I.
No se comprende muy bien por qué La guerra (1936-1937) [1],
último libro publicado en vida de Antonio Machado, no ha
sido incluido hasta hoy como libro unitario dentro de las diversas
ediciones de la obra completa machadiana. Lo más fácil
es achacar el lapsus libri a que los diversos artículos
y poemas que componen el mencionado volumen —siete en total—
aparecieron con anterioridad en periódicos y revistas durante
los dos primeros años de la guerra civil, forzando a los
editores a fagocitar dichos textos —y por extensión
la idea unitaria de libro— en beneficio de antologías
fragmentarias o del doble marco genérico de la prosa y la
poesía del período 1936-1939. Justificación insuficiente,
habida cuenta, como apunta Aurora de Albornoz, que «también
fueron artículos periodísticos cada uno de los capítulos
que en 1936 se convirtieron en el primer libro en prosa de Antonio
Machado: Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos
de un profesor apócrifo» [2]. Tampoco parecen justificables
los prejuicios que otorgan al volumen un carácter misceláneo
o antológico. Porque, por encima de cualquier actitud disolutoria
respecto a la entidad global de La guerra, está —supuesto
ineludible— la voluntad de su autor, Antonio Machado, de
constituir un libro con características propias. Hacia esta
idea restitutiva de La guerra como conjunto unitario se
encamina el objeto de nuestro estudio.
La guerra se abre con
«Los milicianos de 1936» y se cierra con el «Discurso
a las Juventudes Socialistas Unificadas», dos textos en prosa
cuyas características no son ajenas a la estructura unitaria
del libro. El primero afronta la esencial compostura del héroe
anónimo desde el vestigio activo del rostro de los milicianos;
el segundo, colocado por Machado a modo de cierre en clave
del volumen, quiere ser un desideratum porvenirista dirigido
a la juventud que, «a la altura de las circunstancias»,
vela por la defensa de esa España amenazada por la vuelta
al pasado más oscuro de nuestra historia. En este doble concierto
reflexivo, inicio y final de una andadura ahondada por otras dos
prosas intermedias —«Apuntes» en boca de Juan
de Mairena, y «Carta a David Vigodsky»— se sustenta
la voluntad unitaria de La guerra. Tres muestras líricas,
una totalmente en verso —«El crimen fue en Granada
(A Federico García Lorca)»—, y las otras dos en
verso y prosa —«Al escultor Emiliano Barral» y
«Meditación del día»—, completan la
herida temporal de una de las preocupaciones fundamentales del
último libro de Machado: la muerte como inminencia y como
trascendencia, como signo y como símbolo del «ser-en-libertad»
para la muerte. En esta íntima doblez, que aúna a un
mismo tiempo lo terrenal y lo metafísico, La guerra
compone un friso indisoluble. Lo corrobora asimismo ese mesurado
arte del contrapunto con que Machado ordena las siete partes del
volumen, alternando sucesivamente las voces líricas o elegíacas
del verso con la inflexible voz meditativa de su prosa.
Ninguno de los textos mencionados
se sustrae, total o parcialmente, a las líneas temáticas
[3] que prefiguran la intencionalidad sociopolítica del libro:
a) la muerte: como vestigio próximo y como
«quididad» metafísica; b) la juventud:
meditación que combina la paradoja entre lo físico y
lo espiritual, proclamando la confianza de Machado en la España
joven de la República; c) el pueblo, no la masa:
clave antiorteguiana de la ética y la cultura popular, del
alma y la esencia españolas; d) el compromiso del intelectual
en la causa del pueblo: antítesis de esa mentalidad abstencionista
que es estar au-dessous de la mêlée; y f)
la dignidad del hombre: defensa democrática del gobierno
legítimo de la República y de las clases trabajadoras
ante la traición interior y exterior.
