Alfabeto incendiario

(1981)

 

I

Ni Dios sabe lo que hace.
                          Me hablan de libertad,
de lo que cuesta un traje,
                           de la abundancia histórica
del silencio en este rincón del mundo,
                                       de la imposibilidad
práctica de ser pobre,
                       de la gráfica ascendente
a la que se encaraman los limpios de menesteres...

Mi mujer me dice que a ver el año que viene
si tenemos dinero
                   y entonces haremos un hijo,
que hoy no se tira el pan aunque esté duro,
                                            que han llegado
nuevos impuestos,
                  que ha subido el billete
mínimo de pasajeros,
                     que qué haremos mañana...

El ministro de Defensa asiste a misa.
                                      Han explotado
quince cadáveres jóvenes en un baldío.
                                       Aurelio Teno
ha llegado de España con un Quijote suculento.
Todas mis cartas se reciben cuidadosamente
en la Aduana.
              Me han dado el sueldo
                                     y no he tenido
ni tiempo de contarlo.
                       Hoy se inaugura
un banco.
          Nos llega un visitante nada ilustre.
                                               Se anuncia
para esta noche un discurso presidencial.
Me he encontrado en la calle sin saber adónde iba...

Cierro la puerta.
                  Bajo las persianas.
                                      Escondo
las rendijas,
              las escandalosas mirillas,
                                         la lámpara
de mi escritorio.
                  Riego las macetas.
                                     Fumo.

Juego con Soledad,
                   con el olvido,
con la esperanza de lo que ha existido.
Y me echo en la cama
                      como si acabara
de darme un tiro
                  o conociera
al que vendrá a llenarme
                          y a ponerme otra vez en estatura...

 

II

Quisiera ser la harina del Pan Nuestro
de cada día,
             el semen de la abeja,
el estallido de la catarata,
eso que ocurre en el silencio intacto
de todo amanecer,
                  la aparición
de una fruta en el árbol,
                          la creencia
de que la Tierra vuelve diariamente
al mismo sitio.

                Está de más deciros
que quisiera encajar en el que soy,
ir por la calle averiguando gentes,
direcciones,
             antiguos ascensores,
muchachas que no he visto desde el día
en que nacieron,
                 párpados cerrados;
averiguar si hay ídolos tallados
en subastas y otras supersticiones,
noticias de verdad en los periódicos,
gratuidades en los cementerios,
sexos que se han abierto a la aventura...

Quisiera ser mostaza,
                      un grano bíblico
capaz de darle sombra al continente;
río que sube
              y carga al hombro peñas,
nubes,
       ecos y estrépitos de lejanías,
el salto en el vacío de una llama
sin leño,
          el aluvión, la acometida
terrestre de la orilla,
                        el yacimiento
desplegado y unífero del fuego...

Quisiera, en fin, tomar lecciones
primeras de mi lengua,
                       bautizarme
en un charco de coplas fronterizas,
beber el agua aquella de mi patio,
ir por la calle
                 y encontrar un niño
con un caballo de cartón,
                          un aeroplano
de madera
           y una mujer que dice
cosas pasadas, parcas elocuencias
analfabetas,
             alegría triste
de había una vez,
                  borrón y cuenta nueva...

Quisiera ir al sitio de costumbre,
a la taberna de la esquina,
                            al tiempo
de nunca terminar,
                   al arco iris
que apareció una vez
                     y dejó el cielo
esperanzado,
             raso,
                   prometido...

 

V

¿Quién continúa mi aislamiento,
                                 el territorio
lacrado de mi cárcel,
                      esta acumulación
de senectud más antigua todavía
                                 y caries
de toda edad?...
                 ¿A quién dejo el legado
de mi vivir inepto,
                    de tanto ahorro de pobreza,
la eucaristía que he moldeado como un peón
del barro caminante,
                     la poca sangre que guardo para hoy?...

¿Qué hijo seguirá al pie de mi letra
                                      el derrocamiento
de este camino ya en su fin de siglo,
                                      la postrimería
de las cáscaras,
                 de las latas vacías,
                                      de los plásticos húmedos?...

¿Qué mujer se ahuecará
                        como una gota por dentro
para darme a beber su clorofila,
                                 su ejemplo
de amapola,
            y otorgarme el beneficio
de una amnistía a todas mis edades?...

¿Quién seré yo el día de mi aniversario inconmemorable,
cuando no tenga dirección postal
                                 y me habiten
cuatro paredes sin principio,
                              cuatro constancias
de eternidad,
              y alguien –de paso por el mundo–
halle en Granada un resto infantil de arqueología?...

No sirve preguntar:
                    el mundo jamás es la respuesta.
Yo tengo tiempo,
                 mi caudal estéril,
                                    y no sé
poner en marcha el anuario,
                            la celebración
de mis indicios.
                 Cada día hago una entrega
de hondura y perdición,
                        mientras levantan
edificios que anuncian menos aire,
                                   camas
diseñadas como ejemplares frigoríficos,
todo alimento en vasos al vacío,
                                 automóviles
que nunca llegan a su cementerio,
                                  cadenas
de congresos internacionales
                              y discursos
elaborados en probetas ginecólogas
                                    y relaciones
de enemistad en el Día Mundial de Nochebuena.

Hay un hombre en la Tierra:
                            ¡perdonadle
la osadía del llanto,
                      la muerte a que ha llegado!

 

XI

El cuarto tiene olor a felpa,
                              a serrín deteriorado.
Tiene el suelo un derrame ocasional de muñecas
descabelladas,
               lápices como un motín verbenero,
papeles como iras arrugadas.
                             Y un pedazo
de pan que pasará a la historia de las pequeñas
cosas inapetentes.

                   Mi hija juega,
                                  rompe
el cascarón plumífero del tiempo,
                                  dice
palabras que no pronuncia todavía,
                                   se me sube
a las piernas
               y se hace prisa de veloz caballo.

El aire tiene intención de caramelo.

Le pongo un disco,
                   una canción de saltimbanqui
melodía;
         y sonríe,
                   me pide un cuento,
                                      un relato
de brujas color rosa
                      y con escobas que desprenden
flores,
        estrellas,
                   chocolates de colores...

Por un momento, olvido el tragamonedas
voraz de la calle,
                   las sirenas en todas direcciones
–¡seguridad a palos llenos y auxilios de boca a boca!–;
olvido mi jaqueca tercamente ulcerina,
mi mayoría de calamidad,
                         el instante
del ascensor
             como Dante a su castigo...

Soledad me pregunta por Ramiro,
                                la madre,
su mansional abuela.
                     Apaga fuertemente las cerillas.
Ríe lo mismo que una naranja recién hecha.
Pinta rayas que son papás,
                           mamás,
                                  ositos,
los trenes rápidos modelo hermano,
                                   y me pide
agua,
      pan otra vez,
                    pis urgente,
                                 calesita...

Y un cuento,
             una leyenda musical del arco iris,
un estado de gracia
                     en el que escondo
todo el horror sacrílego del hombre...

 

Copyright © José Carlos Gallardo

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