Existe una gran cantidad de paralelismos biográficos en
la historia. Uno de ellos es el registrado entre dos grandísimos
escritores, Walter Benjamin [1]
y Antonio Machado [2]. Uno y
otro reflejan en un intimismo dolorido una existencia solitaria,
«arrinconada», casi marginal. Ambos fueron un tanto
«desaprovechados» en su labor intelectual (sobre todo
Benjamin), en el sentido de no haber accedido plenamente a los
«núcleos duros» de la vida cultural de sus
países. Y ambos —ejemplos de honestidad insobornable—
tuvieron que marchar exiliados a Francia huyendo del fascismo,
y morir en sendos pueblecitos cercanos a la frontera con España
en fechas muy próximas (tras un largo y doloroso exilio
en el que, para que no falten paralelismos, uno y otro tuvieron
que desembarazarse de casi todos sus enseres para poder conservar
una maleta con sus escritos).
Puede afirmarse con total seguridad que ninguno de los dos autores
llegó a conocer la obra del otro. Pero ello no evita que
la atmósfera espiritual que ambos respiraron —generada
por el desarrollo de los postulados de la filosofía del
idealismo alemán— fuese la misma. Ahora bien, hay
que evitar malentendidos. No se trata de una única influencia
irresistible y «necesaria», ya que estamos hablando
de una época en la que ese idealismo hubo de convivir con
tendencias realmente amenazantes para su supervivencia, esto es,
por un lado, unos totalitarismos crecientemente arrastrados por
el espejismo de la «acción directa», y por
otro, una democracia burguesa cada vez más hipócrita
y vacía. En este sentido, el idealismo «alemán»
viene a conservar una perspectiva moral que le permite
enjuiciar críticamente la realidad social imperante, aunque
—eso sí— al precio de mantener una importante
inactualidad que le condena a ejercer una influencia sobre los
hechos sociales prácticamente nula o extraordinariamente
mediatizada.
Como acaba de decirse, la atmósfera idealista que respiraron
tanto Walter Benjamin como Antonio Machado no fue una atmósfera
fatalmente aceptada, sino problemática y conscientemente
asumida. Y una de las múltiples determinaciones albergadas
en tal asunción reside en una cuestión filosófica
por excelencia, la cuestión de la verdad. Y, como
también acaba de apuntarse, la atmósfera idealista
ha de desarrollarse, en este caso, a pesar de los dos obstáculos
más complicados que se erigen contra la verdad. Por una
parte, la verdad como mera adecuación positivista a los
hechos existentes (lo que, leído en clave social, viene
a suponer que la «verdad» coincide con la suma de
las voluntades humanas tomadas como hechos sociales). Por otra
parte, la pura y simple aniquilación de la verdad por el
absoluto predominio teórico de la estructura de «bucle»
por medio de la cual hay tantas verdades (núcleos de conexión
entre presupuestos y conclusiones) como individuos (lo que trae
como consecuencia que la manera de dirimir los conflictos no pueda
ya tener nada que ver con la práctica del diálogo
ni de la mediación racional). Allí, la democracia
burguesa. Aquí, el irracionalismo de la «acción
directa». Pero debajo de aquélla y de éste,
un denominador común: la negación absoluta y tajante
de cualquier posibilidad de que un pensamiento honrado sea capaz
de establecer algo así como unas cuantas verdades morales
no sólo enfrentadas a los hechos, sino también encargadas
de sobreponerse al capricho y al interés individuales dictando
unas pautas de conducta universal.
En este sentido, con todo lo problemático que resulta el
idealismo defendido por Benjamin y Machado, la intuición
misma de «verdad moral» viene a reflejar aquel plano
conceptual a medias conquistado (¡y a qué precio!)
encargado de gobernar la percepción de la realidad. Por
decirlo de otra manera, el idealismo consiste en ver la realidad
a través de un puñado de verdades morales que hacen
posible juzgarla, criticarla y transformarla. Sobran ejemplos
en los autores que estamos estudiando. Por ceñirnos a uno
sólo, podemos leer en Antonio Machado:
¿Cuál
es la verdad? ¿El río,
que fluye y pasa,
donde el barco y el barquero
son también ondas del agua?
