Es
bien conocida la influencia que sobre la obra de Antonio Machado
ejercieron las poesías española y francesa (esta
última, obviamente, por la profesión del poeta).
Se trata de una influencia perfectamente visible en lo que tiene
de cuestión técnica, por ejemplo, el empleo del
octosílabo propio del romancero popular o el verso alejandrino
de su muy admirado Berceo. En cambio, la influencia de la poesía
alemana en tanto que hija predilecta del idealismo alemán,
esto es, fundamentalmente Schiller y Hölderlin, no parece
haber sido puesta de relieve en la misma medida [1].
La razón estriba, probablemente, en que se trata de una
influencia oblicua, de naturaleza filosófica más
que literaria, donde la poesía es vista más como
un proyecto ético-estético unitario y global comprometido
con la libertad del hombre que como una estructura autónoma,
sustantiva, en donde el estilo ha ocupado el escenario en detrimento
del contenido moral del poema. Se trata aquí, por lo tanto,
de averiguar la influencia —si bien silenciosa— que
ejerce sobre Machado el momento heroico de la poesía
protorromántica alemana, es decir, la estructura poeta-héroe-destino
que tan hondamente viene a calar en su obra.
En
cuanto a la relación de Antonio Machado con el pensamiento
filosófico alemán, ya se ha apuntado que resultan
innegables ciertas coincidencias —el espíritu de
los tiempos, que decía Goethe— con Scheler y Heidegger.
Ahora bien, en este sentido resulta necesario subrayar que en
ambos pensadores, sobre todo en Heidegger, el impulso ético
del idealismo alemán ha experimentado una importante transformación
en una dirección pesimista y solipsista. El asunto, por
tanto, nos obliga a retroceder en el tiempo (no sólo histórico,
sino espiritual) para recuperar el impulso liberador, colectivo,
de la poesía como reflejo de la unidad yo-tú
en tanto que sentimiento e idea al mismo tiempo [2].
Una vez llegados a este punto, la única forma de desplegar
la verdadera escritura poética consiste, por lo que se
refiere a la subjetividad, en expresar una profunda e incorruptible
autenticidad. Debemos entender este término dentro
de la atmósfera espiritual en que vino a aparecer en el
marco del idealismo alemán. En este sentido, la autenticidad
no sólo rechaza frontalmente toda escritura basada en la
simple habilidad para aparentar un tono auténtico, sino
que tampoco necesita en realidad de ningún criterio «exterior»
encargado de garantizar su existencia. En el plano espiritual
en que viene a desarrollarse este concepto, ni siquiera resulta
planteable su establecimiento por motivos de astucia o de impostura.
Ante el tribunal inapelable de su conciencia, el escritor se compromete
en términos absolutos con su escritura en tanto que vehículo
de libertad.
Ahora bien, se ha de reconocer aquí que todo esto sólo
se sostiene en un marco ideal, algo así como en una concepción
geométrica de la escritura. Si regresamos al mundo real,
observaremos que la habilidad y la astucia para aparentar autenticidad
(aunque la necesidad de adoptar justamente esa apariencia funciona
como una justificación subtextual de su excelencia) no
sólo existen, sino que, considerando las cosas un poco
de cerca, consiguen confundirse con ella hasta el punto de que,
como alguien ha dicho alguna vez, hay escritores que hacen dudar
de la literatura. En este sentido, la falsa escritura refleja,
con su mera presencia, una perpetua amenaza para la escritura
verdadera, que no sólo reduplica su papel de depositaria
de la autenticidad, sino que viene a hacer de ella una obligación
moral. Machado lo advierte a sus jóvenes alumnos con una
claridad meridiana:
|
Huid
del preciosismo literario, que es el mayor enemigo de la
originalidad. Pensad que escribís en una lengua madura,
repleta de folklore, de saber popular, y que ése
fue el barro santo de donde sacó Cervantes la creación
literaria más original de todos los tiempos. No olvidéis,
sin embargo, que el «preciosismo», que persigue
una originalidad frívola y de pura costra, pudiera
tener razón contra vosotros cuando no cumplís
el deber primordial de poner en la materia que labráis
el doble cuño de vuestra inteligencia y vuestro corazón
[3]. |
La
obligación moral de autenticidad, no obstante, no parece
ser ilimitada en un mundo natural e histórico que funciona
