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De Soledades a Campos de Castilla

 

Geoffrey Ribbans
Brown University

 

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«Mai hem de donar la vida per resolta»: así declaró el gran poeta catalán Joan Maragall [1]. Lo mismo pudo haber dicho Antonio Machado, si bien las circunstancias de su vida y las de Maragall tenían superficialmente poco en común. Serena y plácida en lo externo, atormentada y rebelde en cierto grado en el fuero interno, la vida del uno; modesta y triste la vida externa, y angustiada e incierta, si bien serena, la interior del otro, la existencia de ambos poetas corría por cauces muy distintos. Machado abrigaba poco conocimiento o simpatía por Barcelona [2], que no llegó a conocer apenas hasta el último año de su vida, en las apuradísimas condiciones de guerra civil. Resulta curioso sin embargo meditar sobre el hecho de que sólo la situación política —el estallido de la Semana Trágica— impidió que visitara la ciudad condal durante su viaje de novios en 1909, antes de señalarse como poeta de los campos castellanos y todavía en vida de Maragall, también poeta del campo en grado nada desdeñable. Finalmente, a don Antonio le tocó morir, hace cincuenta años justos, no muy lejos física y espiritualmente de Barcelona, en un pueblo franco-catalán, Collioure —Colliure—, donde el poeta, «ligero de equipaje» ya hasta más no poder, encontró en la muerte su trozo de tierra y su postrera libertad.

Antes de dejar a Maragall, quisiera recordar que algo supo éste de Machado, si bien sólo el de Soledades (1903). Decía en una carta a Francesc Pujol en enero de 1907:

El tinc en el cor, tot aquest jovent castellà que s’afanya pels camins de la poesia, el veig trist i sovint pervertit per en Rubén Darío. I té una força poètica aquest home, però es produeix amb una afectació terrible. L’altre dia vaig llegir un vers d’ell que no me’l puc treure del cap:

«Tiembla la floresta del laurel del mundo».

És gran aquest vers; però està entremig d’uns entreteniments d’una frivolitat... Ai, ¡quina pena em fa veure com juguem amb una cosa tan sagrada com la poesia...! [3]

¡Lástima que Maragall no haya conocido ni las Galerías ni los poemas descriptivos de Campos de Castilla! Por otra parte, no hubo por qué temer por la independencia de criterio de don Antonio [4], que pronto se emancipó de la influencia —indudable en Soledades [5]— del gran nicaragüense.

Pero es otro el tema esencial de nuestra ponencia: la suerte editorial que tuvieron las primeras ediciones de Antonio Machado, desde Soledades (1903) a Soledades. Galerías. Otros poemas (1907), a Campos de Castilla (1912) y su segunda versión contenida en Poesías completas (1917): son algo menos de quince años de intensa y fecunda actividad poética.

Antes de todo, fijémonos en la lenta evolución de nuestro poeta. Por primerizo que se nos pueda antojar el tomito Soledades, poemario en que caben sólo 42 poemas breves, don Antonio tenía al imprimirlo veintisiete años bien cumplidos: no es un adolescente lampiño como Juan Ramón Jiménez al publicar en 1900, a los 19 años, sus primeras colecciones Ninfeas y Almas de violeta. Cinco años más tarde, en 1907, Machado publicó, a los 32 años, Soledades. Galerías. Otros poemas. A esta colección el poeta se empeñó en llamarla una refundición, «con adición de nuevas composiciones que no añadían nada sustancial a las primeras [...]. Ambos volúmenes constituyen en realidad un solo libro» [6]. Tanto cuantitativamente como cualitativamente, esto dista mucho de ser verdad: de 42 poemas se suprimieron 13, y se añadieron otros 66. Entre los añadidos constan todas las galerías y también los «otros poemas», entre los cuales figuran muchos fundamentales dentro del canon machadiano [7]. ¿Todo esto no es «nada sustancial»?

¿Por qué, podríamos preguntarnos, esta reticencia? Se entiende tal vez como consecuencia del cambio de orientación efectuado alrededor de 1906 o 1907 hacia el mundo externo. Entonces, para él, todo lo anterior formó una inspiración ya pretérita, que por lo tanto pudo considerarse un conjunto más o menos unificado.

La nueva inspiración forma parte de un cambio vital: la decisión —trascendental— de buscar un destino, la que le llevó a la cátedra de francés en el Instituto de Soria. Tal decisión precedió desde luego la experiencia vivida en la pequeña capital de Castilla la Vieja, y es aquélla la que llegó a encauzar decididamente la nueva pauta: importa darse cuenta de esta prioridad. Paulatinamente se fraguó otro criterio poético, que por fin dio como resultado una colección que vio la luz en la primavera de 1912, a los 38 años, cuando la felicidad prometida por su casamiento está a punto de derrumbarse. La secuela de esta segunda inspiración se da en una nueva versión ampliada de la colección, incorporada en Poesías completas de 1917; el poeta ahora tiene 42 años. Así se cierra un período decisivo de su vida.

Precisemos ahora, en la medida de lo posible, la historia de la publicación de las primeras poesías machadianas. No conocemos ningún poema suyo publicado anterior a 1901, si bien podríamos aceptar la declaración del poeta de que «Los cantos de los niños» (VIII) data de 1898; y conviene apuntar que en SGOP señala «1899-1907» como las fechas límite de «Soledades». Hay 10 poemas conocidos que se publicaron con anterioridad a Soledades (1903). Representan una extraña mezcla de aciertos y fracasos. Los primeros —cuatro— salieron en Electra, entre marzo y mayo de 1901; son poco maduros e inseguros; tres de ellos se cuentan entre los rechazados de Soledades (núms. 1, 8, 12) y el cuarto (XLV) sufrió una sustanciosa refundición. En cambio, las cinco composiciones que aparecieron el año después, en agosto de 1902, en La Revista Ibérica, todas de «Del camino», son poemas tan caracterizados como «La tarde todavía / dará incienso de oro...» (XXVII), «Daba el reloj las doce...» (XXI), «Oh, figuras del atrio...» (XXVI), «Algunos lienzos del recuerdo...» (XXX) y «Tenue rumor de túnicas...» (XXV); van precedidos, además, de un lema muy significativo: «Todos somos romeros que camino andamos». Allí tenemos la primera referencia a Berceo, ya en 1902. En la misma revista viene después otro poema, esta vez de «Salmodias de abril», que es «La vida hoy tiene ritmo...» (XLII); todos seis pasan con pocas variantes a Soledades y luego a SGOP y Poesías completas.

