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El poeta, el héroe y el destino

(Reflexiones sobre el pragmatismo trascendental en el pensamiento de Antonio Machado)

 

Luis Martínez de Velasco
Departamento de Filosofía Moral y Política. UNED -
Fundación de Investigaciones Marxistas

 

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Es bien conocida la influencia que sobre la obra de Antonio Machado ejercieron las poesías española y francesa (esta última, obviamente, por la profesión del poeta). Se trata de una influencia perfectamente visible en lo que tiene de cuestión técnica, por ejemplo, el empleo del octosílabo propio del romancero popular o el verso alejandrino de su muy admirado Berceo. En cambio, la influencia de la poesía alemana en tanto que hija predilecta del idealismo alemán, esto es, fundamentalmente Schiller y Hölderlin, no parece haber sido puesta de relieve en la misma medida [1]. La razón estriba, probablemente, en que se trata de una influencia oblicua, de naturaleza filosófica más que literaria, donde la poesía es vista más como un proyecto ético-estético unitario y global comprometido con la libertad del hombre que como una estructura autónoma, sustantiva, en donde el estilo ha ocupado el escenario en detrimento del contenido moral del poema. Se trata aquí, por lo tanto, de averiguar la influencia —si bien silenciosa— que ejerce sobre Machado el momento heroico de la poesía protorromántica alemana, es decir, la estructura poeta-héroe-destino que tan hondamente viene a calar en su obra.

En cuanto a la relación de Antonio Machado con el pensamiento filosófico alemán, ya se ha apuntado que resultan innegables ciertas coincidencias —el espíritu de los tiempos, que decía Goethe— con Scheler y Heidegger. Ahora bien, en este sentido resulta necesario subrayar que en ambos pensadores, sobre todo en Heidegger, el impulso ético del idealismo alemán ha experimentado una importante transformación en una dirección pesimista y solipsista. El asunto, por tanto, nos obliga a retroceder en el tiempo (no sólo histórico, sino espiritual) para recuperar el impulso liberador, colectivo, de la poesía como reflejo de la unidad yo-tú en tanto que sentimiento e idea al mismo tiempo [2].

Una vez llegados a este punto, la única forma de desplegar la verdadera escritura poética consiste, por lo que se refiere a la subjetividad, en expresar una profunda e incorruptible autenticidad. Debemos entender este término dentro de la atmósfera espiritual en que vino a aparecer en el marco del idealismo alemán. En este sentido, la autenticidad no sólo rechaza frontalmente toda escritura basada en la simple habilidad para aparentar un tono auténtico, sino que tampoco necesita en realidad de ningún criterio «exterior» encargado de garantizar su existencia. En el plano espiritual en que viene a desarrollarse este concepto, ni siquiera resulta planteable su establecimiento por motivos de astucia o de impostura. Ante el tribunal inapelable de su conciencia, el escritor se compromete en términos absolutos con su escritura en tanto que vehículo de libertad.

Ahora bien, se ha de reconocer aquí que todo esto sólo se sostiene en un marco ideal, algo así como en una concepción geométrica de la escritura. Si regresamos al mundo real, observaremos que la habilidad y la astucia para aparentar autenticidad (aunque la necesidad de adoptar justamente esa apariencia funciona como una justificación subtextual de su excelencia) no sólo existen, sino que, considerando las cosas un poco de cerca, consiguen confundirse con ella hasta el punto de que, como alguien ha dicho alguna vez, hay escritores que hacen dudar de la literatura. En este sentido, la falsa escritura refleja, con su mera presencia, una perpetua amenaza para la escritura verdadera, que no sólo reduplica su papel de depositaria de la autenticidad, sino que viene a hacer de ella una obligación moral. Machado lo advierte a sus jóvenes alumnos con una claridad meridiana:

 
Huid del preciosismo literario, que es el mayor enemigo de la originalidad. Pensad que escribís en una lengua madura, repleta de folklore, de saber popular, y que ése fue el barro santo de donde sacó Cervantes la creación literaria más original de todos los tiempos. No olvidéis, sin embargo, que el «preciosismo», que persigue una originalidad frívola y de pura costra, pudiera tener razón contra vosotros cuando no cumplís el deber primordial de poner en la materia que labráis el doble cuño de vuestra inteligencia y vuestro corazón [3].