Los tres poemas inscritos
en La guerra son otros tantos espejos donde el poeta proyecta
su figura entre melancólica y desasosegada. La «agria
melancolía» —como dice el poema «Al escultor
Emiliano Barral» (1922), rescatado ex profeso de Nuevas
canciones para acompañar la nota que recuerda al amigo
caído en el frente— interioriza la «soñada
grandeza, que es lo español» [4]. El busto en piedra
que Barral hiciera del poeta, nos retrotrae al sueño perenne,
cavado en roca dura, que arraiga en la intrahistoria del pueblo
y en el destino individual [5]. Un sueño que, a lo largo
de toda la guerra, ya no podrá sustraerse al imperativo de
las circunstancias. En este desasosiego, el «pensar auténtico»
privará por encima de la impronta estética. No es extraño,
pues, a tenor de tal coyuntura, que un año después de
escribir «El crimen fue en Granada» Machado encuentre
en aquellos versos «la expresión estéticamente
poco elaborada de un pensar auténtico, y además, por
influjo de lo subconsciente sine qua non de toda poesía,
un sentimiento de amarga queja, que implica una acusación
a Granada», símbolo onomástico de esos reductos
ciudadanos españoles entontecidos «por su aislamiento
y por la influencia de su aristocracia degradada y ociosa, de
su burguesía irremediablemente provinciana» («Carta
a David Vigodsky»).
II.
En «Los milicianos de 1936», Machado repara en la condición
humana de la muerte. Los rostros de los milicianos se le aparecen
como el eco de los estigmas de la guerra. Es el signo de una donación
que se desindividualiza para hacerse sujeto y objeto de la fraternidad
humana. La muerte —dirá Octavio Paz a este respecto—
«nos realiza cuando, lejos de morir nuestra muerte, morimos
con otros, por otros y para otros» [6]. El «noble señorío»
del rostro de los milicianos es el trasunto simbólico de
lo que Machado señalará en «Apuntes», y ahora
con voz heideggeriana y al hilo de Juan de Mairena, como «ser
consagrado a la muerte (Sein zum Tode)». Tanto es
así que, «vistos a la luz de la metafísica heideggeriana,
es fácil advertir en estos rostros una expresión de
angustia, dominada por una decisión suprema, el signo de
resignación y triunfo de aquella libertad para la muerte
(Freiheit zum Tode) a que alude el ilustre filósofo
de Friburgo».
En oposición a la grandeza
del miliciano, a ese señorío encarnado en la causa del
pueblo y en su condición moral frente a la muerte, se yergue
la figura del señorito y el postular reaccionario del señoritismo.
Dicha dicotomía, señorío/señoritismo,
de presencia obsesiva en los escritos de guerra de Machado, es
motivo de reflexión primordial en «Los milicianos de
1936» y «Carta a David Vigodsky». El señorito
representa la fisonomía del interés individual y de
clase, la «hombría degradada» versus «la
causa del hombre universal». Lo caracteriológico del
señoritismo —sentencia Machado en «Los milicianos
de 1936»— «es una enfermedad epidérmica,
cuyo origen puede encontrarse, acaso, en la educación jesuítica,
profundamente anticristiana y —digámoslo con orgullo—
perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo lleva
implícita una estimativa errónea y servil, que antepone
los hechos sociales más de superficie —signos de clases,
hábitos e indumentaria— a los valores propiamente dichos,
religiosos y humanos». Nótese que la concepción
machadiana del «señoritismo», eminentemente antiburguesa,
no es sino la vertiente contrapuesta de su «ética de
lo popular», acuñada en lo social en el adagio castellano
de «nadie es más que nadie». A un lado, el del
señorío, sitúa Machado el emblema histórico
y personal del Cid; en el otro, impelida por la cobardía,
la vanidad y la venganza —lacras que colacionan la catadura
moral de los facciosos rebeldes—, la «aristocracia
encanallada» de los Infantes de Carrión. Por encima
de este sistema de fuerzas contrapuestas, el poeta mantiene incólume
la confianza en el triunfo de los mejores. Es un inflexible término
moral cuya razón ética no tiene para Machado almoneda
de cambio posible: «en el juicio de Dios que hoy, como entonces,
tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán los mejores. O
habrá que faltarle el respeto [exclama Machado con orgullo
nietzscheano] a la mismísima divinidad» («Los milicianos
de 1936»). A despecho de la muerte física, el significado
espiritual de la muerte como expiación fraterna adquiere
en La guerra una clara dimensión simbólica. Se
trata de un acto de amor que consuma un eros pánico, total.
Lo es todo menos un eros pasivo. Dios y fraternidad humana coinciden
en la fundamental enseñanza de Cristo. No cree en Dios quien
no ama en alteridad. «He aquí —dirá Mairena—
el objeto erótico, trascendente, la idea cordial que funda,
para siempre, la fraternidad humana» [7]. Su acción
arranca como en la muerte de Unamuno («Apuntes», «Carta
a David Vigodsky»), de una radical nota antisenequista, aintiestoica
[8]. Frente a la resignación a la fatalidad de morirse, está
la dignidad del hombre, del miliciano que sabe «mirar a la
muerte cara a cara», o del inocente, como Lorca («El
crimen fue en Granada»), que expía el desafuero de la
venganza [9].
