritu—, sin rasgo alguno que nos revele
su heterogeneidad. Dicho en otra forma: si nada es en sí
más que yo mismo, ¿qué modo hay de
no decretar la irrealidad absoluta de nuestro prójimo?
[43] |
El
amor, que se ha mostrado desde un principio como un «súbito
incremento del caudal de vida» [44]
, ha llegado hasta sus límites. La amada no aparece. Todo
ha sido un fracaso. Hay entonces un «sentimiento de soledad»
[45]. Pero el fracaso lleva
consigo un premio: el descubrimiento de la heterogeneidad del
ser. Tras la búsqueda infructuosa de la amada, «la
conciencia vuelve sobre sí misma», pero no «para
captarse como pura actividad consciente, sino sobre la corriente
erótica que brota con ella de las mismas entrañas
del ser» [46]. No se
trata, pues, de una vuelta, reflexión, de la conciencia
racional sobre sí misma para autoanalizarse o «criticarse»;
el ansia de conocimiento, el amor, no ha surgido de la conciencia
racional sino del ser del «ser ahí», que utiliza
esa conciencia racional y fracasa en su búsqueda del objeto,
de la objetividad, de la amada. Pero, constatado ya ese fracaso,
«conoce» que su ser no es algo homogéneo sino
heterogéneo. La conciencia «reconoce su limitación
y se ve a sí misma como tensión erótica,
impulso hacia lo otro inasequible». «Descubre
el amor como su propia impureza, digámoslo así,
como su otro inmanente, y se le revela la esencial heterogeneidad
de la sustancia» [47].
La objetividad, como «proyección ilusoria del sujeto
fuera de sí mismo», tiene, pues, algo positivo, pues
con ella «se alcanza conciencia en su sentido propio,
a saber o sospechar la propia heterogeneidad» [48].
Y nosotros ya sabemos en qué consiste la heterogeneidad
tanto del ser como de la sustancia.
En las cuatro formas analizadas de objetividad el objeto se ha
mostrado inasequible. Las que han aparecido han sido las ideas,
reflejos descoloridos de las esencias reales, no esas mismas esencias.
«Mas existe —según Abel Martín—
una quinta forma de la objetividad, mejor diremos una quinta pretensión
a lo objetivo, que se da tan en las fronteras del sujeto mismo,
que parece referirse a un Otro real, objeto, no de conocimiento,
sino de amor» [49].
El racionalismo radical de Spinoza había llegado a la consideración
del hombre como una pura nada racional. En su filosofía
la «conciencia llega, por ansia de lo otro, al límite
de su esfuerzo, a pensarse a sí misma como objeto total,
a pensarse como no es, a deseerse» [50].
Puestos ya en ese límite, Martín se propone «devolver
a lo que es su propia intimidad» [51],
es decir, a darle otra vez el «ser» a lo «deseído»
por la filosofía de Spinoza. Pero esa tarea no estará
ya a cargo de la filosofía, «sólo puede ser
consumada por la poesía» [52].
Es, pues, precisamente, la objetividad que la poesía persigue
esa quinta forma a la que Martín se refería antes:
|
Todas
las formas de la objetividad, o apariencias de lo objetivo,
son, con excepción del arte, productos de desubjetivación,
tienden a formas espaciales y temporales puras: figuras,
números, conceptos [53].
|
En
el arte, pues, y más concretamente en la poesía,
tiene que actuar otra lógica diferente a la racional, una
lógica tan temporal que, en el momento de la conclusión,
las premisas ya deben haber cambiado de valor porque por ellas
ya ha debido pasar también el tiempo [54];
una lógica en la que no rija el principio de identidad,
porque para demostrar que una cosa es idéntica a sí
misma en dos momentos diferentes hay que pensarla dos veces, y
por lo tanto son ya dos cosas distintas; ni tampoco el de contradicción,
porque el ser de lo ente no tiene contrario (un libro, por ejemplo,
no es lo contrario de un periódico sino otra cosa) [55].