La obligación moral de autenticidad, no obstante, no parece ser ilimitada en un mundo natural e histórico que funciona como un abismo al que, tarde o temprano, van a caer todas las buenas intenciones (Hegel). Parece entonces necesario el establecimiento de una especie de «pacto» con la realidad (parecido al pacto freudiano) con el fin de lograr preservar la mera existencia física del escritor. ¿O debe éste inmolarse en el altar de la idealidad de su función prometeica y «pagar» así su osadía al chocar con —más aún: rechazar— la realidad? Para responder a esta pregunta poniéndonos a la altura de su enorme exigencia moral hemos de volver a recordar en qué consiste la función del poeta en el mundo. No olvidemos que estamos en la atmósfera espiritual propiciada por el idealismo alemán, cuya concepción heroica obliga a concebir al poeta —al artista en general— como el pontífice entre el mundo de las ideas y el mundo de la realidad, y ello no sólo a base de la utilización universal de la razón, sino, sobre todo, poniendo en liza el sentimiento como vehículo de libertad. Eso, en cuanto a la forma. Por lo que atañe al contenido, el poeta ha de bajar los mitos del cielo y vivificarlos en el corazón de todos los hombres [4]. Se podrá comprender entonces con facilidad que lo que hace posible la unión de cosas e ideas, de nociones y sentimientos, de hombres y naturaleza, encuentra su reflejo precisamente en la estructura poeta-héroe-destino, que supone una especie de trayecto espiritual en el que el poeta, si es necesario, ofrecerá y plegará todo su ser al destino. No importa lo místico que pueda llegar a sonar todo esto. Lo que estamos tratando de decir es el hecho innegable de que este destino adoptó la forma de guerra civil y de victoria fascista y de que Antonio Machado cumplió con creces su papel de poeta —de auténtico poeta— apoyando la causa republicana con tanta mayor fuerza cuanto menores eran las probabilidades de su victoria. Al final, tras la gran derrota fáctica, la gran victoria moral. No es casual en absoluto que una caracterización exterior del heroísmo venga a adoptar la figura del simple «patetismo».

 

«No hay cimiento / ni en el alma ni en el viento». Pensar sin asideros acaba siendo pensar «en bucle»

Los problemas epistemológicos y metodológicos que vienen a aparecer a la hora de establecer algún tipo de planteamiento teórico tienen que ver, tarde o temprano, con asuntos relacionados con la fundamentación. Resulta en apariencia sorprendente que este tipo de asuntos haga su aparición justo cuando ha desaparecido el nexo afectivo encargado de unir la subjetividad con cualquiera de sus contenidos, en este caso la existencia del «tú». Mas aquí también vale lo de que aquello que necesita ser fundamentado es que ya no despierta sentimientos. Por eso, dentro de la atmósfera espiritual del idealismo alemán, los problemas de fundamentación se solucionan con una simple llamada al sentimiento en el interior de la subjetividad. Ni Fichte ni Schiller ni Hölderlin hacen en realidad otra cosa que apelar al sentimento profundo derivado de una inmediata y honrada introspección.

El problema se genera en el momento en que, tras una serie de mediaciones y complicaciones históricas, la autoinspección idealista acaba prescindiendo de cualquier connotación de honradez, lo que supone que la simple inmediatez —el mero «yo lo siento así»— pasa a garantizar, bien que sólo formalmente, la legitimidad de sus contenidos. No es de extrañar, entonces, que, frente a esta versión del irracionalismo, pase a primer plano una contra-exigencia metodológica de fundamentación: cualquier concepto o idea, cualquier valor, etc., deben mostrar el fundamento a partir del cual consiguen desplegar sus determinaciones (lo que no es obstáculo, como vamos a ver ahora mismo, para que pueda preguntarse por el fundamento del fundamento, etc.).

Interesa insistir en que la degradación irracionalista del simple sentimiento dogmático parece arrastrar, para su desgracia, al sentimiento honrado. Por esta razón los problemas de fundamentación pasan a primer plano y expresan oblicuamente la progresiva pérdida de solidez del sentimiento en cuanto tal. Mas, como acaba de apuntarse más arriba, no se resuelven con ello los problemas, pues la falta de asideros teóricos (es decir, de presupuestos incuestionables) amenaza con convertir cualquier planteamiento teórico en una simple tautología.