III.
En las páginas de La guerra queda asimismo patente esa dualidad
existencial que, en términos literarios, tanto preocupa a
Machado a lo largo de los últimos años de su vida: nos
referimos al proceso humanizador que la contienda tuvo en la visión
del escritor. Ya ha sido notado más arriba que la clave ética
reside para Machado en que el intelectual no puede (ni debe) mantenerse
au-dessous de la mêlée [10]. De la misma
manera, política y arte poética, aun no siendo intercambiables
o sustituibles, pueden ser perfectamente compatibles. Las prosas
de La guerra pueden pasar por un buen ejemplo de ello.
«Documento no es arte» [11] —precisa Machado—,
o como nos recuerda el Mairena de 1936:
Vosotros
debéis hacer política, aunque otra cosa
os digan los que pretenden hacerla sin vosotros, y, naturalmente,
contra vosotros. Sólo me atrevo a aconsejaros que
la hagáis a cara descubierta; en el peor caso con
máscara política, sin disfraz de otra cosa;
por ejemplo: de literatura, de filosofía, de religión.
Porque de otro modo contribuiréis a degradar actividades
tan excelentes, por lo menos, como la política, y
a enturbiar la política de tal suerte que ya no podamos
nunca entendernos [12]. |
En
el mismo sentido, la opción machadiana aboga en La guerra
por el trueque de espectador en actor político. A veces,
impelida por las circunstancias —advierte en carta a Juan
José Domenchina—, «la verdad se come al arte»
[13]. Tal disyuntiva queda perfectamente ilustrada por el poema
«Meditación del día», fechado en Valencia
(febrero de 1937). Ahí, toda la primera parte del poema
se ciñe al estro contemplativo del paisaje y las resonancias
impresionistas de la huerta valenciana. Sin embargo, el discurso
poético, de ciertos tonos crepusculares, viene a quebrarse
bruscamente en su mitad, conmovida la voz por los ecos de la
guerra [14]. La confrontación es evidente: el «ver»
se posa mansamente en la tarde apacible, hasta que el «pensamiento
de la guerra» —especialmente la meditación sobre
la España traicionada, tema central del texto en prosa
que se encabalga al poema— devuelve a la realidad el ánima
contemplativa. Espectador y actor, ver y pensar confluyen así
en comunión solidaria, a la manera de ese amor a la naturaleza
de raigambre institucionista, krausista, donde —como sugiere
Manuel Alvar— metafísica y ética trascienden
para fundirse en «lo inmutable y lo temporal, lo accidental
y lo absoluto» [15]:
Meditación
del día
Frente
a la palma de fuego
que deja el sol que se va,
en la tarde silenciosa
y en este jardín de paz,
mientras Valencia florida
se bebe el Guadalaviar
—Valencia de finas torres,
en el lírico cielo de Ausias March,
trocando su río en rosas
antes que llegue a la mar—,
pienso en la guerra. La guerra
viene como un huracán
por los páramos del alto Duero,
por las llanuras de pan llevar,
desde la fértil Extremadura
a estos jardines de limonar,
desde los grises cielos astures
a las marismas de luz y sal.
Pienso en España vendida toda
de río a río, de monte a monte,
de mar a mar.