«Ahora se trata (en poesía) de realizar nuevamente
lo desrealizado; dicho de otro modo: una vez que el ser
ha sido pensado como no es, es preciso pensarlo como es; urge
devolverle su rica, inagotable heterogeneidad» [56].
Pero ello no quiere decir que se parta del «caos sensible
de la animalidad» [57],
sino del fracaso amoroso de la búsqueda racional de la
objetividad. Cuando a Martín le preguntaban «si la
poesía aspiraba a expresar lo inmediato psíquico,
[...] respondía: Sí y no» [58].
«Sólo después que el anhelo erótico
ha creado las formas de la objetividad [...] puede el hombre llegar
a la visión real de la conciencia, reintegrando a la pura
unidad heterogénea las citadas formas o reversos del
ser, a verse, a vivirse, a serse en plena y fecunda
intimidad. [...] nadie —dice Martín—
logrará ser el que es, si antes no logra pensarse como
no es» [59].
Borra
las formas del cero,
torna a ver,
brotando de su venero,
las vivas aguas del ser. (CLXVII [xvii]) |
La
lógica poética actúa, por lo tanto, después,
no antes, del fracaso de la razón humana. Y se dará
«entre realidades, no entre sombras; entre intuiciones,
no entre conceptos» [60].
Serán las intuiciones del poeta las que logren vislumbrar
a través del velo de sombras que la razón previamente
ha tendido sobre él, el ser verdadero de lo esencial humano
y de los entes de alrededor. Las intuiciones, no los conceptos,
serán los materiales sobre los que el poeta actúe.
Intuiciones, como dice Mairena, sobre las que la poesía
barroca era incapaz de avanzar —«en ninguno de los
sentidos de esta palabra» [61]—
porque la poesía barroca actuaba sobre conceptos casi exclusivamente.
Y esos sentidos de la palabra «intuiciones» son fundamentalmente
dos: las intuiciones sensibles de Kant, es decir, las que se refieren
a los fenómenos, objetos imprecisos, y las intuiciones
del poeta o del filósofo sobre el existir humano, como
aquellas que tuvo Kierkegaard. Por lo que a las primeras se refiere,
para el poeta, ya desde Grecia, todo aquello que se muestra, que
aparece, «es». «El ser poético [...]
se revela o se vela, pero allí donde aparece, es»
[62]. Las segundas, para «una
filosofía que pretenda alcanzar el ser en la existencia
del hombre» [63], tienen
que consistir, igual que las primeras, en un puro «ver»,
en una videncia. Así lo decía Mairena del propio
existir cuando hablaba de él como de «una turbia
evidencia», «un objeto de conciencia inmediata».
El problema radica en la nada-razón, es decir, en la conceptualización
desrealizadora que la razón lleva a cabo con las intuiciones.
Sean éstas del tipo que sean, necesitan de la conceptualización
para poder ser reconocidas.
¿Se ha alcanzado, pues, con la lógica poética
la tan ansiada objetividad? En absoluto [64].
El ser humano, para conocer, en sentido estricto, necesita de
ese «fondo espectral de imágenes genéricas
y familiares», que son producto de la homogeneización,
descualificación y desubjetivación que la razón
lleva a cabo de todas las intuiciones singulares para convertirlas
en un concepto, en algo que es ya una creación de la propia
mente. Lo Otro real se ha esfumado. Ojalá el pensar racionalizante
pudiera salir de sí mismo para iluminar el acto amoroso,
para «ver», conocer, el «objeto» de amor,
lo que se ha intuido sólo confusamente [65].
La verdad entonces estaría al alcance del hombre:
Si
un grano del pensar arder pudiera,
no en el amante, en el amor, sería
la más honda verdad lo que se viera (CLXVII [xi]) |
Cuando
Martín hablaba de la quinta forma de objetividad, aquella
que se daba «en las fronteras del sujeto mismo», la
llamó «una quinta pretensión a lo objetivo»
[66]. «Pretensión.»
