Arde Babilonia

(1994)

 

El pasado es un país lejano

Me llama. Está
borracho. Un poco
borracho; la lengua
le patina, y me imagino
su babosa, su estúpida sonrisa.
Quiere a toda costa conseguir
un gramo, medio gramo,
lo que haya.
Está en la casa
de una chica a la que dije:
«No sé muy bien cuándo será.
Pero tú y yo joderemos.»
¿De verdad lo dije?
Muchas veces es así:
digo, dije, algo, lo que sea,
cualquier cosa,
qué más da.
Oigo su voz al fondo.
«Dile que si viene o no.
O cuelga.»
Supongo
que estarán solos en casa.
El marido fuera.
Hay un tercero. Alguien
que se llama Rafi.
«¿Rafi? No lo conozco.»
«¿Que no lo conoces?
¿Así que no te acuerdas, en la fiesta,
la famosa fiesta,
coger a un tío por el cuello
y soltarle que menuda
mariconada de camisa?»
No. No lo recuerdo.
Yo no recuerdo nada.
Pausa. «Entonces
será mejor mandarte
directamente a la mierda
y colgar este teléfono.»
No follarán.
Él es impotente, o feo,
o estrábico, o imbécil,
o sabe Dios qué.
En cuanto a mí,
la única vez que vi sereno a aquella tipa
sentí lo que se siente siempre:
asco. O más bien pena.

 

La muerte es la única vergüenza

La vieja terminó por fin de volverse loca.
Se levantaba la falda y exhibía el chocho,
le pedía que se lo chupara
al maitre.
Se llamaba Linda. Tenía
ochenta y dos años, un cáncer
de pulmón en ciernes.
Aspiraba y resoplaba, colgada todo el día de un cigarro,
la barriga hinchada como un odre,
el resto de su cuerpo un esqueleto.
Grotesca como una versión asténica de Falstaff.
Una ninfómana de ochenta y dos años, os lo digo,
capaz de acabar con cualquier cosa
que todavía se moviera.
El maitre se hacía el sueco.
Pero aún no sé si no la montaría.
Tres paquetes de cigarrillos durante sesenta y ocho años,
lo repetía una y otra vez,
en aquella época no te quedaba más remedio
nos decía,
no sabéis, no os podéis imaginar
lo que era aquello. El blitz.
Hitler con sus V1, V2,
pasábamos las noches en vela,
en el sótano, en el refugio
improvisado al fondo del jardín,
esperando,
fumando...
La guerra, ah, la guerra,
repetía,
los ojos en blanco, vidriosos, empañados
detrás de sus enormes gafas, con la plancha
en una mano y la taza de té en la otra.
Londres era un infierno,
recuerdo la panadería de detrás de mi casa,
impacto directo,
estaban todos muertos, los sacaron los de
la Home Guard, había piernas,
brazos, la cabeza de la Sra. Winter
con los ojos como los de un sapo degollado.
Era terrible.
Todo Londres una inmensa pesadilla. Y luego
esos aviones alemanes,
el silbido
de las bombas,
todavía puedo oír ese silbido en mis oídos,
no puedo soportar la tele, esas películas
de guerra que a los jóvenes os gustan tanto.
No sé cómo podéis.
No os lo podéis ni imaginar.
Que no me hablen de la guerra.
Que no me hablen de gobiernos.
De alemanes,
de judíos.
Chamberlain, ese hijoputa,
tuvo la culpa.
Ah, la guerra, y ahora esto.
No es mucho mejor, verdad.
Expectoraba, tosía, lanzándome
miradas al paquete.
Una ninfómana de ochenta y dos años.
Se encargaba de lavar la ropa
del restaurante,
los mandiles,
las chaquetas,
los gorros, las camisas,
los pantalones a cuadros blanquiazules
manchados de grasas y de orines, y de esperma
rancio, a veces.
Llegaba a las 6 de la mañana.
Ponía la lavadora, la tetera,
yo le subía la ropa del día anterior,
la ropa sucia pringada de manteca,
restos de patatas asadas y legumbres,
verduras,
lamparones, trozos de carne de cordero,
le subía un té
y no me dejaba escapar.
Hacía frío.
Siempre hacía frío en Inglaterra.
Había un petirrojo en el alféizar
casi todas las mañanas,
Linda le tiraba las migajas de la cesta de pan
que el último camarero había olvidado retirar
de encima del lavaplatos.
Y fue poco después cuando supimos la noticia.
Se había alzado al parecer las faldas
delante del maitre, lo había por fin arrinconado,
ochenta y dos años,
en la sala de la colada,
se había introducido un dedo en el chocho,
lo volvió a sacar,
lo alzó, se lo llevó a la boca,
chupó ese dedo.
Le dijo al maitre que si quería meter también él el dedo.
Steve me lo dijo, apenas se podía creer
lo que me estaba contando.
Creo que le dijeron que sería mejor
si se quedaba en casa;
luego,
más tarde, lo supimos.
Que el cáncer había hecho su trabajo.
El cáncer es fiable, nunca falla.
Murió en la cama intentando
extender las manos hacia la ventana.
Creía ver petirrojos en el alféizar.
Les tiraba migajas imaginarias.
Murió literalmente por falta
de aliento,
la tenían enganchada a una bombona
de oxígeno muy parecida
a esas bombonas de propano que hay en las cocinas
de colegios y hospitales,
pero en pequeño.
Linda estalló una mañana como una pompa de jabón,
se la llevó el aire frío de Inglaterra,
el día anterior habían sacado litros de líquido
de su bajo vientre y del abdomen,
y ya no pudo volver a enseñarle el chocho
a nadie.