Que todo contenido depende de un contexto (o que cualquier noción o planteamiento teórico depende de una perspectiva) y que no existen perspectivas o contextos privilegiados, son los dos pilares en que se sostiene una gran parte de la epistemología actual. Ello implica, como sabemos, que la verdad es algo que sencillamente no puede llegar a conocerse. En tiempos de Antonio Machado el planteamiento perspectivista carece aún de la complejización y suavización de que es objeto gracias, entre otros, al giro hermenéutico de Gadamer, que amplía la noción de «perspectiva» incluyendo elementos como los presupuestos, algo menos rígidos y más «elegibles» que el simple y puro punto de vista. Mas, con todo, no puede evitarse aquí tampoco que permanezca la amenaza subjetivista y, en el límite, irracionalista («el mundo es como yo quiero que sea... porque los presupuestos de los que parto son cosa mía») al engancharse parasitariamente al núcleo decisionista del perspectivismo.

Y así tiene que ser toda vez que el marco epistemológico clásico pierde todo su crédito a la hora de ofrecer presupuestos incuestionables con vistas al conocimiento del universo. En el momento en que tales presupuestos caen también en la órbita crítica del giro hermenéutico, viene a constatarse que toda teología es dogmática al presentarse a priori como un discurso inmune a la discusión y la crítica. En ese mismo instante, por su propia cobardía teórica, pierde todo su valor (Spinoza).

Por lo tanto, si se quiere ser coherente con la «muerte» de la certeza absoluta (trasunto epistemológico de la «muerte de Dios»), debe hacerse justicia al momento decisionista. Pensar supone elegir un punto de partida, unos presupuestos y unas reglas de juego. Pensar es construir, y ello supone empezar poniendo «puertas al campo»:

 
Pensar es deambular de calle en calleja, de calleja en callejón, hasta dar en un callejón sin salida. Llegados a este callejón, pensamos que la gracia estaría en salir de él. Y entonces es cuando se busca la puerta al campo [5].

Ahora bien, si es cierto que, desde este punto de vista, todo conocimiento es tautológico, pues obtiene como resultado un contenido estrechamente conectado con los presupuestos, también lo es que no se niega aquí la posibilidad de un intento de superación —todo lo problemática que se quiera— de la fijación dogmática de la perspectiva decisionista. Mas hay que apuntar aquí inmediatamente que tal intento no es de naturaleza epistemológica, sino moral. Hemos de preguntarnos entonces cómo superar moralmente —no lógicamente— un solipsismo que, como apunta Machado más de una vez, no tiene un pelo de absurdo. En este sentido, el primer paso dado por el poeta refleja la plena aceptación de la lógica de la decisión a la vez que la constatación del pragmatismo como estructura profunda subyacente bajo ella:

 
Los pragmatistas... no han reparado en que lo que ellos hacen es invitarnos a elegir una fe, una creencia, y que el racionalismo que ellos combaten es ya un producto de la elección que aconsejan, el más acreditado hasta la fecha. No fue la razón, sino la fe en la razón lo que mató en Grecia la fe en los dioses [6].

Una vez traducido todo planteamiento teórico a su común denominador de creencia (o de fe), la única superación posible del solipsismo de la mera decisión sólo puede apuntar a los contenidos de las creencias, en el sentido de que, como acabamos de ver en el texto de Machado, no puede ser lo mismo una creencia en la razón que una creencia en los dioses. Ahora bien, ¿cómo fundamentar este punto de vista? Que todo se desarrolla en bucle no quiere decir que todos los bucles sean iguales. Pero ¿dónde buscar este tipo de diferencia?

 

No todos los bucles son iguales. Actuar con razones no es lo mismo que actuar por razones

El tránsito de la forma de la creencia (fe) a su contenido (fe en la razón, fe en los dioses, fe en los sentimientos, en la tradición, en las leyes, etc.) no parece llevarnos demasiado lejos, puesto que el hecho mismo de creer en algo viene a provocar en el creyente una actitud dogmática que deja en un segundo plano el que se crea en esto o en aquello [7]. Sin embargo, desde la perspectiva de una tercera persona sí puede esperarse cierta clarificación del problema, aunque para ello debemos partir de una condición como ésta: se debe suponer la existencia de un doble plano pragmático-trascendental encargado de definir, por una parte, el grado de honradez trascendental de las creencias (en función de su mayor o menor egocentrismo) y, por otra, el grado de coherencia pragmático-trascendental de dichas creencias con respecto a las conductas morales generadas por ellas (pues las creencias generan conductas moralmente enjuiciables en función del grado en que contribuyen a —o entorpecen— la emancipación del género humano) [8].