No se nos puede olvidar nunca la afirmación de Kant, según
la cual «si son vacíos los conceptos sin intuiciones,
también son ciegas las intuiciones sin los conceptos»
[67], y que el problema no
está en las intuiciones, el «ser poético»,
sino en la nada-razón, es decir, en la conceptualización
desrealizadora que la razón lleva a cabo de las intuiciones.
Lo que el poeta «vislumbra», lo Otro real, es, en
efecto, un «objeto», pero «no de conocimiento,
sino de amor» [68].
No se puede afirmar, es decir, «conocer», en sentido
estricto, la presencia efectiva de ningún «objeto»
fuera del sujeto mismo. Nuestros semejantes concretos, no ya la
idea del otro, y una mujer concreta, no ya la idea de mujer, son
intuiciones y pertenecen al mundo interno del poeta, son su material,
pero ello no quiere decir que sean objetos de conocimiento. Mairena,
delante de sus alumnos, se hacía las siguientes preguntas:
|
¿Puedo
yo saber lo que pasa en el alma de mi vecino?
¿Sé yo, acaso, si existe el alma de mi vecino?
¿Cómo puedo saber yo si existe el alma de
mi vecino?
¿No pudiera ser mi vecino un cuerpo sin alma?
Y, en último término, ¿quién
me asegura que existe mi vecino? [69]
|
Que el prójimo sea, en todo caso, objeto de amor, pero
nunca de conocimiento, significa que es objeto de fe, de creencia
[70]. Aunque su existencia
no se pueda demostrar, sin embargo, «debemos creer en el
alma de nuestro prójimo tanto, si fuera posible, como en
la propia, de la cual no nos cabe dudar» [71].
Es al convertirlo en objeto, aunque sea objeto de amor, cuando
al prójimo se le confiere la categoría de sujeto,
y puede ya no sólo ser visto sino ver:
El
ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve. (CLXI, i) |
No
es sujeto, sin embargo, y no puede ver, está ciego, el
prójimo creado en el espejo de la razón, es decir,
en la razón especulativa. Es un objeto falso, una creación
del propio sujeto, que en realidad a quien ve es a sí mismo:
Mis
ojos en el espejo
son ojos ciegos que miran
los ojos con que los veo. (CLXVII [i]) |
De
cualquier modo, también las «verdades», los
objetos, de la razón, su pretendida objetividad, son en
el fondo el resultado de una creencia. Como dice Mairena: «Lo
cierto es que Kant creía en la ciencia físico-matemática
como, casi seguramente, san Anselmo creía en Dios»
[72]. «En toda cuestión
metafísica, aunque se plantee en el estadio de la lógica,
hay siempre un conflicto de creencias encontradas. Porque todo
es creer [...] y tan creencia es el sí como el no. Nada
importante se refuta ni se demuestra, aunque se pase de creer
lo uno a creer lo otro» [73].
Dios, en la lógica poética, no será ya una
idea, como la del Dios de Aristóteles, san Anselmo o Descartes,
algo que, desde fuera, ha creado la realidad [74].
Dios se revela en el corazón del hombre como lo Otro absoluto,
el Tú objeto de amor, no pensado sino sentido, intuido.
Una vez que el hombre haya escapado del solus ipse y
crea en la existencia de los demás, en el tú de
los otros yos, podrá creer en lo que Mairena llama «Tú
de todos», en el «objeto de comunión cordial»
[75], el punto de referencia
de todos, el Él de todos. «Desde este punto de vista,
Dios puede ser la alteridad trascendente a que todos
miramos» [76].
En esa misma lógica, la muerte deja también de ser
una idea, para pasar a ser la muerte propia, «un tema que
se vive más que se piensa; [...] que apenas hay modo de
pensarlo sin desvivirlo. Es tema de poesía, o más
bien de poetas» [77].
