Don
Manuel y don Antonio Machado nacieron en Sevilla y eran hermanos.
Pero se habla de la Sevilla de Antonio y de la de Manuel. ¿Es
que pertenecían a ciudades distintas? Sí y no. Y como
esta contestación es tenebrosamente clara, según
la calificaría Juan de Mairena, las líneas que siguen
no tienen otro objeto que el matizarla en lo posible.
Antes vamos a refrescar algunos
datos, que sin duda estarán en la mente de todos los lectores:
Manuel nació en 1874 y Antonio el año siguiente. La
madre, Ana Ruiz, fue hija de una vendedora de dulces de Triana.
El padre, Antonio Machado y Álvarez un destacado intelectual
sevillano de la clase media, que había realizado notables
trabajos sobre folklore y costumbres populares. El abuelo, Antonio
Machado y Núñez, era gaditano y ejerció la medicina
en su juventud. Viajó a Guatemala para reunirse allí
con un hermano suyo que probaba fortuna, y, finalmente, prefirió
renunciar a la aventura americana y dedicarse a la ciencia. Con
ese propósito se trasladó a París, donde, en la
Sorbona, llegó a ser ayudante del famoso Orfila. A su regreso
a España dejó al poco tiempo la carrera de médico
para especializarse en Ciencias Naturales. Fue un hombre de veras
importante en la Sevilla de la época. Liberal y progresista,
ganó una cátedra de Ciencias Naturales en la Universidad
hispalense y publicó algunos libros, entre ellos un Catálogo
metódico y razonado de los mamíferos en Andalucía
(Sevilla, 1869). Este elegante caballero –conocido como «el
médico del gabán blanco»– tuvo una actuación
destacada en la Revolución de 1868 como miembro de la Radical
Junta Revolucionaria de Sevilla y, más tarde, como gobernador
civil de la provincia, cargo en el que destacó por su actuación
para extirpar el bandolerismo, como señala Zugasti en su
ya clásico libro sobre el tema. En su labor científica,
fue uno de los primeros universitarios españoles que se atrevieron
a explicar las teorías de Darwin desde su cátedra y
uno de los fundadores, en 1871, de la Sociedad Antropológica
de Sevilla. Adherido al grupo krausista, tuvo gran amistad con
Francisco Giner. Con otro profesor sevillano, Federico de Castro,
fundó la Revista de Filosofía, Literatura y Ciencias.
Fiel a sus amigos krausistas, cuando en 1875 el gobierno de Cánovas
expulsó de la Universidad a Giner, Salmerón y Azcárate,
Machado Núñez fue uno de los profesores que protestaron,
renunciando a su cátedra. En cuanto al padre de los Machado,
eminente abogado y folklorista, resultó aún más
radical que el abuelo y, desde luego, menos cauteloso. Con la
vuelta de los Borbones y la proclamación de Alfonso XII en
1874, perdió su trabajo como abogado y sus protestas públicas
contra la inmoralidad de la Administración y contra la injusticia
social fueron constantes. Si me he extendido al hablar del abuelo,
Machado y Núñez, es porque su figura resulta de capital
importancia en la formación de Manuel y Antonio. El abuelo
vivió no pocos años con su hijo, al que ayudaba a subvenir
en sus necesidades económicas. Y así, tanto el abuelo
como los padres contribuyeron a la formación de los dos futuros
poetas.
