Un aire imaginado

(1983)

 

El retrato

A la memoria de Carmina

   Persistían los ojos, su abundancia
de aparición lejana, transparente
e inaugural.
             Era un destino
incorrupto.
            Vagaba en una música
inoíble, dichosa en ella misma.
   Diariamente, recogía
el aire —su blancura disidente—
y se elevaba en él sin despedirse.
   Se olvidaba de estar agrariamente
entre nosotros,
pertenecida —azul— a otras regiones.
   De vez en cuando, regresaba
—un labio que limita con el tiempo de la seda—
y ascendía otra vez,
                     llevándose
el silencio intocable que la hacía
sin semejanza entre los hombres.

   Un día reunió el mar, el sueño,
cargó de sombra al cuerpo
                          como un lastre
de óxido,
          hasta desplegar
su luz en un espacio conocido
eternamente. 
             Y nos quedamos viéndola
en la leyenda de las cosas bellas,
en el sitio habitual de las imágenes,
en la pared,
falsamente habitada por la huella
que nos dejara, por el gesto póstumo
que nos visita desde el marco...

 

Vértigo

   Me miro en el cristal
                         y soy una acuarela
cayéndose
como una ley desencajada, absorto
de nada, decidido a la blancura...
   Vértigo llaman a la disidencia
de uno mismo, al bíblico colapso
de un ojo sin baranda.

                       Si me miro
en el aséptico aire vertical
de la cama,
            me amarro
al temblor del vacío hospitalario
para no verme descender unánime
como un grito segado en su principio.

   Me horroriza caer,
                      una
                           escalera
deshecha como un nudo
arrollado,
           un atónito perfil
que avanza sobre el mar,
un agujero a ras y canto en medio de la noche
y la festividad de una pala haciendo tierra...
   Y sin embargo, caigo, sé que caigo,
me hundo en la piel como la cera de una encíclica,
me apago dentro de una estupefacta estatura
de sal bajo la lluvia,
                       me aproximo
al golpe bajo de este miedo cóncavo.

   A veces, el cristal sostiene
frágilmente mi salto inexistente
y me asomo al terror
consumado
          para mirarme
cortado a pique y ángulo perfecto,
vértice cero del camino.

 

Mendiga dentro de la iglesia

   Parece un orificio en la pared.
Vive desamarrándose de la columna,
cansada como un peso descendido
                                o una
yaculación de sombra paleolítica.
   No pide: aguarda.
                     Decrecida, tiene
un mínimo silencio en cada mano:
cuando alguien le echa una moneda, suena
su piel como una caries lastimosa.
   Viste de negro, ropa sin sonido.
   Su arancel es el tiempo, ¡la constancia
de memoria biográfica de los fieles asuntos!
   Nadie la ve a salir ni entrar: habita
la permanencia,
                y se la mira
como a una imagen más del templo,
una humedad que mancha todavía.

   Cuando hay sepelios, se estremece,
remueve su honda tierra receptora,
y se hace más pequeña, imperceptible
gota de agua perdida, derramada
sombra sin sombra por el suelo frío.

   A veces, mueve la mirada.
                             Y cae
una brizna de polvo desahuciado,
una molécula vaciada, un eco
de haber sido una vez lugar de tiempo...

 

Estampa antigua

A la memoria de E. Zamacois

   Vestía como un Unamuno escueto
podado de volcanes. Iba dentro
de una sombra que en él se desplazara.
   Ante el aire quedaba quieto, esfinge,
nariz de arena,
                y lo paladeaba;
se quitaba las gafas, respirándolo.
   El sombrero, más negro todavía
en su figura, era una hornacina,
un nicho para el tiempo. Saludaba
a damas invisibles trajeadas
como aromados violoncelos
de gala.
   Perdido iba en sí mismo, abandonado
dentro de un guardarropas. Daba
solemnidad y lástima
verlo sacar los años a la calle,
cruzar ante automóviles anónimos,
preguntar por el sitio de una plaza,
ir regresando como
si viniera cayéndose desnudo.
   Digno, con la elocuencia del olvido,
tenía un gesto de cerámica
quemada, de fundida piedra pómez.
   Ignoraba a la gente transeúnte
y seguía despacio como un ala
desprendida del vuelo, pero entera
por un espacio desfondado y muerto.

   Lo hallé un día entre objetos oxidados
comprándose un reloj. El anticuario
se había disfrazado de urna o cúpula,
de invernadero melancólico.
   Se puso el tiempo en el bolsillo,
se dio cuerda
              y entró a la eternidad
saludando familiarmente al aire,
su compañía humana, su esqueleto.

 

El fantasma

   Tenía un cuerpo arrinconado, un sótano
en la piel. Se pasaba
las noches
cambiándose la sábana como una cama incómoda.
   Era un puntal para el vacío.
   Ocupaba mi silla y manejaba
una caligrafía radiográfica,
fría como un asiento levantado.
   Si se movía el aire, lo veía
en el cristal de la ventana,
discóbolo lunar, mancha lanzada.
   Lo escuchaba llorar como una fuente
pintada.
         Entonces, le contaba versos,
trozos de nimbo, salas espasmódicas,
acueductos saliendo del infierno,
con alas competitivas y memorias
de balcones ahorcados en el miedo.
   Luego dejaba mi papel en blanco
y se iba hasta la plaza, confundido
con la estatua campeona de un guerrero.
   Todas las noches le ponía
agua en un plato,
elixir escarchado por el alba,
curandero inocente del silencio.

   Y diariamente, todavía a solas,
yo me bebía aquella fuerza trasnochada,
viéndome en el cristal de la ventana
con la sonrisa de un juguete puro.

 

Copyright © José Carlos Gallardo

Todos los derechos reservados. Queda expresamente prohibida la reproducción por cualquier medio de estas poesías sin el permiso de su autor
 

[ Anterior ]

[ Archivo ]  [ José Carlos Gallardo ]

[ Siguiente ]


Archivo de la poesía española reciente

Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com