como un abismo al que, tarde o temprano, van a caer todas las
buenas intenciones (Hegel). Parece entonces necesario el establecimiento
de una especie de «pacto» con la realidad (parecido
al pacto freudiano) con el fin de lograr preservar la mera existencia
física del escritor. ¿O debe éste inmolarse
en el altar de la idealidad de su función prometeica y
«pagar» así su osadía al chocar con
—más aún: rechazar— la realidad? Para
responder a esta pregunta poniéndonos a la altura de su
enorme exigencia moral hemos de volver a recordar en qué
consiste la función del poeta en el mundo. No olvidemos
que estamos en la atmósfera espiritual propiciada por el
idealismo alemán, cuya concepción heroica obliga
a concebir al poeta —al artista en general— como el
pontífice entre el mundo de las ideas y el mundo
de la realidad, y ello no sólo a base de la utilización
universal de la razón, sino, sobre todo, poniendo en liza
el sentimiento como vehículo de libertad. Eso, en cuanto
a la forma. Por lo que atañe al contenido, el poeta ha
de bajar los mitos del cielo y vivificarlos en el corazón
de todos los hombres [4]. Se
podrá comprender entonces con facilidad que lo que hace
posible la unión de cosas e ideas, de nociones y sentimientos,
de hombres y naturaleza, encuentra su reflejo precisamente en
la estructura poeta-héroe-destino, que supone
una especie de trayecto espiritual en el que el poeta, si es necesario,
ofrecerá y plegará todo su ser al destino. No importa
lo místico que pueda llegar a sonar todo esto. Lo que estamos
tratando de decir es el hecho innegable de que este destino adoptó
la forma de guerra civil y de victoria fascista y de que Antonio
Machado cumplió con creces su papel de poeta —de
auténtico poeta— apoyando la causa republicana con
tanta mayor fuerza cuanto menores eran las probabilidades de su
victoria. Al final, tras la gran derrota fáctica, la gran
victoria moral. No es casual en absoluto que una caracterización
exterior del heroísmo venga a adoptar la figura del simple
«patetismo».
«No
hay cimiento / ni en el alma ni en el viento». Pensar sin
asideros acaba siendo pensar «en bucle»
Los
problemas epistemológicos y metodológicos que vienen
a aparecer a la hora de establecer algún tipo de planteamiento
teórico tienen que ver, tarde o temprano, con asuntos relacionados
con la fundamentación. Resulta en apariencia sorprendente
que este tipo de asuntos haga su aparición justo cuando
ha desaparecido el nexo afectivo encargado de unir la subjetividad
con cualquiera de sus contenidos, en este caso la existencia del
«tú». Mas aquí también vale lo
de que aquello que necesita ser fundamentado es que ya no
despierta sentimientos. Por eso, dentro de la atmósfera
espiritual del idealismo alemán, los problemas de fundamentación
se solucionan con una simple llamada al sentimiento en el interior
de la subjetividad. Ni Fichte ni Schiller ni Hölderlin hacen
en realidad otra cosa que apelar al sentimento profundo derivado
de una inmediata y honrada introspección.
El problema se genera en el momento en que, tras una serie de
mediaciones y complicaciones históricas, la autoinspección
idealista acaba prescindiendo de cualquier connotación
de honradez, lo que supone que la simple inmediatez —el
mero «yo lo siento así»— pasa a garantizar,
bien que sólo formalmente, la legitimidad de sus
contenidos. No es de extrañar, entonces, que, frente a
esta versión del irracionalismo, pase a primer plano una
contra-exigencia metodológica de fundamentación:
cualquier concepto o idea, cualquier valor, etc., deben mostrar
el fundamento a partir del cual consiguen desplegar sus determinaciones
(lo que no es obstáculo, como vamos a ver ahora mismo,
para que pueda preguntarse por el fundamento del fundamento, etc.).
Interesa insistir en que la degradación irracionalista
del simple sentimiento dogmático parece arrastrar, para
su desgracia, al sentimiento honrado. Por esta razón
los problemas de fundamentación pasan a primer plano y
expresan oblicuamente la progresiva pérdida de solidez
del sentimiento en cuanto tal. Mas, como acaba de apuntarse más
arriba, no se resuelven con ello los problemas, pues la falta
de asideros teóricos (es decir, de presupuestos incuestionables)
amenaza con convertir cualquier planteamiento teórico en
una simple tautología.