¿O este soñar del marino
siempre con ribera y ancla? [3] |
Por su parte, en un artículo de juventud titulado «Experiencia»,
escribe Benjamin:
|
¿Nos
animáis para la grandeza, para la novedad, para
el futuro? No, nada de eso. Eso es inexperimentable. Pero
si el sentido, la verdad, la bondad y la belleza se fundamentan
en sí mismos, ¿para qué queremos
la experiencia? Y aquí se encuentra la clave. Como
los adultos jamás elevan los ojos hacia la grandeza
y la plenitud de sentido, su experiencia se convierte
en el evangelio de los filisteos y les hace portavoces
de la trivialidad de la vida. Los adultos no conciben
que haya algo más allá de la experiencia;
que existan valores a los que nosotros nos entregamos.
¿Por qué la vida resulta para los filisteos
algo desconsolador y sin sentido? Porque sólo conocen
la experiencia, porque ellos mismos son seres sin espíritu
ni esperanza y porque sólo mantienen relaciones
internas con lo rutinario, con lo eternamente vuelto al
pasado. Pero nosotros conocemos algo distinto, que ninguna
experiencia nos ofrece: que existe la verdad aunque todo
lo pensado hasta ahora sea un error; que la honradez debe
mantenerse por mucho que hasta hoy nadie haya sido honrado.
Esta voluntad no puede sernos arrebatada por ninguna
experiencia [4].
|
Pues bien, hacer de este planteamiento ético un ideal
estético es lo que define mejor la concepción
de «lo poético» en ambos autores. Los desarrollos
conceptuales de uno y otro no son estrictamente idénticos,
pero, como vamos a tener ocasión de comprobar, coinciden
en lo más esencial. Empecemos por Benjamin.
Benjamin
y la tarea poética. Hölderlin como el poeta
Escritos en la época juvenil más efervescente
de Benjamin, sus «Dos poemas de Friedrich Hölderlin»
datan de 1914 [5]. Se trata
de la entusiasta recepción de una poesía que,
como la de Hölderlin, viene a reflejar con enorme precisión
la presencia de unos presupuestos éticos y estéticos
claramente influenciados por el pensamiento de Kant y Fichte.
En este sentido, la lejana presencia de san Agustín no
tarda en aparecer en versos como éstos:
¡Bella
vida! Yaces enferma y mi corazón
cansado está ya de llorar. Y ya aparece en mí
el temor.
¡Sin embargo, sin embargo no puedo creer que mueras
mientras estás amando! |
Como
podemos observar, el motto hölderliano no es otro
que aquel idealismo de heroicas raíces fichteanas y firme
voluntad de ejercer su influencia en la conducta terrenal. En
la cercana hora de la muerte, al poeta no le preocupan ni la
salvación —en sentido estricto— ni la presencia
o ausencia de Dios, sino la posibilidad de amar y su vinculación
a una metafórica inmortalidad. De ahí la poderosa
presencia de la voluntad como opuesta a los hechos
(voluntad que sólo desaparece con la muerte física
del sujeto) y que éste sea justamente el aspecto retenido
y desarrollado por Benjamin. Pues es precisamente aquí
donde viene a hacer acto de presencia la noción de «lo
poético». ¿En qué consiste esta noción?
Para empezar a contestar podemos partir de un ejemplo. Instalémonos
en el poema «Babi Yar» del poeta ruso Yevgueni Yevtushenko
[6]. Sus últimos versos
dicen así:
Soy
cada uno de los viejos que aquí ametrallaron.
Soy
cada uno de los niños que aquí ametrallaron.
Todo mi ser lo recordará.
[...]
No corre por mis venas sangre hebrea,
pero el odio enconado de todos los antisemitas
sufro
como si fuera judío.
Por eso soy un verdadero ruso. |
¿Qué
significado llega a tener aquí la expresión «un
verdadero ruso»? Se trata, desde luego, de una expresión
necesitada de una lectura ética. En este sentido, «verdadero
ruso» es equivalente a «una forma rusa de ser verdadero»,
o sea, de ser universal. Lo que nos lleva a la determinación
decisiva: una forma rusa de ser hombre. Entre «ruso»
y «humano» viene a establecerse una tensión
que presta a la primera expresión del poeta un indudable
encanto estético, pues un «verdadero ruso»
nos transporta a «un verdadero hombre sólo aparente
y contingentemente ruso», o para concluir, a «un
ruso que, si lo es verdaderamente, supera su ser ruso».
