La luz tenía sabor a hojaldre

(1996)

 

Arco iris sobre Humahuaca

Ha de apagarse el cielo como telón sin fondo
y el atril fluorescente que es el aire,
hasta la luz y el maniquí
con el que el infinito se viste de voltaje.
Y ha de apagarse el horizonte como
termómetro que absorbiera la fiebre de un vinagre.
Se necesita un fin de tiempos,
casi el entierro de un desierto y su linaje
para que nazca un coro de colores, un arco triunfal
levantado con mariposas y caleidoscopios en trance.
En mitad de la luz, se abre un brocal
en el que abreva sueño el mosto de la tarde,
se esculpe un frontispicio de bienaventuranza,
el puro hojaldre de una flauta dulce
animando un ballet de amapolas y socaires:
¡el arco iris es el alma de un lugar donde
las uvas eran ya alcoholes en su sangre,
un censo
de cristales quemándose,
la prueba fotográfica de la eternidad
en la media hora de un brevísimo instante!

 

Frontera y más allá

El Altiplano encierra más distancia que el eco,
resuena como abismo cavado por diez ayes.
El espacio no encuentra su sentido,
se atora con un haz de inmensidades.
Cerrado y páramo, es el candado de una cripta
donde las ánforas se hubiesen comido las llaves
y ocupa el sitio de un glaciar de fuego
al que la hondura continuamente apagase.
Cementerio de cerros que han venido
peregrinando desde sus piedras más tenaces
y hoyo o patena con la luz en ascua
que no termina de resucitar ni encenizarse.
Bombo y pandero del silencio. Campo
de soledad en gules de vinagre.
Reducto del destierro y alta tierra nodriza
para vuelo o éxodo de lejanas aves.
Sin agua todo el día, sin pizca de humedad
que orientara sus puntos torrenciales,
sin un poco de ángel de niebla, sin el rito
de un arco iris púber en un baño de sangre.

 

Paisaje en hilos

Las libélulas salen de paseo y componen
instantáneas de sécula o tardanza, fronda
de errantes sortilegios. Suben, bajan,
trizan velocidades y copérnicos,
calan la bóveda del aire, graban
regresos donde todo es agujero,
llevan en andas un anfiteatro
con graderíos que imitan el eco.
En lo alto, un arco de colores,
¡pañales para el parto del silencio!,
¡pincelada de acústica, milagro
ante quien fue ciego de nacimiento!,
¡oro licuado, luz que se cotiza
en escala de imaginarios vuelos!

Las libélulas siguen hilvanando
un tendido de cables lentamente ascéticos.

 

Tiempo desaparecido

Corría por las calles sin saber cuánto tiempo pesaba ya mi huida, como espantapájaros
que ahuyentara el campo y se escondiera en su propio terror en ruinas. En todas partes
faltaba el aire, había restos de chamamé y tango y retorcidos cables de guitarras 
eléctricas en cementerios de chatarra y melenas quemadas por aerosoles, con gargajos 
de camisas verdes a paso de fajina.
                                    Perdido el sueño, yo también desaparecía, me ahogaba
en el nudo fecal de cualquier distancia como si un haz de perros alumbrara la estela de
vómito que iba dejando por calles y plazas. Huyendo, me hice grumo que enterraba los
pasos que no daba, atado al cuerpo de tantos fugitivos que alcanzaron sólo a llevarse
el alma. Me seguía una lepra, un sida de braguetas uniformadas, una lava testuz y
maloliente de mandíbulas en armas.
                                   Llegué al final del horizonte, al hueco deshabitado
de la nostalgia, y me di de cara con arcos de ceniza, con un atardecer estrábico y
colapso de colores negrísimos...

 

Latierramericano

Quedan atrás estaciones de baúles que no saben
para qué se guardan las sábanas, los misales
o quién se mirará mañana en un retrato.
                                        El puerto
es un candado con óxido de arrinconados barcos.
La carretera se retuerce como hierro        
desesperadamente quemado. Caen aves
en forma de inútiles algodones mojados y en el cerro
hace señas de horror un carcomido espantapájaros.
El aire pasa como velo en llamas, como
botafumeiro que airease incienso de vulcanos.
La tierra se parte sucesivamente en dos mitades
a cada paso. La geografía
es de fango, ¡volúmenes
de ciclones cuarteados, páramos
que esperan nuevamente ser pantano!

 

¡Patagonia, y cierra el mundo!

