Moneditas
(1996)
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1,
Aviso
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El tipo aquél
Ahora al personaje literario
—el mismo que os habló desde mi verso—
yo lo deshago, digo, y lo disperso
como al humo dispersa el incensario.
Fue siempre un paseante solitario
que, haciendo de su ombligo el universo,
dio en ver del mundo sólo el lado adverso.
Un sujeto tristón. Un perdulario.
Quien lo inventó no quiere ni hablar de él,
pues cada día se le acerca más
con su paso apagado y quejumbroso.
Oírle me resulta ya enfadoso.
Para penas las mías; y además
me da un poco de grima el tipo aquél.
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2,
El tiempo y yo
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Blanco
Triste de ti, otra vez ante el papel en blanco.
La vida en blanco, ante la vida en blanco.
El mismo Dante trabó en tercetos un monumento en donde guarecerse de ese miedo.
Bifurcó Borges sus jardines
a fin de huir del minotauro del vacío.
Shakespeare y Proust fueron muchas personas
pues intuyeron el no ser.
Mientras se espera el silencio nos quedan estos juegos silábicos.
Deseamos ensordecernos a su llegada maculando el papel y la vida.
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3,
Apuntes del paraíso
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El colegio
Qué alegre el cruzar la calle
al colegio de Maristas.
Y en su patio grande, grande,
qué bien se salta y se brinca.
Pececitos de colores
allí en un estanque había.
Blancas las paredes donde
brilla la azulejería.
Y al terminar el recreo:
«Suba usted a la tarima
y abra el libro de lecturas.»
Fonte frida, fonte frida,
Mio Cid y el Conde Arnaldos,
moros de la morería,
qué valientes caballeros
y qué triste Delgadina.
Y un niño manoteando,
recitando en la tarima,
las viejas, vivas palabras,
fonte frida, fonte frida.
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La acera de enfrente
Era un hombre calvo, de gris.
Y daba al mío su balcón.
Él me tiraba peladillas,
caramelitos, qué sé yo.
Solo, con su madre ancianita,
don Francisquito allí vivió
en una casa humilde y blanca
—yo nunca estuve en su interior—.
Algunas veces me asomé
y miraba a su mirador
para ver si don Francisquito
se asomaba, ¡con qué ilusión!
Don Francisquito sonreía.
Pero llegó la prohibición:
«—Él es de la acera de enfrente.
—Sí..., enfrente..., allí...» Qué confusión.
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4,
El bosque de la sangre
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Don Manuel
Gabardina en invierno, en el verano
traje gris de telilla, y la corbata.
Bonachón, irascible, autoritario,
con el pelo ya blanco le recuerdo.
La cara ancha, pobladas y revueltas
las muy hirsutas cejas, que a menudo
pellizcaba al entrar en Babia.
Caída la nariz, breve, carnosa.
El sabor del café le era tan grato
que no sé cuántos se tomaba al día.
Y de la mesa, cómo disfrutaba.
No he vuelto a ver deleite igual al suyo
como nunca vi a nadie con un sueño
tan fácil —dos minutos, de pie, en misa—.
Qué mal cantaba y con qué ilusión
cuando estaba contento. Pienso que
he heredado de él esta virtud.
Fue un trabajador infatigable.
Guarda el calor mi mano de la suya
paseando los dos los raros días
que sus quehaceres le dejaban libre.
Cuando crecí, pasó lo que pasó.
Su avanzada edad, mi rebeldía,
la mutua intransigencia, el desencuentro.
Aparece en mis sueños con frecuencia
y ni en ellos me habla. Yo lo intento
en estos versos que leéis ahora.
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Copyright © Fernando Ortiz
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