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Machado, Ortega y los apócrifos

 

Carlos Moreno Hernández
Universidad de Valladolid

 

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Varios textos escritos por José Ortega y Gasset en los años veinte debieron de influir en la gestación de los apócrifos machadianos. Así el comentario que hace a Luigi Pirandello (Sei personaggi in cerca d’autore, 1921) en La deshumanización del arte (Revista de Occidente, Madrid, 1925, apartado «La vuelta del revés», III, 375-76), con la distinción entre personas —o vidas que hay que hacer, llenar, vestir, etc.— y personajes —formas o esquemas, figuras—. Nos propondría el dramaturgo, dice Ortega, que no veamos a los personajes como personas —lo habitual en el teatro— sino que los veamos como tales, como ideas, o dicho en términos retóricos, en su forma o figura de sermocinatio o etopeya; de esto se deriva la consideración de las personas como personajes, es decir, como máscaras sociales, en su papel, o papeles.

Los personajes de Pirandello, como luego los heterónimos de Pessoa o los apócrifos de Machado, se sitúan en un contexto polémico, la vanguardia de los años veinte, que plantea la inestabilidad de la identidad personal como rasgo presente en el arte nuevo o deshumanizado. Machado no hace sino seguir en sus últimos escritos la moda que Ortega teoriza, mezcla desigual de juego tragicómico y parodia, de lo grotesco y lo cursi, todo reunido y confundido en tragedia grotesca, entre bromas y veras, alrededor de personajes diversos más o menos enmascarados, apócrifos: el filósofo Abel Martín, homo religiosus, o seriosus, su discípulo Juan de Mairena, homo rhetoricus, en los que caben algunos rasgos del propio Ortega
[1], o Heredia, el guitarrista, y la Lola cantaora, en La Lola se va a los puertos (1929), trasuntos de él mismo como poeta «galán» y de la poetisa Pilar de Valderrama, la dama «cortés» transfigurada ese mismo año en las «Canciones a Guiomar», nombre éste incorporado más tarde al mundo apócrifo de Martín y Mairena.

Por otra parte, la entrega XXXIV de Juan de Mairena (1934-36) se refiere a los papeles intercambiables entre poeta y filósofo a propósito de Heidegger y a Paul Valéry (1988, IV: 2050). Años antes, en 1927, Machado llama poeta a Ortega en la última carta que le dirige, y apenas si lo menciona después de 1929, cuando los dos escritores parecen distanciados; no obstante, hay suficientes indicios de que Machado sigue su estela, remitiéndonos a él, o replicándole, implícitamente, a través del apócrifo. En la lección V de ¿Qué es filosofía? (19 de abril de 1929, Sala Rex), no publicada en su totalidad hasta 1957, señala Ortega que Platón, en el Sofista,

 
dirá que es la filosofía epistéme ton eleúzeron, cuya traducción más exacta es ésta: la ciencia de los deportistas. ¿Qué le hubiera acontecido a Platón si aquí hubiera dicho eso? ¿Y si encima de eso hubiera situado su disertación en un gimnasio público, donde los jóvenes elegantes de Atenas, atraídos por la cabeza redonda de Sócrates, se agolpaban en torno a su palabra como falenas en torno a una linterna y alargaban hacia él sus largos cuellos de discóbolos? (1995: 108).

