Desarraigo
A ratos me siento solo como un cacique en su poder absoluto
y me altero como una hoja que no ha sentido el viento durante
todo el día. Me siento solo, es decir, me pongo el corazón
en la mano y lo acaricio comprensivamente. Solo. Me siento
completamente aislado, desprendido, mutilado
del mundo, del mismo frío ambiente, de las mesas
de café abarrotadas de jóvenes conversacionales y marcusescos,
y extraigo un papel en blanco, le pinto un garabato
agresivo, una línea mortal como la marca de un veneno,
y miro a todas partes sin reconocerme, como si los espejos
disfrazaran su edad.
Salgo entonces a la calle y adopto
un aire de genio apócrifo, desgarbado y atraído
por la transitoria belleza de una verdad falsificada.
Compro un periódico, entro a una farmacia, me hundo en un cine
y arrastro algo así como una sordera genital,
un desequilibrio miedoso que me convierte en un ciudadano
convencional dispuesto a comprar una corbata genética
o un perfume publicitado en las pantallas de TV.
Vuelvo a casa malhumorado, con un resentimiento afónico,
y me hundo en la cama como un animal en su pajar
completo, en su hueco astillado pero con promesa
de confort amoldable. Duermo como si me hubieran
cortado la cabeza o abierto el cuerpo para sacarme los órganos dolientes.
Al despertar, rehago la dignidad, doy los buenos días,
me froto las manos con espíritu de camaradería fin de semana
y salgo, miro, contemplo un mundo ávido, un mundo
conectado entre sí que da las gracias y se habla por teléfono,
que protesta, acelera el paso, discute por un taxi,
un mundo recién peinado, que reniega y saluda
en un idioma elemental al cual no pertenezco.
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