No obstante, antes de llegar a la constitución del plano pragmático-trascendental, debe pasarse por un escollo cual es la posibilidad de una perversión encargada de hacer pasar un plano simplemente pragmático como si fuera pragmático-trascendental (muy parecido a lo del orador que finge creer en lo que dice, es decir, que finge que no finge), cosa que sucede en el momento en que, de una u otra manera (por imposición o por seducción), intentamos generar conductas morales a terceros como si el plano pragmático-trascendental no consistiera, en primer lugar, en auspiciar conductas morales por sabias, es decir, nacidas de la conciencia de los individuos. Por decirlo un tanto rotundamente, el jesuitismo es incompatible con cualquier pragmatismo trascendental. Aquí Machado sigue siendo un tanto ambiguo:

 
Frente a los pragmatistas escépticos no faltará una secta de idealistas, por razones pragmáticas, que piensen resucitar a Platón cuando, en realidad, disfrazan a Protágoras. Lo propio de nuestra época es vivir en plena contradicción sin darse de ello cuenta, o, lo que es peor, ocultándolo hipócritamente [9].

«Cuando en realidad disfrazan a Protágoras...»: ese en realidad introduce algo de confusión, como si estuviéramos hablando de algún truco alejado de la buena fe que debería presidir cualquier recurso a Platón. Es muy importante aclarar este texto, pues hace desaparecer la barrera artificial colocada entre Protágoras y Platón (lo que, por cierto, nos permite conseguir «subir» al primero, no «bajar» al segundo). La concepción clásica, «de manual», viene a sugerir —y Machado parece aceptarlo— que Protágoras, al colocar al hombre como medida de todas las cosas, rebaja el proceso del conocimiento a aquello que nos es útil, mientras que Platón vuelve a encumbrarlo al mundo de las ideas. Pero como éstas no son comprobables a posteriori sino sólo postulables, significa que carecen de medida objetiva. Su morada es el alma humana, y esto es una forma de decir que el ser humano es la medida de las ideas. Pero no cualquier parte del ser humano, sino sólo su parte espiritual, algo que, por lo demás, no es incompatible tampoco con Protágoras, cuya afirmación trasciende ampliamente el mero utilitarismo del «querer creer porque conviene» [10]. Es más, todo ello sería internamente coherente en el mismo momento en el que añadiéramos una determinación espiritual. De esta forma, la verdad sería aquello que nos conviene creer en tanto que somos seres racionales y espirituales. Dicho más lapidariamente, por encima del mundo físico y sus verdades empíricas se encuentran las verdades morales. Así lo expresa nuestro poeta:

 
La fe platónica en las ideas trascendentales salvó a Grecia del solus ipse en que la hubiera encerrado la sofística. La razón humana es pensamiento genérico. Quien razona afirma la existencia de su prójimo, la necesidad del diálogo, la posible comunión mental entre los hombres. Conviene creer en las ideas platónicas, sin desvirtuar demasiado la interpretación tradicional del platonismo. Sin la absoluta trascendencia de las ideas, iguales para todos, intuibles e indeformables por el pensamiento individual, la razón como estructura común a una pluralidad de espíritus no existiría, no tendría razón de existir. Dejemos a los filósofos que discutan el verdadero sentido del idealismo platónico. Para nosotros lo esencial del platonismo es una fe en la realidad metafísica de la idea que los siglos no han logrado destruir [11].

La dialéctica actuar con / por razones o creencias expresa de manera bien clara la textura problemática del pragmatismo trascendental al atribuir a la conciencia individual —seguimos, por tanto, en el marco teórico del solipsismo— el papel de juez inapelable en asuntos relacionados con la coherencia moral. Sólo yo sé si estoy siendo verdaderamente honrado o estoy fingiendo, si me someto en realidad al discurso moral hasta el fin o ando calculando cuándo abandonarlo tirándome sobre la marcha, etc. Y no es casual que así sea. Como ya se ha dicho, la morada del mundo de las ideas sólo puede ser la conciencia, lo que supone que una de las primeras exigencias a realizar —si no la primera— es que sea honrada [12]. Ello supone una búsqueda de la verdad —moral— que viene a poner en marcha aquellos criterios que separan las creencias honradas (¡y reflexionadas!) de los simples prejuicios: hondura, honradez, buena fe, etc. [13]. Y si se objeta que tales criterios resultan ser extraordinariamente subjetivos o fácilmente fingibles, es que se sigue estando preso en una concepción positivista o historicista que no ha entendido en absoluto que la subjetividad no equivale necesariamente al capricho ni a la mala fe, y que si alguien traza mal la línea recta por abandonar momentáneamente la regla, la culpa no es de la regla. Otra cosa es que, con mala fe, atribuyamos a la conciencia unas imposibles infalibilidad y perfección (recuérdese entonces la nota 12 recién transcrita).