Tal vez pudiera considerarse este pasaje como el germen del segundo Juan de Mairena (1934-36), profesor de gimnasia que, además, da clases de retórica y sofística, tras haber publicado el autor, en 1928, su «Cancionero apócrifo», en el que aparece como poeta, filósofo, retórico e inventor de una máquina de cantar, además de discípulo del también poeta y filósofo Abel Martín; tal vez asistió Machado a algunas sesiones del curso, o las conoció por reseñas periodísticas. En esta misma lección Ortega plantea a su manera el tema, o problema, del ser y de su heterogeneidad, tema o problema que completa en las tres últimas lecciones en el teatro Beatriz y que es central en la filosofía de los dos apócrifos y en el libro de Heidegger Ser y tiempo (1927). Ni Ortega ni Heidegger, sin embargo, parecen conscientes de que el replanteamiento del problema del ser, el tema de nuestro tiempo del que habla el primero, no es sólo una superación de la filosofía griega —la platónico-aristotélica— y del idealismo; es también una recuperación y una revalorización de la retórica o de otras vías relegadas del pensamiento antiguo y de la tradición humanista que comienza con los sofistas, algo que Machado intuye a su manera y desarrolla o trata como tema predominante en Juan de Mairena. Lo que Ortega hace y llama filosofía es, en muchos aspectos, muy afín a lo que Isócrates hacía y llamaba así, frente a Platón (Ortega, Origen y epílogo de la filosofía, ed. 1983, 9, 428 y 432). Además, no parece casual que tanto Ortega como Heidegger sean incluidos en el existencialismo, cuyas raíces decimonónicas o sus afinidades con el punto de vista retórico podría explicar también la confluencia entre ellos y Antonio Machado.

 

I


Los primeros personajes apócrifos son esbozados por Machado en Los complementarios en 1923, y Juan de Mairena empieza a tomar forma definida hacia 1926, de manera no casual, tras la publicación ese año en la Revista de Occidente, que Ortega dirige, del «Cancionero apócrifo de Abel Martín», entre La deshumanización del arte y la nueva generación poética del homenaje a Góngora en el aniversario de su muerte (1927). El «Cancionero apócrifo de Abel Martín» se publica en dos entregas en mayo y junio de 1926. Al final de la segunda Machado anuncia que se estudiará, en otra ocasión, la «historia anecdótica» del filósofo a través de la obra de Juan de Mairena, su «biógrafo, discípulo y contradictor». Y añade: «A Juan de Mairena debemos también una aguda crítica de la producción de Abel Martín, donde se ponen de resalto muchas contradicciones y el prejuicio sensualista que vicia toda la ideología del maestro.» Sigue luego, después de la firma de Machado, la indicación: «Continuará el Cancionero» (apud Gibson 2007, p. 428).

El «Cancionero apócrifo de Juan de Mairena» aparece en la segunda edición de las Poesías completas (1928, CLXVIII) y en él se ataca, en el mismo terreno filosófico —o ensayístico— que Ortega, al Barroco y al poeta cordobés, en lo que es, en realidad, crítica de la poesía nueva. La creación apócrifa prosigue en cincuenta artículos de periódico desde 1934, recopilados en el Juan de Mairena de 1936 y continuados durante la guerra con otros diecinueve. Guiomar aparece por vez primera en las «Canciones a Guiomar» (Revista de Occidente, septiembre de 1929) y se incorpora luego al mundo apócrifo de Martín y Mairena en el artículo VIII de Juan de Mairena (Diario de Madrid, 3 de enero de 1935).

Tanto Abel Martín (1840-1898), «poeta y filósofo», como su discípulo Juan de Mairena (1865-1909), «poeta, filósofo, retórico e inventor de una máquina de cantar», representarían diversos rasgos disociados de Ortega y del propio autor como creadores, proyectados hacia el pasado modernista o noventayochista, entre dos siglos; mientras que Guiomar, proyectada por Mairena hacia el pasado de Martín, sería el amor a la vez hallado o inventado en su relación con Pilar de Valderrama, cuya poesía encaja en la cursilería poética modernista.

Machado, además, dedica a Heidegger en enero de 1938, en el número XIII (7-16) de Hora de España, un significativo artículo de la serie que continúa Juan de Mairena durante la guerra civil, en el que las referencias a Heidegger son de segunda mano, procedentes de su lectura de un libro de Gurvitch (1930-31), el introductor, al parecer, de Heidegger en Francia en sus cursos de la Sorbona de 1928. El texto de Machado, fechado en diciembre de 1937 y titulado «Miscelánea apócrifa. Notas sobre Juan de Mairena», contiene errores de transcripción de algunas palabras alemanas que no están en el original francés ni en la traducción, y repite algún error de traducción o interpretación de Gurvitch (Marías, 1953) que le sirve, irónicamente, para hacer una objeción a Heidegger, matizada por un «si no recuerdo mal» (IV, 2362).