Pues bien, en este movimiento invisible entre las diversas determinaciones
que constituyen la expresión «un verdadero ruso»
(que tanto recuerda a la afirmación de Dostoievski de
que el ruso alberga en su pecho todo el dolor de la humanidad),
viene a cristalizar la noción benjaminiana de «poético».
Lo poético es, por lo tanto, el cumplimiento de una
esencia infinita en el espacio finito de una expresión
concreta. En «verdadero ruso» la forma visible
(«ruso») queda expresada y a la vez amenazada por
el contenido invisible («verdadero»), que la arrastra,
aunque sea por medio de un esbozo, hacia la idea de humanidad
emboscada en él. Un verdadero ruso no es, pues, simplemente
un ruso, sino un ruso que muestra en su interior el esbozo de
lo humano como «más allá de lo ruso»,
de un modo muy parecido a lo que afirma nuestro Antonio Machado
de que un andaluz andalucista es un español de segunda
y un andaluz de tercera [7].
Lo poético, al lograr plasmar el tránsito de la
forma expresada al contenido esbozado, viene a reflejar una
«verdad» muy diferente —en realidad contrapuesta—
a lo empíricamente localizable. Por eso despierta emoción:
porque la expresión poética nos sitúa
justamente en el trance hacia un elemento esencial esbozado
y perpetuamente inaccesible. En el caso de Hölderlin,
Benjamin cifra dicho esencial en elementos como «pueblo»,
«lengua», «patria», los cuales, por
lo que respecta a la relación entre forma y contenido,
no pueden dejar de resultar ambiguos y, en esa misma medida,
emocionantes. Pueblo, lengua y patria son los estrechos corsés
por entre los cuales se vislumbra una humanidad ideal, siempre
lejana y siempre inaccesible. No hay en el Hölderlin de
Benjamin posibilidad alguna de aquietamiento espiritual por
medio de un fraudulento ajuste del contenido a la forma [8].
La interpretación benjaminiana de la poesía de
Hölderlin viene a apoyarse sobre una especie de estructura
a priori encargada de definir la grandeza espiritual
propuesta por el poeta en la realización de su obra.
En este sentido, cabría hablar de la honradez
del autor como de un criterio ético-estético imprescindible
a la hora de valorar su poesía. Es evidente que con ello
nos encontraríamos inmersos en una atmósfera espiritual
que hoy día nos puede resultar un tanto extraña.
Escuchemos a Walter Benjamin:
|
Hay
que descubrir la tarea poética propia como presupuesto
para una valoración del poema. No puede establecerse
una valoración posterior de cómo ha resuelto
el poeta dicha tarea, pues son precisamente la seriedad
y la grandeza de ésta lo que determina su valor,
hasta el punto de poder ser consideradas incluso por encima
del poema. También ha de entenderse que tal tarea
es previa a la poesía en el sentido de representar
la estructura intelectual-intuitiva [subrayado,
W. B.] del mundo puesta de manifiesto por el poema. Esta
tarea poética, este presupuesto, debe entenderse
como el fundamento último captable por el análisis.
Aquí no se va a intentar averiguar nada sobre los
antecedentes de la creación lírica ni sobre
la personalidad o la cosmovisión del creador, sino
solamente sobre aquella esfera concreta en la que se hallan
la tarea poética del poema y sus presupuestos.
Esta esfera es, a la vez, objeto y resultado de la investigación.
Ya no se puede confundir ésta con el poema como
tal. Esta esfera, que adopta una forma específica
para cada poema, ha de entenderse justamente como lo poético.
En ella ha de contenerse aquel espacio propio donde se
encuentra la verdad del poema [9]. |
Mas
todo esto sólo atañe a la forma abstracta del
poema. ¿No es posible proponer algo en el orden del contenido
para poder al menos determinar con respecto a qué
debe medirse el grado de honradez y de grandeza conseguido por
el poeta? En nuestros días esto resulta extraño,
pues la separación de forma y contenido (y hablamos aquí
del contenido moral) hace posible una consideración inmanente
del texto hasta el extremo de considerar que su «verdad»
viene a encontrarse exclusivamente en el estilo del poeta, es
decir, en la positivización de lo ya escrito, perdiéndose
con ello de vista una determinación decisiva, a saber,
la tensión entre lo que ha sido escrito y lo que debería
haber sido escrito, o sea, el grado de obtención —o
de malogración— por parte del texto escrito de
aquellos dos aspectos que definen lo absolutamente esencial
humano, la posición del hombre en el universo (¿para
qué estamos aquí?) y su misión en él
(¿qué debemos hacer?) [10].