|
Como
es fácil colegir de lo dicho hasta aquí, no son ajenas
a este plano meditativo —y más concretamente al compromiso
del intelectual— las continuadas objeciones de Machado
a la joven poesía española, en términos refractarios
a la vanguardia y al poetizar neobarroco. Aunque los antecedentes
más inmediatos de esta postura se remontan a sus ensayos
de Los complementarios sobre la poesía de José
Moreno Villa y Vicente Huidobro, y culminan en un texto de 1925
(«Reflexiones sobre la lírica. El libro Colección
del poeta andaluz José Moreno Villa») [16], no hay
que olvidar que ya en 1904, en un artículo publicado en
El País, Machado tomaba posición frente al
«subjetivismo soñador y romántico» [17]
del Juan Ramón Jiménez de Arias tristes. «Afortunadamente
[decía ahí con hiriente ironía], Juan Ramón
Jiménez no sabe lo que es tristeza.» Y agregaba:
Porque
yo no puedo aceptar que el poeta sea un hombre estéril
que huya de la vida para forjarse quiméricamente
una vida mejor en que gozar de la contemplación
de sí mismo. Y he añadido: ¿no seríamos
capaces de soñar con los ojos abiertos en la vida
activa, en la vida militante? [18] |
La
actitud del poeta es la misma que, treinta y cinco años
más tarde, se ha trasvasado, desde el mirador de la guerra,
a los versos valencianos de «Meditación del día»:
ver y pensar, soñar con los ojos abiertos, devienen un
mismo quehacer activo y militante; o, como subraya José
M.ª Valverde contrastando el dictum de la edición
inicial de Campos de Castilla (1912), la visión
del poeta se desdobla en dos orientaciones, a la larga destinadas
a entrar en compleja interacción dialéctica: la
contemplación del paisaje —ya no sólo como
proyección de un estado de ánimo personal, sino
también como expresión de una realidad nacional
e histórica—, y la reflexión teórica
sobre la vida, la muerte, la humanidad, la poesía y otros
grandes temas» [19].
IV.
Una de las preocupaciones fundamentales de La guerra, contrapartida
de la entidad que en el libro tiene el tema de la muerte, se
coliga al destino de la juventud española. Tampoco aquí
—véase la «Carta a David Vigodsky» y el
«Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas»—
el ya cansado poeta se mantiene al margen de su designio ético
[20]. Aunque su carta al hispanista soviético David Vigodsky,
escrita en Rocafort (20 de febrero de 1937), refleja las secuelas
de un estado físico más bien perentorio, salud y juventud
de espíritu superan con creces al Machado «viejo y
enfermo», a ese español que se resiste a la «ruina
fisiológica». Lo que le mantiene vivo es la plena
confianza en la «España joven y sana» que lucha
«al lado del pueblo». Machado pone en guardia a las
Juventudes Socialistas Unificadas de los peligros que la acechan:
el señoritismo, la indisciplina, la vejez prematura de
las «juventudes viejas». Su grito de alerta se dirige
en una doble dirección: es tanto una prevención del
caos anarquista, como una condena de la acomodaticia y mansa
disciplina de la vejez. Sin duda el poeta no olvida algunos
ejemplos personales de su generación, dejándose arrebatar
por actitudes facciosas. De ahí su invocación última:
ser joven es mantenerse fiel a la temporalidad nacida de la
causa popular, sometiendo el sacrificio individual «a las
normas colectivas que el ideal impone».
La meditación sobre
la «juventud» constituye una actitud recursiva en
el Machado último. No cabe duda que la inmediatez de la
guerra otorga a la meditación un carácter prioritariamente
existencial, en clara prevención de posibles falacias historicistas
o estéticas. Puesto que lo que está reclamando el
poeta a los jóvenes es una actitud preventiva respecto
a lo que él denomina «la plasticidad del pasado»,
«uno de los muchos ardides a que recurre la vana rebelión
del hombre contra la irreversibilidad del tiempo» [21],
contra el fugit irreparabile tempus. A la luz de este
supuesto exclusivo, se agranda aún más la firme voluntad
del Machado copartícipe de la guerra, y el tema de la «juventud»
se nos aparece como personificación ética del «yo»
machadiano en tres dramatis personae: protagonista, deuteragonista
y antagonista; triple señuelo crítico de un pensamiento
que hace del sujeto de convicción individual el constante
tamiz del objeto de dimensión colectiva [22]. Tal actitud
será siempre equilibradamente escéptica, contrapesada,
desde el presente, en el pasado y en el futuro. Contra el prestigio
desmesurado del pasado —advierte el Mairena de «Apuntes»
a sus alumnos— «hemos de estar en guardia y esgrimir
todas las armas de nuestro escepticismo [...]. Y no menos en
guardia hemos de colocarnos contra el futurismo radical, tan
reductible al absurdo como el futurismo extremado».
V.
Detengámonos en ese quehacer del hombre «en guardia»,
tantas y tantas veces reclamado por Machado a lo largo de los
textos en prosa de La guerra. Observaremos que su urdimbre
se genera desde la misma intrahistoria del pueblo:
El
hombre lleva la historia —cuando la lleva—
dentro de sí; ella se le revela como deseo y esperanza,
como temor, a veces, mas siempre complicada con el futuro.