López Molina (291) supone que Machado pudo leer algo más sobre el alemán, pero no era necesario: ni el libro de Gurvitch es tan limitado ni el artículo de Machado tan inspirado como afirma Marías, pues no parece pretender otra cosa que relacionar a Mairena con las ideas de Heidegger —y algunas otras de Max Scheler— expuestas por Gurvitch, incluyendo algunas consideraciones sobre el hitlerismo y la guerra que servirían para entretener a los lectores interesados de Hora de España. Sánchez Barbudo apunta que Machado, desde 1935, pudo conocer alguna traducción francesa de Ser y tiempo, pero la única versión francesa de Ser y tiempo en vida de Machado es parcial, la que hizo H. Corbin en 1937 en una antología titulada ¿Qué es la metafísica?, que incluye los apartados 46-53 y 72-76. Puesto que el artículo sobre Heidegger va fechado en diciembre de 1937, en Valencia, no sería imposible que Machado tuviera allí a su alcance la antología de Corbin y el texto de Gurvitch, que ya conocería de antes, lo mismo que «¿Qué es metafísica?», un texto de 1928-29 traducido por Xavier Zubiri y publicado en Cruz y Raya en septiembre de 1933.

No tendría, pues, mucho sentido hablar de influencia de Heidegger en Machado si no es por afinidad de sus ideas con las de los apócrifos machadianos y en oposición temperamental con las de Ortega, bien al tanto éste de la obra del alemán desde la aparición de Ser y tiempo en 1927. Ortega, visto desde los presupuestos habituales que separan tajantemente poesía y filosofía, bien podría situarse a medio camino entre Machado y Heidegger, en cuanto que éstos serían, ante todo, desde esos presupuestos, poeta y filósofo, respectivamente; además, para Ortega, todo pensador tiene en su pensamiento un subsuelo no consciente, un suelo explícito y un adversario (Obras, ed. 1983, 9, 394-95; ed. 2006, VI, 849; Martín, 302-303). La retórica sería el suelo del pensamiento de Mairena y, proponemos, el subsuelo de Ortega y Heidegger
[2]; y el apócrifo es un adelantado en el mismo sentido en el que se sitúa el español respecto al alemán —su nunca reconocido adversario— en una nota de 1932:

 
No podría yo decir cuál es la proximidad entre la filosofía de Heidegger y la que ha inspirado siempre mis escritos, entre otras cosas, porque la obra de Heidegger no está aún concluida, ni, por otra parte, mis pensamientos adecuadamente desarrollados en forma impresa; pero necesito declarar que tengo con este autor una deuda muy escasa. Apenas hay uno o dos conceptos importantes de Heidegger que no preexistan, a veces con anterioridad de trece años, en mis libros (V, 127).

¿Está Machado parodiando a Ortega y a Heidegger, catedráticos de filosofía, a través de Mairena, profesor de retórica sin cátedra? En el texto de 1938 sobre Heidegger Mairena se nos muestra como muy preparado para recibir su pensamiento y Unamuno como un adelantado, al tiempo que se menciona a Sócrates y el pensamiento griego es relacionado con la gimnástica. A esto habría que añadir las disensiones entre Unamuno y Ortega y la pretensión citada de éste de haberse adelantado también a Heidegger en algunas de sus ideas, al tiempo que, en otras ocasiones, se muestra crítico hacia él. Mairena llega a preguntarse si no son los españoles, en particular los andaluces, algo heideggerianos sin saberlo, para luego citar a Valéry a propósito de la angustia de la filosofía del alemán, todo ello, ya, en el contexto de la guerra y de la amenaza hitleriana.

