Antonio
Machado nació el 26 de julio de 1875 en Sevilla, en unas
dependencias del Palacio de las Dueñas que el administrador
del duque de Alba alquilaba a familias modestas, y murió
el 22 de febrero de 1939 en Colliure, y el en cementerio de aquella
localidad francesa descansan sus restos. A lo largo de su vida,
el poeta sevillano fue levantando una obra clara y tersa, densa
y misteriosa, tanto en prosa como en verso. Machado fue gran lector
de filosofía —asistió en París a las
clases de Bergson—, andarín incansable –hábito
que la Institución Libre de Enseñanza inculcó
a buena parte de sus alumnos–, fumador hasta su muerte —pese
a que en los años finales el estado de sus pulmones era
peor que pésimo—, hasta el punto que Octavio Paz,
quien fue a visitarlo ya en la guerra civil en la casita en la
que vivía en Rocafort, en las proximidades de Valencia,
recuerda en su libro Las peras del olmo que lo primero
que hacía cuando se le presentaba un joven poeta era pedirle
tabaco. Como él no lo tenía –ni casi nadie
entonces, menos cuatro estraperlistas– fumaba hojas secas.
Don Antonio pasó una juventud «harta de coplas y
vino», para decirlo con un verso suyo, y trabajó
de cómico de la lengua. Y fue amigo del tintorro hasta
ser calificado como algo borrachín. Así lo recuerda
en sus memorias Alfredo Marqueríe, alumno suyo en el Instituto
de Segovia, y que lo trató bastante por aquellos años.
En 1899 trabajó en París en la editorial Garnier
como traductor. Hasta 1906, con 31 años, no empieza a opositar
a la cátedra de Francés de Instituto, que sería
ya desde el año siguiente hasta su muerte su medio de vida.
Y en 1918, poeta famoso y con 43 años, obtiene la licenciatura
en Filosofía y Letras. Existen varias cartas suyas dándole
vaselina a Ortega y a Julio Cejador, que fueron algunos de los
profesores de la Facultad a los que les debió el aprobado.
Como misógino y petrarquista, no creía en la existencia
real de la amada. Pensaba que era invento de la imaginación.
Por eso glosó en varios poemas y tradujo en romance un
soneto de Shakespeare muy significativo al respecto, el 138. Soneto
que, más que darle que pensar, le confirmó en sus
prejuicios [1]. Y como era limpio de corazón, se enamoró
de una niña de pueblo de 13 años, a la que hizo
su mujer. Años después de muerta ésta de
tisis, volvió a enamorarse, ya bastante madurito, de la
famosa Guiomar de sus Nuevas canciones, seudónimo
que encubre el nombre de la pésima poetisa doña
Pilar de Valderrama, marquesa consorte, señorona del bando
nacional, quien presumió con doña Concha Espina
y otras amigas con secreteo de poeta famoso en el bote. Y el ingenuo
de don Antonio Machado la llamaba en sus cartas «mi diosa».
Y qué cartas. Al final, él al alcance de las bombas,
sin querer abandonar España —aunque le ofrecieron
puestos para enseñar literatura española en Oxford
y en Moscú—, siempre «a la altura de las circunstancias»;
ella, en Estoril. A medida que se profundiza en el conocimiento
de la obra de Machado se da uno más cuenta de su integridad
y desvalimiento. De su entereza en años difíciles.
Fue, como él dejó escrito «un hombre, en el
buen sentido de la palabra, bueno». Se le mitificó
después de muerto por razones políticas, y hoy supongo
que resulta políticamente incorrecto señalar que
era onanista, putañero, petrarquista, aficionado al tinto
y gran fumador. Juan de Mairena, su heterónimo, profesor
rural y gran socarrón, se hubiera reído mucho con
estos tiquismiquis.
La poesía de Machado debe mucho a Bécquer y a la
copla popular andaluza. No en vano fue hijo de Demófilo,
el gran folclorista. Hay que resaltar esto, pues la estirpe de
don Antonio es la única tradición moderna existente
en la lírica española de aquel período. El
concepto del tiempo cambia en el siglo XX en toda Europa y, claro
es, también en la literatura. Sin Bergson, Heidegger, Einstein...
no hubieran existido Proust ni el monólogo interior de
James Joyce y Virginia Woolf.. . El «tiempo cualitativo»
de Bergson —que va a regir la «palabra en el tiempo»
de Machado—, está ya en muchas letras del Don Preciso,
en la recopilación de Cantes del Pueblo de Fernán
Caballero y en las recopilaciones de Rodríguez Marín
y el mentado Demófilo. He citado por orden cronológico
las recopilaciones de cantes populares más antiguas y prestigiosas.