En esta familia, en este ambiente,
nacieron y se educaron los hermanos Machado. Un ambiente liberal,
progresista y anticlerical, hasta el punto de que los lectores
de los artículos que escribió el padre de los Machado
contra la Iglesia fueron excomulgados por el Sínodo de Sevilla
y por el obispo de Jaén. Machado y Álvarez participaba
de la misma ideología positivista y krausista que otros intelectuales
sevillanos y, principalmente, los fundadores de la Institución
Libre de Enseñanza, donde Manuel y Antonio empezaron a ir
al colegio tan pronto como llegó la familia a Madrid. Pero
no nos adelantemos a los acontecimientos: Antonio y Manuel se
desenvuelven en una Sevilla liberal, anticlerical y progresista,
que sella con sus ideas por igual los primeros años de los
dos hermanos. Ésta era la Sevilla de los Machado. Lo que,
naturalmente, no quiere decir que así fuera Sevilla. Precisamente,
republicanos, federalistas y progresistas constituían un
núcleo bastante exiguo. La «Gloriosa» (Revolución
de 1868) no llegó a producir en la ciudad un verdadero desplazamiento
de poder de manos de la aristocracia latifundista a la burguesía.
Sin embargo, Sevilla se convirtió en uno de los bastiones
de la ideología republicana y federal. Las personas que hicieron
posible esta efervescencia eran pocas, e instaladas casi todas
en la Universidad, que se convirtió en reducto del progresismo:
figuras como Federico de Castro y Federico Rubio, que modelarían
el espíritu de varias generaciones de sevillanos ilustres.
Pues bien, a este reducido círculo pertenecían tanto
Manuel como Antonio Machado.
En 1883 (año del movimiento
andaluz de la Mano Negra) Antonio tiene ocho años y Manuel
nueve. El padre y el abuelo deciden de común acuerdo marchar
a Madrid. ¿Motivos? Los krausistas han conseguido una cátedra
en la Facultad de Ciencias madrileña para el abuelo, y el
padre espera encontrar en Madrid un mayor reconocimiento a sus
méritos de escritor y folklorista. Además, ambos esperan
poder dar a los dos niños, Antonio y Manuel, una educación
acorde con su ideología liberal, muy difícil de conseguir
en Sevilla. En efecto, pocos días después de la llegada
a Madrid los niños son inscritos como alumnos en la Institución
Libre de Enseñanza, fundada por Giner siete años antes.
En ella, las actividades complementarias de los estudios son las
numerosas excursiones que, dirigidas por los profesores, hacían
los alumnos a ciudades y pueblos próximos a Madrid y a la
cercana sierra del Guadarrama, así como las visitas a museos,
industrias artesanas, fábricas, tahonas y centros científicos.
Eran característicos de la Institución «el trato
íntimo con los alumnos» y «las conversaciones libres
y generales, en las que el niño hacía preguntas con
entera espontaneidad, contestando al maestro como si fuera a un
amigo o a un hermano mayor».
Hemos visto que, hasta aquí,
los dos hermanos recibieron idéntica formación. El ambiente
familiar y social en que se desenvuelven en Madrid viene a ser
una prolongación del de Sevilla: progresismo, anticlericalismo,
respeto al trabajo manual, amor por las ciencias y por las letras...;
sin embargo, algún crítico ha afirmado que la influencia
de la Institución en Manuel es opuesta a la que había
recibido en sus primeros años sevillanos. Ya vimos que esto
no es cierto, y ahora vamos a ver cómo a los dos hermanos
les quedaron indeleblemente grabadas las huellas de la Institución
Libre de Enseñanza.
En el caso de Antonio, cualquier
lector atento puede recordar el hermoso poema que dedicó
a don Francisco Giner a su muerte. En un apunte biográfico
de 1917, que se publicó al frente de sus Páginas
escogidas, libro publicado por la editorial Calleja, nos confiesa:
«Me eduqué en la Institución Libre de Enseñanza.
A sus maestros guardo vivo afecto y profunda gratitud.» En
otro lugar, recuerda así Antonio las clases de Giner en la
Institución: «Los párvulos aguardábamos, jugando
en el jardín de la Institución, al maestro querido.