Un pueblo es una muchedumbre de hombres que temen, desean
y esperan aproximadamente las mismas cosas («Apuntes»). |
El
reiterado «señorío de lo popular» no es
otra cosa que la raíz del alma del pueblo: identidad
basada en la causa de la libertad y la justicia, de la cultura
y el trabajo. En definitiva, se es pueblo, no masa [23], como
tan a menudo sugerirá Mairena al amparo de su Escuela
Popular de Sabiduría Superior:
Existe
un hombre del pueblo que es, en España al menos,
el hombre elemental y fundamental, y el que está
más cerca del hombre universal y eterno. El hombre
masa no existe; las masas humanas son una invención
de la burguesía, una degradación de las muchedumbres
de hombres basada en una descalificación del hombre,
que pretende dejarle reducido a aquello que el hombre
tiene de común con los objetos del mundo físico:
la propiedad de poder ser medido con relación a
unidad volumen. [24] |
En
estas coordenadas reposa su idea anticasticista del folklore,
y también el arraigo humanizador —nada abstracto
por cierto— del concepto machadiano de patria, ya que
«no es patria —nos recuerda— el suelo que
se pisa, sino el suelo que se labra» [25]. La comunicación
cordial entre hombre y patria se desliga así de su carácter
contingente y adquiere criterios fraternales y humanizadores.
En este campo ideológico,
el socialismo —como se hace patente en su «Discurso
a las Juventudes Socialistas»— representa para
Machado «la gran experiencia de nuestros días»,
en cuanto «supone una manera de convivencia humana, basada
en el trabajo, en la igualdad de los medios concedidos a todos
para realizarlo, y en la abolición de los privilegios
de clase». Dicha opción, sin embargo, no impide
el desapego machadiano respecto a lo que él considera
«la idea central del marxismo»: «el factor
económico» como supuesto «esencial de la vida
humana» y «gran motor de la historia». Porque
lo que en realidad anhela Machado —anhelo plausible
en la «Carta a David Vigodsky»— es el marco
universal de un socialismo larvado en el cristianismo evangélico.
Cristo, hombre entre los hombres, se convierte en ejemplar
ofrenda amorosa que abraza coyunturalmente, como ya postulara
en «Sobre una lírica comunista que pudiera venir
de Rusia» (1934) [26], los destinos del alma rusa y el
alma española. Lo esencial para Machado es el mensaje
fraternal del amor, a despecho del poder terrenal de la Iglesia
católica y de la idea y el sentimiento de inmortalidad.
Un mensaje que en la cristología machadiana tiene indudable
carácter heterodoxo, por cuanto a Cristo no se le considera
hijo de Dios, sino que se hace hijo de Dios en la tierra
por la pura consumación de su amor. El ejemplo proviene
de la figura crística del Nuevo Testamento. Jerarquía,
pues, que lejos de proceder a divinis [27], instaurada
en la demiurgia del poder divino, se eleva a los cielos como
acto ganancial del hombre entre los hombres. La idea abstracta
de Dios es sustituida por el sentido fraternal del amor. En
este punto instaura Machado el hermanamiento, trascendido
en lo evangélico, de las almas rusa y española:
Como
maestra de cristianismo [precisa en la «Carta a
David Vigodsky»], el alma rusa, que ha sabido captar
lo específicamente cristiano —el sentido
fraterno del amor, emancipado de los vínculos de
la sangre— encontrará un eco profundo en
el alma española, no en la calderoniana,
barroca y eclesiástica, sino en la cervantina,
la de nuestro generoso hidalgo Don Quijote, que es,
a mi juicio, la genuinamente popular, nada católica,
en el sentido sectario de la palabra, sino humana y
universalmente cristiana. [28] |
VI.
Visto a la luz claroscura de la guerra, en la que se yuxtaponen lo ético,
lo religioso, lo social y lo político, no cabe duda que
el último libro de Machado redimensiona el compromiso
del intelectual. Para Machado no hay otra razón inmediata
que la eticidad nacida de la causa justa del pueblo: Constitución,
República y gobierno de la legalidad. La dignidad del
hombre machadiano pasa por su fidelidad republicana, antimonárquica,
para encastarse en un ideario humanista que abraza nacionalismo
progresista, cristianismo evangélico y compromiso social,
como salvaguarda ante la traición interna y externa.