Que todo contenido depende de un contexto (o que cualquier noción
o planteamiento teórico depende de una perspectiva) y que
no existen perspectivas o contextos privilegiados, son los dos
pilares en que se sostiene una gran parte de la epistemología
actual. Ello implica, como sabemos, que la verdad es
algo que sencillamente no puede llegar a conocerse. En tiempos
de Antonio Machado el planteamiento perspectivista carece aún
de la complejización y suavización de que es objeto
gracias, entre otros, al giro hermenéutico de Gadamer,
que amplía la noción de «perspectiva»
incluyendo elementos como los presupuestos, algo menos
rígidos y más «elegibles» que el simple
y puro punto de vista. Mas, con todo, no puede evitarse aquí
tampoco que permanezca la amenaza subjetivista y, en el límite,
irracionalista («el mundo es como yo quiero que sea... porque
los presupuestos de los que parto son cosa mía»)
al engancharse parasitariamente al núcleo decisionista
del perspectivismo.
Y así tiene que ser toda vez que el marco epistemológico
clásico pierde todo su crédito a la hora de ofrecer
presupuestos incuestionables con vistas al conocimiento del universo.
En el momento en que tales presupuestos caen también en
la órbita crítica del giro hermenéutico,
viene a constatarse que toda teología es dogmática
al presentarse a priori como un discurso inmune a la
discusión y la crítica. En ese mismo instante, por
su propia cobardía teórica, pierde todo su valor
(Spinoza).
Por lo tanto, si se quiere ser coherente con la «muerte»
de la certeza absoluta (trasunto epistemológico de la «muerte
de Dios»), debe hacerse justicia al momento decisionista.
Pensar supone elegir un punto de partida, unos presupuestos y
unas reglas de juego. Pensar es construir, y ello supone empezar
poniendo «puertas al campo»:
|
Pensar
es deambular de calle en calleja, de calleja en callejón,
hasta dar en un callejón sin salida. Llegados a este
callejón, pensamos que la gracia estaría
en salir de él. Y entonces es cuando se busca la
puerta al campo [5]. |
Ahora
bien, si es cierto que, desde este punto de vista, todo conocimiento
es tautológico, pues obtiene como resultado un contenido
estrechamente conectado con los presupuestos, también lo
es que no se niega aquí la posibilidad de un intento de
superación —todo lo problemática que se quiera—
de la fijación dogmática de la perspectiva decisionista.
Mas hay que apuntar aquí inmediatamente que tal intento
no es de naturaleza epistemológica, sino moral. Hemos
de preguntarnos entonces cómo superar moralmente —no
lógicamente— un solipsismo que, como apunta
Machado más de una vez, no tiene un pelo de absurdo. En
este sentido, el primer paso dado por el poeta refleja la plena
aceptación de la lógica de la decisión a
la vez que la constatación del pragmatismo como
estructura profunda subyacente bajo ella:
|
Los
pragmatistas... no han reparado en que lo que ellos hacen
es invitarnos a elegir una fe, una creencia, y que el racionalismo
que ellos combaten es ya un producto de la elección
que aconsejan, el más acreditado hasta la fecha.
No fue la razón, sino la fe en la razón lo
que mató en Grecia la fe en los dioses [6]. |
Una
vez traducido todo planteamiento teórico a su común
denominador de creencia (o de fe), la única superación
posible del solipsismo de la mera decisión sólo
puede apuntar a los contenidos de las creencias, en el
sentido de que, como acabamos de ver en el texto de Machado, no
puede ser lo mismo una creencia en la razón que una creencia
en los dioses. Ahora bien, ¿cómo fundamentar este
punto de vista? Que todo se desarrolla en bucle no quiere decir
que todos los bucles sean iguales. Pero ¿dónde buscar
este tipo de diferencia?
No
todos los bucles son iguales. Actuar con razones no es lo mismo
que actuar por razones
El tránsito de la forma de la creencia (fe) a
su contenido (fe en la razón, fe en los dioses,
fe en los sentimientos, en la tradición, en las leyes,
etc.) no parece llevarnos demasiado lejos, puesto que el hecho
mismo de creer en algo viene a provocar en el creyente una actitud
dogmática que deja en un segundo plano el que se crea en
esto o en aquello [7]. Sin embargo,
desde la perspectiva de una tercera persona sí puede esperarse
cierta clarificación del problema, aunque para ello debemos
partir de una condición como ésta: se debe suponer
la existencia de un doble plano pragmático-trascendental
encargado de definir, por una parte, el grado de honradez trascendental
de las creencias (en función de su mayor o menor egocentrismo)
y, por otra, el grado de coherencia pragmático-trascendental
de dichas creencias con respecto a las conductas morales generadas
por ellas (pues las creencias generan conductas moralmente enjuiciables
en función del grado en que contribuyen a —o entorpecen—
la emancipación del género humano) [8].