Cuando aparecía don Francisco, corríamos a él con
infantil algazara y lo llevábamos en volandas hasta la puerta
de la clase... En su clase de párvulos como en su cátedra
universitaria, don Francisco se sentaba siempre entre sus alumnos
y trabajaba con ellos familiar y amorosamente. El respeto lo poníamos
los niños o los hombres que congregaba el maestro en torno
suyo. Su modo de enseñar era el socrático, el diálogo
sencillo y persuasivo. Estimulaba el alma de sus discípulos
–de los hombres o de los niños– para que la ciencia fuese
pensada, vivida por ellos mismos.»
Pero, ¿y Manuel? Algunos
comentaristas se han obstinado en negar la influencia de la Institución
en su obra. Mas esto no corresponde a la realidad, como demostró
documentalmente Gordon Brotherston en su libro, sin duda el mejor
que se ha escrito hasta la fecha sobre este poeta. Brotherston
afirma que «sus primeros poemas no sólo reflejan detalles
de sus visitas, donde era notoria la presencia de la Institución,
a los talleres, fábricas y herrerías de Madrid, sino
que acoge el sentimiento que había intentado provocar aquellas
visitas». Como demostración de este aserto vamos a reproducir
aquí un poema de esa época, titulado «Al día»:
También
el hombre despertó. Ya suena
el vigoroso golpe del martillo
en el noble taller. Ya en las ciudades
el continuo afanar...
Aquí la ansiosa llama
ruge en el horno, y en el fuerte hierro
con su horrible calor vida derrama.
¡Oh trabajo, oh labor! En vuestro seno
la humanidad entera se engrandece. |
A
los quince años, antes de dejar la Institución para
hacer sus exámenes en el Instituto Cardenal Cisneros, Manuel
había adquirido algo que no se conseguía fácilmente
en los colegios de la época: un sentimiento de la dignidad
del trabajo («el noble taller») y una gran familiaridad
con la historia y cultura europeas, especialmente gracias a las
clases de arte de Manuel Bartolomé Cossío, cuyo efecto
fue obvio en los poemas de Apolo (el libro está dedicado
a Francisco Giner como «homenaje de admiración, respeto
y afecto») y de uno de sus poemas, «El caballero de
la mano al pecho», es dedicatario Manuel Bartolomé Cossío
(estas dedicatorias desaparecen en las ediciones posteriores a
la República). De otro lado, la correspondencia privada de
Manuel Machado muestra que estuvo tan cerca como su hermano Antonio
de Giner y Cossío. En el libro Día por día de
mi calendario escribe: «Nadie ha hecho un surco más
profundo, nadie sembró más fecunda semilla, nadie dejó
una estela más amplia y luminosa... Su obra y su alma [de
Giner] viven siempre, porque en su labor semidivina él supo
formar los hombres para el mañana [...]. Nuestro amigo, nuestro
guía, nuestro pastor, el viejecito de plata y de fuego, el
viejecito adorable y adorado, cuyas palabras eran siempre claras
y buenas, sedantes y reveladoras.» Y más adelante, recuerda
el edificio de la Institución como su alma mater:
«La vieja casa tiene también un gran jardín interior,
pero este jardín no es, como los otros, un secreto para mí.
Es un viejo amigo. Yo lo he recorrido mil veces, lo he cultivado,
cavado, podado... ¡Oh, días benditos! ¡Oh, casa
bendita por la presencia del Santo Giner de los Ríos, el
maestro adorable y adorado!»
Reiteramos lo dicho anteriormente:
los dos hermanos tienen una primera formación prácticamente
idéntica, y esa formación se inicia en Sevilla para
proseguirse sin discontinuidad alguna en Madrid. La Sevilla de
la niñez de los Machado es la de la proclamación de
la República, la del cantonalismo y la del alborear del regionalismo
andaluz. Es la Sevilla de regia opereta, pues se instala Isabel
II en el Alcázar y los duques de Montpensier en el antiguo
palacio de San Telmo. Por entonces el marqués de Alcañices
pide la mano de Mercedes de Orleáns y llega a Sevilla Alfonso
XII. En 1880 nace el Ateneo hispalense en el Centro Mercantil.
Dos veces en estos años el Guadalquivir inunda inmisericordemente
la ciudad.