Este vaivén entre aciertos y fracasos corresponde también al conjunto de la colección Soledades. Consiste en cuatro secciones tituladas «Desolaciones y monotonías» (10 poemas), «Del camino» (17 poemas), «Salmodias de abril» (11 poemas) y «Humorismos. Los grandes inventos» (4 poemas). La sección que se salva esencialmente de la reconstitución de la colección en 1907, es «Del camino», en la que sólo se eliminan dos poemas y se añaden otros dos. «Desolaciones y monotonías» y «Salmodias de abril» desaparecen como secciones (lo que no es cosa de lamentar), salvándose cuatro de la primera y siete de la segunda; la pequeña sección final conserva tres de sus cuatro poemas, todos muy caracterizados —la «Glosa» a Jorge Manrique, «La noria» y «El cadalso»—, además del título.

Todas las poesías de Soledades, con la significativa excepción de las de «Del camino», llevan título, título que tiende a fijarlas en un determinado ambiente temporal o espacial: «Invierno», «Crepúsculo», «La tarde en el jardín», «El mar triste», «Mai piú», «Horizonte», etc. La mayor parte de estos títulos desaparecen al incorporarse las poesías, si es que se incorporan, en SGOP. Es notable, pues, que se conceda más importancia al medio ambiente y a la circunstancia en la primera redacción. Incluso hay, en un par de poemas (XLV, LII), un sorprendente intento de inspiración andalucista de tipo externo no muy logrado.

De hecho, este apego al ambiente responde a un aspecto especial de muchos de los poemas rechazados: ostentan un afán de descripción en cierta medida objetivo, que podríamos asociar con los parnasianos franceses. No pretende, por cierto, evocar determinados modelos pictóricos como presenciamos en Julián del Casal, Antonio de Zayas o Manuel Machado, ni adopta una actitud estatuesca o escultural del tipo del Art poétique de Gautier ni tampoco se adhiere a una tendencia clasicista como la de Leconte de l’Isle. Rige más el esfumino impresionista que el cincel: la fuente primordial es sin duda el Verlaine de los Poèmes saturniens [8]. Valga como muestra el poema titulado «Invierno», que es el ejemplo más cabal de una estampa parnasiana. El paisaje es explícito, por primera vez antes de la honda experiencia soriana, si bien se contempla el Guadarrama con los ojos de un pintor impresionista:

El cipresal sombrío
lejos negrea y el pinar menguado
que se esfuma en el aire achubascado,
se borra al pie del Guadarrama frío.

Uno de los poemas tempranos más reveladores es «Crepúsculo». Es el poema que más abiertamente se refiere, en términos de misterio y de religiosidad, a la soledad que da título a la colección:

La soledad, la musa que el misterio
revela al alma en sílabas preciosas
cual notas de recóndito salterio,
los primeros fantasmas de la mente
me devolvió...


Contiene además los ejemplos más extremos de brillante colorido, tan estetizante, para expresar los estados del alma:

Rojas nostalgias el corazón sentía,
sueños bermejos...

Por fin, este poema, algo confuso y recargado porque intenta abarcar demasiadas cosas a la vez, apunta también el tema de la consabida angustia del pasado: «la agria ola del ayer» que «refluye»: es el tema sintetizado en el estribillo de Edgar Allan Poe, Nevermore. También se abandona buena parte del vocabulario religioso que caracteriza muchas poesías de Soledades, aunque no la aspiración espiritual que ésta reflejaba de un modo más bien confuso. Es de suponer que poemas como éste son el objeto de la crítica maragalliana.

«Del camino» ya es harina de otro costal, con una expresión exquisitamente lograda del culto del misterio, del recuerdo y sobre todo del sueño. Las imágenes más representativas son el camino mismo, el espejo, la fuente, el lienzo, el retablo, la oposición voz/eco. Se anticipa así el mundo de las Galerías, si bien este símbolo embelesador no aparece sino en uno de los poemas más tempranos, publicado en marzo de 1901 y suprimido después de 1903: «Siempre que sale el alma de la obscura / galería de un sueño de congoja...» (núm. 8).

Las diferencias entre Soledades y SGOP [9] se reflejan en el mismo título: frente a Soledades —muy modificado, por cierto— se añaden galerías y otros poemas. La sección titulada «Galerías» consta de 29 poemas, de los cuales unos 15 o 18 se distinguen por su calidad esencialmente simbolista; no puedo demorarme ahora en estos maravillosos destellos sutiles y exactos, no explícitos, de un momento de emoción o de visión, depurados y apartados de lo anecdótico, lo descriptivo y lo narrativo [10]. Es de notar, sin embargo, que se publicaron con anterioridad en revistas, en 1903 o 1904, poco después de Soledades, con un nuevo brote en 1907 que la sección incluía otras composiciones que saliendo de la índole complaciente, atemporal, a la vez que centelleante, de las galerías, apuntan hacia el mundo externo. Buen ejemplo de esta evolución es el archiconocido «No es verdad, dolor, yo te conozco...» [11].

