RAMA DESNUDA
(2001)
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UNA NOCHE DE AGOSTO
CUÁNTAS veces habrás visto esta noche
estrellada de agosto
sentado en esta silla de loneta,
que está vieja también y aculatada,
frente a los negros huertos y jardines
de olivos, de mimosas, de cipreses,
y a los lagares muertos con su manto
de zarzas extendido.
Cuántas veces habrás visto esta noche...
Aquí mismo en silencio,
dejándote mecer por aquel grillo
que finamente talla en su fanal
figuritas de vidrio que se lleva
a lomos la luciérnaga
o mirando la rana que aprovecha
el fresco de la noche y cuya única
preocupación es no caerse ahora
de la pequeña hoja a que subió
no se sabe por qué, quizá también
por fantasía humana
de atalayarlo todo sin objeto.
Se parece a ti mismo, silenciosa,
con ese aspecto triste de las ranas
que están fuera del agua.
¿Fuera de dónde estás? Mírate bien.
¿Qué has podido aprender en este tiempo,
qué nuevas conjunciones has probado
que te expliquen por qué
vienes a este rincón para quedarte
en un presente elemental y frágil
como de rana o grillo?
A veces en la noche te distrae
el paso de un avión, siempre a la misma hora,
de Lisboa a Madrid, de Madrid a Las Palmas,
los puntos suspensivos de sus luces
te pasan por encima hasta perderse
entre las mil estrellas que recorren
otra ruta mayor que desconoces.
Y es eso un gran alivio
porque piensas que allí van otras vidas
que estarán deseando
deseos realizables, llegar a un aeropuerto,
caer en un abrazo, repararse del sueño
en una cama limpia, vidas reales
de gentes que no piensan que aquí abajo
alguien sigue su luminosa sirga
y se pregunta cómo, monstruosa quimera,
la belleza del mundo no nos hace felices
y despierta en nosotros el deseo terrible
de que llegue la muerte cuanto antes
para poder partir
como el grillo, la rana y la luciérnaga,
como aviones lejanos, como estrellas,
que se apagan y nacen
cada noche en silencio
después de haber dejado una vez más
preguntas sin respuesta
y respuestas sin voz,
igual que esta inefable brisa nace
y se extingue en sí misma.
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ROSAS DE SAN SILVESTRE
HACE sesenta años, tal día como hoy,
moría en Salamanca don Miguel de Unamuno.
Fue, dicen, un invierno de inhumanos rigores,
aunque no tanto como el del año siguiente
(Teruel, mal pertrechados, a veinte bajo cero
nos contaba mi padre, evacuado en un tren
a Zaragoza, comido por las chinches),
o el que vino después, febrero vil
del año 39, invierno registrado
por la cámara muda y espantada
entre gentes que buscaban con desesperación,
descalzas, destruidas, un final
que sólo fue principio de un más atroz sufrir.
Hace un rato tan sólo, sesenta años después
de aquella muerte que ignorabas,
trajiste del jardín un puñado de rosas,
si así pueden llamarse,
pequeñas flores hechas de porcelana,
de pálido color, casi en capullo,
sin desarrollo apenas de su forma.
Va muriendo la tarde que se azula
como niebla en los ojos de un lactante,
como visión de un muerto
cuyos ojos son ya un estanque helado.
Un hilo conductor te trae
desde aquel 36, desde Unamuno,
a estas pequeñas flores. Un camino secreto
que pasa por tu padre, por la guerra,
por la nieve y ventisca del año 39,
por la nieve que ahora se posa en el jardín
sin llegar a cuajar, no menos cruel ni fría,
por la mano de nieve que quiso hacer de tales rosas
mínima celebración de cuanto espera.
Un camino secreto que es como tú mismo,
por donde llegas hoy, tarde de San Silvestre,
hasta esta misma casa, preguntando por ti,
hablándote de cosas ya pasadas,
de muertos, de presagios, de fulgores
sin ilación alguna,
para sentir tal vez tu vida como un copo de nieve
que aun antes de posarse se ha deshecho.