No obstante, antes de llegar a la constitución del plano
pragmático-trascendental, debe pasarse por un escollo cual
es la posibilidad de una perversión encargada
de hacer pasar un plano simplemente pragmático como si
fuera pragmático-trascendental (muy parecido a lo del orador
que finge creer en lo que dice, es decir, que finge que no finge),
cosa que sucede en el momento en que, de una u otra manera (por
imposición o por seducción), intentamos generar
conductas morales a terceros como si el plano pragmático-trascendental
no consistiera, en primer lugar, en auspiciar conductas morales
por sabias, es decir, nacidas de la conciencia de los
individuos. Por decirlo un tanto rotundamente, el jesuitismo es
incompatible con cualquier pragmatismo trascendental. Aquí
Machado sigue siendo un tanto ambiguo:
|
Frente
a los pragmatistas escépticos no faltará una
secta de idealistas, por razones pragmáticas, que
piensen resucitar a Platón cuando, en realidad, disfrazan
a Protágoras. Lo propio de nuestra época es
vivir en plena contradicción sin darse de ello cuenta,
o, lo que es peor, ocultándolo hipócritamente
[9]. |
«Cuando
en realidad disfrazan a Protágoras...»: ese en
realidad introduce algo de confusión, como si estuviéramos
hablando de algún truco alejado de la buena fe que debería
presidir cualquier recurso a Platón. Es muy importante
aclarar este texto, pues hace desaparecer la barrera artificial
colocada entre Protágoras y Platón (lo que, por
cierto, nos permite conseguir «subir» al primero,
no «bajar» al segundo). La concepción clásica,
«de manual», viene a sugerir —y Machado parece
aceptarlo— que Protágoras, al colocar al hombre como
medida de todas las cosas, rebaja el proceso del conocimiento
a aquello que nos es útil, mientras que Platón vuelve
a encumbrarlo al mundo de las ideas. Pero como éstas no
son comprobables a posteriori sino sólo postulables,
significa que carecen de medida objetiva. Su morada es el alma
humana, y esto es una forma de decir que el ser humano es la medida
de las ideas. Pero no cualquier parte del ser humano, sino sólo
su parte espiritual, algo que, por lo demás, no es incompatible
tampoco con Protágoras, cuya afirmación trasciende
ampliamente el mero utilitarismo del «querer creer porque
conviene» [10]. Es más,
todo ello sería internamente coherente en el mismo momento
en el que añadiéramos una determinación espiritual.
De esta forma, la verdad sería aquello que nos conviene
creer en tanto que somos seres racionales y espirituales.
Dicho más lapidariamente, por encima del mundo físico
y sus verdades empíricas se encuentran las verdades morales.
Así lo expresa nuestro poeta:
|
La
fe platónica en las ideas trascendentales salvó
a Grecia del solus ipse en que la hubiera encerrado
la sofística. La razón humana es pensamiento
genérico. Quien razona afirma la existencia de su
prójimo, la necesidad del diálogo, la posible
comunión mental entre los hombres. Conviene creer
en las ideas platónicas, sin desvirtuar demasiado
la interpretación tradicional del platonismo. Sin
la absoluta trascendencia de las ideas, iguales para todos,
intuibles e indeformables por el pensamiento individual,
la razón como estructura común a una pluralidad
de espíritus no existiría, no tendría
razón de existir. Dejemos a los filósofos
que discutan el verdadero sentido del idealismo platónico.
Para nosotros lo esencial del platonismo es una fe en la
realidad metafísica de la idea que los siglos no
han logrado destruir [11]. |
La
dialéctica actuar con / por razones o creencias
expresa de manera bien clara la textura problemática del
pragmatismo trascendental al atribuir a la conciencia individual
—seguimos, por tanto, en el marco teórico
del solipsismo— el papel de juez inapelable en asuntos relacionados
con la coherencia moral. Sólo yo sé si estoy siendo
verdaderamente honrado o estoy fingiendo, si me someto en realidad
al discurso moral hasta el fin o ando calculando cuándo
abandonarlo tirándome sobre la marcha, etc. Y no es casual
que así sea. Como ya se ha dicho, la morada del mundo de
las ideas sólo puede ser la conciencia, lo que supone que
una de las primeras exigencias a realizar —si no la primera—
es que sea honrada [12].
Ello supone una búsqueda de la verdad —moral—
que viene a poner en marcha aquellos criterios que separan las
creencias honradas (¡y reflexionadas!) de los simples prejuicios:
hondura, honradez, buena fe, etc. [13].
