El suicidio de Aliosha Karamazov
Tras el suicidio de Aliosha
Karamazov en la Cafetería-Bar el Pájaro
Eléctrico, con vasos de whisky y una palabra
más alta que la otra
–donde Truman Capote
se negó a prepararle un ángel blanco de vodka
con ginebra en un vaso de gasa azul sin fondo–
impenetrables nos vestimos de espejos
y nunca sonreímos en los reencuentros
Aliosha era,
lo descubrimos tarde, una amalgama, diría
una proclama, o una palangana, algo que clama
entre las cruces de un cementerio irregular
oscuro Aliosha que nos moralizó con su suicidio
cuando ya estábamos a punto de decirle
oh, hace tiempo que sonríes indecentemente
y te entregas a los forasteros como una puta
vieja, menopáusica que añora más que ama
abrazos nocturnos con chulos desdeñosos
la asepsia
–decía Aliosha en sus noches más afortunadas–
poseerá la tierra y era entonces cuando tú
o yo le preguntábamos por su estreñimiento
y le recomendábamos laxantes de colores
o la trascendencia
de una doncella en soutien-gorge
ahora creo que Aliosha era repugnante
y siempre sospeché de él
misteriosos trastornos hormonales
más que turbios deseos de redenciones colectivas
(Oh, aquellas obscenas enervantes escenas
lágrimas, místicas correrías por la ciudad
oscurecida, no hay Dios, no hay Dios, amor
amor porque de lo contrario todo
todo estará permitido y morirán de silencio
el llanto, el grito, el canto, el salmo, el himno)
pero al suicidarse nos hizo pensar
si sería cierto, si sería Aliosha menos miserable
que tú o que yo
era ignorancia, pese a todo
ignorancia
de que la muerte es un acto escenificable, como
el rasgarse las vestiduras, o decir te amo
vida mía, Dios mío, hijo mío, nunca, siempre
o marchemos todos juntos a por la revolución
Aliosha no dejaba de ser un oscuro oficinista
reaccionario, complacido penitente
en el Vía Crucis de su vida ejemplar.
|