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LAS MERCEDES
ACURRUCADA duermes,
como duerme el pinzón sobre la rama,
la cabeza apoyada sobre el brazo
de ese viejo sillón, las piernas encogidas,
en el rojo escabel los pies de lado
y una ligera manta por encima
que arropa más que cuerpo, la conciencia
del tiempo que ha pasado por nosotros
haciéndonos a veces tan extraños.
Yo mismo en estos meses
llegué a pensarme muerto
también para el amor,
el tuyo, el mío, el de las cosas todas,
el que hace en nosotros más que un cauce,
el que nos vuelve barco y vela y viento,
y qué asustado estuve y qué perdido
y tan a mano de ese sordo dolor.
Ahora que duermes te lo digo,
me lo digo a mí mismo, en realidad,
parte también de la conciencia mía
y parte al fin del sueño.
Libre te miro, cual pintor que estudia
en la sorda escayola o en el mudo
bodegón de manzanas. Como ahora,
estaría mirándote mil años
mientras duermes urdimbres de ti misma,
sueño de mármol, música de fruto.
A tu rostro ha vuelto la muchacha
que fuiste y que ha dormido
contigo en este tiempo,
la misma, con el pelo tan negro
y la expresión tan niña
que un suave respirar pone a mi alcance.
Detrás está el balcón y una ventana
y en la ventana
esta tarde de marzo
que al fin se ha merecido ella a sí misma
tras larga lucha
con el cielo de jaspe
y sus vetas de oro y de tormenta
que nos dejó en la orilla,
siguiendo su camino.
Es esa luz la que se ha puesto en tus mejillas,
la que pulsa en la sien vago latido,
la que sella tus párpados cerrados,
y es más que luz, un alma
que estuviera tejida con las hebras
más finas y sedosas
para arroparte el sueño.
Justo encima de él, como saliendo
de ti, se ven los dos almendros blancos
a través del balcón, y la palmera
y los desnudos árboles, y al fondo,
detrás de su celaje, Las Mercedes.
Qué hermosa es esa casa tan derrotada y vieja
en estos días últimos de invierno,
como guardada toda
tras una celosía de ramajes sin hojas,
de rosales silvestres y de lilos
que embridan en sus brotes
también la primavera.
Es mucho más hermosa todavía
que oculta por la fronda
que pronto vestirá el viejo jardín.
Mira en sueños sus muros, son de oro,
y el tejado manchado por el musgo
y las ruinosas cuadras
y el paseo de árboles...
Todo nace de ti, es como una senda,
onda y prolongación del propio pelo
que te sirve de almohada.
Estás aquí dormida,
pero ese paisaje parece que es tu sueño
nimbando tu cabeza,
el sueño que ahora sueñas,
el que puso en tu boca hace ya un rato
sonreír inconsciente,
el que volvió a tu rostro
la muchacha que fuiste de piel suave
como flor de ese almendro.
Han florecido en ti también sus ramas,
se han vestido de blanco.
Aquí casi es de noche
pero allí la tarde
todavía resiste y de qué modo,
y una brisa templada las menea,
que así juntas parecen mariposas
doblándose cual barcos, velas, vientos.
Todo porque tú sueñas,
todo porque tú duermes.
Y acaso eres también la que me sueña ahora,
que hiciste que buscara este papel
labrado con la misma muda industria
que el adiós de un pañuelo
para que yo encontrara,
igual que la tormenta, mi camino
y escribiera estos versos,
que tú dictas.
No despiertes jamás, sigue viviéndome,
haz que los ciclos
se vayan sucediendo,
que florezcan las rosas y los lilos,
que el otoño les despoje de todo,
que jamás me levante de este sitio,
desde el cual te contemplo.
¿Anochece también en ese sueño?
Poco a poco las luces de la tarde
murieron temblorosas,
se perdieron contornos, se apagaron
las formas como sombras
de ramos ya marchitos.
Sólo una masa negra al fondo,
Las Mercedes, parece resistir
entre el boscaje umbrío,
y yo mismo también al lado tuyo,
soñándote a mi vez como la yedra joven
que crece entre las ruinas e ilumina la luna
desde su propio sueño.