Al final de la tierra, más allá de los hielos
y las inundaciones, de los pozos de ozono,
de la sima de un témpano y su antártida,
¿no habrá una aguja, un filtro de vestigio dromedario
capaz de proseguir, de dar sentido
a un horizonte que se habrá caído de su sitio?
Después de tanto planeta globalmente arrasado,
¿no habrá un hoyo de arena, una palmera, un espejismo,
una gota de agua al pie del otro lado, una caverna,
una planicie con huellas de haberse alguien elevado...?

Un gusano. Una insomne mariposa
desnutrida. Un reptil sobre la roca
de un vacío de guardia en lo alto del quebrado meridiano,
un esqueleto que ocupara el hueco deshuesado
de su desahucio, un pájaro agorero,
una frontera.

              Algo.

                    Un abismo mohoso
como la puerta que se abriera sola...

 

Adela Rodríguez, Madre de Mayo*

Adela Rodríguez nació en Galicia y llegó a estas orillas levantándose las faldas . Desde
que vino al mundo se comía la tierra con las manos. Era la promesa dulzaina de un recuerdo,
el instante que sigue a la hora del jarabe. Adela Rodríguez, nacida en un pueblo diáspora
de Galicia, llevaba en el cuerpo una tromba de desgana. Iba por Buenos Aires dejando
apetencias que ya no le hacían falta y convertía el día en agujero para guardar la
apoteosis desolada de su cabeza románicamente tallada. Era una esfinge, el carnaval de una
máscara desesperadamente pintarrajeada con signos cadavéricos y cruces de bengala.
Sobrevivía a la ingravidez de los muertos que hacían guardia a la puerta de la esperanza
y parecía una reseña de banderas a media asta para el cumpleaños de una fiesta amordazada.
Pasaba entre la gente como río varado, como puente que olvidara los ojos unas aguas más
arriba. Y repartía dones como arco iris tulipanes, paciencias que tenían mármol sin
inscripción en el sitio nostálgico de las canas.
                                                 Adela Rodríguez dejaba caer el aliento
sobre el hijo que le faltaba. Era hembra asombrada con el tercer ojo abierto en el
triángulo recto de la morriña sonámbula y miraba el preámbulo del mundo con la curiosidad
de una medusa virgen que llevase el océano como gota de escama. Tenía edad para contar un
cuento y adivinarlo. Galicia la marcó con el incienso onomástico de la última ventana, con
humedad de fuego a tientas y pátina de muro que ve pasar los siglos como bueyes en cadena.
Tenía serenidad de esquina en la que eternamente espera el verano, maternidad de viña como
bosque que floreciera en candelabros y una manera de entender la mano que era posada,
socorro y útero, sala de espera y pancarta con la fotografía de una remota mañana.
Últimamente se moría de ganas de morirse. Perdió el hijo. La guerra santa de la suciedad
oficializada lo puso en su envoltorio, rodeado de mensajes y telegramas que reclamaban
fisonomías de ida y vuelta de la nada. Ella quedó en su aposento sin Galicia, sin sangre,
sin cuerpo alguno que, melancólicamente, la habitara, sin un pan, sin un beso, dentro de
un colmenar de lejanos poetas que traían leña al estrago de su estancia en llamas.
                                                                                   Abrió
el balcón. Se puso el faro de cara a todas las mares océanas y decidió poner punto final
a la migrada tierra azul de la añoranza...


* Cuarto aniversario del hijo desaparecido.

 

Fin de fiesta

(Memoria de Embajada de España)

Apenas del banquete queda una pereza de estética
licuada, una locuaz sobredosis de aromas
masticados. Después de la efemérides o rito,
los salones son un pantano desalojado.
Al empezar lo que se acaba, la comida es otra fiesta,
un sobrante de ollas y panes voladores,
un confeti de manchas y vinos derramados.
Observad la artesanal presencia del perro,
el saldo de papeles, sillas vacías y servilletas
sofocadas como si un viento helado hubiese
traído chatarra o infinito de cementerio diseminado.
Un hombre llega hasta el borde de la mesa y contempla
el cráter suculento de los platos sumados, asiste
al meteoro de un vómito plenipotenciario, siente
que esa luz es el instante que ya ha pasado.
La mesa seguirá como hueco de permanencia
o rupestre señal, casi final vestigio para
los antropólogos del pluscuamperfecto pretérito dorado.

 

Copyright © José Carlos Gallardo

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