Declaración jurada

(1986)

 

Cayetano y Rafael excavan en el monte

Excavaban debajo de un olivo,
                              donde un tiempo
existió el argumento de unos seres
poblacionales
              y, a destajo,
                            como componiéndose
de un desahucio,
                 de un vómito
                               o un entierro,
iban sacando trozos de vasija,
                               linaje
de una nostalgia primigenia.
                             Estaban
organizando el sol,
                    la precisión
científica de un meridiano,
                            la cartografía
habitacional del primer vapor de agua...

Más adentro de la tierra
                          y más abajo
del excremento rupestre del artesonado,
hallaron una desaparecida moneda,
                                  un tesoro
de tiempo inexplorado.
                       Y se sentían ebrios,
inexpertos propietarios del planeta,
nuevos ricos palpándose en las manos
el desamparo inaugural del hombre...

 

Fuente de Plaza Nueva

En mitad de la plaza, es un deshielo
de mica desganada.
                   Una acrobacia
de junco que ha olvidado su especie originaria.
Como un gusano en fiesta,
                          el agua sale
de su fruta
             comida de su misma sustancia
y se vierte,
             no surge,
                       cae en flecos,
en túnica que, sin danzar, se deshilacha.
Asoma por el borde verdinegro
de una pereza en forma de vespertina taza,
y se riega a sí misma
                      un poco
avara de su alma goteada...
Una paloma
perdidamente islámica
bebe
     antes de subir
al templo oblacional del agua.
Alguna vez,
            tiempo de niños
felices con tracoma de alpargatas,
la fuente tuvo peces de colores
—un carnaval de módicas escamas—
y paseantes con bastón
                       alrededor
de una frescura antiguamente imaginada...
Hoy, la fuente muere de pie
como un surtidor en estado de gracia
y hasta los pájaros han olvidado
aquel agua ofrecida casi en el torno de unas Descalzas...

Alguien pondrá en la plaza una vitrina,
una inscripción con fecha mortuoria,
y bajo su campana
de vidrio
          quedará la fuente
mostrando la memoria disecada del agua...

 

Antonio «el de los caballos»

Murió de habitación sin luz
                             como una larva
o esas cavernas que anticipan la arquitectura
de la demolición
                  cuando ya no haya más tierra.
Vendía plátanos y fabricaba
caballos de cartón,
                    artesano vecinal de
fetos para un ferial de muertos:
                                 los hijos
pintarían los ojos,
                    los arreos
                                y, luego,
le aplicarían ruedas de tercera...

Yo lo miraba desde el patio
                             y le escuchaba
un ronquido como un taparrabo en la garganta.

Mi padre, algo más ciego,
                          es decir,
                                    menos inocente,
le aconsejaba espuelas,
                        bridas
                                y un mercado
de niños al aire libre ante una puerta pobre...
Hablaban del buen pan,
                       del vino duro,
de la escuela que sirve para algo
y del calor
            que es fruto de la guerra,
de los muertos cosidos a rayazos en mitad del campo...

Antonio no salía de su casa.
                             Llegaba
de vez en cuando al patio
                          y le escocían
como limones belfos los embolsados párpados.
Nadie notó su ausencia.
                        Los hijos siguieron
la módica carrera de almidonar caballos de cartón,
trabajando en una habitación
sin luz
         que nunca daba al patio...

 

Copla de mis dieciséis años

A la mar yo me eché un día
por ver si cuanto pasaba
es cierto que sucedía...

¡Mis dieciséis años frente a Huelva
                                     y la nostalgia
de un barco al que llegué un día con la vida entera!
Tenía a América dibujada en una mano
como un signo de indescifrable evocación rupestre
y construía barcos que botaba en los charcos
vitalicios de mi estratosférica placeta.
Fui niño empedernido en juegos cada vez más lejanos,
en tejados que se iban solos a las nubes
llevados por una levitación de abejas,
en prismáticos que ponía en el horizonte
para que la distancia me mostrase lo que jamás veía...

Era un niño de acequias y cerros solitarios,
buscador de pepitas de ilusión prohibida
por la santa pobreza del fango de mi barrio...
Un caminante aéreo por cenes y alfaguaras
como si mi destino consistiera
en buscarme las alas precursoramente perdidas
y entendiese la vida en una promesa sin causa,
en una escapatoria de mis veniales presentimientos...

Aún me sigo sentando frente a Huelva,
ante Málaga que hace junto el Mediterráneo,
reconstruyo hemoptisis y extremaunción en Almuñécar
y vuelve a mí una estela de tiempo
                                   que me trae
un sarcófago antiguo de Cádiz...
                                 Me sigo echando
a un todavía sin pérdida navegable
                                   y veo
que las cosas no son lo que fueron,
                                    que son
instante
sin sucederse en estados de inercia que promete...

¿Seré, acaso, tan niño que no tenga conciencia
del cuento de hadas que escribo con mi sangre?...

 

Lejanas tormentas aquellas...

Las tormentas iluminaban de espanto la memoria
y el esqueleto era como un palo que llevase
en alto el estandarte vacío de una cacerola.
Por San Miguel abajo, el cerro era un detrito
de cielo apaleado;
                   y rodaban piedras,
                                      cabras,
cuevas como carbones con los ojos saltados
y un diluvio de cráteres con ahogos
de fangos epilépticos
                       como si, en vez de un monte,
saliese de sus carnes un mar cuestas abajo...

Al río
        —siempre de papel aficionado—
lo arrastraban las aguas
                         como un tronco
llevado en una procesión de vómitos
que salieran del patio cloacal de un manicomio...
Al día siguiente, se reunía un cementerio
de guiñapos,
             una colecta de colchones
y mantas,
          de penurias y pedazos de pan barato.
Y el cielo era de nuevo bendición,
alegría y salida de misa al mediodía...

De aquellos sacudones directamente terrenales,
me ha quedado una marca en la mirada,
un bálsamo de ira que soporto cada vez
que mi recuerdo baja por el cerro
                                  clavándose
en los pies los coléricos chinarros abandonados...,
¡ese residuo de tormenta
que no fuera arrastrado totalmente!...

 

Elegía feliz a Juana Nieves Serrano

Juana Nieves subía hasta las torres
para beber el agua mojada de plenilunio.
Tenía vasos como tesoros ocultos en el alféizar
de la ventana
               y se iba a la Colina
para beberse la altura de la madrugada.

Era un encaje de mentira,
                          la aparición
de un trasluz en un velo,
                          el goteo
prenatal de la miel de una crisálida.

Hablaba en octosílabos dorados
y se inscribía en una cornucopia matafísica,
como si alrededor de su cabeza aletease
un barroco de aves
                    o de abanicos hechos con virutas
de hojaldre.

             De día, preparaba ruiseñores
en la boca de sus amigos
                         y esperaba
a que el atardecer fuese glorieta
de trinos que ayudaban al mundo a liberarse.

De la mano de un vaso
                      y a la noche,
se iba a la orilla de los arrayanes,
donde los arriates son más música
que chirimías de cuento o que dulzainas,
y bebía una luna con un anís flotante,
un licuado cristal que conservaba
un pedazo de hielo sorprendido
en un cenit de encantamiento.

                              Al día siguiente,
repartía una historia de juguete
y todos éramos leyenda
                       o halo
de turbante
            o sombra de arco iris
surgido en lo alto de una noche que no vio nadie...

Un día, Juana Nieves se quedó
                              bebiéndose
como un reflejo hondo en la plenitud de un estanque,
y la elevamos a rayo de luna
tallada en el alma de todos los cristales...

 

Copyright © José Carlos Gallardo

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