En los «otros poemas» del poemario —es decir, los que no tienen las características de Soledades y no son galerías— figuran algunos que evocan poderosamente su infancia sevillana —sirva como muestra «El poeta visita el patio de la casa en que nació» (VII), que se publicó en 1903. Otros poemas había que, por de pronto rechazados, nunca se recogieron en libro. Incluido entre ellos va el poema significativo «Luz» (núm. 18), dedicado a Unamuno y al tema de la autenticidad. Pero la mayor parte de estos poemas se publicaron súbitamente hacia 1907 y constituyen la esencia de una nueva dirección, que mira hacia afuera en lugar de hacia adentro; de modo paradójico, son los que encabezan la colección, cosa que ha despistado a no pocos estudiosos. Comprenden los célebres títulos «El viajero», «He andado muchos caminos...», «En el entierro de un amigo», «Hacia un ocaso radiante...» y «El poeta», además del primer poema dedicado al paisaje soriano, «Orillas del Duero» [12]. No sólo en este poema sino en otros análogos nos acercamos al ambiente de Campos de Castilla. Vayan como muestra los versos finales de «Hacia un ocaso radiante...»:

Yo, en la tarde polvorienta,
hacia la ciudad volvía.
Sonaban los cangilones de la noria soñolienta.
Bajo las ramas obscuras caer el agua se oía.

El libro que llamamos Campos de Castilla [13] parece suscitar menos dificultades editoriales que SGOP. Si bien esto es cierto, no por eso carece de problemas. En primer lugar, no se publicó en vida del poeta la totalidad de lo que según el sentimiento general constituye la colección; la edición de 1912 —la única publicación independiente que lleva este título— contiene tan sólo la mitad de lo que entendemos por Campos de Castilla. Para la colección entera hay que recurrir a la sección correspondiente de Poesías completas. Además, en la primera edición de Poesías completas, la de 1917, pasa una cosa realmente insólita: no aparece en ninguna parte el título de «Campos de Castilla». ¿Es deliberada o inconsciente esta omisión tan extraña, lo que el gran editor de Machado Oreste Macrì llama «una distracción» (I, p. 60)? A este tema volveremos oportunamente.

Surgen también ciertas dudas sobre el contenido. Una parte tan sólo de los poemas se refiere directamente al paisaje castellano indicado en el título. Algunas secciones como «Elogios» y títulos como «Proverbios y cantares» —que existían ya antes de publicarse el libro de 1912— o las «Parábolas» emparentadas a aquéllos, no se enlazan con el tema central. Por lo que se refiere a los «Elogios», cuatro de los más destacados (CXLVI, CXLVII, CLI, CLII) preceden a Campos de Castilla, si bien sólo uno —el dedicado a Valle-Inclán— consta en SGOP. Son los dedicados, significativamente, a los cuatro escritores a quienes Machado con toda seguridad más admiraba y que son, desde cualquier punto de vista, los escritores más eminentes de su época: Valle-Inclán, Rubén Darío, Unamuno y Juan Ramón Jiménez. A éstos se les otorga por tanto un sitio honrado dentro del creciente panteón de los individuos modernos dignos de alabanza.

Al mismo tiempo cabe cierta duda de si pertenece de derecho a Campos de Castilla o sólo se encuentra allí por razones de ajuste práctico.

Además, en la segunda etapa se añaden algunos poemas con una base geográfica distinta —Baeza o Andalucía en conjunto— o con preocupaciones nacionales más extensas. Hasta «Retrato», que preludia la colección, poco tiene que ver con el paisaje castellano. ¿Justifica todo esto dudar de la existencia independiente de la colección después de 1912, como ha sugerido un crítico reciente, Carlos Moreno Hernández?

La simple constatación de estos datos, soslayados o ignorados normalmente por la crítica, no sólo indica que no existe un libro Campos de Castilla ampliado en 1917, sino que hace sospechar que Machado, por estas fechas, estaba en clara vacilación respecto a su «obra esbozada en Campos de Castilla» que tenía la pretensión de continuar unos años antes... y sobre el destino que debía dar a los poemas escritos en su mayor parte entre 1907 y 1917, junto a algunos anteriores (p. 234) [14].

Yo creo que no, y me inclino a atribuir la ausencia de título en la colección de 1917 a uno de esos descuidos machadianos, por cierto nada infrecuentes en su obra. Bien conocida es su repugnancia a leer pruebas, lo que fácilmente podría explicar la omisión. Por mi parte, no me parece verosímil que Machado haya decidido deliberadamente permitir que estos poemas tan significativos, tan personales, especialmente el así nombrado «ciclo de Leonor», aparezcan sin título distintivo, escondidos bajo el rótulo anodino («Varia») de la colección anterior.

Para echar luz sobre las características esenciales de la colección, es imprescindible parar mientes en la evolución de su contenido. Procuremos, pues, establecer, con la máxima precisión posible, la fecha de primera publicación de todos los poemas que la integran, prestando atención a la vez a todas las modificaciones —reestructuración, variantes— que ostentan. Fuente imprescindible para estos datos ha sido y es la ya citada edición de Oreste Macrì, ahora felizmente traducida al español, pero de vez en cuando puedo ofrecer algún dato nuevo [15]. Más importante, sin embargo, es el enjuiciamiento e interpretación de este material, tanto por las implicaciones internas dentro de la obra machadiana como por lo que revela tocante a la vida del poeta.