De poetas; es decir, de cada uno de los poetas como hombres individuales,
no de la poesía en general como actividad humana, para
la cual la muerte es uno de sus temas favoritos [78].
Contra la opinión ingenua de que lo mejor es hacer poesía
dejando a un lado los problemas abstrusos de la metafísica,
hay que recordar siempre que esos problemas no son de la poesía
sino del hombre que la hace, un hombre que es siempre todos los
hombres [79].
Pero si las intuiciones —las intuiciones sobre aquello que
se muestra al hombre y las intuiciones sobre su ser, la vida,
la muerte, el tiempo, etc.— poseen todas ellas las características
inevitables, frente a los conceptos, de lo inmediato, lo fugaz,
lo inaprehensible, ¿cómo captarlo con las palabras,
si, como dice María Zambrano, toda «palabra requiere
un alejamiento de la realidad a la que se refiere», si «quien
habla, aunque sea de la más abigarrada multiplicidad, ya
ha alcanzado alguna suerte de unidad, pues que embebido en el
puro pasmo, prendido a lo que cambia y fluye, no acertaría
a decir nada, aunque este decir sea un cantar» [80]?
¿Es posible llevar de modo exacto y fiel lo intuido al
poema? Es evidente que no. Si la lógica poética
«no admite supuestos, conceptos inmutables, sino realidades
vivas, inmóviles, pero en perpetuo cambio»; si «los
conceptos o las formas captoras de lo real no pueden ser rígidos,
si han de adaptarse a la constante mutabilidad de lo real»,
está claro, como bien lo sabía Abel Martín,
que la intuición humana «no tiene expresión
posible en el lenguaje» [81].
Pero creía también que el poeta puede dar una intensa
sensación de tiempo, del fluir temporal, y que «todo
poema que no tenga muy marcado el acento temporal estará
más cerca de lo lógica que de la lírica»
[82]. Y «una intensa
y profunda impresión del tiempo sólo nos la dan
muy contados poetas. En España, por ejemplo, la encontramos
en don Jorge Manrique, en el Romancero, en Bécquer, rara
vez en nuestros poetas del siglo de oro» [83].
Esos poetas, y todos los grandes de todas las épocas, hacen
llegar hasta nosotros las intuiciones que necesitamos. Porque
hay en el fondo de todo hombre un ansia de conocer la verdad de
sí mismo. Y la busca, aunque habitualmente desvíe
la mirada para no verla. Heidegger, en su camino, llegó
a la serenidad, a la aceptación consciente de lo terrible
de la vida humana, y a la consideración de ésta
como un viaje que se comparte con los demás y nos une a
ellos, siempre que se huya de los engaños e intente situarse
el ser humano en su verdad. Machado ha llegado a la fe en la existencia
del otro a partir de la constatación de la esencial heterogeneidad
del ser, como un acto de amor. Sin necesidad de influencias de
uno en el otro (ya dijimos que los escritos de Machado son de
1926 y El ser y el tiempo de 1927), sencillamente porque
son ideas que necesariamente tenían que aflorar en esa
época concreta, los dos han pasado por lo mismo: la imposibilidad
de llegar hasta la verdad exclusivamente con la razón,
la necesidad de poner el punto de mira de la filosofía
y de la poesía en el existir humano, y de llegar a partir
de ahí a la muerte propia como fundamento abismal del ser
verdadero del «ser ahí», a la nada como parte
del ser de los entes y al tiempo como esencia de la existencia.
Pensaba Machado que tanto la actividad racional como la poética
eran actos de amor, un ansia desesperada de búsqueda de
la amada, de lo otro, de lo objetivo, y que la poética
sólo podía darse después de que la racional
era ya consciente de su fracaso. Es entonces cuando el poeta se
da cuenta de que «ha estado pensando en la nada» —es
decir, en el objeto que la razón proporciona—, «entretenido
con ese hueso que le dio a roer la divinidad para que pudiera
pasar el rato y engañar su hambre metafísica»
[84]. Se trata de un momento
«de soledad y angustia [...] inevitable» [85].