El segundo Juan de Mairena, dice Valverde (2628) puede ser visto como una autocaricatura de Machado y un recurso para exponer lo oblicuo o irónico de un pensamiento comprometido con la realidad viva, desplazando a Abel Martín, al que había adjudicado todo lo que pudiera parecer convicción firme o hipótesis universal, o sea, tesis, filosofía sistemática. Este segundo Mairena, además, rechaza el pragmatismo y se declara librepensador, en el sentido de remover las raíces del pensamiento, con un escepticismo que es «crítica de la pura creencia», la cuarta crítica que no escribió Kant, abriendo así la posibilidad de que la realidad sea algo mejor de lo que ofrece el pensamiento abstracto.

Ni Ortega ni Heidegger encajan en el perfil del filósofo sistemático con el que Mairena describe a su maestro, y la segunda alusión de Ortega a Heidegger se sitúa en un ensayo de 1929 que dedica, precisamente, a Kant (IV, 284): la primera ocurre al final de un artículo concebido como prólogo a la traducción de la Filosofía de la historia de Hegel, publicado por la Revista de Occidente en febrero de 1928; pero mientras que Heidegger publica en 1927 un libro de apariencia sistemática —un tratado— que va a darle inmediato renombre entre la filosofía académica y no académica, no ocurre lo mismo con Ortega, que va a estar preocupado siempre por dar a sus ideas una forma sistemática, o de libro, sin conseguirlo nunca del todo.

Heidegger promete una continuación de su libro, pero lo deja inconcluso y es cada vez menos sistemático y cae en la ambigüedad política respecto al nazismo, al tiempo que las circunstancias políticas de España y Europa van deteriorando el compromiso de Ortega con el tiempo que le tocó vivir, hasta acabar en la inhibición, y el exilio, exterior o interior. Es esta pretensión de ser un filósofo sistemático o académico fuera de lugar o sin tener condiciones para ello, algo que adivina, quizás, y adelanta también Machado con el tratado filosófico de Mairena Los siete reversos («Cancionero de Juan de Mairena», en Poesías completas, 2.ª ed., 1928, CLXVIII), libro cuya temática y extensión recuerdan las de Ser y tiempo. Y si suponemos que Machado adivina también el subsuelo retórico de Ortega, el Juan de Mairena de 1936 podría verse como una réplica a su profesor de filosofía que hace consciente ese mismo subsuelo.

 

II

El distanciamiento entre Machado y Ortega parece haberse producido a partir, justamente, de 1927, año del centenario de Góngora, de la aparición de Ser y tiempo y de la última carta que Machado le dirige, aquella en la que le llama poeta al tiempo que alude a su aristocratismo y le anuncia que tiene comenzado un nuevo apócrifo, Juan de Mairena; lo dará a conocer en la segunda edición de Poesías completas, a comienzos de 1928, y es allí donde Meneses, el discípulo, tacha a Mairena de cursi, por su aristocratismo y su falta de sintonía con el sentir general. Del jueves 31 de enero de 1929 es, según Depretis (115), la carta de Machado a Pilar de Valderrama en la que llama a Ortega pedante y cursi, a propósito de una sesión del Cineclub —patrocinado por La Gaceta Literaria y dirigido por Luis Buñuel— a la que había asistido la dama el día 26 y de la que da cuenta al poeta (ed. Macrí, 1690, carta VI). No se explica si la referencia a Ortega se debe a que intervino en la sesión o a una nota (¿de Ortega?) del periódico El Sol del 27 de enero que reproduce Depretis (113) en la que se critica la falta de altura de la proyección, «para uso de mayorías perfectamente vulgares, no de minorías innovadoras y selectas».

El tema de la cursilería parece estar en el ambiente, pues Ortega lo incluye en un ensayo titulado «Intimidades», fechado en septiembre de 1929 e incluido al final del volumen VII de El Espectador, publicado en ese mismo año. Lo trata en relación a otro fenómeno, el guaranguismo, que se da en Argentina, país a cuyo modo de ser va dedicado el ensayo. Aunque sostiene que el término cursilería no tiene traducción posible debido a que sólo puede darse en unas condiciones como las de la España decimonónica, de hecho se dan fenómenos paralelos en todas las sociedades de América latina —lo picúo caribeño o la guachafería andina, por ejemplo—, sin contar las evidentes afinidades con el Biedermeier o el kitsch, propios del contexto germánico, todos ellos asociados al desarrollo más o menos precario de la llamada clase media, o burguesa.