Y si se objeta que tales criterios resultan ser extraordinariamente
subjetivos o fácilmente fingibles, es que se sigue estando
preso en una concepción positivista o historicista que
no ha entendido en absoluto que la subjetividad no equivale necesariamente
al capricho ni a la mala fe, y que si alguien traza mal la línea
recta por abandonar momentáneamente la regla, la culpa
no es de la regla. Otra cosa es que, con mala fe, atribuyamos
a la conciencia unas imposibles infalibilidad y perfección
(recuérdese entonces la nota 12 recién transcrita).
Doble
destino histórico y espiritual. El héroe y la escisión
Hay determinados momentos, épocas, en los que, a base de
acumular determinaciones y contradicciones, la historia se va
densificando cada vez más hasta llegar a un punto crítico
de saturación. A partir de ahí su textura adquiere
una rigidez que la hace convertirse en destino. Tales momentos
son fácilmente reconocibles: son aquellos en los que las
cosas «no pueden seguir así». La guerra civil
española es uno de esos momentos, y a nuestro poeta le
tocó vivirla, como a tantísimos otros, en primera
persona y de forma especialmente dolorosa.
Hasta el momento, el trayecto recorrido —si cabe hablar
en estos términos— por el pragmatismo trascendental
ha desembocado, tras la figura de la libertad («la muerte
de Dios»), en la de la honradez. La conciencia se sabe exteriormente
libre pero interiormente constreñida por una especie de
imperativo categórico: sé honrada, renuncia al autoengaño
y promueve todo el bien que te sea posible. La labor de los poetas
no es entonces otra que preparar la sensibilidad humana mediante
la vivificación de los grandes mitos conductores de los
sentimientos humanos básicos (trascendentales).
Ahora bien, ¿cómo enraizar todo esto con la historia
real y efectiva de los seres humanos? Desde un punto de vista
trascendental, es decir, en el plano de los elementos constitutivos
(«eternos») de la humanidad como tal al margen de
la historia y de la geografía, la purificación de
los sentimientos permite ver con claridad la labor del poeta como
un ser divino «entre hombres hechos dioses», elevados
gracias al mejoramiento moral a su contacto con el poeta (Hölderlin).
Mas en el plano histórico, la cosa ofrece un aspecto bien
diferente. ¿Por qué? Por la existencia de la necesidad,
y ello no tanto en el sentido natural del término, que
recoge y expresa todo el irrebasable condicionamiento biológico
que ata al ser humano a una conducta no querida, cuanto, sobre
todo, en el sentido de una necesidad histórica por «adensamiento».
Veamos esta cuestión de cerca, pues aquí justamente
viene a encontrarse la clave y el resumen de todo cuanto llevamos
dicho.
De momento, hablar de una necesidad histórica
sería sencillamente escandaloso para los poetas idealistas
alemanes, que en este sentido vienen a nutrirse, además
de en Kant y en Fichte, en ese inmenso pensador de la historia
que es Giambattista Vico. Como sabemos, Vico hace girar todos
sus planteamientos historicistas en torno al hecho de que el hombre
hace la historia, y por eso es libre y por eso la comprende.
Tal sería el axioma de Vico rescatado por los historiadores
idealistas alemanes (Ranke, Droysen, Dilthey), opuestos no sólo
al endurecimiento positivista de las ciencias naturales, exclusivamente
atentas a explicar y predecir fenómenos naturales con el
fin de manipularlos, sino también —y por razones
no muy distintas— al panlogismo hegeliano y su afán
de mantener una especie de «guión» que la realidad
social tiene que cumplir incluso a espaldas de los hombres.
Pero aquí hacen su aparición dos problemas cuya
precipitada solución por parte de Vico viene a desembocar
en una especie de Providencia —en definitiva, otro «guión»—
absolutamente incompatible con el axioma de la libertad. Problema
uno: ¿qué hacer con todo el condicionamiento mecánico
que se encuentra en el hacer histórico del ser humano?
Puede responderse aquí que, pese a todo, el reconocimiento
mismo de dicho condicionamiento (social, cultural, económico)
puede llegar a atenuar la falta de libertad que éste supone,
lo que ofrece algo así como una «libertad rescatada».
Al margen ahora de lo aceptable de esta solución (que,
en el límite, es paradójicamente compatible con
una libertad cargada de cadenas), aparece un segundo problema:
¿qué hacer ante el hecho de que la historia, concebida
como producto de la libertad del hombre, frecuentemente adquiere,
por densificación, una rigidez que la convierte justo en
lo contrario, en destino? Una focalización global
del asunto (que es la perspectiva adoptada por Vico) hace desaparecer
el problema, ya que la necesidad histórica —asumida
por los individuos— es vista, en el fondo, como producto
de la libertad de Dios, lo que permite recuperar «por
arriba» (y no de una manera muy diferente a la de Hegel)
un sentido espiritual no comprendido pero postulado formalmente
a la hora de cambiar los signos de las experiencias vividas y
sufridas (en el sentido de que guerras, terremotos, hambrunas,
etc., son todos ellos fenómenos entendidos y queridos por
Dios: el hombre, al aceptar a ciegas y de un solo trago la libertad
de Dios —Él sabrá por qué hace lo que
hace—, trueca la necesidad en libertad, convirtiendo así
su fatalismo en su liberación) [14].