 

Nada de esto te viene en el manual

La ducha no funciona.
La sartén convierte en picadillo
lo que se supone que tenía que ser
nuestra comida. Abro el grifo
del fregadero
y me quedo con él en la mano.
El perro está cojo. La mujer
con la que vivo ha terminado
de ponerse mala de los nervios.
El teléfono no deja de sonar.
(He puesto un contestador
y no he conseguido remediar la situación.
Al revés. El que no sigue llamando
se me presenta directamente en casa
sin previo aviso.)
Hace ocho meses que envié
un manuscrito de hace dos años
a un editor. Me dijo
que me enviaría el contrato
y un anticipo. Y todavía
estoy esperando. Tengo
trescientos folios encima de la mesa
que tendría que haber tenido listos
para hace dos meses por lo menos.
Lo que queda
de la cuenta bancaria
está en rojo.
Duermo cuatro horas, si las duermo,
y aún así no parece haber manera
de ponerse al día.
(Y acordarme de Balzac
no me sirve de gran cosa.)
Me duelen los riñones,
la espalda, los ojos, y me duele
hasta la polla, y eso
que tengo suerte últimamente
si la consigo usar para mear.
(Fui al médico y me preguntó
que cómo me ganaba la vida.
Garabateando, le dije.
Quince horas de promedio
delante del ordenador.
Se encogió de hombros y me dijo
que lo más probable
era que acabara ciego
poco antes de llegar
a los cuarenta.
Luego añadió
que en cuanto a lo otro
no le extrañaría nada
que lo del análisis se tratara
de un quiste hidatídico.
Pero que podría
ser peor.)
Y finalmente llego a casa
y el portero
me comunica
que los del ayuntamiento están a punto
de declarar en ruina el edificio.
Y luego suena el teléfono
una vez más
y un bromista me pregunta
que si estoy escribiendo algo últimamente.
Por supuesto, le digo.
Incluso estoy probando una nueva técnica.
¿Una nueva técnica?
Sí, ¿no la conoces?
Se trata de meterte
un bolígrafo en el culo
y luego hacerte una paja
sentado encima de un papel.
No es realmente
nada nuevo.
Pero optimiza el tiempo que da gusto,
y es catártico, además.
Y aunque no parece demasiado
convencido
hay una cosa
que sí puedo garantizar:
con esa clase de respuestas
te los acabas de quitar de encima
de una vez por todas.
Juro que no vuelven a llamar.
En cuanto a las promesas de inmortalidad
garantizada
que te ofrecen sacándote en sus papeles,
hace tiempo que dejé de preocuparme.
A juzgar por las magnas biografías
de los grandes personajes de la historia
es más que evidente
que con mis ridículos avatares cotidianos
no doy la talla ni de coña.