Primero, conviene notar la fecha de aparición de «Retrato», que se publicó en El Liberal del 1 de febrero de 1908 [16], menos de cinco meses después que Antonio se estableciera en Soria. A mi parecer, es el poema que mejor representa su estado de ánimo en aquel momento significativo cuando emprende su nueva carrera docente en una pequeña capital de provincias, si bien no ostenta todavía ninguna reacción a su nuevo medio ambiente. Su célebre rechazo de los valores artificiales o frívolos de la bohemia literaria madrileña reviste un aspecto distinto cuando se toma en cuenta esta decisión tan reciente de buscar empleo. Al hacer esto, no sólo afirma su propia personalidad sino que se separa implícitamente de los que se dedican exclusivamente a la literatura: la profesión más odiosa que conozco, en palabras de Unamuno. Se explica así el orgullo que ostenta en declarar que paga lo que debe y ofrece como regalo su poesía:

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Cosa realmente sorprendente es la ausencia de poemas publicados entre 1907 y 1909; no hay secuela inmediata a «Orillas del Duero» (IX), agregado a última hora a SGOP como resultado de su rápida visita a Soria en mayo de 1907. En el otoño del mismo año, cuando ya residía en Soria, aparecieron en revistas los últimos poemas, entre ellos algunos de los más introspectivos [17], de SGOP, seguidos en noviembre por la colección misma. Desde entonces hasta el fin de 1908 —más de un año— el único poema de que tenemos conocimiento es «Retrato». Entonces aparece el poema no muy típico «Fantasía iconográfica» (diciembre de 1908; 11, CVII) y los primeros «Proverbios y cantares», publicados en febrero de 1909. En mayo de 1909 ya tenemos «Amanecer de otoño» (13; CIX), «Pascua de Resurrección» (16; CXII) y más «Proverbios y cantares». «Hoy he visto a una monjita...», parte de «El tren» (14; CX), data de septiembre. En estos versos, y tal vez en los de «Pascua de Resurección», vislumbramos de paso la atracción que le produce Leonor, al abordar el tema de jovencitas por casar («madrecitas en flor») y la preferencia que su novia siente «por un mocito barbero».

Al casarse en julio de 1909, pues, Machado no es todavía el poeta del paisaje soriano [18]; tenemos que esperar hasta febrero de 1910 para disfrutar de la primera muestra de poema castellano descriptivo e interpretativo: «A orillas del Duero» (2; XCVIII), y hasta diciembre para otro poema del mismo tema: «Por tierras de España» (3; XCIX). Que yo sepa, no publicó ningún poema en 1911. Una cosecha extraordinariamente exigua de ocho poemas ofrecidos al público en cuatro años, época además en que se podría esperar que su nueva vida, tanto personal como profesional, diera lugar a un aumento de actividad poética. Sin embargo, escribió más poemas, y lo más probable es que, como indica Carlos Beceiro [19], reservara su primera aparición para el libro tan retrasado que era Campos de Castilla, pero su dilatado silencio público, sobre el cual comentaba Villaespesa [20], no deja de ser extraño.

De especial significación es el primero de los poemas castellanos de la colección, «A orillas del Duero». Como Arthur Terry [21] ha demostrado con tanto tino, el poeta-protagonista establece una disposición de ánimo dentro del cuadro de sus esfuerzos físicos mientras camina por la tierra arisca y sube al castillo de los alrededores de Soria. Sólo después de captada toda la sensación del paisaje, busca el poeta interpretar el pasado castellano y su relación con el presente. Notable es que su sentido crítico frente a la tradición precede el efecto que siente hacia la tierra a medida que se compenetra más con ella. La tan consabida interpretación de «Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora» podemos aceptarla o no a nuestra voluntad [22], pero lo cierto es que forma una parte intrínseca del poema y de la compleja actitud machadiana frente al paisaje y al paisanaje castellanos; por eso no se puede ni se debe desgajarla del conjunto del poema.

Cuando nos fijamos en Campos de Castilla (1912), se nos presenta un tomito delgado que contiene, si contamos los 29 «Proverbios y cantares» bajo un solo título, sólo 17 poemas (46, al considerar cada uno por separado); algunos de los poemas castellanos más conocidos, como «Orillas del Duero» y «El dios ibero», no están. En este puñado de poemas, «La tierra de Alvargonzález» (con 712 versos) ocupa un espacio desmesurado: casi la mitad. El otro poema extenso, «Campos de Soria» (con 144 versos), llena un diez por ciento de la colección.

Otro asunto de interés es su publicación rezagada. Pérez Ferrero [23] nos asegura que el manuscrito estaba listo y en poder de la editorial Renacimiento antes de que Antonio y Leonor partieran hacia París a principios de 1911, poco después de Reyes. De vuelta ya, Machado se queja dos veces, en cartas a Juan Ramón [24], de cuánto tiempo tarda el libro en salir. Si bien no hay razón para dudar de la afirmación de Pérez Ferrero, lo que sí queda a oscuras es el contenido exacto del texto original. Se sabe desde hace mucho tiempo (Pérez Ferrero, p. 133) que se agregó más tarde «La tierra de Alvargonzález». Ahora, gracias a Carlos Beceiro [25], tenemos conocimiento de que apareció en marzo de 1912, apenas dos meses antes del libro mismo, una versión incompleta de «Campos de Soria», que ostenta diferencias significativas del texto final. Es evidente que este descubrimiento pone en tela de juicio la cuestión de qué versión del poema se encontraba en el manuscrito original, si es que alguna había. El manuscrito entregado a la editorial Ranacimiento en 1910 era indudablemente de mucho menos bulto que el libro publicado en 1912, y podría ser además muy distinto.

Consideremos ahora lo que se sabe de los dos poemas principales de la colección. Los datos esenciales sobre «La tierra de Alvargonzález» nos los proporcionó Helen Grant [26] hace muchos años. Hay tres versiones, todas publicadas en 1912: una en prosa impresa en el Mundial Magazine parisiense de Rubén Darío, otra en verso publicada en La Lectura en mayo y la definitiva, que salió en Campos de Castilla. Curiosa es la proximidad temporal de las tres redacciones; parece que las revisiones, especialmente las hechas a la versión de La Lectura, deben de ser de última hora.