Hay, además, otra Sevilla
común a ambos hermanos y que es más difícil de
situar dentro de unas coordenadas temporales. Nos referimos a
Sevilla como centro de una tradición poética ininterrumpida
desde Herrera hasta Cernuda que es, para decirlo con palabras
del profesor Ruiz Lagos, «lo único que nos explica la
hondura poética de un Machado, de un Juan Ramón, de
un Demófilo». El círculo de ilustrados prerrománticos
sevillanos (Blanco White, Lista, Cepero, Rodríguez Zapata...)
es el transmisor de esta tradición. Un lugar central ocupa
en ella el trianero Alberto Lista, autor de formación neoclásica
pero de gustos en extremo eclécticos. Sus alumnos recibieron
una formación literaria que excedía con mucho a la rígidamente
preceptuada en la Poética de Luzán (uno de ellos
fue el propio Bécquer). No debe olvidarse que Lista, con
amplitud de criterios en un neoclásico, elogió a Góngora
y a Lope y conoció y valoró la poesía popular.
Así, en su elogiosa reseña que publicó con motivo
de las recopilaciones de romances hechas por su antiguo discípulo
Agustín Durán, tío bisabuelo de los Machado, y
en uno de cuyos romanceros nos cuenta Antonio que aprendió
sus primeras letras. Tanto Antonio como Manuel son, a la vez,
herederos y transmisores de esta tradición. El hecho nos
parece más claro si lo ejemplificamos en sus primeros libros.
Nos referimos a las primerizas Soledades de Antonio (1903)
y a Tristes y alegres (1894), la primera publicación
de Manuel, que comparte sus versos, en el mismo volumen, con el
poeta bohemio Enrique Paradas (la primera mitad del volumen está
firmada por Manuel y la segunda por Paradas). No vamos a insistir
aquí en el caso de Antonio, porque hay cientos de estudios
que hacen referencia a su confesado amor a la copla popular y
a la poesía de Bécquer. Pero quien hojee el primer libro
de Manuel encontrará una sección entera de seguidillas
y otra de soleares, entre las coplas que allí se publican.
Y en cuanto al influjo de Bécquer, creo que el reproducir
el poema «Reflejo» del citado libro me dispensará
de más comentarios:
Llegó
la tarde al valle... Junto al lago
pasábamos los dos.
Tú la naciente luna contemplabas,
yo, el moribundo sol.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . .
Los dos del terso lago en el espejo
la mirada fijamos a
la par.
Sopló la brisa y confundió, ¿te acuerdas...?
nuestros cuerpos, del
agua en el cristal. |
Hemos
hablado de los puntos de convergencia: hagámoslo ahora de
las divergencias. Mientras Antonio permanece en Madrid, Manuel
vivió la mayor parte de los años 1895, 1896 y 1897 en
Triana con la familia de su madre, pues había sido enviado
a Sevilla para terminar el bachillerato y cursar la carrera de
Filosofía y Letras. Mas esta Sevilla es muy diferente a la
que habían conocido los dos hermanos en su infancia. Ahora,
en la época de la Restauración, se ha roto definitivamente
el frente común entre obreros y burgueses. La burguesía
más vanguardista ha sido eclipsada por una neoaristocracia
(alta burguesía con hábitos nobiliarios). En cuanto
a la propiedad de la tierra, durante la etapa de Cánovas
sigue en ascenso la concentración capitalista, surgida de
la reforma de Madoz. Al contrario que en otras zonas del país,
esta burguesía imita hasta el servilismo los modos de vida
de la aristocracia terrateniente. Según Bernal y Drain, «todos
los lugares comunes sobre la Andalucía actual, tan fútiles
y superficiales –corridas de toros, Feria de Sevilla, procesiones
andaluzas, tientas, etc.–, se cuajan durante el último tercio
del siglo XIX». Afirma Brotherston que es en este período
cuando Manuel Machado empieza a considerar como admirables y «típicamente»
sevillanos los elegantes desfiles de caballos de la Feria, las
procesiones de Semana Santa, las corridas de toros (que Giner
aborrecía) y a los cantaores gitanos. Los intelectuales progresistas
habían sido desplazados de la Universidad (quedaban, en patético
aislamiento, Federico de Castro y Manuel Sales y Ferré, a
los que Manuel no menciona a pesar de su intimidad con la familia
Machado). La Iglesia había recuperado su papel preponderante.