Pero el hombre, situado en medio de los entes, de la vida, de
los conceptos, ha tenido, sin embargo, desde un primer momento,
una honda inquietud, un contacto directo, pero confuso, con la
muerte, con la nada: «ella se ha introducido en nuestra
alma muy tempranamente, y apenas hay recuerdo infantil que no
la contenga»:
Sobre la fuente, negro abejorro
pasa volando, zumba al volar,
cuando las niñas cantan en corro,
en los jardines del limonar.
Se oyó su bronco gruñir de abuelo
entre las claras voces sonar,
superflua nota de violoncelo,
en los jardines del limonar. [...]
Entre las cuatro blancas paredes,
cuando una mano cerró el balcón,
por los salones de sal-si-puedes
suena el rebato de su bordón.
Muda, en el techo, quieta, ¿dormida?,
la gruesa nota de angustia está;
y en la mañana verdiflorida
de un sueño niño volando va... [86]
|
[*] De la tesis doctoral inédita,
Un canto de frontera. La lógica poética de Antonio
Machado, Universidad de Almería, Departamento de Filología
Española y Latina, 2003. [volver]
[1] Para Hugo Laitenberger, por ejemplo, «los
tres apócrifos [Martín, Mairena y Zúñiga],
poetas-filósofos inventados por Machado, representan un
intento, basado en la recepción de la filosofía
de Bergson, de reconstruir “tres momentos” característicos
del desarrollo de la historia de las ideas de los siglos diecinueve
y veinte» (H. Laitenberger, «Los apócrifos
de Machado: consideraciones a una explicación coherente»,
Ínsula, n.º 506-507, febrero-marzo 1989, p. 46).
[volver]
[2] A. Machado, «De un Cancionero apócrifo
[1924-1936]» en Poesía y prosa. II: Poesías
completas, ed. de Oreste Macrì, Madrid, Espasa-Calpe,
1989, p. 687. Indicaremos con las notas los textos en donde aparecen
las distintas voces. El lector puede apreciar sin problemas quién
está hablando en cada momento (Martín, Mairena o
Machado). Sin embargo, para nosotros no tiene mucha importancia
porque consideramos que en el fondo se trata siempre de una única
voz: la de Machado. [volver]
[3] M. Heidegger, Nietzsche, I, trad.
de Juan Luis Vermal, Barcelona, Destino, 2000, pp. 228-29. El
contenido de este libro son cursos universitarios y ensayos escritos
entre los años 1936 y 1946. [volver]
[4] A. Machado, «De un Cancionero apócrifo»,
cit., p. 687. [volver]
[5] Ibídem, p. 685. [volver]
[6] A. Machado, Juan de Mairena, en
Poesía y prosa. IV: Prosas completas (1936-1939),
p. 2030. [volver]
[7] A. Machado, «Poética»,
en Poesía y prosa. III: Prosas completas (1893-1936),
p. 1803. [volver]
[8] A. Lucas, «Antonio Machado: la eternidad
evanescente del tiempo recordado (estética y temporalidad)»,
en Antonio Machado y la filosofía, Madrid, Orígenes,
1989, p. 34. [volver]
[9] «el hombre es en la medida en que ex-siste.