De la prioridad de la versión en prosa, sostenida con argumentos persuasivos por Helen Grant [27], no queda apenas duda, y no quiero pisar de nuevo sobre el mismo terreno. Entre las diferencias de las dos redacciones en verso consta un largo pasaje semidescriptivo de casi cien versos (vv. 183-280), que se añaden a la versión final y que demoran algo el curso de la narración; y la introducción de una nota más personal:

¡Oh tierras de Alvargonzález,
en el corazón de España,
tierras pobres, tierras tristes,
tan tristes que tienen alma!

(vv. 563-66)

Se agregan estos últimos versos en Campos de Castilla, y poco después, en un verso que termina la sección, cambia la frase repetida «en el corazón de España» a «pobres campos de mi patria».

He de confesar que encuentro incómoda e inoportuna esta intervención personal del narrador. También añadió la dedicatoria a Juan Ramón Jiménez; no queda claro si el poeta se dio cuenta de lo inconveniente y aun provocador que pudiera resultar tal gesto al poeta del Diario de un poeta reciencasado.

En cuanto a «Campos de Soria», la existencia de dos versiones del poema, además de entrañar importantes implicaciones estructurales, plantea curiosos problemas de cronología que necesitan elucidación. Hay al menos dos etapas en la composición del poema. La primera versión, publicada en marzo de 1912, contiene las primeras cinco secciones, seguidas por otra sección de 12 versos intercalados, que van a constituir después un poema separado, «Noche de verano» (CXI). En posición final viene la célebre sección VI, la invocación de la ciudad de Soria, con un surtido sustancioso de variantes. Se advierte, pues, una diferencia muy notable con la versión final, que todos conocemos y que consiste en nueve secciones, tres de ellas colocadas después de la que evoca a Soria. Parece recibir corroboración la indicación interna de una segunda visita al famoso paseo en la sección VIII («He vuelto a ver los álamos dorados»). Sánchez Barbudo [28] tiene razón, hasta cierto punto, creo, al discernir en el poema un «tono especial de despedida»: la parte final posee cierta voluntad de resumir y registrar de forma memorable la experiencia, pero de acuerdo con la historia de la publicación es muy poco probable que tuviera forma acabada antes del viaje a Francia, como sugiere Barbudo, porque en aquel caso lo más natural sería que hubiera descartado antes la versión anterior. (Doy por sentado, como parece lógico, que el manuscrito original contenía esta primera versión.) ¿Cuándo se realizó la redacción definitiva? La fecha más probable parece ser poco después de su regreso a Soria en septiembre de 1911; ésta está en consonancia con los «álamos dorados» y «hojas secas» a que hace referencia en la sección VIII. En este caso, ¿por qué dio a la estampa una forma anticuada del poema muy poco antes de su salida en forma de libro? Tratándose de un diario como La Tribuna no se explica que haya una demora en imprimirlo. ¿Cabría pensar en una fecha más tardía —marzo o abril de 1912— y una inserción a última hora en el libro, tan retrasado ya? Es una posibilidad sumamente fascinadora, que haría que el poema distara relativamente poco de la fecha de composición de «A un olmo seco», que data del 4 de mayo.

Claro está que existen otras posibilidades. La nueva visita, indudablemente una de tantas, podría ser una reconstrucción imaginativa más que una ocasión específica, si bien esto parece contradecir la práctica habitual del poeta al concebir sus poemas de partir de una clara experiencia individual. Otra posibilidad es que, de acuerdo con su costumbre de unos años antes, hubiera entregado tiempo atrás la primera versión a un amigo (¿Juan Ramón Jiménez?), permitiéndole tácitamente publicarlo cuando le surgiera un momento conveniente. Dada la separación física con Juan Ramón y otros amigos, me parece poco verosímil esta conjetura.

Ofrezco una solución tentativa. Machado sí reanudó en el otoño de 1911, tras larga ausencia, sus tan queridos paseos a lo largo de la otra orilla del Duero, y redactó entonces un borrador, sin llegar a una versión definitiva, de las secciones VII, VIII y IX. Luego, deseando apoyar a principios de 1912 el nuevo diario progresista que era La Tribuna, le entregó la versión antigua, probablemente incluida ya en el manuscrito que estaba en manos de la editorial Renacimiento. El efectuarlo posiblemente le estimuló a revisar y acabar el poema e incorporarlo a último momento en el libro, tal vez con la revisión definitiva de «La tierra de Alvargonzález».

El poema es testigo de una honda experiencia emotiva, a la vez revivida y rememorada, en un momento en que, colmado de afecto hacia la región y sus habitantes, soslaya por un momento —si tengo razón— su conciencia de la pérdida que le amenaza en la enfermedad fatal de su esposa. Incluso podría ser que aquellas esperanzas, tan piadosamente exageradas, a favor de los campesinos sorianos, a que dio voz en las exclamaciones finales —tan distintas de la áspera realidad de su existencia— correspondan a una oculta conciencia de que ni estas aspiraciones, ni tampoco la recuperación de Leonor tan fervorosamente deseada, habían de realizarse:

¡Gentes del alto llano numantino
que a Dios guardáis como cristianas viejas,
que el sol de España os llene
de alegría, de luz y de riqueza!