En cualquier caso, el aristocratismo de Ortega puede relacionarse con su subsuelo retórico desde siempre, en relación con su clase social —la burguesía alta— y su educación, ya desde sus primeros años con los jesuitas, cuyo sistema de enseñanza, o ratio studiorum, fomenta el elitismo competitivo, tan bien asimilado por la sociedad burguesa, y sitúa la retórica, a imitación de Quintiliano, en el nivel más elevado. El propio Ortega no deja de resaltarlo en 1910, con ironía no exenta de orgullo:

 
Ramón Pérez de Ayala me envía un libro que acaba de componer. Se titula A.M.D.G.: La vida en los colegios de jesuitas. El autor ha sido discípulo de estos benditos padres: yo también. El autor es de mis amigos más próximos, y nos une, sobre el afecto, análoga sensibilidad para los problemas españoles. [...] He de apuntar otra feliz coincidencia: Ayala fue emperador en las clases del colegio de Gijón; yo también fui emperador en el colegio que los jesuitas mantienen en Miraflores del Palo, junto a Málaga (II, 117).

Emperador o imperator es, en la jerga de la ratio studiorum, el alumno más aventajado de la clase, el que se lleva los máximos premios y menciones, el que sobresale sobre los demás, ante todo en el dominio elevado de la expresión hablada y escrita, en el dominio de la retórica. La división en grados asociada al militarismo propio de los orígenes mismos de la Compañía, inseparable de la influencia clásica latina, es destacada por Pérez de Ayala en el capítulo «La pedagogía de Conejo»:

 
Cada clase se dividía en dos bandos, romanos y cartagineses, con sus estandartes correspondientes. Los romanos se sentaban en los bancos de la derecha del profesor; a la izquierda los cartagineses. El más aventajado del aula trascendía de ese particularismo; era el emperador (217).

Los diferentes grados militares romanos se aplican a otros alumnos con la misión de inspeccionar o delatar; los sábados se convocan desafíos, con vencedores y vencidos, y desfiles; y el domingo es el día de la lectura de las notas semanales. El comienzo de la educación universitaria de Ortega es también jesuítico, en Deusto, donde estudia Derecho y Letras. Tampoco allí faltaría la materia retórica, tan relacionada con el Derecho, y aunque, al parecer, tuvo a Unamuno como profesor de griego, el futuro rector de Salamanca no da señales en su obra de aprecio alguno por esa materia. Es evidente, además, que las clases del profesor de retórica Juan de Mairena son el reverso de las jesuíticas. Machado, educado en la Institución Libre de Enseñanza, no hubo de sufrir los métodos de esa orden religiosa, pero si alguna ventaja tuvieron sus alumnos fue la base retórica que aprendieron; en cambio, a juzgar por las ideas de Giner de los Ríos, no parece que la retórica, ya muy degradada en su enseñanza a mediados del siglo XIX, estuviera en los planes de estudios de la Institución, salvo como apéndice de la nueva asignatura de literatura, que Giner enaltece como forma privilegiada de conocer la vida de los hombres asociándola a la historia, algo que es, por otra vía, el fundamento mismo de las ideas de Ortega.

Es fácil oponer el tono declamatorio y magistral que Ortega mantuvo siempre, en sus clases o en sus conferencias retribuidas, al diálogo distendido e informal de las clases no obligatorias y gratuitas de Mairena, cuya asignatura oficial era la gimnasia; pero diálogo literario, al fin y al cabo, escrito para ser leído y, por tanto, paradójicamente, sin el tono vital de las conferencias de Ortega, en acorde con el papel esencial de la vida en sus ideas. Otra cosa es que mantuviera ese tono «retórico» hasta el final: léase la descripción que hace Luis Martín Santos en su Tiempo de silencio (9ª ed., Barcelona, Seix Barral, 1973: 131-133, 135) de una conferencia de Ortega en sus últimos años, en el contexto inoperante de la posguerra. Y es fácil también oponer la barroca retórica jesuítica, pasada por el concepto y la agudeza de Baltasar Gracián, a otra retórica más viva, que recupere sus orígenes y no esté al servicio de cualesquiera ideología: esto explicaría también, quizás, las críticas de Mairena al Barroco y al conceptismo. A pesar de todo ello, el lazo común entre Mairena y Ortega es la retórica, y tanto el apócrifo profesor sin cátedra como el catedrático de metafísica comparten, a través de Machado, la acusación de aristocratismo y cursilería.