Por supuesto, nada de todo esto puede satisfacer a los poetas
idealistas alemanes ni a sus «padres espirituales»,
Kant y Fichte [15]. La libertad
plasmada en la acción no desaparece a su contacto con la
necesidad —biológica e histórica—, sino
que provoca chispas en su choque con ella. No se espera, no debe
esperarse aquí una victoria absoluta, ni mucho menos, pero
tampoco la simple claudicación de la conciencia ante los
hechos. Es ahora, sin embargo, cuando se puede volver a hacer
la pregunta de qué ocurre en el interior del planteamiento
heroico-idealista en el momento en que se constata una necesidad
histórica por densificación (situaciones insostenibles)
que hace que el margen de acción libre quede prácticamente
reducido a cero.
Mas tampoco hemos de renunciar por ello al impulso idealista
de los poetas alemanes y, por extensión, de Antonio Machado.
Pues ¿qué otra cosa es la esencia de la tragedia
sino la dolorosa constatación de que, en determinados momentos,
existen o se dan «choques entre lógicas» (ideal
y real) que no contemplan la posibilidad de una solución
o mediación? Lo que resulta impresionante aquí es
observar que la vida de Machado va convirtiéndose
en tragedia a medida que se despliegan los acontecimientos
reflejados en la guerra civil española. Al final, tanto
física como espiritualmente el apoyo machadiano a la República
española resulta ser, contemplado «desde dentro»,
conmovedoramente admirable. Desde fuera, sin embargo, el espectáculo
ofrece un aspecto terrible y patético.
El fundamento de la actitud machadiana ante cualesquiera acontecimientos
históricos, sobre todo los cargados con tintes de violencia,
es siempre uno y el mismo: mantener la fe en la idea
sean cuales sean los intrincados trayectos que haya que recorrer
sacudidos por los vientos de la historia. Ya antes de la guerra
civil expresa Machado su angustia ante la tragedia que se avecina
—Machado está pensando en una segunda guerra mundial—
reflejada en la impotencia de la razón. Así expresa
el poeta el juicio que le merece la absoluta necesidad (objetiva,
por densificación de la historia) de tomar partido en tiempos
prebélicos:
|
La
razón humana no es hija, como algunos creen, de las
disputas entre los hombres, sino del diálogo amoroso
en que se busca la comunión por el intelecto en verdades,
absolutas o relativas, pero que, en el peor caso, son independientes
del humor individual. Tomar partido es no sólo renunciar
a las razones de vuestros adversarios, sino también
a las vuestras. Abolir el diálogo, renunciar, en
suma, a la razón humana. Si lo miráis despacio,
comprenderéis el arduo problema de vuestro porvenir:
habéis de retroceder a la barbarie cargados de razón.
Es el trágico y gedeónico destino de nuestra
especie [16]. |
Bajo
la afirmación machadiana laten, semi escondidas, las contradicciones
inherentes al pragmatismo reflejadas en aporías como pensar
en general / pensar honradamente, o también actuar
en general / actuar honradamente. La profunda amargura ante
la constatación de la traición fascista —las
cosas, por su nombre— no hace abandonar a Machado el pragmatismo
trascendental como fundamento de una reflexión moral incrustada
en la historia. En tal sentido, es perfectamente perceptible la
apelación a la excelencia moral de uno de los bandos —ni
rastro en Machado de una cómoda neutralidad— junto
con una alusión meramente retórica (perteneciente
más bien a la Cátedra de Blasfemia) a la Providencia
divina. En este sentido podemos leer:
|
No
faltará quien piense que las sombras de los yernos
del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos
y les aconsejan hazañas tan lamentables como aquella
del Robledo de Corpes. No afirmaré yo tanto, porque
no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda
el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros
heroicos milicianos y que en el Juicio de Dios que hoy,
como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán
otra vez los mejores. O habrá que faltarle el respeto
a la misma divinidad [17]. |
Dos años más tarde, cuando la derrota final ya es
más que un triste presagio, Machado recupera la sencilla
desnudez del lenguaje heroico y cierto humor algo sombrío:
|
Si
os encontráis algún día sitiados, como
los numantinos, pensad que la única noble actitud
es la numantina, la que la historia, corregida por la leyenda,
atribuye a Numancia. Y cuando os queden pocas horas de vida,
recordad el dicho español: de cobardes no se
ha escrito nada. Y vivid esas horas pensando que es
preciso que se escriba algo de vosotros [18]. |
Así,
de esta manera, acaba cumpliendo el poeta Antonio Machado su función
heroica manteniendo la vista fija en la idea y haciendo de su
seguimiento en la realidad (por ejemplo, vivificando lo más
noble del mito del Cid) un destino espiritual tan lleno de coherencia
moral como —y esto es lo constitutivo del idealismo—
de ineficacia empírica. La escisión no ha quedado
superada (nunca puede hacerlo), pero tampoco escamoteada bajo
un disfraz de providencia o de filosofía de la historia.