Ahora bien, se debe entender muy bien esto. La elaboración
estética no es entonces un simple aditamento inútil,
algo así como una voluta barroca, sino todo un logro
capaz de hacer del contenido algo emocionante. Sólo quien
toma la forma como algo postizo, como simple «estilo»,
cree poder sustituir ventajosamente la labor poética
por un mero «ejercicio» mecánico de estilo,
o bien, por el contrario, cree poder prescindir de todo estilo
y acercarse a la poesía de un modo inmediato y «sincero».
Benjamin deja bien claro que no hay tal:
|
Las
obras de arte más endebles se vinculan a un sentimiento
inmediato de la vida, mientras que las más sólidas,
siguiendo su propia verdad, se conectan con una esfera
ligada a lo mítico. Ahí surge lo poético.
Se podría decir que la vida es, en general, lo
poético de la poesía. Sin embargo, cuanto
más inmediatamente intente el poeta introducir
la unidad de la vida en la unidad del arte, tanto más
ignorante demuestra ser por mucho que esta ignorancia
se presente bajo formas tales como «sentimiento
inmediato de la vida», «buen corazón»,
etc. En el significativo ejemplo de Hölderlin se
ve con enorme claridad cómo lo poético ofrece
la posibilidad de un enjuiciamiento de la obra poética
a través de la cohesión y la grandeza alcanzadas
por sus elementos [11]. |
Lo
poético no designa, por lo tanto, un estado de cosas,
sino un concepto-límite, una suerte de tarea inacabable
que unifica forma y contenido solamente en el horizonte:
|
El
descubrimiento de lo puramente poético, de la tarea
poética absoluta, ha de permanecer… como
un objetivo ideal, puramente metodológico. Si lo
poético dejara de ser un concepto-límite
sería vida o poesía [12].
|
Obsérvese que la crítica benjaminiana a la pretendida
poesía «sincera» viene a ocupar un espacio
simétricamente contrapuesto —pero perfectamente
equivalente en cuanto a la intención— a aquel que
ocupa la crítica de Machado a la poesía barroca,
que intenta soslayar el problema del tiempo utilizando términos
intemporales. Benjamin critica la pobreza poética de
la poesía «sincera» al igual que Machado
critica la pobreza intuitiva de la poesía barroca. La
crítica recae en ambos casos sobre un empobrecimiento
de la «verdad poética» tomada ésta
como resultado de la síntesis entre forma y
contenido, esto es, entre vida moral (más allá
de la vida biológica, empírica) y perfección
estética. Benjamin critica la ausencia de verdadera
poesía. Machado, la ausencia de verdadera vida [13].
Ahora bien, en otro orden de cosas, nada de cuanto se lleva
dicho poseería verdadera trascendencia si no hiciese
posible una traducción de la emoción poética
en términos de conducta moral y social. Aquí es
donde puede verse con enorme claridad que la naturaleza ética
del obrar poético —algo que, como ya se ha apuntado,
resulta extraño en nuestros días— se encarga
de reflejar la traducción social de sus contenidos morales.
En este sentido, y considerando el asunto exclusivamente
bajo este punto de vista, la verdadera poesía, lo
poético que hay en ella, no es ya sólo la expresión
finita de un anhelo infinito, sino también la exhortación
a adoptar una conducta revolucionaria capaz de transformar el
mundo acercándolo —claro que sin llegar definitivamente—
a la idea de humanidad. En esta liberación de potencialidades
viene a hacer su aparición la conexión del poeta
con el pueblo (tomado en su naturaleza estrictamente ideal,
como el conjunto de seres humanos injustamente despojados de
sus derechos). Tal conexión consigue transmutar los valores
empíricos de «pueblo» y «poeta»
insertándolos en un círculo superior y mágico,
lo que es tanto como decir en un destino espiritual:
|
La
actividad del poeta se determina en el mundo vivo («somos
buenos para algo» [en expresión de Hölderlin]),
pero también este mundo resulta determinado por
la esencia del poeta. El pueblo existe como signo y escritura
del infinito desplegarse del destino, [que no es otro
que] el canto. Y como símbolo del canto el pueblo
resulta ser el encargado de vivificar el cosmos de Hölderlin.