En cuanto a la situación de las clases populares, era ésta
mísera y sombría. Pues bien, raro es el poema del primer
libro de Manuel Machado que no está dedicado, y vamos a citar
ahora algunos de los dedicatarios: marqués de Castrillo,
marqués de Jerez de los Caballeros, marquesa de Mondéjar,
marqués de Villamanrique, marqués de Viana, marqués
de Novaliches, marqués de Cubas... Los nombres hablan por
sí solos.
Ya en Madrid, Manuel vuelve
repetidas veces a Sevilla para visitar a su sobrina Eulalia Cáceres,
a la que se había prometido en 1897. Esta «Sevilla...
torera, graciosa y animada» (y son palabras del mismo poeta)
le inspira numerosos poemas y prosas a lo largo de casi toda su
vida. Y es curioso observar cómo la forma que adopta para
hablar de ella está en consonancia con el fondo. Así,
algunas composiciones de Sevilla y otros poemas, con sus
inefables descripciones de la mujer andaluza (Carmen, Rosario
y Ana) no pueden ser más reaccionarias y tópicas. Se
me dirá que tienen mucho de cierto: de acuerdo. Pero es el
poeta quien ha elegido la descripción y mitificación
de unos tipos que, no por ser existentes, son menos reaccionarios.
El resultado es poesía y prosa decimonónica, premodernismo
regionalista y fácil folklore que silencia o, peor aún,
mutila la realidad. En sus Estampas sevillanas puede encontrarse
el elogio del señorito «gracioso» («Pesadas
o no darlas...») y la alabanza de su «clase». En
«Pequeña historia de un cante grande» Manuel nos
presenta a Sevilla como un lugar mágico donde todo es posible:
no existe la lucha de clases porque todo lo alegran y hermanan
el cante, la gracia, el sol y el vino. Es curioso y contradictorio
que el autor de estas estampas costumbristas, llenas de hipérboles,
donde se continúa el lenguaje y la temática del siglo
XIX, sea el autor de El mal poema. Es decir: quien inaugura
el lenguaje de la poesía moderna (prosaísmo deliberado,
paisaje urbano, lenguaje no por elegante menos desenfadado, coloquial
e irónico) en España. Porque Manuel Machado es también
–y no debemos olvidarlo nunca– junto con Juan Ramón y Darío,
el fundador de la lengua lírica que usamos hoy en castellano.
Pero, ¿y Antonio? De
todos son conocidos sus versos «Mi corazón está
donde ha nacido / no a la vida, al amor, cerca del Duero».
Mas si Antonio Machado –que amaba verdaderamente la tierra castellana–,
aún conmovido por la muerte de Leonor escribió estas
sugerentes líneas, no conviene olvidar tampoco que se refirió
a sus versos como a los de «un coplero andaluz que vaga hoy
por tierras de Soria». Muchos críticos, la mayoría,
han querido ver en Antonio un poeta castellano. A todos ellos
se adelantó con sutil penetración Rafael Cansinos-Assens,
maestro de Borges y sevillano él mismo, quien en una crítica
de Nuevas canciones, afirmó en 1924 desde las páginas
de El Imparcial: «El poeta, que es sevillano, prefiere
Castilla, la tierra en que nació al amor, y que mejor
se aviene con su espíritu cansado y triste y el frío
y el noble decoro de su inspiración.» Y añade inmediatamente
después: «Frialdad muy sevillana, si se recuerda a Herrera.»