 

Doble destino histórico y espiritual. El héroe y la escisión

Hay determinados momentos, épocas, en los que, a base de acumular determinaciones y contradicciones, la historia se va densificando cada vez más hasta llegar a un punto crítico de saturación. A partir de ahí su textura adquiere una rigidez que la hace convertirse en destino. Tales momentos son fácilmente reconocibles: son aquellos en los que las cosas «no pueden seguir así». La guerra civil española es uno de esos momentos, y a nuestro poeta le tocó vivirla, como a tantísimos otros, en primera persona y de forma especialmente dolorosa.

Hasta el momento, el trayecto recorrido —si cabe hablar en estos términos— por el pragmatismo trascendental ha desembocado, tras la figura de la libertad («la muerte de Dios»), en la de la honradez. La conciencia se sabe exteriormente libre pero interiormente constreñida por una especie de imperativo categórico: sé honrada, renuncia al autoengaño y promueve todo el bien que te sea posible. La labor de los poetas no es entonces otra que preparar la sensibilidad humana mediante la vivificación de los grandes mitos conductores de los sentimientos humanos básicos (trascendentales).

Ahora bien, ¿cómo enraizar todo esto con la historia real y efectiva de los seres humanos? Desde un punto de vista trascendental, es decir, en el plano de los elementos constitutivos («eternos») de la humanidad como tal al margen de la historia y de la geografía, la purificación de los sentimientos permite ver con claridad la labor del poeta como un ser divino «entre hombres hechos dioses», elevados gracias al mejoramiento moral a su contacto con el poeta (Hölderlin). Mas en el plano histórico, la cosa ofrece un aspecto bien diferente. ¿Por qué? Por la existencia de la necesidad, y ello no tanto en el sentido natural del término, que recoge y expresa todo el irrebasable condicionamiento biológico que ata al ser humano a una conducta no querida, cuanto, sobre todo, en el sentido de una necesidad histórica por «adensamiento». Veamos esta cuestión de cerca, pues aquí justamente viene a encontrarse la clave y el resumen de todo cuanto llevamos dicho.

De momento, hablar de una necesidad histórica sería sencillamente escandaloso para los poetas idealistas alemanes, que en este sentido vienen a nutrirse, además de en Kant y en Fichte, en ese inmenso pensador de la historia que es Giambattista Vico. Como sabemos, Vico hace girar todos sus planteamientos historicistas en torno al hecho de que el hombre hace la historia, y por eso es libre y por eso la comprende. Tal sería el axioma de Vico rescatado por los historiadores idealistas alemanes (Ranke, Droysen, Dilthey), opuestos no sólo al endurecimiento positivista de las ciencias naturales, exclusivamente atentas a explicar y predecir fenómenos naturales con el fin de manipularlos, sino también —y por razones no muy distintas— al panlogismo hegeliano y su afán de mantener una especie de «guión» que la realidad social tiene que cumplir incluso a espaldas de los hombres.

Pero aquí hacen su aparición dos problemas cuya precipitada solución por parte de Vico viene a desembocar en una especie de Providencia —en definitiva, otro «guión»— absolutamente incompatible con el axioma de la libertad. Problema uno: ¿qué hacer con todo el condicionamiento mecánico que se encuentra en el hacer histórico del ser humano? Puede responderse aquí que, pese a todo, el reconocimiento mismo de dicho condicionamiento (social, cultural, económico) puede llegar a atenuar la falta de libertad que éste supone, lo que ofrece algo así como una «libertad rescatada». Al margen ahora de lo aceptable de esta solución (que, en el límite, es paradójicamente compatible con una libertad cargada de cadenas), aparece un segundo problema: ¿qué hacer ante el hecho de que la historia, concebida como producto de la libertad del hombre, frecuentemente adquiere, por densificación, una rigidez que la convierte justo en lo contrario, en destino? Una focalización global del asunto (que es la perspectiva adoptada por Vico) hace desaparecer el problema, ya que la necesidad histórica —asumida por los individuos— es vista, en el fondo, como producto de la libertad de Dios, lo que permite recuperar «por arriba» (y no de una manera muy diferente a la de Hegel) un sentido espiritual no comprendido pero postulado formalmente a la hora de cambiar los signos de las experiencias vividas y sufridas (en el sentido de que guerras, terremotos, hambrunas, etc., son todos ellos fenómenos entendidos y queridos por Dios: el hombre, al aceptar a ciegas y de un solo trago la libertad de Dios —Él sabrá por qué hace lo que hace—, trueca la necesidad en libertad, convirtiendo así su fatalismo en su liberación) [14].