La primera versión también ilumina la cuestión de si el poema ha de considerarse como nueve composiciones independientes o un conjunto unificado. Ya en 1973, argüí [29] en favor de la unidad, viendo en la sección VI —la evocación de Soria— el eje personal alrededor del cual gira todo el poema. Al incluirse «Noche de verano», tenemos, no un solo paisaje urbano sino dos, con cierta repetición de motivos, como la luna y la torre del reloj. Yo veo «Noche de verano» como un complemento más objetivo, sin lirismo ni connotaciones históricas, de la sección «Soria pura...», que en la primera versión es la culminación del poema. Lo que sucede, a mi ver, es que cuando se decide a eliminar «Noche de verano» del conjunto y añadir una recapitulación personal (secciones VII-IX) que reitere y revitalice todas las secciones anteriores, la sección «Soria pura...» se convierte en el eje del poema en vez de su punto culminante. Además, se introducen varios cambios que enfocan más eficazmente la visión personal de una ciudad histórica repleta de rasgos de un pasado glorioso ya definitivamente desparecido y de un presente decaído y estancado, en lo cual el poeta encuentra no obstante emoción y belleza. No estoy de acuerdo con aquellos críticos [30] que conciben esta descripción como completamente negativa, y mucho menos con los que, como Michael Predmore, sugieren incluso que «la visión de Machado no deja de ser satírica e incluso burlona» [31].

Interesa apuntar por fin que el texto final modifica de modo significativo la versión anterior de La Tribuna. Ésta empieza con cuatro versos más, que consisten no ya en un vocativo sino una afirmación algo desmayada:

Soria, mística y guerrera,
de vieja estirpe cristiana,
fue hacia Aragón barbacana
de Castilla en la frontera.

En la versión primitiva el «castillo guerrero» es «castillo roquero», y los «señores, soldados o cazadores» era «señores, guerreros y cazadores»; «portales» son «portones». Más importante, como Carlos Beceiro ha explicado muy bien (p. 1.012), es que se emplee la segunda persona a lo largo de toda la primera evocación:

¡Soria fría, Soria pura
cabeza de Extremadura,
con tu castillo roquero
arruinado sobre el Duero,
con tus murallas roídas
y tus casas denegridas...

Utilizando la tercera persona, el texto establecido recoge, de un modo certero, a todos los que están implicados emocionalmente con la ciudad, no sólo la ciudad misma. Por fin, el golpe del reloj se expresa en tiempo pasado: «la campana / de la Audiencia dio la una». El presente de la versión definitiva brinda a la ocasión una mayor inmediatez.

Consideremos ahora los poemas publicados entre 1912 y 1917. Al principio, hay un acelerado ritmo de publicación, especialmente en 1913, año en que aparecieron o se compusieron 17 poemas (contando como uno solo los nueve «proverbios y cantares»). ¿Cómo se explica esto? Según mi parecer, hay dos factores. El primero es la congoja que realzó durante cierto tiempo (en efecto, algo más de un año) su sentido de pertenecer —de haber pertenecido— a un lugar querido y casi palpable: es el estímulo que dio lugar al grupo coherente de 12 poemas que constituyen el «ciclo de Leonor», que según cualquier valoración crítica incluye varios de sus mejores poemas. El segundo elemento es un impulso patriótico: una urgencia personal de enfrentarse con los problemas nacionales y políticos. Bien se conoce que contempló suicidarse después de la muerte de Leonor; lo que le alentó para seguir viviendo fue el éxito de su libro y su convencimiento de que tenía algo que cumplir [32].

En aquel momento sus proyectos de libros pecaban de un optimismo casi patético; habla en 1913 de «tres volúmenes... casi terminados» [33]. Corresponden éstos en su mayoría a los elementos heterogéneos que constituyen la versión final de Campos de Castilla: «Hombres de España», «Apuntes de paisaje» y «Cantares y proverbios». El poeta cultiva, eso sí, todas las tres direcciones indicadas, pero el alcance de éstas es muy limitado. Los «Hombres de España» incluyen no sólo los bellos «Elogios» —a los que se agregan otros nuevos dedicados a Giner, Ortega y Azorín (éste, con cierta reserva)—, sino también sus complementos no deseables, no menos impresionantes como poema: «Este hombre del casino provinciano...» y «Don Guido». Los «Apuntes de paisaje» abarcan el éxito modesto de sus poemas sobre Baeza, como «Noviembre 1913» (33; CXXIX) o el más ambicioso «Los olivos» (36; CXXXII). La menos interrumpida de sus vetas poéticas es los «Proverbios y cantares», que ha de continuar en Nuevas canciones, pero no hay bastantes para constituir un libro independiente. Al mismo tiempo hay el reverso de la medalla: ese sentimiento de habérsele agotado la inspiración que empieza a acecharle, según el poema dirigido a Valcarce, a partir de enero de 1913. Por este desfallecimiento adelanta dos razones. La primera es la «tentación» de las galerías, dentro de las cuales vislumbra «el ventanal de fondo que da a la mar sombría», tentación que se podría esperar como borrada ya por la visión exteriorizada de los poemas castellanos. La segunda es una referencia típicamente esquiva a Leonor:

¿Será porque se ha ido
quien asentó mis pasos en la tierra,
y en este nuevo ejido
sin rubia mies, la soledad me aterra?

¿Hay lugar a dudas sobre el efecto nocivo de su luto, que se evoca aquí con imágenes sacadas de lo más elemental de la naturaleza? Al fin del poema, sin embargo, logra armar cierta inspiración, si bien ésta se orienta ya hacia aquel tipo de imagen marcial (no es el Machado que preferimos) que caracteriza su compromiso social:

Y cíñete la espada rutilante,
y lleva tu armadura,
el peto de diamante
debajo de la blanca vestidura.