 

La última noche de la Tierra

El mirlo de todos los años ha vuelto a visitar mi casa
y todavía sigo aquí.
Su música no cambia y eso ya lo he escrito.
Pero mi trabajo es constatar lo obvio
y eso es lo que el mirlo me viene a recordar.
El tiempo pasa, la gente se hace vieja, se muere,
por su propia mano o con ayuda.
Las palabras van bajando por el desagüe
de lo que alguien ha llamado la intrahistoria.
Todo fluye y se pierde, los ríos en el mar,
el mar en la inmensidad inabarcable del cosmos,
el cosmos en la nada de la que no debió salir.
Mientras tanto tecleamos.
Un sordo tamborileo contra siglos de muerte programada
y un futuro de certera incertidumbre.
Un batallón de patéticos amanuenses del olvido
exigiendo dos camisas para el camino hacia el patíbulo.
Pero no es el frío el problema, sino el miedo.
Y es el mirlo, en su ignorancia, el que sabe la verdad.
Cumple sin la más mínima estridencia
el ritual que le ha impuesto la biología.
Luego morirá. Sin epitafios, como éste,
que se deshagan con una mueca indiferente
entre las llamas de la última noche de la Tierra,
cuando nadie entienda ya ningún significado,
si es que algo tuvo sentido alguna vez.

 

Días tranquilos ante el televisor

Cien incendios diarios en Galicia.
Una extensión equivalente a 19
campos de fútbol de arbolado
arrasada de 24 en 24 horas.
300 muertos en las carreteras
en dos fines de semana.
Sida, no da, cáncer, hepatitis, salmonella,
esquizofrenia, oligofrenia, transfuguismo,
alcoholismo, integrismo, chabolismo,
intelectuales, yuppies, neandertales,
perestroika, democracia, blenorragia,
la Lola Flores, la lluvia ácida,
el pan con tomate, las sevillanas...

Para que luego digan
que las artes
están en crisis.

 

Eso es lo que llevo más de treinta años intentando averiguar

Hojeando un libro
de Rilke
en edición bilingüe
alemán/inglés
que me he encontrado
en el bolsillo interior
de la cazadora
esta mañana
y no tengo ni puta
idea de dónde huevos
ha salido,
un ojo a la
funerala
inyectado en sangre
como una canica rota
debajo de mis gafas
de sol,
el lado izquierdo
de la cara
un viacrucis
de hematomas
y de costras
coaguladas,
luchando por reírme
o encontrarle
algún sentido a mi existencia
y esperando a que la gorda
que ha entrado delante de mí
termine con el médico
de una vez
y alquien se esmere
en pronunciar
mi nombre y apellido
como un colegial
exasperado
entre el aséptico silencio
de estas paredes blancas,
se abre la puerta
y es Jesús
que me pregunta:
«Pero... ¿qué cojones
te ha pasado?»

 

Ríete de esto

Hace falta
estar a punto
de morirse
para caer en la cuenta
de que nada en esta vida
tiene la más mínima
importancia,
pero claro, en ese momento
lo jodido
es que ya tampoco
te sirve para nada
haberlo descubierto.

En esta comedia ingrata
que llamamos existencia
no tiene uno el derecho
ni a reír primero
ni por supuesto
a reír después.

 
Copyright © Roger Wolfe

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