Contemplamos así el destino sin ilusoriedades gracias a
los poetas, pero sin dejar tampoco de preguntarnos si el aferramiento
a la idea no será una poderosa arma capaz de anular un
falso destino.
[1] Son ya clásicas las
obras de Rafael Gutiérrez Girardot, Poesía y
prosa en Antonio Machado (Guadarrama, Madrid, 1969); José
M.ª Valverde, Antonio Machado (Siglo XXI, México,
1975); y Eustaquio Barjau, Antonio Machado: teoría
y práctica del apócrifo (Ariel, Barcelona,
1975). Los tres autores subrayan las coincidencias —hablar
aquí de influencias resulta problemático—
entre los pensamientos de Scheler y Heidegger y los planteamientos
machadianos en asuntos de naturaleza onto-teológica. Pero
en la cuestión moral la cosa cambia. Aquí son Kant
y Fichte, y por ende los poetas Schiller y Hölderlin,
quienes constituyen el armazón del pensamiento ético-estético
de Machado. [volver]
[2] Esta última expresión no deja
de encerrar un problema en su interior que apunta al talón
de Aquiles del idealismo alemán, a saber, resolver de un
solo golpe los problemas de la fundamentación y la motivación
de la conducta moral mediante la aplicación, para uno y
para otro, de un mismo recurso como es una autoinspección
honrada, que en el marco idealista que estamos considerando
aquí parece resultar más que suficiente para fundamentar,
por medio de la razón práctica y su conciencia del
deber como un factum, una conducta moral, y para motivar
al hombre a que actúe moralmente «según su
corazón». Que razón y corazón van juntos
es un supuesto que, por desgracia, viene a desbaratarse en el
momento en que los acontecimientos históricos (la invasión
napoleónica de Alemania, por ejemplo) obligan a la razón
a buscar refugio en el academicismo más impotente y al
sentimiento a reflejar determinaciones geográficas (por
ejemplo, la apelación de Fichte a los sentimientos patrióticos
alemanes) bien lejos de la universalidad trascendental que poseía
en los tiempos heroicos (ellos sí verdaderamente «alemanes»,
como subraya Norbert Elias).
[volver]
[3] Juan de Mairena, en Antonio Machado,
Obras completas, edición de Oreste Macrì,
2 vols., Espasa-Calpe, Madrid, 1988, p. 1.949. En adelante citaremos
así: OM, número de página.
[volver]
[4] Hablando de Hölderlin, escribe Walter
Benjamin lo que sigue: «La actividad del poeta se determina
en el mundo vivo, pero también éste resulta determinado,
en su existencia concreta, por la esencia del poeta. El pueblo
existe como signo y escritura del infinito despliegue del espíritu.
Este destino es el canto. Y, como símbolo del
canto, el pueblo resulta ser el encargado de vivificar el cosmos
de Hölderlin. Lo mismo se puede ver en la transformación
operada en expresiones como “poetas del pueblo” o
“lengua del pueblo”. La condición previa de
esta poesía no es otra que convertir las figuras extraídas
de unas vidas “neutrales” en elementos de un orden
mítico. En este cambio, pueblo y poeta se incluyen con
idéntica fuerza en dicho orden» («Dos poemas
de Hölderlin», en Walter Benjamin, Metafísica
de la juventud, Paidos, Barcelona, 1993, p. 154).
[volver]
[5] Juan de Mairena, en OM,
p. 1.978.
[volver]
[6] OM, pp. 1.958-59.
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[7] Lo que el filósofo del lenguaje Donald
Davidson denominaba to believe stubbornly, creer obstinadamente.