A la vez, es capaz de crear un poema tan magnífico como «Poema de un día» (32; CXXVIII), en el cual deja que surjan de modo espontáneo diversos problemas filosóficos —actitudes divergentes hacia el paso del tiempo, su duelo personal, las implicaciones éticas de Bergson y Unamuno— dentro de la rutina diaria de un día de lluvia. Se trata, sin embargo, de una realización aislada. Con más frecuencia se disminuye de grado evidente aquel agudo sentido de observación que es su fuerte distintivo. Es lo que pasa en los poemas cívicos como «El mañana efímero». Donde más se nota el declive expresivo es en aquellos poemas en que su indudable misión poética no acierta a encontrar ningún punto de partida en la realidad circundante, como en los poemas gemelos, igualmente malogrados, «Una España joven» (48; CXLIV) y «España, en paz» (49; CXLV). Me parece que si su tragedia vital conducía a corto plazo a una inspiración intensificada a raíz de la angustia, el efecto permanente fue una desastrosa solución de continuidad.

Llegamos por fin a Poesías completas (1917) [34]. Se han apuntado ya la mayor parte de sus características innovadoras: el patetismo del «ciclo de Leonor», la inspiración difusa de los poemas de Baeza, las preocupaciones cívicas acentuadas, con sus triunfos y fracasos correspondientes, la continuación y consolidación de la vertiente folclórica. Señalemos por fin la nueva estructura. Se añaden al corpus 40 poemas más, aparte de que casi se dobla el número de los «Proverbios y cantares», de 28 a 54. Estas modificaciones se logran sin que se advierta una gran preocupación por la cronología; más bien se adopta un criterio no muy fijo de pertenencia temática, aplicado a veces retrospectivamente. Así es que un poema como «Las encinas» (7; CIII), que de hecho tiene un alcance más extenso que los poemas puramente sorianos, así como la breve evocación del Guadarrama (8; CIV), se coloca entre estos últimos. Los poemas sobre Leonor, en cambio, siguen una clara secuencia cronológica, y los «Elogios» se recogen hacia el fin, junto con algunos poemas que tienen pocos elementos de alabanza. Hay unos pocos casos, como «Fantasía iconográfica» (11; CVII), que está ya en Campos de Castilla de 1912, y «Mi bufón» (42; CXXXVIII), antes una «Humorada», como las primeras «Parábolas» de 1912, que no parecen caber bien en ninguna parte. Este patrón, adoptado en 1917, ya se mantiene, con mínimas modificaciones, en todas las ediciones siguientes (2.ª, 1928; 3.ª, 1933; 4.ª, 1936).

Así se cierra el canon esencial de la segunda gran etapa machadiana. Para concluir volvamos a nuestro punto de partida: Joan Maragall, muerto ya, prematuramente, a los 50 años, unos meses antes de la publicación de Campos de Castilla. ¿Qué opinión habría tenido, podríamos preguntarnos, el excelso paisajista catalán de las Pirenenques, de «Del Montseny» y de «La fageda d’en Jordà» y el grave poeta narrativo de El comte Arnau, sobre los esfuerzos en cierto modo paralelos y complementarios del poeta andaluz de inspiración castellana cuyo cincuentenario celebramos este año?

 

Notas

1. Carta a Carles Rahola (16 septiembre 1909), Joan Maragall, Obres completes, 25 vols., Barcelona, Edició dels Fills, 1929-1955, vol. IX, p. 151. Compárese también «Pretendo hacer de mi vida un continuo excelsior, sin estancarme nunca» (carta a Federico Urales, en el libro de éste La evolución de la filosofía en España, Barcelona, La Revista Blanca, 1934, II, p. 247).

2. En 1903 habla de «algunas capitales que tienen alma postiza» (véase mi Niebla y soledad: aspectos de Unamuno y Machado, Madrid, Gredos, 1971, p. 289) y se indignó contra la actitud de los catalanes y las provisiones culturales del Estatuto de Autonomía (Justina Ruiz de Conde, De Antonio Machado a su grande y secreto amor, Madrid, Lifesa, 1950, p. 112).

3. Maragall, Obres completes, XXIII, pp. 194-95; véase también p. 106.

4. Dudas parecidas tenía al principio Unamuno (Niebla y soledad, pp. 311-12).

5. Consúltese mi ensayo «Antonio Machado y el modernismo», en Nuevos asedios al modernismo (ed. Ivan Schulman), Madrid, Taurus, 1987, pp. 282-97.

6. Cito por mi edición de Soledades. Galerías. Otros poemas, 14.ª ed. revisada, Madrid, Cátedra, 1997, p. 272. Para todas las referencias a los poemas anteriores a 1907 se remite a esta edición; los recogidos en libro llevan el número de Poesías completas, los rechazados un número arábigo.

7. Por ejemplo, I-V, VII, IX-XV, XVIII-XIX, para referirme sólo a la primera sección.

8. Véase G. Ribbans, «La influencia de Verlaine en Antonio Machado», en Niebla y soledad, pp. 255-87, y «Nuevas precisiones sobre la influencia de Verlaine en Antonio Machado», Filología, XI, 1968-69, pp. 295-303.

9. La llamada «segunda edición de SGOP» (1919) contiene notables diferencias que la separan de la primera. Con harta justificación, Macrì (Antonio Machado, Poesía y Prosa, ed. O. Macrì, 4 vols., Madrid, Espasa-Calpe / Fundación Antonio Machado, 1989, I, p. 62) la llama una antología de Poesías completas.

10. Para una evaluación de las galerías, consúltese el excelente libro de Ramón de Zubiría, La poesía de Antonio Machado (Madrid, Gredos, 1955), y mi ensayo sobre SGOP en Niebla y soledad, pp. 180-254.

11. El examen más reciente, muy atinado, de este poema se debe a John C. Wilcox: «The Rhetoric of Existential Anguish in a Poem (LXXVII) by Antonio Machado», Hispanic Review, 53, 1985, pp. 163-80.

12. Heliodoro Carpintero, «Antonio Machado y Soria», 1976, considera que L («Acaso») refleja también una influencia soriana, cosa que Macrì (II, p. 863) apunta como posible y a mí me parece dudosa.