Éstos y no otros son los valores del pueblo. De ahí
que La guerra enraice su mensaje —como nos recuerda
en «Los milicianos de 1936»— en la cultura
popular como «humano tesoro de conciencia vigilante».
En adecuado perfil con
esta «conciencia vigilante», el estilo de la prosa,
eminentemente documental y didáctica —recordemos
de nuevo: «documento no es arte»— combina
en La guerra la meditación y la exposición
filosófica tan característica en Machado. Siempre,
sin embargo, la nota humanística, el correlato social,
superan la indudable vena del profesor escéptico. Machado
no evita el reclamo de la en aquellos momentos necesaria confianza
en el futuro, aunque su compostura esté lejos del optimismo
desmesurado o triunfalista. Sutil y fluido en el pensar dialogante
al estilo de su querido Juan de Mairena, se nos mostrará
decididamente virulento cuando se trata de condenar a los
enemigos de la patria. El resultado de esta unidad de «palabra
en el tiempo» es un libro que ya María Zambrano,
desde las páginas de Hora de España (diciembre
de 1937), saludaba en su día como «ofrenda de un
poeta a su pueblo» [29]; «ofrenda [precisará
Aurora de Albornoz treinta y ocho años más tarde]
que va, desde la exaltación del hombre anónimo,
hasta el compromiso con el presente y con el futuro —claramente
manifestado en las páginas finales del “Discurso a las
Juventudes Socialistas Unificadas”— pasando por la meditación
sobre la vida y sobre la muerte; sobre la historia; sobre
algunos muertos queridos: Lorca, Unamuno, Barral». En
esta encrucijada, «la muerte es la gran presencia de
La guerra, por eso se asoma a todas las páginas
del libro. A todas excepto a las finales [...]: en ellas,
la esperanza en el futuro de una juventud “realmente joven”,
“abierta a todas las posibilidades del porvenir” es, en cierta
forma, una afirmación de la vida sobre la muerte»
[30].
Que La guerra,
como libro unitario e indiviso, sea restituido al corpus
machadiano, parece un obligado acto de justicia para con Machado
y, por supuesto, sus «obras completas». Desde ese
vínculo único que es el libro La guerra,
no pocos aspectos del pensamiento del Machado último
adquieren su real dimensión totalizadora. No se puede
dispersar o deshacer lo que su autor conjugó con tanto
esmero. De lo contrario, «La guerra, con su enorme
carga emocional y simbólica», continuará «siendo
un libro desconocido para la inmensa mayoría de los lectores
de Antonio Machado» [31].
Notas
1.
Antonio Machado, La guerra
(1936-1937), Madrid, Espasa-Calpe, 1937 (115 páginas).
De tipografía muy cuidada, el libro va ilustrado con 48
dibujos de José Machado, hermano del poeta: 42 retratos
(el general Miaja, Federico García Lorca, Emiliano Barral
y 39 milicianos anónimos) y seis paisajes de Rocafort.
Los textos incluidos en La guerra, y por este orden,
son los siguientes:
•
«Los milicianos de 1936»
(fechado en Madrid, agosto de 1936), pp. 7-21. Fue publicado
anteriormente en Hora de España (Valencia), n.º
VIII, agosto de 1937; con el título de «¡Madrid!»
apareció en Servicio Español de Información,
n.º 280, 7 de noviembre de 1937; e incorporado asimismo
a «Sobre la difusión de la cultura», discurso
leído por Machado en el II Congreso Internacional de Escritores
Antifascistas (Valencia, julio de 1937).
• «El
crimen fue en Granada», pp. 25-29. Escrito a los pocos
días de la muerte del poeta granadino, se publicó
en Ayuda (Madrid, n.º 22, 17 de octubre de 1936),
El Mono Azul (Madrid, n.º 9, 22 de octubre de 1936),
El Liberal (Murcia, 23 de octubre de 1936) y en los volúmenes
Poetas en la España leal (Valencia, Ediciones Españolas,
1937) y Homenaje al poeta Federico García Lorca (Valencia,
Ediciones Españolas, 1937), entre otros lugares donde fue
reproducido. El poema fue leído por Machado en Valencia,
con motivo de la inauguración de la plaza Emilio Castelar,
el 10 de diciembre de 1936.
• «Apuntes»,
pp. 33-43. Meditaciones de Juan de Mairena aparecidas, con el
título de «Notas de actualidad», en Madrid.