Si empezamos por decir esto en el lenguaje de la tradición
diremos que la ex-sistencia del hombre es su substancia. Es por
eso por lo que en Ser y tiempo vuelve a aparecer a menudo
la frase: “La ‘substancia’ del hombre es la
existencia”» (M. Heidegger, Carta sobre el humanismo,
trad. de Helena Cortés y Arturo Leyte, Madrid, Alianza,
2000, pp. 36-37). [volver]
[10] A. Machado, «De un Cancionero apócrifo»,
cit., p. 687. [volver]
[11] Ibídem, p. 671. [volver]
[12] Ibídem,
p. 687. Confróntense las palabras de Martín con
estas otras de Vattimo referidas al Dasein de Heidegger:
«El Dasein no puede a su vez ser fundado porque
es precisamente él quien abre ese horizonte, el mundo en
el cual se sitúa toda relación de fundación;
por otro lado, no es tampoco fundamento último en el sentido
de ser una simple presencia más allá de la cual
no se puede ir y de la cual todo “deriva” o “depende”:
no es una simple presencia porque el Dasein no es
otra cosa que proyecto; no es algo que sea y que luego proyecte
el mundo, no es algo que existe como “base” estable
de este proyectar» (G. Vattimo, op. cit., p. 66).
[volver]
[13] Lo que quiera decir Machado con que el
ser es heterogéneo nunca ha estado muy claro. Véanse
las siguientes palabras de Eugenio Frutos: «El pensamiento
de Machado en esta cuestión fundamental no es completamente
claro, a mi juicio; o acaso no he logrado aún penetrarlo
bien. Tal y como se expresa, la heterogeneidad parece referirse
muchas veces a la efectiva existencia de distintos modos de ser;
de modo que “el ser” se pluraliza en flexiones diversas;
no es sólo que hay pluralidad de entes, sino que hay “varios”
modos de ser» (E. Frutos, «El primer Bergson en Antonio
Machado», Revista de Filosofía, XIX, 1960,
p. 139). [volver]
[14] A. Machado, Juan de Mairena, cit.,
p. 1989. [volver]
[15] Ibídem, p. 1989. [volver]
[16] Dice a este respecto Juan de Mairena, dándole
al «ser ahí», al existir humano, en este caso,
el nombre de «vida»: «La vida [...], no es —fuera
de los laboratorios— una idea, sino un objeto de conciencia
inmediata, una turbia evidencia» (ibídem, pp. 2115-16).
Y el mismo Mairena hablando del movimiento y del cambio: «El
movimiento no es para Martín nada esencial» («De
un Cancionero apócrifo», cit., p. 670). [volver]
[17] A. Machado, Juan de Mairena, cit.,
p. 2096. [volver]
[18] Eugenio Frutos partió del mismo
punto que nosotros en la consideración del asunto fundamental
de lo «otro» en la obra de Machado, aunque luego su
análisis tomara otra dirección: «La penetración
profunda en nuestra interioridad nos remite siempre a algo que
no somos, pero que vamos a ser o aspiramos a ser. Es decir, nos
remite a lo esencialmente “otro”. Nuestro humano modo
de ser no se revela en la fijeza estática del ser parmenídeo,
sino en la fluencia del ser heraclíteo. Vamos de lo que
somos a lo que no somos y aspiramos fuertemente a no ser lo que
somos» (E. Frutos, «La esencial heterogeneidad del
ser en Antonio Machado», Revista de Filosofía,
n.º 69-70, abril-septiembre 1959, p. 279). [volver]
[19] A. Machado, Juan de Mairena, cit.,
p. 1917. [volver]
[20] Ibídem, p. 2097. [volver]
[21] A. Machado, Los complementarios,
en Poesía y prosa. III: Prosas completas (1893-1936),
cit., p. 1279. [volver]
[22] A. Machado, «Reflexiones sobre la
lírica», en ibídem, pp. 1652-53. [volver]
[23] A. Machado, «De un Cancionero apócrifo»,
cit., p. 688. [volver]
[24] Ibídem, p. 681. [volver]
[25] Ibídem, p. 688. [volver]
[26] «en la duración viva de nuestra