Por supuesto, nada de todo esto puede satisfacer a los poetas idealistas alemanes ni a sus «padres espirituales», Kant y Fichte [15]. La libertad plasmada en la acción no desaparece a su contacto con la necesidad —biológica e histórica—, sino que provoca chispas en su choque con ella. No se espera, no debe esperarse aquí una victoria absoluta, ni mucho menos, pero tampoco la simple claudicación de la conciencia ante los hechos. Es ahora, sin embargo, cuando se puede volver a hacer la pregunta de qué ocurre en el interior del planteamiento heroico-idealista en el momento en que se constata una necesidad histórica por densificación (situaciones insostenibles) que hace que el margen de acción libre quede prácticamente reducido a cero.

Mas tampoco hemos de renunciar por ello al impulso idealista de los poetas alemanes y, por extensión, de Antonio Machado. Pues ¿qué otra cosa es la esencia de la tragedia sino la dolorosa constatación de que, en determinados momentos, existen o se dan «choques entre lógicas» (ideal y real) que no contemplan la posibilidad de una solución o mediación? Lo que resulta impresionante aquí es observar que la vida de Machado va convirtiéndose en tragedia a medida que se despliegan los acontecimientos reflejados en la guerra civil española. Al final, tanto física como espiritualmente el apoyo machadiano a la República española resulta ser, contemplado «desde dentro», conmovedoramente admirable. Desde fuera, sin embargo, el espectáculo ofrece un aspecto terrible y patético.

El fundamento de la actitud machadiana ante cualesquiera acontecimientos históricos, sobre todo los cargados con tintes de violencia, es siempre uno y el mismo: mantener la fe en la idea sean cuales sean los intrincados trayectos que haya que recorrer sacudidos por los vientos de la historia. Ya antes de la guerra civil expresa Machado su angustia ante la tragedia que se avecina —Machado está pensando en una segunda guerra mundial— reflejada en la impotencia de la razón. Así expresa el poeta el juicio que le merece la absoluta necesidad (objetiva, por densificación de la historia) de tomar partido en tiempos prebélicos:

 
La razón humana no es hija, como algunos creen, de las disputas entre los hombres, sino del diálogo amoroso en que se busca la comunión por el intelecto en verdades, absolutas o relativas, pero que, en el peor caso, son independientes del humor individual. Tomar partido es no sólo renunciar a las razones de vuestros adversarios, sino también a las vuestras. Abolir el diálogo, renunciar, en suma, a la razón humana. Si lo miráis despacio, comprenderéis el arduo problema de vuestro porvenir: habéis de retroceder a la barbarie cargados de razón. Es el trágico y gedeónico destino de nuestra especie [16].

Bajo la afirmación machadiana laten, semi escondidas, las contradicciones inherentes al pragmatismo reflejadas en aporías como pensar en general / pensar honradamente, o también actuar en general / actuar honradamente. La profunda amargura ante la constatación de la traición fascista —las cosas, por su nombre— no hace abandonar a Machado el pragmatismo trascendental como fundamento de una reflexión moral incrustada en la historia. En tal sentido, es perfectamente perceptible la apelación a la excelencia moral de uno de los bandos —ni rastro en Machado de una cómoda neutralidad— junto con una alusión meramente retórica (perteneciente más bien a la Cátedra de Blasfemia) a la Providencia divina. En este sentido podemos leer:

 
No faltará quien piense que las sombras de los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas tan lamentables como aquella del Robledo de Corpes. No afirmaré yo tanto, porque no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos milicianos y que en el Juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá que faltarle el respeto a la misma divinidad [17].