Cuadernos de la Casa de la Cultura (Valencia), n.º
1, febrero de 1937.
• «Meditación
del día» (Valencia, febrero de 1937), pp. 47-55. Se
publicó por primera vez en La guerra. Reúne
un poema del mismo título y una prosa que se encabalga
sobre el motivo con el que termina el poema: «España
vendida a la codicia extranjera».
• «Carta
a David Vigodsky» (Valencia, 20 de febrero de 1937), pp.
59-85. Publicada anteriormente en Hora de España,
n.º IV, abril de 1937.
• «Al
escultor Emiliano Barral» (Madrid, 1936), pp. 89-91. Recoge
el poema del mismo título, escrito en 1922 (Madrid), e
incluido en Nuevas canciones (1924), seguido en La
guerra de unas breves y emocionadas palabras en memoria
del amigo caído en el frente de Madrid, el escultor segoviano
Emiliano Barral.
• «Discurso
a las Juventudes Socialistas Unificadas» (Valencia, 1 de
mayo de 1937), pp. 95-112. La lectura del discurso tuvo lugar
en Valencia, en el local de las Juventudes Socialistas Unificadas,
el 1 de mayo de 1937 (cf. Aurora de Albornoz, «Antonio
Machado. Un miliciano más... (entre otras cosas)»,
La Calle, n.º 56, 17 de abril de 1979, p. 42; y
Monique Alonso, Antonio Machado. Poeta en el exilio,
Barcelona, Anthropos, 1985, pp. 54-57). Se confunden Bernard
Sesé (Antonio Machado, 1875-1939, Madrid, Gredos,
1980, vol. II, p. 819) y Julio Rodríguez Puértolas
y Gerardo Pérez Herrero (Antonio Machado. La guerra.
Escritos: 1936-1939, Madrid, Emiliano Escolar, 1983, pp.
392-93), al situar el lugar de lectura, a tenor de un testimonio
gráfico, en la valenciana plaza de Emilio Castelar, puesto
que lo que allí leyó Machado fue «El crimen fue
en Granada», en acto celebrado el 10 de diciembre de 1936,
a las cuatro y media de la tarde. Intervinieron, junto a Machado,
según testimonio de José Moreno Villa, León Felipe,
que leyó un romance, y el ministro de Instrucción
Pública (cf. Monique Alonso, op. cit., p. 57).
2.
Aurora de Albornoz, «El
libro último de Antonio Machado», Informaciones
de las Artes y las Letras (Madrid), 24 de julio de 1975.
En idéntico sentido se manifiesta Gonzalo Santonja, «El
último libro», Historia 16 (Madrid), n.º
11, marzo de 1977, y «Las últimas soledades de Antonio
Machado», El País (Madrid), 10 de enero de
1982.
3. Véase
A. Sánchez Barbudo, «Machado en los años de la
guerra civil», en José Ángeles (ed.), Estudios
sobre Antonio Machado, Barcelona, Ariel, 1977, pp. 259-96;
Bernard Sesé, op. cit., vol. II, pp. 807-73.
4. Véase
A. Sánchez Barbudo, op. cit., pp. 290 ss.
5. Sobre
el simbolismo de la «piedra» en Antonio Machado, véase
Ángel González, Aproximaciones a Antonio Machado,
México, UNAM, 1982, pp. 51 ss.
6. Octavio
Paz, «Antonio Machado», en Ricardo Gullón y Allen
W. Phillips (eds.), Antonio Machado, Madrid, Taurus,
1973, p. 62.
7. Véase
A. Sánchez Barbudo, «Ideas filosóficas de Antonio
Machado», en Ricardo Gullón y Allen W. Phillips (eds.),
op. cit., pp. 189 ss.
8. Las
palabras dedicadas a Unamuno proceden de «Apuntes»
y son reproducidas íntegramente por Machado en su «Carta
a David Vigodsky». Sobre las influencias entre Unamuno
y Machado, véase Aurora de Albornoz, La presencia de
Miguel de Unamuno en Antonio Machado, Madrid, Gredos, 1968.
9. Para
un comentario crítico del poema, véase Leopoldo de
Luis, Antonio Machado (Ejemplo y lección), Madrid,
Fundación Banco Exterior, 1988, pp. 211-13; y B. Sesé,
op. cit., vol. II, pp. 847-51.
10. Sobre
el estar au-dessous de la mêlée, véase
J. Rodríguez Puértolas y G. Pérez Herrero (eds.),
op. cit., p. 394.