De otro lado, ocurre también con frecuencia que los escritos
de Antonio Machado sobre Sevilla hacen, a la vez, referencia a
la infancia: un mítico reino perdido que está fuera
del espacio y del tiempo. «Pero la Sevilla de mis recuerdos
–nos dice Antonio Machado en Los complementarios– estaba
fuera del mapa y del calendario.»
Mas no todo queda fuera del
mapa y el calendario. En octubre de 1912 Antonio inicia su curso
como catedrático de francés en Baeza. La estancia en
la pequeña ciudad supone el reencuentro con la Andalucía
de su infancia, que ahora no será contemplada con los ojos
mitificadores del niño, sino bajo la mirada crítica
del hombre. Antonio se encuentra con una Andalucía real –y
ciertamente aquejada de numerosos problemas– y no vacila en reflejarla
en sus poemas (don Guido, prototipo del eterno señorito;
la situación de la mujer andaluza: «Oh enjauladitas
hembras hispanas», etc.). En esta época se agudiza considerablemente
su conciencia crítica. «La melancólica desesperanza
individual –dice José María Valverde– queda redimida
por un hálito de esperanza sobre la marcha del mundo y la
historia, vagamente inspirado por el espíritu que había
puesto en marcha la revolución rusa.» Antonio Machado
ha adquirido la esperanza de un futuro mejor, y la conciencia
de que Andalucía puede llegar a ser algo más que un
mito. En consecuencia, deja de considerar a Sevilla fuera «del
mapa y del calendario». ¿Y qué mejor ejemplo de
esto que uno de sus sonetos, escrito en Rocafort muy poco antes
de su muerte?
Otra
vez el ayer. Tras la persiana
música y sol; en el jardín cercano
la fruta de oro; al levantar la mano,
el puro azul dormido en la fontana.
Mi Sevilla infantil, ¡tan sevillana!
¡Cuál muerde el tiempo tu memoria en vano!
¡Tan nuestra! Aviva tu recuerdo, hermano.
No sabemos de quién va a ser mañana.
Alguien vendió la piedra de los lares
al pesado teutón, al hambre mora,
y al ítalo las puertas de los mares.
¡Odio y miedo a la estirpe redentora
que muele el fruto de los olivares,
y ayuna y labra, y siembra y canta y llora! |
Deseo terminar este trabajo evocando una imagen: un anciano de
andar lento, trabajoso y pesado que no quiso o no supo sobrevivir
a la pérdida de España. Va hundiendo sus pies fatigosamente
en la arena, apoyándose en el brazo de su hermano, hasta
llegar a una de las barcas que descansan a la orilla de la playa.
Allí se sienta y permanece absorto, mirando al mar, mientras
la brisa le despeina. Qué inmenso fracaso para un hombre
viejo ver hundirse aquello y a aquellos por los que se ha luchado
hasta el fin. Qué inmensa sensación de fracaso, soledad
y desesperanza. «Quién pudiera vivir ahí, tras
una de esas ventanas, libre ya de toda preocupación»,
dijo señalando a una de las casitas de pescadores. ¿Premonición
de poeta? Pocos días le faltaban ya, en efecto, para su tránsito
al otro lado del espejo.
En febrero. En su gabán,
su hermano José encontró, escrito a lápiz en un
pequeño y arrugado papel, el último verso del poeta:
Estos
días azules y este sol de la infancia
Artículo
publicado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos,
n.º 412, octubre 1984; recogido luego en Fernando Ortiz,
La estirpe de Bécquer, Sevilla, Editoriales Andaluzas
Unidas, 1985, Biblioteca de la cultura andaluza, pp. 93-112.
Fecha
de publicación: 1998
Abel
Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com
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