Lo mismo se puede ver en la transformación operada
en expresiones como «poetas del pueblo» o
«lengua del pueblo». La condición previa
de esta poesía no es otra que convertir las figuras
extraídas de una vidas «neutras» en
elementos de un orden mítico [14]. |
Desde
luego que la noción machadiana de lo «poético»
viene a coincidir plenamente, por vía de su pertenencia
a la atmósfera gobernada por los presupuestos del idealismo
alemán y de la poesía heroica alemana, con esta
afirmación de Benjamin. Por ello, hablando de la sensibilidad,
escribe Antonio Machado:
|
El
corazón del poeta, tan rico en sonoridades, es
casi un insulto a la afonía cordial de la masa,
esclavizada por el trabajo mecánico. La poesía
lírica se engendra siempre en la zona central de
nuestra psique, que es la del sentimiento; no
hay lírica que no sea sentimental. Pero el sentimiento
ha de tener tanto de individual como de genérico,
porque aunque no existe un corazón en general,
que sienta por todos, sino que cada hombre lleva el suyo
y siente con él, todo sentimiento se orienta hacia
valores universales, o que pretenden serlo. […]
En suma, no hay sentimiento verdadero sin simpatía,
el mero pathos no ejerce función cordial
alguna, ni tampoco estética. Un corazón
solitario —ha dicho no sé quién, acaso
Pero Grullo— no es un corazón; porque nadie
siente si no es capaz de sentir con otro, con otros…
¿por qué no con todos? [15].
|
Ello
viene a situarnos ante la obra poética de Machado y permite
que nos formulemos la pregunta esencial en torno a la cual gira
el planteamiento metodológico que se está siguiendo
en el presente artículo:¿por qué nos emociona
la poesía de Antonio Machado y en qué consiste
tal emoción?
El
tiempo, la nada y la emoción en Antonio Machado
«Yo
no sé qué tienen los versos de mi hermano Antonio
—solía decir Manuel Machado— que siempre que
los leo consiguen emocionarme.» En efecto, Antonio Machado
es uno de esos poetas privilegiados cuya forma de escribir arranca
muchas veces la emoción del lector sin utilizar —o
apenas utilizando— imágenes brillantes o palabras
intrínsecamente «poéticas». La emoción
poética que preside la obra machadiana —no siempre,
claro es, ni toda ella— tiene que ver con un doble aspecto.
Por un lado, y desde un punto de vista interno o textual, tiene
que ver con el hecho de que Machado consigue crear un espacio
de emoción constituido por una serie de palabras perfectamente
«normales» (ocasionalmente acompañadas de ciertos
giros ligeramente arcaizantes) que logran dejar en el aire una
sensación de necesidad a la vez que de naturalidad
completamente alejada de todo artificio, con lo que viene a reforzarse
la sensación de que acabamos de leer un poema más
allá del tiempo —siendo él temporal—
y del espacio —siendo él espacial—. O lo que
es igual, que acabamos de presenciar, casi de tocar, algo esencial
que da la impresión de haberse escrito «solo»
o que, en cualquier caso, únicamente podía ser expresado
como lo ha hecho. La necesidad interna del poema —por
seguir aquí a Novalis— es lo que cede todo el encanto
estético a la obra de Machado. De entre los muchos ejemplos
en este sentido, podemos elegir éste:
Con
el incendio de un amor, prendido
al turbio sueño de esperanza y miedo,
yo voy hacia la mar, hacia el olvido
—y no como a la noche ese roquedo
al girar del planeta ensombrecido—.
No me llaméis, porque tornar no puedo.
[16]
|
Se
trata, como sabemos, de los dos tercetos de un soneto que, a decir
verdad, intenta ser una especie de imitación de los poetas
del Siglo de Oro (Lope, Quevedo). El soneto es bueno, pero recargado
y un tanto artificioso. No aparecen ni tiempo ni emoción
pese a que parece que se está hablando de ellos. En una
palabra, se trata de un soneto al que cabría aplicar la
propia crítica machadiana a propósito de una simple
«lógica rimada». Y sin embargo en el último
verso surge el prodigio:
No
me llaméis, porque tornar no puedo.
De
pronto se ha constituido un sujeto emotivo («vosotros»)
en el seno de un verso que rompe la placidez de los anteriores
y muestra de un solo trazo la desolación del poeta
y la infinita tristeza que resuena por entre sus signos. El hipérbaton
y el arcaísmo «tornar» ayudan a reforzar ese
aire grave de advertencia final y sin remedio, de poema que, por
otra parte, habiendo sido escrito en el siglo XX (¿1921?),
pudo haberse escrito en cualquier otro siglo.