11. Ibídem,
p. 23.
12. Antonio
Machado, Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y
recuerdos de un profesor apócrifo (1936), ed. de José
M.ª Valverde, Madrid, Castalia, 1972, p. 109.
13. Carta
a Juan José Domenchina, en J. Rodríguez Puértolas
y G. Pérez Herrero (eds.), op. cit., p. 333.
14. Cf.
B. Sesé, op. cit., vol. II, p. 852.
15. Antonio
Machado, Poesías completas, ed. de Manuel Alvar,
Madrid, Espasa-Calpe, 1988 (13.ª ed.), p. 28.
16. Cf.
José M.ª Valverde, Antonio Machado, Madrid,
Siglo XXI, 1975, pp. 178-79.
17. Antonio
Machado, «Arias tristes, de Juan R. Jiménez»,
El País, n.º 6.068, 14 de marzo de 1904, p.
2; cf. ibídem, p. 74.
18. Ibídem.
19. José
M.ª Valverde, op. cit., p. 93.
20. El
tema de la «juventud» es parte esencial de La guerra
y de los escritos machadianos del período 1936-1939: «Declaración
al diario madrileño Ahora» (14 de enero de
1937); «Sigue hablando Juan de Mairena a sus alumnos»
(2 de febrero de 1937); «A los estudiantes» (1 de
mayo de 1937); «El influjo de la guerra sobre la poesía
joven española» (junio de 1938); «La miseria
de la juventud» (junio de 1938). Cf. J. Rodríguez
Puértolas y G. Pérez Herrero (eds.), op. cit.,
pp. 387 ss.
21. Sobre
este aspecto y la visión de la juventud española en
Machado, véase mi artículo «La juventud como
tema en los escritos de guerra de Antonio Machado», en
AA. VV., Antonio Machado: el poeta y su doble, Barcelona,
Universidad de Barcelona, 1989, pp. 195-206.
22. Ibídem,
p. 44.
23. Véase
José M.ª Valverde, «Masa, no: pueblo», La
Calle, n.º 56, 17 de abril de 1979; Manuel Alvar (ed.),
op. cit., p. 26; José Ramón Ripoll, «El
poeta y la sabiduría popular», Hacia el Socialismo,
n.º 1, enero de 1979; Manuel Tuñón de Lara, Antonio
Machado, poeta del pueblo, Barcelona, Laia, 1981 (4.ª
ed.).
24. Cit.
Manuel Alvar (ed.), op. cit., p. 26.
25. Antonio
Machado, «Nuestro patriotismo y la marcha de Cádiz»,
en La Prensa de Soria al 2 de Mayo de 1808, Soria, 1908.
26. Antonio
Machado, «Sobre una lírica comunista que pudiera venir
de Rusia», Octubre, n.º 6, abril de 1934.
27. Véase
Armand F. Baker, El pensamiento religioso y filosófico
de Antonio Machado, Sevilla, Servicio de Publicaciones del
Ayuntamiento de Sevilla, 1985.
28. La
oposición Cervantes/Calderón es claro correlato de
la dicotomía machadiana señorío/señoritismo.
De otro lado, las resonancias evangélicas del libro La
guerra son muchas y variadas. Así, en la prosa «Meditación
del día», se trasladan a la visión alegórica
del binomio Cristo/Judas, trasunto de la traición de los
militares rebeldes españoles:
¿por
qué esos militares rebeldes volvieron contra el
pueblo las mismas armas que el pueblo había puesto
en sus manos para la defensa de la nación? ¿Por
qué, no contentos con esto, abrieron las fronteras
y los puertos de España a los anhelos imperialistas
de las potencias extranjeras? Yo os contestaría:
en primer lugar, por los treinta dineros de Judas, quiero
decir por las míseras ventajas que obtendrían
ellos, los pobres traidores de España, en el caso
de una plena victoria de las armas de Italia y Alemania
en nuestro suelo. |
29.
María Zambrano, «La
guerra de Antonio Machado», Hora de España,
XII, diciembre de 1937, pp. 68-74.
30. Aurora
de Albornoz, «El libro último de Antonio Machado»,
cit.
31. Gonzalo
Santonja, «Las últimas soledades de Antonio Machado»,
El País (Madrid), 10 de enero de 1982.
Fecha
de publicación: 1997
Abel
Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com
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