psique este devenir es captado, y en él nuestra variedad
interna, nuestra heterogeneidad. Mas esta heterogeneidad no es
cambio pensado (lo que la homogeneizaría) ni fluencia pasivamente
percibida, sino que nos es entrañablemente sentida. Lo
que se siente —y angustia o inquieta— es nuestra “esencial
otredad”, nuestro querer ser otro que el que somos»
(E. Frutos, «El primer Bergson en Antonio Machado»,
Revista de Filosofía, XIX, 1960, p. 141). [volver]
[27] A. Machado, «De un Cancionero apócrifo»,
cit., p. 688. [volver]
[28] Ibídem, p. 674. [volver]
[29] Ibídem, p. 689. [volver]
[30] Ibídem, p. 674. [volver]
[31] Ibídem, p. 674. [volver]
[32] Ibídem, p. 674. [volver]
[33] Ibídem, pp. 674-75. [volver]
[34] Ibídem, p. 674. [volver]
[35] M. Heidegger, El ser y el tiempo,
trad. de José Gaos, México, FCE, 1989, p. 197. [volver]
[36] A. Machado, «De un Cancionero apócrifo»,
cit., p. 687. [volver]
[37] «El punto de partida [...] de la
filosofía de Espinoza, en general, es que la verdad del
pensamiento no consiste en la adecuación a una cosa exterior
al pensamiento sino que reside en el pensamiento mismo»
(F. Martínez Marzoa, Historia de la filosofía,
II, Madrid, Istmo, pp. 97-98). [volver]
[38] A. Machado, «De un Cancionero apócrifo»,
cit., p. 687. [volver]
[39] Ibídem, p. 674. [volver]
[40] Ibídem, p. 686. [volver]
[41] Ibídem, p. 686. [volver]
[42] J. Guillén, «Prólogo»
a B. Sesé, Antonio Machado (1875-1939). El hombre ,
el poeta, el pensador, I, trad. de Soledad García
Mouton, Madrid, Gredos, 1980, p. 10. [volver]
[43] A. Machado, Juan de Mairena, cit.,
p. 2068. [volver]
[44] A. Machado, «De un Cancionero apócrifo»,
cit., p. 673. [volver]
[45] Ibídem, p. 678. [volver]
[46] Ibídem, p. 685. [volver]
[47] Ibídem, p. 685. [volver]
[48] Ibídem, p. 685. [volver]
[49] Ibídem, p. 675. [volver]
[50] Ibídem, p. 687. [volver]
[51] Ibídem, p. 687. [volver]
[52] Ibídem, p. 687. [volver]
[53] Ibídem, p. 690. [volver]
[54] A pesar del tono irónico que adopta
Machado, obsérvese el parecido de su afirmación
con las siguientes palabras de Pöggeler sobre la «lógica»
de Heidegger: «En la interpretación ontológica,
la lógica tradicional se muestra como una “lógica
de lo presente” que no admite como lógicamente pensable
sino aquello que, en los objetos, pueda seguir siendo llevado
ante el pensar como lo constantemente presente en ellos, sin hacer
entrar por tanto al tiempo y a la historia acontecida en el ser.
El logos seguido por la fenomenología hermenéutica
de Heidegger hace por el contrario la exégesis del entenderse
de un ente cuyo ser cambia en la exégesis misma y que,
de este modo, capta su ser o esencia como un poder ser,
temporal e históricamente acontecido» (O. Pöggeler,
El camino del pensar de Martin Heidegger, trad. y notas
de Félix Duque, Madrid, Alianza, 1993, p. 326). [volver]
[55] Véase A. Machado, Juan de Mairena,
cit., pp. 2006-2007. [volver]
[56] A. Machado, «De un Cancionero apócrifo»,
cit., p. 688. [volver]
[57] Ibídem, p. 688. [volver]
[58] Ibídem, p. 688. [volver]
[59] Ibídem, p. 689. [volver]
[60] Ibídem, p. 691. [volver]
[61] Ibídem, p. 700. [volver]
[62] A. Machado, Juan de Mairena, cit.,
p. 2032. [volver]
[63] Ibídem, p. 2077. [volver]
[64] «Nuestra lógica pretende ser
la de un pensar poético, heterogeneizante, inventor
o descubridor de lo real. Que nuestro propósito sea más
o menos irrealizable, en nada amengua la dignidad de nuestro propósito»
(A. Machado, Juan de Mairena, cit., p. 2008). [volver]
[65] «El pensamiento poético [...]