Pues bien, aquí hace su aparición un segundo criterio
íntimamente conectado con la emoción poética.
En este caso, lo «poético» emergerá
a partir de la intención expresiva de Machado
en la medida en que su obra se vincula voluntaria y conscientemente
al asunto del tiempo y la nada como los «existenciarios»
del hombre, así como al asunto de su esfuerzo moral —indispensable
e inútil a la vez— a la hora de intentar «mantenerse
a flote» en la inmensidad inhóspita del universo.
En este sentido, podríamos decir que son tres los núcleos
temáticos en torno a los cuales viene a vertebrarse la
estructura metafísica de la obra poética de Machado.
Sucintamente mencionados, nos encontramos ante la tensión
entre una ilusoriedad desesperada y una lejanía patética;
ante la cercanía del absurdo y el sinsentido y, por último,
ante la reafirmación —verdaderamente heroica—
de la voluntad moral. Merece la pena considerar los tres aspectos
en detalle.
1
La lejanía que separa lo real de lo deseado puede ser tan
dilatada como se quiera, e incluso adivinarse como infinita. Sin
embargo, ha de poder hacer su aparición mediante una expresión
poética finita encargada de mantener y conservar lo imposible
o lo inabarcable como presente. De ahí la melancolía,
donde subjetividad y objetividad se articulan, desde un punto
de vista poético, por medio de una solución altamente
—por no decir completamente— improbable. Por eso constituye
la muerte —único asunto en verdad irremediable—
el lugar poético por excelencia. Aquí la emoción
se sabe derrotada de antemano, pero mantiene en su obstinación
heroica un hálito de esperanza. El sujeto rehúye
el combate y se retrae y reconcentra en su propia ilusoriedad:
Dice
la esperanza: un día
la verás, si bien esperas.
Dice la desesperanza:
sólo tu amargura es ella.
Late, corazón… No todo
se lo ha tragado la tierra. [17]
|
Mas
la emoción aquí conquistada sólo puede reduplicarse
y hacerse aún más auténtica en el momento
en que señala, de un modo en verdad patético, la
presencia de ambos elementos (subjetividad y objetividad), así
como la irremediable distancia que los separa. El profundo desgarramiento
interior, la ausencia de solución, la herida que no acaba
de cerrar, presiden unos muy conocidos versos compuestos en Baeza,
en los que se presenta la articulación (casi la fusión)
recuerdo-delirio-desolación de una manera trágica,
difícilmente superable:
Allá,
en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños…
¿No ves, Leonor, los álamos
del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo. [18]
|
2
No
obstante, el poeta no puede eludir por mucho tiempo algún
género de solución o, al menos, de planteamiento
capaz de superar —de intentarlo por lo menos— el estado
agónico en que queda la subjetividad una vez consignada
su insignificancia. La emoción de desear algo imposible
ha de poder ceder su lugar a una emoción superior de resignarse
ante tal imposible, al menos por lo que tiene de doloroso proceso
de maduración. De otra manera, el permanecer rutinariamente
en ese primer estadio nos hace correr el riesgo de acabar ostentando
una melancolía «que se consuela llorando» (cuando
no una melancolía como mero «oficio»). No desaparece
la primera de las emociones, pero la segunda emoción —la
resignada— viene a incorporar un valor de verdad
—sólo sospechada, desde luego— que la convierte
en una emoción superior, pues conocer —o sospechar—
es también una forma de pasión, en la que el sujeto
renuncia a cualquier género de ilusoriedad —ya veremos
después si también a cualquier género de
ilusión— en beneficio de una objetividad desilusionante
(aquellas «verdades desagradables» que decía
Nietzsche). Leamos despacio el siguiente poema:
Viví,
dormí, soñé y hasta he creado
—pensó Martín, ya turbia la pupila—
un hombre que vigila
al sueño, algo mejor que lo soñado.
Mas si un igual destino
aguarda al soñador y al vigilante,
a quien trazó caminos,
y a quien siguió caminos, jadeante,
al fin, sólo es creación tu pura nada,
tu sombra de gigante,
el divino cegar de tu mirada. [19]
|
Aquí
se encuentra el doloroso secreto de la posición
del hombre en el universo en claro detrimento de su misión
en él.