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CALLEJA DE LOS OLMOS
SOLITARIA y sombría entre paredes
de piedra y olivares apartados
de la humana asamblea, intransitada
a cualquier hora, siempre, a mediodía,
cuando el sol la emblanquece polvorienta
o en las oscuras noches que se pierde
como otra sombra más de lo que es sombra,
mi apartada calleja que transcurre
entre lagares viejos y arruinados
cortijos que no pueden ni siquiera
cobijar al mendigo vagabundo
o a ese loco infeliz que hay extraviado
como un perro de nadie en los caminos,
mi tranquila calleja, mi segmento
de universales sueños, mi cordel
de un simbólico arco que se tensa
mirándolo, mi pobre río seco
lleno de piedras secas y aristadas
que levantó no el paso jornalero
ni las caballerías, sino ciegos
torrentes en invierno y los rigores
de abrasivos veranos, mi calleja
que hace siglos llamaron de los olmos
porque los hombres antes acertaban
a nombrar con fortuna cada cosa,
caprichosa de curvas y andadera,
sombreadas de olmos sus orillas
que tendían sus brazos una a otra
haciendo de ella un túnel donde el sol
no entraba nunca, un paraíso, más,
mucho más que un palacio con sus torres.
¿No eran torres los olmos? ¿No temblaban
acaso, no tenían ballesteros
también, que eran los pájaros, flechándonos
con dulcísimos cantos todo el año,
turnándose en sus guardias día y noche?
Al llegar el otoño y caerse las hojas
su desnudo ramaje se elevaba
igual que las columnas de ese templo
al que se hundió la bóveda, y entonces
era el momento, al fin, y el sol podía
bajar a nuestro lado y enterrar
los pies como nosotros en tesoros
de un oro rumoroso, la infinita
corriente en que botábamos la culpa,
que de sí se alejaba piedra abajo
haciéndose regates y borneos.
Hasta el alma flotaba por el aire
como araña común sujeta a un hilo
invisible, sin fin y sin principio,
igual que la calleja... Era de pura
alegría de verse conducida
a la gloria por tan estrecho cauce,
y pedregoso y sin prestigio alguno.
Nada había de mística en aquello,
nada sublime ni de portentoso,
nada que no pudieran expresar
unas pocas palabras, al revés,
se sentía uno árbol, piedra y ave,
eterno como ellos, bendecido
por el paso del tiempo, cada año
más firme en esta tierra y parte de ella
en todos los papeles de la obra,
lombriz y mariposa, rey, mendigo...
Hasta que hoy, ahora, es un decir
pues fue largo el proceso, se secaron
los olmos, uno a uno. Han muerto todos.
Podridas y sin vida van quebrándose
todas sus ramas y la yedra trepa
devorando su tronco. La calleja
desnuda de sus galas, desertores
los pájaros, abandonada a todo,
quedó irreconocible, como un cuerpo
que acaba de expirar. Vemos en él
sólo una forma. Sí. Es la calleja.
Todo lo que teníamos de dioses
de pronto se ha hecho barro, y estas piedras
ya no son más que piedras y esos pájaros
ya no son más que ruido y estas manos,
ya no son más que manos de un escriba
que obediente trabaja sin motivo.
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AL DICTADO
A la casa volvieron
la carcoma y la araña.
Después de algunos días
de palabras, palabras y palabras
que antes de madurar
igual que uvas enfermas se secaban,
volvió la casa a entrar en su propio carmelo.
Y se hicieron audibles las hazañas
del pájaro carpintero en el olivo
y la canción de gesta que el rocío
destiló de la rosa en su mañana.
Ha terminado el día, el sol se ha puesto y en el cielo
un moribundo azul es lo que queda.
De nuevo se adivinan
ciertas voces que llegan
y ha dejado de oírse
el agua tras la adelfa.
Apenas soy capaz de distinguir
estas otras palabras.
Tan de noche se ha hecho que me refugio en ellas
igual que bajo piedra hace la araña
o esas otras carcomas que llamamos estrellas,
que ahora resplandecen y el infinito horadan.
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