Dos años más tarde, cuando la derrota final ya es más que un triste presagio, Machado recupera la sencilla desnudez del lenguaje heroico y cierto humor algo sombrío:

 
Si os encontráis algún día sitiados, como los numantinos, pensad que la única noble actitud es la numantina, la que la historia, corregida por la leyenda, atribuye a Numancia. Y cuando os queden pocas horas de vida, recordad el dicho español: de cobardes no se ha escrito nada. Y vivid esas horas pensando que es preciso que se escriba algo de vosotros [18].

Así, de esta manera, acaba cumpliendo el poeta Antonio Machado su función heroica manteniendo la vista fija en la idea y haciendo de su seguimiento en la realidad (por ejemplo, vivificando lo más noble del mito del Cid) un destino espiritual tan lleno de coherencia moral como —y esto es lo constitutivo del idealismo— de ineficacia empírica. La escisión no ha quedado superada (nunca puede hacerlo), pero tampoco escamoteada bajo un disfraz de providencia o de filosofía de la historia. Contemplamos así el destino sin ilusoriedades gracias a los poetas, pero sin dejar tampoco de preguntarnos si el aferramiento a la idea no será una poderosa arma capaz de anular un falso destino.

 


Notas

[1] Son ya clásicas las obras de Rafael Gutiérrez Girardot, Poesía y prosa en Antonio Machado (Guadarrama, Madrid, 1969); José M.ª Valverde, Antonio Machado (Siglo XXI, México, 1975); y Eustaquio Barjau, Antonio Machado: teoría y práctica del apócrifo (Ariel, Barcelona, 1975). Los tres autores subrayan las coincidencias —hablar aquí de influencias resulta problemático— entre los pensamientos de Scheler y Heidegger y los planteamientos machadianos en asuntos de naturaleza onto-teológica. Pero en la cuestión moral la cosa cambia. Aquí son Kant y Fichte, y por ende los poetas Schiller y Hölderlin, quienes constituyen el armazón del pensamiento ético-estético de Machado. [volver]

[2] Esta última expresión no deja de encerrar un problema en su interior que apunta al talón de Aquiles del idealismo alemán, a saber, resolver de un solo golpe los problemas de la fundamentación y la motivación de la conducta moral mediante la aplicación, para uno y para otro, de un mismo recurso como es una autoinspección honrada, que en el marco idealista que estamos considerando aquí parece resultar más que suficiente para fundamentar, por medio de la razón práctica y su conciencia del deber como un factum, una conducta moral, y para motivar al hombre a que actúe moralmente «según su corazón». Que razón y corazón van juntos es un supuesto que, por desgracia, viene a desbaratarse en el momento en que los acontecimientos históricos (la invasión napoleónica de Alemania, por ejemplo) obligan a la razón a buscar refugio en el academicismo más impotente y al sentimiento a reflejar determinaciones geográficas (por ejemplo, la apelación de Fichte a los sentimientos patrióticos alemanes) bien lejos de la universalidad trascendental que poseía en los tiempos heroicos (ellos sí verdaderamente «alemanes», como subraya Norbert Elias).
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[3] Juan de Mairena, en Antonio Machado, Obras completas, edición de Oreste Macrì, 2 vols., Espasa-Calpe, Madrid, 1988, p. 1.949. En adelante citaremos así: OM, número de página.
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[4] Hablando de Hölderlin, escribe Walter Benjamin lo que sigue: «La actividad del poeta se determina en el mundo vivo, pero también éste resulta determinado, en su existencia concreta, por la esencia del poeta. El pueblo existe como signo y escritura del infinito despliegue del espíritu. Este destino es el canto. Y, como símbolo del canto, el pueblo resulta ser el encargado de vivificar el cosmos de Hölderlin. Lo mismo se puede ver en la transformación operada en expresiones como “poetas del pueblo” o “lengua del pueblo”. La condición previa de esta poesía no es otra que convertir las figuras extraídas de unas vidas “neutrales” en elementos de un orden mítico. En este cambio, pueblo y poeta se incluyen con idéntica fuerza en dicho orden» («Dos poemas de Hölderlin», en Walter Benjamin, Metafísica de la juventud, Paidos, Barcelona, 1993, p. 154).
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[5] Juan de Mairena, en OM, p. 1.978.
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[6] OM, pp. 1.958-59.
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[7] Lo que el filósofo del lenguaje Donald Davidson denominaba to believe stubbornly, creer obstinadamente. En este sentido, la posibilidad de una creencia obstinada y la obligación moral de creer en lo que se dice tienden a confundirse, como en general tienden a confundirse firmeza con obstinación y autenticidad con cinismo. Antonio Machado habla de la obligación moral de creer en lo que se dice —hermano menor de creer en la verdad de lo que se dice— y afirma, no sin cierta ambigüedad:

 
Al orador, es decir, al hombre que habla convirtiéndonos en simple auditorio, le exigimos, más o menos conscientemente, no sólo que sea él quien piensa lo que dice, sino que crea él en la verdad de lo que piensa, aunque luego nosotros lo pongamos en duda; que nos transmita una fe, una convicción, que la exhiba al menos y nos contagie de ella en lo posible. De otro modo la oratoria sería inútil, porque las razones no se transmiten, se engendran, por cooperación, en el diálogo (OM, p. 1.940). [volver]

[8] El criterio pragmático-trascendental es mucho más estrecho y fiable que el simple criterio pragmático, atento a la coherencia entre creencias en general y conductas en general, al margen de su legitimidad moral. En este sentido, por ejemplo, el fascista es tan coherente como el demócrata en un plano pragmático, pero no en un plano pragmático-trascendental, donde la coherencia ha de ventilarse entre lo que se piensa/se dice/se hace y lo que se debe pensar/decir/hacer.
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[9] OM, p. 1.959.
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[10] Utilitarismo que, además de ramplón, ha de verse constantemente las caras con la gran paradoja de que el llegar a conocer el entresijo de la frase viene a autoinvalidarla automáticamente.
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[11] OM, pp. 1.967-68. «Sin desvirtuar demasiado la interpretación tradicional del platonismo...», «dejemos a los filósofos...», son cautelosas expresiones de Machado que apuntan a la voluntad de no acercar demasiado Protágoras y Platón. ¡Pero la verdadera interpretación del pensamiento platónico hace «subir» a Protágoras descubriendo en su interior lo que aquí venimos denominando pragmatismo trascendental! Lo que pasa es que Antonio Machado sigue identificando inconscientemente pragmatismo y utilitarismo.
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[12] Naturalmente, esto no supone que la conciencia se encuentre indeterminada, libre de cualesquiera circunstancias, o que posea toda la información y capacidad de actuar posibles. Se trata de algo mucho más modesto. Una conciencia honrada es aquella que, por medio de una decisión de índole moral, renuncia a autoengañarse.
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[13] Véase OM, pp. 2.338-40. Sin embargo, tal buena fe subjetiva ha de saber poner límites a la razón siempre que los efectos pragmáticos del racionalismo pasen a ser negativos y contraproducentes. Véase, por ejemplo, OM, p. 2.096: «Descansemos un poco de nuestra actividad raciocinante...» Pero muchísimo ojo —como diría Mairena— porque de ahí a hablar de la «funesta manía de pensar» no hay mucha distancia.
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[14] Lo que no tiene nada que ver con el pensamiento estoico, que acepta todo y se lo «traga» tras haber comprendido la necesidad oculta que conduce a los fenómenos, tanto naturales (enfermedad, muerte) como históricos (ignorancia, violencia). El estoico, en realidad, no espera nada porque ha terminado comprendiendo que es inútil. El cristianismo —pues de él se está hablando— no acepta el destino por comprensión y maduración, sino por la esperanza de que en otro mundo cambien las tornas. No es casualidad entonces que aparezca lo que podemos denominar «la paradoja de Dostoievski»: lo mejor es sufrir lo más posible.
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[15] Es bien cierto que Fichte habla repetidamente de un gobierno divino del mundo, pero tal gobierno no pasa de ser una metáfora encargada de plasmar la necesidad subjetiva de una acción moral incondicional (pereat mundus), no el beatífico sentimiento de una aceptación pasiva de la realidad. Tal vez lo que sí pueda ser visto como un «lunar» en Fichte es el haber hecho excesivo hincapié en el «oscuro sentimiento del genio», lo que rebaja las pretensiones democráticas —es decir, universales— del sentimiento como tal, que se recoge, por el otro lado, mediante una determinación geográfica: sentimiento de «lo alemán».
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[16] OM, p. 1.933.
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[17] OM, p. 2.165.
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[18] OM, pp. 2.381-82. Un año antes el consejo había sido el mismo: «Si la guerra viene, vosotros tomaréis partido sin vacilar por los mejores...» (OM, p. 2.349).
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Fecha de publicación: marzo 2006


Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
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