Mas
si un igual destino
aguarda al soñador y al vigilante...
|
En
este sentido, el plano ontológico de la existencia del
hombre no deja de amenazar con aniquilar cualquier atisbo de subjetividad,
puesto que ni ilusoriedad (teórica) ni ilusión (moral)
parecen tener cabida real en un universo infinito e inhóspito.
Al final siempre vence la muerte. ¿Qué le queda
entonces a la subjetividad? ¿Resignarse? ¿Volver
a la antigua ilusoriedad? ¿Explorar la posibilidad de alguna
otra salida?
3
Si la subjetividad simplemente desapareciese a lo largo del proceso
de toma de conciencia ontológica («no somos nada»),
no cabría hablar propiamente de problemas morales, pues
éstos encontrarían su solución en una disolución
de las ilusiones de libertad. Según esto, el hombre es
un ser para la muerte y eso es todo lo que puede y debe decirse
de él. Pero el asunto es más complicado. Poseemos
en nuestro interior, como subjetividad que se resiste a su plena
desaparición, una conciencia de deber, un resto de pregunta
obstinada y urgente: ¿con qué derecho puedo
claudicar y abandonar a su suerte a todos aquellos seres de quienes
puedo hacerme cargo? No sabemos —aunque sospechamos—
el grado de libertad de que disponemos, ni tampoco sabemos —aunque
sospechamos— cuál es el sentido último de
nuestra existencia en términos morales. Pero sí
podemos estar seguros de dos cosas. Una, que en nuestro interior
anida un sentimiento de deber que trasciende a toda determinación
empírica gobernada por la necesidad (empezando, seguramente,
por nuestro propio cuerpo). Y dos, que el tipo de persona en que
hemos de convertirnos si es que queremos colocarnos a la altura
de nuestra propia autoexigencia moral, es un tipo de persona responsable,
humilde y compasiva.
Por
lo demás, la subjetividad no ha de aspirar a una victoria
definitiva sobre la realidad —más bien justo lo contrario—,
pero no debe desanimarse por ello. El destino de la subjetividad
libre —aunque la libertad no pase de ser una ilusión—
no es otro que la perpetua confrontación con lo real. Al
final vencen la materia y la muerte, pero eso no constituye un
argumento a favor de la irresponsabilidad moral, sino más
bien un argumento contra el narcisismo de una subjetividad ilusoria
—recordemos la primera figura de lo poético—
incapaz de soportar el frustrante contacto con la realidad.
Sobran ejemplos ilustrativos de la importantísima presencia
del idealismo heroico en Antonio Machado. Uno de ellos es el célebre
poema dedicado a la memoria de Giner de los Ríos:
Vivid,
la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan;
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!
Y hacia otra luz más pura
partió el hermano de la luz del alba,
del sol de los talleres,
el viejo alegre de la vida santa. [20]
|
Es
verdad que viene a darse aquí una contraposición
entre una inmanencia radical («los muertos mueren y las
sombras pasan») y una metafórica trascendencia («hacia
otra luz más pura…»), pero se trata, como podemos
observar, de una ambigüedad puesta al servicio de una emoción
estrictamente ético-poética. El asunto se articula
entonces en el sub-texto: «hacia otra luz más pura
merece partir el hermano de la luz del alba…».
Muy otra es la intención expresiva de Machado al escribir
a Azorín los muy conocidos versos que ahora siguen:
¡Oh,
tú, Azorín, escucha: España quiere
surgir, brotar, toda una España empieza!
¿Y ha de helarse en la España que se muere?
¿Ha de ahogarse en la España que bosteza?
Para salvar la nueva epifanía
hay que acudir, ya es hora,
con el hacha y el fuego al nuevo día.
Oye cantar los gallos de la aurora. [21]
|
Aquí
el heroísmo impregna todo el poema, pues vienen a hacer
su aparición el elemento voluntad y su ajuste
con un futuro que ha conseguido romper amarras con lo viejo, lo
caduco y lo falso. La voluntad funda entonces una nueva realidad
que comienza desarrollándose autónomamente y desde
el principio (de ahí las constantes imágenes que
connotan un principio: «nueva epifanía», «nuevo
día», «aurora»…). Son metáforas
que no funcionan ya como compensación del fatalismo de
la inmanencia, sino que lo hacen como horizonte utópico
capaz de inyectar en la realidad, sometida hasta entonces a una
sorda inconsciencia, un nuevo significado redentor. Justo aquello
que, por su parte, denominaba Walter Benjamin instante decisivo.