En este sentido, la posibilidad de una creencia obstinada y la
obligación moral de creer en lo que se dice tienden a confundirse,
como en general tienden a confundirse firmeza con obstinación
y autenticidad con cinismo. Antonio Machado habla de la obligación
moral de creer en lo que se dice —hermano menor de creer
en la verdad de lo que se dice— y afirma, no sin
cierta ambigüedad:
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Al
orador, es decir, al hombre que habla convirtiéndonos
en simple auditorio, le exigimos, más o menos conscientemente,
no sólo que sea él quien piensa lo que dice,
sino que crea él en la verdad de lo que piensa,
aunque luego nosotros lo pongamos en duda; que nos transmita
una fe, una convicción, que la exhiba al menos
y nos contagie de ella en lo posible. De otro modo la
oratoria sería inútil, porque las razones
no se transmiten, se engendran, por cooperación,
en el diálogo (OM, p. 1.940).
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[8] El criterio pragmático-trascendental
es mucho más estrecho y fiable que el simple criterio pragmático,
atento a la coherencia entre creencias en general y conductas
en general, al margen de su legitimidad moral. En este sentido,
por ejemplo, el fascista es tan coherente como el demócrata
en un plano pragmático, pero no en un plano pragmático-trascendental,
donde la coherencia ha de ventilarse entre lo que se piensa/se
dice/se hace y lo que se debe pensar/decir/hacer.
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[9] OM, p. 1.959.
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[10] Utilitarismo que, además de ramplón,
ha de verse constantemente las caras con la gran paradoja de que
el llegar a conocer el entresijo de la frase viene a autoinvalidarla
automáticamente.
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[11] OM, pp. 1.967-68. «Sin desvirtuar
demasiado la interpretación tradicional del platonismo...»,
«dejemos a los filósofos...», son cautelosas
expresiones de Machado que apuntan a la voluntad de no acercar
demasiado Protágoras y Platón. ¡Pero la verdadera
interpretación del pensamiento platónico hace «subir»
a Protágoras descubriendo en su interior lo que aquí
venimos denominando pragmatismo trascendental! Lo que pasa es
que Antonio Machado sigue identificando inconscientemente pragmatismo
y utilitarismo.
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[12] Naturalmente, esto no supone que la conciencia
se encuentre indeterminada, libre de cualesquiera circunstancias,
o que posea toda la información y capacidad de actuar posibles.
Se trata de algo mucho más modesto. Una conciencia honrada
es aquella que, por medio de una decisión de índole
moral, renuncia a autoengañarse.
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[13] Véase OM, pp. 2.338-40.
Sin embargo, tal buena fe subjetiva ha de saber poner límites
a la razón siempre que los efectos pragmáticos del
racionalismo pasen a ser negativos y contraproducentes. Véase,
por ejemplo, OM, p. 2.096: «Descansemos un poco
de nuestra actividad raciocinante...» Pero muchísimo
ojo —como diría Mairena— porque de ahí
a hablar de la «funesta manía de pensar» no
hay mucha distancia.
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[14] Lo que no tiene nada que ver con el pensamiento
estoico, que acepta todo y se lo «traga» tras haber
comprendido la necesidad oculta que conduce a los fenómenos,
tanto naturales (enfermedad, muerte) como históricos (ignorancia,
violencia). El estoico, en realidad, no espera nada porque ha
terminado comprendiendo que es inútil. El cristianismo
—pues de él se está hablando— no acepta
el destino por comprensión y maduración, sino por
la esperanza de que en otro mundo cambien las tornas. No es casualidad
entonces que aparezca lo que podemos denominar «la paradoja
de Dostoievski»: lo mejor es sufrir lo más posible.
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[15] Es bien cierto que Fichte habla repetidamente
de un gobierno divino del mundo, pero tal gobierno no pasa de
ser una metáfora encargada de plasmar la necesidad subjetiva
de una acción moral incondicional (pereat mundus),
no el beatífico sentimiento de una aceptación pasiva
de la realidad. Tal vez lo que sí pueda ser visto como
un «lunar» en Fichte es el haber hecho excesivo hincapié
en el «oscuro sentimiento del genio», lo que rebaja
las pretensiones democráticas —es decir, universales—
del sentimiento como tal, que se recoge, por el otro lado, mediante
una determinación geográfica: sentimiento de «lo
alemán».
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[16] OM, p. 1.933.
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[17] OM, p. 2.165.
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[18] OM, pp. 2.381-82. Un año
antes el consejo había sido el mismo: «Si la guerra
viene, vosotros tomaréis partido sin vacilar por los mejores...»
(OM, p. 2.349).
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Fecha
de publicación: marzo 2006
Abel
Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com
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