Ayer y calles

(1994)

 

La derrota da pruebas
de que estamos vivos

Recuerdo dos horas seguidas.
Luego un abatimiento. Se filtraba
la luz, pero anochecía. Yo era otra.
¿Dónde estará aquella ropa?
Era la misma que soy ahora.
Menos cosas que recordar
menos vida, o más vida, o poca
vida. O ninguna vida por delante
ni hacia atrás. Mi vida. ¿Qué es mi vida?
Estaba sentada en otra silla: lo recuerdo,
estructura de madera recubierta de lona.
Sobre una mesa con el cristal resquebrajado
escribí un poema, ¿o era el mismo
poema? Un ansia de recordar
lo invade todo y decido escribir
cinco o seis poemas más. Me llevan
a raros lugares donde estuve. No sufro.
Sufría. ¿Mejor o peor? Abatimiento
porque recuerdo la misma soledad.
La misma soledad no me convierte en otra persona.
Será ése el hilo, mi fantasma, mi amor,
el que me eleva y me deshace, pero no
me perturba. Sería cuestión
de sentir distintas soledades. Varias soledades.
Que muchas soledades se agolpasen de pronto
para ir al supermercado, o sintiendo
deseos de ir al mar. Que todas las soledades
se dispersaran para confundir ésta: tan real.
Y al ser tantas, podría elegir matices,
colores, estelas: varios poemas para varios estados
y no escribiría el mismo poema
al repetir esta exhalación que sólo oyen
ciertas solitarias al chafar la colilla
con la punta del zapato.

 

Hora novena del catorce de septiembre

Miro la hora, y mirándola
miro un puntiagudo trozo de metal
que apunta un número
y hace ángulo perfecto. Bien.
Los canales de televisión
alternativamente me recuerdan mi vida
y mis otras. Todas las otras
que buscaban cómo acabar el día.
Acabar la noche: acabar.
Ahora empiezo. Empiezo porque
una estúpida manía de controlar
la hora me sugiere un vacío:
este que no conocía. Este
que se ha colocado
entre la televisión y la esfera estúpida.
Un vacío que bloquea
mis ganas de salir o entrar.
Mis lentos pasos que: ¿adónde van?
Estos lentísimos, costosos, caros pasos
sobre arena, sobre piedras, sobre ciudades,
sobre sábanas, sobre oficinas, sobre bares,
sobre mi propia tumba si hubiese
muerto en un día como el de hoy.
La ventana, los tendederos, el afán
de querer escribir todo cuanto veo.
No lo que miro, sino lo que veo.
El precipitado cariño que de pronto
le ofrezco a un vaso. Y lo lleno.
Así no es la soledad: así es
lo que es así, y no me conmueve
que el amor supere la desidia,
porque nada supera a nada
estando aquí. Así, como quien
con un gesto inútil mira la hora
desvelando en esa geometría
cataclismos, deseos, partes de vida.
Partes de un todo que no sé.
Que no sé adónde lleva.
Y me duele esta quietud, a pesar
de andar y andar. Este
poco misterioso duelo: esta evidencia.

 

Heladas por el presente

Soy una mujer que se alejó del mar.
El pequeño fin, como dije.
Ponerse la toalla, el pequeño
trozo de pared, pon la mano
y échate sobre mí, un poco lejos,
el pecho es piedra. Sobre mí
deja la cal un rastro de tres dedos,
debió apretar más con el pulgar
que con el índice. Luego esa porquería
de libro y la camarera que nos trajo
la bandeja oxidada el amor
no cabe en fuente alguna tumbas
tierra adentro ondulaciones
de tierra raíces secas brotes
de ramas retorcida hiedra
tierra adentro la mano, la cal,
la bandeja, la camarera,
el mar.

 

Lejos de ti todo es moral

Da igual que vivas en un primer piso
también cae sin deseo especial.
Lo sé todo de ti, pero no te siento.
Se dobló delante mío, como si no
estuviese, me indicó su presencia
con el lenguaje del que lo ha perdido todo.
Has traído mi vieja ropa no sé por qué
últimamente me falla la incoherencia.
Dejó el algodón en una silla. Se levantó
siendo otro hombre. Su gesto me dijo en clave
que ya no era necesaria. Quédate
con el deseo de los que ya no están
quizá crezca en ti la armonía de alguno.
Yo me voy, la tierra me ha tragado.
Te apresuraste encontrando el amor
entre los muertos. Da igual que estés
localizable. Cogió su jeringuilla con placidez.
Tú no lo viste, no viste cómo
la miraba atentamente ocultando su punta.
Digamos que mi origen es provinciano.
No veo por qué dar consejos
prefiero internarme entre los cortinajes.

 

Leve delicadeza

No sé. Abro el buzón. Llegan
aquellas cosas mal puestas
en una silla o sobre ella.
Aturdirme de letras,
vivir tardíamente dos pasos
lo justo para intransitar lo cotidiano.
Verme en el espejo: sí, otro día.
Sí, son varios. Sí, fueron muchos.
No sé. Llegar, doblar la ropa
otear la casa, el interior de la casa,
de soslayo, y a veces de frente
sin dejar de examinarme. Es eso.
Sí es eso. La felicidad no tiene temblores
ni arquea días. Es eso. Fíjate
qué cotidiano. Qué leve delicadeza
casi a solas.

 

El efecto de un paisaje

Es la una y treinta
medio cuerpo asomado
a la vida entera. Desapercibo
un raro calambreo que nace
en las piernas. Brilla lo que
queda de luna. Mis oquedades
buscan ritos, mis soledades
están sobre los zapatos
que he deshebillado
porque me ladeaba su presión.
Estoy entera como la vida que miro
como la vida que me deja
me deja medio cuerpo asomado
a ella.

 

Otra

Me gustaría ser un hombre
de fino bigote que toma el autobús,
no tiene heladas las manos.
Un hombre de estatura media
al que no le espera el bar
un hombre que charla
con un conductor de autobús
y le dice: ya he terminado
por hoy se acabó. Alguien
que sienta que por hoy se acabó
no tener manos heladas.
He acabado, le dice al conductor.
Tiene en los labios un deje de ilusión
es como si le esperase en alguna parte
otra cosa, no sé definir qué
clase de cosa puede ser
la que haga que alguien
de estatura media y con bigote
diga: he acabado. Me pregunto
qué clase de sensación
debe ser ésa. Que haya acabado
y que probablemente haya acabado.
No sé qué puede haber acabado
se le nota en el habla.

 

Todos los días son iguales

Mecánicamente asiste a donde debe ir
logra inclinar la cabeza, luego vuelve
una resaca, un pánico
ciertas bellezas.

 

Copyright © Concha García

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