Manifestación

(1981)

 

Desarraigo

A ratos me siento solo como un cacique en su poder absoluto
y me altero como una hoja que no ha sentido el viento durante
todo el día. Me siento solo, es decir, me pongo el corazón
en la mano y lo acaricio comprensivamente. Solo. Me siento
completamente aislado, desprendido, mutilado
del mundo, del mismo frío ambiente, de las mesas
de café abarrotadas de jóvenes conversacionales y marcusescos,
y extraigo un papel en blanco, le pinto un garabato
agresivo, una línea mortal como la marca de un veneno,
y miro a todas partes sin reconocerme, como si los espejos
disfrazaran su edad.
                     Salgo entonces a la calle y adopto
un aire de genio apócrifo, desgarbado y atraído
por la transitoria belleza de una verdad falsificada.
Compro un periódico, entro a una farmacia, me hundo en un cine
y arrastro algo así como una sordera genital,
un desequilibrio miedoso que me convierte en un ciudadano
convencional dispuesto a comprar una corbata genética
o un perfume publicitado en las pantallas de TV.
Vuelvo a casa malhumorado, con un resentimiento afónico,
y me hundo en la cama como un animal en su pajar
completo, en su hueco astillado pero con promesa 
de confort amoldable. Duermo como si me hubieran
cortado la cabeza o abierto el cuerpo para sacarme los órganos dolientes.
Al despertar, rehago la dignidad, doy los buenos días,
me froto las manos con espíritu de camaradería fin de semana
y salgo, miro, contemplo un mundo ávido, un mundo
conectado entre sí que da las gracias y se habla por teléfono,
que protesta, acelera el paso, discute por un taxi, 
un mundo recién peinado, que reniega y saluda
en un idioma elemental al cual no pertenezco.

 

País al Sur

Más al Sur todavía hay tierras descomunales, territorios
personales donde el viento no termina de otearlos.
Países de propiedad privada, cuyos desconocidos dueños viven en Londres
y viajan a Sudáfrica con el lujoso propósito de comprar diamantes. Inabarcables
extensiones ganaderas, repúblicas de independencia latifundística
que tienen geografía propia y límites de rotundo continente.
Más al Sur del país, cruzando paralelos que anuncian el abismo,
donde no existe el eco ni la distancia,
                                        hay un mundo
prometido. Los norteamericanos hacen hasta él cruceros de verano
y se llevan muestras fotográficas y pruebas de metales inexistentes.
Pertenece al país como una estadística de piedras erosionadas
y registros de vientos que siempre arrojan superávit.
Pero da frío pensar que todavía, como un apéndice inextinguible,
la tierra continúa hasta confundirse con el hielo polar,
con la erosión indiscriminada y el límite antártico del planeta.
Da frío salir de la Avenida 9 de Julio y alejarse
de las vidrieras recientes y de las cafeterías con damas de temperatura
acondicionada. Da frío imaginarse a un hombre
más allá del destierro, con agua vía aérea 
y un sol cada vez menos porque el planeta reduce su horizonte.
Da frío llegar, hundirse, poner las manos en el infinito,
sentirse dios y llorar de miedo desde la omnipotencia.
Frío glaciar, desatado, en rectas espirales alucinantes,
como lo cuentan los inocentes, los puros libros de texto
del país pampeano que está un poco más al Norte.

 

A semejanza

Acaba de pasar un tiro: no había nadie. El muerto
se fue antes, abrió una puerta, dio un traspiés.
Estalló una bomba y había sólo un niño: el cuerpo
había contado sólo tres juguetes de plástico.
Están cavando un pozo, médula al vacío
para un edificio de alto vértigo: la tierra
se dobla, se hace peso, aplasta a un hombre.
Alguien grita en la esquina y alguien frena
sobre una huella asfáltica de sangre.
Al otro lado de la paz, más allá del límite
conservado con pactos y mirages, una selva
bactericida acaba con los frutos, los gérmenes
vivos, incendia las espaldas de los hombres.

Dios está en todas partes. Está en la Catedral
y en la Escuela de Guerra. Bendice la entrega
de sables a los nuevos cadetes. Se confiesa autor
del hombre. Llora sobre la vastedad
de un mundo hecho a su enorme parecido.

 

Extraña muerte

No podemos hacer nada: se le ha ido la sangre.
Si hubiese retenido una poca en la mano, tal vez existiese
una posibilidad entre mil de hacérsela circular
en un tubo de ensayo. Basta que la ciencia dijera
su última palabra.
                   Pero es inútil: ha muerto.

La cosa fue muy distinta a como dicen los periódicos.
Iba por la avenida de regreso de un cuerpo. Andaba
con un proyecto de viaje al mar, como una luna en tiempo
cenital. Tres hombres bajaron del coche. Lo ametrallaron
sin confusión, sin preguntarle el nombre, sin darle
oportunidad de llevarse las manos a la cabeza.
Cayó como una grúa sobre el muelle, manchando
la proximidad del asfalto. Después, huyeron
en el coche sin reconocerlo, con la seguridad
de haber terminado una existencia sin justificación ni defensa.

Hoy la prensa local informa de la muerte
de un delincuente que resistió a balazos una orden
de detención.
              Hoy la prensa anuncia la concesión
de un préstamo del BID. Grandes titulares
promueven el Congreso Eucarístico en Salta.
Editoriales hablan de las perspectivas del Plan Trienal
y del medio millón de viviendas para familias de menores recursos.
Se pretende llegar a cincuenta millones de habitantes,
poblar el viento Sur e incorporar las Malvinas
al continente.
               Mientras tanto, alguien envuelve
su decepción nacional en la sábana pura que protege a un cadáver.

 

Copyright © José Carlos Gallardo

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