«Si vais para poetas, cuidad vuestro folklore», dejó
escrito Juan de Mairena. Y es que lo irracional del cante
jondo rompe el rígido, lineal y espacializado discurso
dieciochesco y decimonónico sobre el tiempo, y nos hace
anticuados a la inmensa mayoría de los poetas cultos de
los siglos XVIII y XIX. Y a muchos de principios del XX. No, claro
está, a don Antonio Machado, que huele como tomillo en
rama. A las puertas del siglo XXI se nos aparece todavía
más lozano que en su época.
Don Antonio dejó dicho que procuraba dar luz a sus poemas
para que pudieran ser leídos al frente y al sesgo. Tras
la aparente claridad de sus versos, claridad de agua limpia, hay
a veces una inconmensurable hondura. Y es que el agua clara engaña
mucho en cuanto a profundidad. La vemos tan limpia que pensamos
a veces que no puede tener más de un palmo de honda. Y
cuando metemos un palo de un metro y medio y no tocamos fondo,
empezamos a cavilar sobre dónde estará ese fondo
tan aparentemente a la vista. Yo llevo más de cuarenta
años leyendo los versos de don Antonio Machado, pues es
el poeta español que más querido me es. Y rara es
la relectura en la que no descubro matices que se me habían
pasado por alto. Y a veces no son matices lo que descubro, sino
esencias. Don Antonio corrigió mucho sus versos, y siempre
los mejoró con las correcciones. Su obra completa es de
las más coherentes en castellano de cualquier época.
De cuando en cuando, con eso de las modas, se oyen voces nuevas
que dicen «Campos de Castilla es un poema decimonónico».
O, «la poesía política de Machado es tendenciosa
y no tiene valor alguno». Y uno se sonríe. Ya volverán
las aguas a su cauce. Calculo yo que la poesía de Machado,
como la de su querido fray Luis de León, va a tener todavía
unos cuantos siglos de vigencia.
La prosa de Machado, junto con la de Cervantes, es de las más
ricas de nuestra lengua. Gracias a Ortega y a Machado, se puede
pensar filosóficamente en castellano moderno. Ahí
tienen, sin ir más lejos, a sus discípulos Rafael
Sánchez Ferlosio y Agustín García Calvo y,
entre los más jóvenes, al poeta y ensayista José
Mateos. Ortega es más teatral, aunque siempre sugerente.
Machado, ya lo apunté antes, resulta de una naturalidad
cervantina. Por si fuera poco, en su Juan de Mairena
y en su Mairena póstumo se abordan muchos de los
grandes problemas que aquejan al hombre y a la sociedad contemporáneas.
Con seriedad a la que nunca faltan unos granitos de sal. A modo
de uno de tantos ejemplos que podía poner, me vienen a
las mientes sus páginas sobre la Sociedad de las Naciones
y su función policial barriendo siempre a favor de las
grandes potencias. Lean ONU donde Machado dice Sociedad de las
Naciones, y esas páginas podían ser editoriales
en la sección de política internacional de cualquier
periódico de hoy. Aunque no sé. Hoy no suelen publicarse
editoriales tan claros y bien escritos.
[1]
Sobre la traducción del soneto 138 de Shakespeare por Machado
y lo mucho que lo glosó éste en verso y prosa hay
tema para hablar bastante. Oreste Macrì señala en
nota en su edición de las Obras completas de Machado
(vol. I, pág. 1.008): «Se debería ahondar
en la influencia de los sonetos shakesperianos sobre los machadianos:
por ejemplo, los que tratan el tema del Tiempo destructor [...],
de la Vejez [...], de la condición febril del amante.»
Siguiendo al sesgo la recomendación de Macrì, me
voy a limitar a reproducir el soneto, una traducción de
Adrián Macizo (heterónimo de Antonio Machado) y
una traducción mía en la que entretuve una tarde
de primavera. Mi traducción es bastante literal, y he procurado
conservar las paradojas del bardo inglés:
|
When
my love swears that she is made of truth
I do believe her, though I know she lies,
That she might think me some untutored youth,
Unlearned in the world’s false subtleties.
Thus vainly thinking that she thinks me young,
Although she knows my days are past the best,
Simply I credit her false-speaking tongue;
On both sides thus is simple truth suppressed.
But wherefore says she not she is unjust?
And wherefore says not I that I am old?
O, love’s best habit is in seeming trust,
And age in love loves not to have years told.
Therefore I lie with her, and she with me,
And in our faults by lies we flattered be. |
Versión
de Andrián Macizo
|
Mi
vida ¡cuánto te quiero!
dijo mi amada, y mentía.