sólo en contacto con lo otro, real o aparente, puede ser
fecundo» (ibídem, p. 1963). [volver]
[66] A. Machado, «De un Cancionero apócrifo»,
cit., p. 675. [volver]
[67] A. Machado, Juan de Mairena, cit.,
p. 1978. [volver]
[68] A. Machado, «De un Cancionero apócrifo»,
cit., p. 675. [volver]
[69] A. Machado, Juan de Mairena, cit.,
p. 2139. [volver]
[70] Según Cerezo, «En esto se
cifra toda la filosofía del apócrifo Mairena. Puesto
que no es posible vivir sin creer, la experiencia del pensamiento
consiste en liberarse de las creencias inertes, de los tópicos
y sistemas, del pensamiento maquinal y a propósito, para
ganar, por propia cuenta y riesgo, las creencias vivas y fecundas,
que nos hacen vivir» (P. Cerezo Galán, «El
socratismo andaluz de Juan de Mairena y la experiencia del pensar»,
Ínsula, n.º 506-507, febrero-marzo 1989, p. 20).
[volver]
[71] A. Machado, Juan de Mairena, cit.,
p. 2139. [volver]
[72] Ibídem, p. 2101. [volver]
[73] Ibídem, p. 1963. [volver]
[74] «En la teología de Abel Martín
es Dios definido como el ser absoluto, y, por ende, nada que sea
puede ser su obra. Dios, como creador y conservador del mundo,
le parece a Abel Martín una concepción judaica,
tan sacrílega como absurda» (ibídem, p. 693).
[volver]
[75] «Cuando le llegue, porque le llegará
[...] el inevitable San Martín al solus ipse,
porque el hombre crea en su prójimo, el yo en el tú
y el ojo que ve en el ojo que le mira, puede haber comunión
y aun comunismo. Y para entonces estará Dios en puerta.
Dios aparece como objeto de comunión cordial que hace posible
la fraterna comunidad humana» (ibídem, p. 2043).
[volver]
[76] Ibídem, p. 2043. [volver]
[77] Ibídem, p. 2001. [volver]
[78] «Siempre que tengo noticia de la
muerte de un poeta, me ocurre pensar: ¡Cuántas veces,
por razón de su oficio, había este hombre mentado
a la muerte, sin creer en ella! ¿Y qué habrá
pensado ahora, al verla salir como figura final de su propia caja
de sorpresas?» (ibídem, p. 2110). [volver]
[79] «Se nos dirá que nuestra posición
de poetas debe ser la del hombre ingenuo, que no se plantea ningún
problema metafísico. Lo que estaría muy bien dicho
si no fuera nuestra ingenuidad de hombres la que nos plantea constantemente
estos problemas» (ibídem, p. 2029). [volver]
[80] M. Zambrano, Filosofía y poesía,
México, FCE, 1998, 4ª ed. (1ª ed., 1939), p. 21. [volver]
[81] A. Machado, «De un Cancionero apócrifo»,
cit., p. 680. [volver]
[82] Ibídem, p. 697. [volver]
[83] Ibídem, p. 698. [volver]
[84] A. Machado, Juan de Mairena, cit.,
pp. 2030-31. [volver]
[85] A. Machado, «De un Cancionero apócrifo»,
cit., p. 689. [volver]
[86] A. Machado, Juan de Mairena, cit.,
p. 2035. [volver]
Fecha
de publicación: febrero 2009
Abel
Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com
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