Notas
[1]
De Benjamin utilizaremos su libro La metafísica de
la juventud (Barcelona, Paidós, 1993). [volver]
[2] De Machado utilizaremos la edición
crítica de Oreste Macrì (Madrid, Espasa-Calpe, 1988).
[volver]
[3] Macrì: 1, p. 645. [volver]
[4] La metafísica de la juventud,
pp. 94-95. [volver]
[5] Véase La metafísica de
la juventud, pp. 137-73. [volver]
[6] Babi Yar era un barranco a las afueras de
Kiev que fue utilizado como campo de concentración nazi
durante su invasión de la Unión Soviética.
[volver]
[7] Véase «El regionalismo de Juan
de Mairena», en Macrì: 2, p. 2.335. [volver]
[8] Pues no hay en el plano conceptual ninguna
determinación histórica o geográfica que
constriña y detenga el movimiento de lo particular a lo
universal. Cosa bien distinta es la interpretación de Hölderlin
ofrecida por Martin Heidegger. Aquí el pueblo es el pueblo
alemán, y la patria y la lengua, las alemanas. De modo
que, al conservar el elemento «voluntad» (Wille)
como motor de la acción moral, las determinaciones históricas
y geográficas tienen que desembocar invariablemente en
el mito. Los elementos concretos se benefician de la naturaleza
decisionista de su fundamento y encuentran en un simple bucle
un simulacro de legitimación. Esta forma de degradación
defendida por Heidegger supone un inicio de respuesta a la pregunta
formulada por un gran número de intelectuales alemanes.
¿Cómo fue posible que la Alemania de los Leibniz,
Goethe, Kant y tantos otros permitiera siquiera la pervertida
sustitución de sus valores por el engendro nacionalsocialista?
Véase para esto el ya clásico trabajo de Norbert
Elias Studien über die Deutschen (Frankfurt, Suhrkamp,
1989), especialmente «Ein Exkurs über Nationalismus»
(pp. 174 y ss.) y «Der Zusammenbruch der Zivilisation»
(pp. 418 y ss.). [volver]
[9] La metafísica de la juventud,
pp. 137-38. [volver]
[10] No todo poema alberga una verdad poética.
En realidad, muy pocos la albergan. Un poema puede inspirar simpatía,
placer, admiración… pero no emoción. Estamos
ante un término semánticamente «cargado».
La emoción sólo es resultado de la verdad poética,
o sea, de la vinculación entre la esfera de lo sensible
y la del destino espiritual del hombre. Un ejemplo. Miguel
Hernández escribe: «Cierra la puerta, echa la aldaba,
carcelero. / Ata duro a ese hombre. No le atarás el alma.
/ Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias. / No le atarás
el alma.» Cuando Hernández escribe esta maravilla
está conectando un contenido (la inaccesibilidad empírica
de la verdadera esencia del hombre) con una elevada forma poética
basada en la metáfora «alma» y en el grave
aire de advertencia ante la presencia irremediable de un destino
espiritual. [volver]
[11] La metafísica de la juventud,
pp. 140-41. [volver]
[12] La metafísica de la juventud,
p. 142. [volver]
[13] En el caso de Machado, como sabemos, lo
«poético» expresa la tensión irresoluble
entre el tiempo y el poema como «cápsula» poético-afectiva
en cuya transparencia viene a generarse un todavía
que fluye eternamente. Véase «El arte poética
de Juan de Mairena», en Macrì: 1, pp. 697 y ss. [volver]
[14] La metafísica de la juventud,
p. 154. [volver]
[15] «Diálogo entre Juan de Mairena
y Jorge Meneses», en Macrì: 1, pp. 709-10. [volver]
[16] Macrì: 1, pp. 662-63. [volver]
[17] Macrì: 1, p. 546. [volver]
[18] Macrì: 1, p. 546. [volver]
[19] «Muerte de Abel Martín»,
Macrì: 1, p. 735. [volver]
[20] «A don Francisco Giner de los Ríos»,
Macrì: 1, p. 587. [volver]
[21] «Desde mi rincón», Macrì:
1, pp. 593-94. [volver]
Fecha
de publicación: marzo 2008
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