Yo también mentí: te creo.
Te creo, dije, pensando:
así me tendrá por niño.
Mas ella sabe mis años.
Si dos mentirosos hablan
ya es la mentira inocente:
Se mienten, mas no se engañan.
Pero los labios que besan
son de mentira tan dulce...
Mintamos a boca llena. |
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Versión
de Fernando Ortiz
|
Mi
amor jura que dice la verdad.
Siempre la creo, aunque sé que miente.
Ella imagina a un joven sin maldad
—el mundo aún no maleó su mente—.
Si sabe que pasó mi mocedad
y elige verme como adolescente,
¿no doy yo fe a su parcialidad?
En ambos lados la verdad ausente.
¿Por qué no dice ella que es injusta?
¿Por qué no digo yo que ya soy viejo?
Lo mejor del amor es un reflejo.
En el amor contar la edad no gusta.
Así miento con ella, ella conmigo.
De la falta común nace ese amigo. |
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Imagen
del Edén en Antonio Machado |
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Mi
infancia son recuerdos de un patio de Sevilla
y un huerto claro donde madura el limonero. |
A. M. |
Decía
Wordsworth en verso memorable que «el niño es el
padre del hombre», y el niño Antonio Machado nació
y vivió hasta los ocho años en unas dependencias
del Palacio de las Dueñas. El «país de la
infancia» estará ya siempre representado para el
poeta por el huerto con su cipresal, el patio, y sobre todo la
fuente del palacio. Un año antes de morir, el propio poeta,
en una prosa recopilada por Macrì en el Mairena póstumo,
escribiría: «Mas profundo que mi propio pensar está
mi confianza en su inania, la fuente de Juventa en la que se baña
constantemente mi corazón. [...] Mas, ¡cuán
hondas están las aguas rejuvenecedoras de esta fuente,
que es a su vez fuente Castalia, porque en ella reside, más
o menos encantada [...], nuestra musa.» La cita resulta
tanto más reveladora en cuanto es un comentario a una solearilla
de Mairena: «Confiamos / en que no será verdad /
nada de lo que pensamos.» En el comentario, Machado se inclina
explícitamente por las creencias antes que por las ideas
como origen de su poesía. La dicotomía orteguiana
de «ideas» y «creencias» la tendría
muy presente el poeta, atento lector y a veces refutador implacable
de las teorías de Ortega. Pero en la terminología
jungiana —y aquí lo que dice Ortega no se opone sino
que complementa a lo dicho por Jung— Machado está
hablando, como señalé antes, del «país
de la infancia». De una edad en la que se forman los preceptos
del inconsciente.
El huerto con el cipresal, el patio, la fuente... En ese recinto
sagrado de la infancia se encuentra también la figura del
padre —«la breve mosca y el bigote lacio»—
y la mirada materna: «la buena luz tranquila, / la buena
luz del mundo en flor que he visto / desde los brazos de mi madre
un día». Están las humildes macetas de hierbabuena
y albahaca que cuidara ella («el buen perfume de la hierbabuena,
/ y de la buena albahaca, / que tenía mi madre en sus macetas»).
El limonero «y sus frutos de oro» y «los naranjos
encendidos» son los árboles de la vida de áureos
frutos de este paraíso terrenal clausurado, protegido por
tapias. Y, en su centro, la fuente del perpetuo rejuvenecimiento,
capaz de abolir el tiempo cuando asoma a los versos de Machado.
Recuerden el comienzo de un famoso soneto de sus Poesías
de la guerra (1936- 1939):
Otra
vez el ayer. Tras la persiana
música y sol; en el jardín cercano,
la fruta de oro, al levantar la mano,
el puro azul dormido en la fontana.
Mi Sevilla infantil ¡Tan sevillana!
¡Cuál muerde el tiempo tu memoria en vano!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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En
este Edén el cielo es azul y la primavera perenne. ¿Comprenden
ahora por qué no puede haber sevillanos en esta Sevilla
mágica? Es sólo de Antonio Machado: «Oh maravilla,
/ Sevilla sin sevillanos, / la gran Sevilla.» En todo caso,
de más allá del tapial que protege el recinto llega
el repique de alguna campana y la eterna algarabía de los
niños que cantan y juegan. Sobra decir que, cuando Machado
evoca este ámbito «fuera del mapa y del calendario»,
está evocando lo más hondo de sí mismo.
(Palabras
leídas en el Palacio de las Dueñas el 26 de julio
del 2000, 125 aniversario del nacimiento de Antonio Machado)
Fecha
de publicación: septiembre 2000
Abel
Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com
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