13. Véase mi edición de Campos de Castilla (Madrid, Cátedra, 1989), a la cual se refiere la numeración arábiga, además de la romana de Poesías completas, de los poemas en adelante indicados.

14. C. Moreno Hernández, «Precisiones sobre “Campos de Castilla” de Antonio Machado», Celtiberia, 64, 1982, pp. 233-56.

15. Por ejemplo, la aparición de varios poemas en La Revista Ibérica y La Tribuna.

16. Descubierto por Heliodoro Carpintero: Ínsula, 344-345, julio-agosto 1975. Para un estudio detallado, consúltese Jorge Urrutia, «Bases comprensivas para un análisis del poema “Retrato”», Cuadernos Hispanoamericanos, 304-307, octubre 1975 - enero 1976, II, pp. 920-43.

17. Los seis poemas que aparecieron en Revista Latina, 30 octubre 1907, incluyen los muy introspectivos LXXXVII (2.ª parte), LXXXVIII y LXXXIX. Habían ya salido en marzo de 1907 varios poemas, evidentemente menos subjetivos, como las cinco primeras composiciones de SGOP; «Orillas del Duero» (IX) fue escrito como resultado de su primera visita a Soria en mayo.

18. Es curioso notar que Baroja precede a Machado en realizar un viaje, con su hermano Ricardo, por tierras de Soria. Véanse los seis artículos publicados en El Imparcial entre diciembre de 1901 y febrero de 1902, bajo el título ¡tan machadiano! de «A orillas del Duero». Los seis artículos se reproducen en Pío Baroja, Escritos de juventud (ed. Manuel Longares), Madrid, Edicusa, 1972, pp. 133-66. En las Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, faltan el III y el IV.

19. Carlos Beceiro, Antonio Machado, poeta de Castilla, Valladolid, Ámbito, 1984, p. 31.

20. El 24 de octubre de 1909 Villaespesa escribió a Juan Ramón Jiménez, con cierta irritación, que «Antonio apenas si hace un verso desde que se casó con la hija de su pupilera en Soria» (Ínsula, 149, abril 1959).

21. Arthur Terry, Antonio Machado: «Campos de Castilla», Londres, Grant & Cutler, 1973, Critical Guides to Spanish Texts, pp. 23-28.

22. Comparto la opinión de Terry de que estos trozos son «less subtle and well-written than the rest of the poem» (p. 26).

23. Miguel Pérez Ferrero, Vida de Antonio Machado y Manuel, Madrid, Rialp, 1947, p. 131.

24. Ricardo Gullón, «Cartas de Antonio Machado a Juan Ramón Jiménez», La Torre, VII, 25, 1959, p. 185.

25. Beceiro, «La primera versión del poema “Campos de Soria”, de Antonio Machado», Cuadernos Hispanoamericanos, 304-307, octubre 1975 - enero 1976, II, pp. 1.005-13.

26. Grant, «La tierra de Alvargonzález», Celtiberia, 5, 1953, pp. 57-90.

27. Macrì apoya la tesis de Grant contra el argumento contrario de Carlos Beceiro en «La tierra de Alvargonzález: un poema prosificado», Clavileño, VII, 41, 1956, pp. 36-46.

28. A. Sánchez Barbudo, Los poemas de Antonio Machado, Barcelona, Lumen, 1967, p. 206.

29. G. Ribbans, «The Unity of “Campos de Soria”», Hispanic Review, XLI, 1973, pp. 285-96. Terry, en su excelente «Guía crítica», también trata el poema como una unidad (pp. 33-38), utilizando argumentos parecidos a los míos. Sánchez Barbudo (pp. 199-207) considera como un solo poema las cuatro primeras partes, y la quinta y la sexta como poemas distintos. En esto le sigue Andrew P. Debicki, «La perspectiva y el punto de vista en poemas descriptivos machadianos», en Estudios sobre Antonio Machado (ed. J. Ángeles), Barcelona, Ariel, 1977, pp. 163-75.

30. Véase Nancy A. Newton, «History by Moonlight: Esthetic and Social Vision in Machado’s “Campos de Soria”», Kentucky Romance Quarterly, XXVI, 1979, pp. 15-24, y Gustavo Pérez Firmat, «Antonio Machado and the Poetry of Ruins», Hispanic Review, LVI, 1988, pp. 1-16, que lo trata como un poema del todo independiente sobre el tópico poético de las ruinas.

31. Michael P. Predmore, Una España joven en la poesía de Antonio Machado, Madrid, Ínsula, 1981, p. 153.

32. «Cartas a Juan Ramón Jiménez», p. 188.

33. «Autobiografía escrita en 1913», publicada por Francisco Vega Díaz en Papeles de Son Armadans, 160, julio 1969, pp. 49-99.

34. Es de notar cierta vacilación todavía en cuanto a la colocación de los poemas. Por ejemplo: «Eran ayer mis dolores...» (LXXXVI) se encuentra ya entre los «Proverbios y cantares» de Campos de Castilla (1912), pero en Poesías completas (1917) es trasladado a la sección de SGOP. «Anoche cuando dormía...» (LIX) no aparece en SGOP (1907), pero que se incorpora en aquella sección de Poesías completas en 1917. Sobre ambos poemas, publicados primero en La Tribuna (LIX: 10 febrero 1912; LXXXVI: 25 febrero 1912) véase mi nota «Fe y desesperación en dos poemas machadianos de 1912», Ínsula, 506-507, febrero-marzo 1989, pp. 65-66.

 

Versión corregida y revisada del artículo publicado originalmente en Actas del X Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas (Barcelona, 21-26 de agosto de 1989), publicadas por Antonio Vilanova, Barcelona, PPU, 1992, vol. IV, pp. 1.367-82.

 

Fecha de publicación: 1998


Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
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