 

III

Muere Ortega en 1955 y en la necrológica que le dedica Gregorio Marañón en ABC (19 de octubre), titulada «Universidad y retórica en Ortega», se refiere a su retórica maravillosa, «bendita retórica» de uno de los últimos que no sucumbieron ante la confusión de la plebeyez con la naturalidad. Se escribe como se piensa, añade Marañón, y la retórica de Ortega era como sus alas para volar; a veces, «su dicción se hinchaba como una ola antes de ser agua serena, para que así lo pareciera más. ¡Bendita retórica!». Pero Ortega murió sin conceder a la retórica el valor de agua serena que tiene casi siempre en su obra escrita, fuera de la dicción a la moda en la clase magistral o la conferencia. Es Juan de Mairena quien desarrolla en sus clases lo que pudieron ser las clases de Ortega, si éste hubiera visto más allá de la retórica jesuítica y hubiera aplicado a ellas lo que hacía en sus ensayos.

En la postura de Machado respecto a Ortega entre 1927 y 1936 debió de influir la pública actitud, o pose, que adopta el profesor de metafísica, un cierto engolamiento o gesto declamatorio que puede percibirse en algunas grabaciones conservadas y que a veces se transparenta incluso en sus propios escritos, un cierto tono que conserva los ecos de una retórica parlamentaria que no había perdido todavía los tics decimonónicos o, como dice Molinuevo (15) refiriéndose a su curso de 1929 ¿Qué es filosofía?, al «carácter teatral, es decir, profundamente retórico de las lecciones que, aunque fueran escritas, no eran leídas». Sin embargo, aunque la pose y el tono más o menos afectados vayan unidos a un aristocratismo evidente del talento o la inteligencia —tal como el mismo Machado reconoce en esa misma carta—, la intención de Ortega al hablar o escribir es, ante todo, la de divulgar, de que se le entienda —la perspicuitas retórica— y de llegar al público más amplio posible, de ahí que su medio de expresión, de siempre, sea el periódico o la conferencia pública, con un éxito evidente del que es prueba el curso de 1929.

Heidegger, por el contrario, es el escritor básicamente hermético, que escribe para especialistas en un contexto universitario con una deliberada oscuridad u obscuritas, una especie de Góngora filosófico. El mismo Ortega parece replicar a Heidegger en su curso de 1929 en este sentido, pues ya en la primera lección sostiene que la claridad es la cortesía del filósofo, el cual, sin renunciar al rigor, debe huir de toda terminología hermética cuando emite y enuncia sus verdades. En 1926, en un artículo titulado «Lectura y relectura» (El Sol, 23 de mayo) había aludido ya al hermetismo de la Lógica de Hegel, obra de ardua lectura cuyas más de mil páginas le costó dos años digerir (OC, IV, 2005: 17); cabe suponer que las poco más de cuatrocientas del libro de Heidegger le costarían cerca de un año, pues justamente la primera referencia es de 1928, en un artículo sobre Hegel mismo. Desde el punto de vista retórico la obscuritas de Heidegger tiene que ver con la opinión del especialista en una materia, cuyos razonamientos escapan a la capacidad de comprensión del público o del juez (Lausberg, § 64, 5). Si a todo esto añadimos la dificultad del idioma alemán, pocos —Ortega entre ellos— podrían tener, en el contexto en el que Machado escribe, una comprensión mínima de Heidegger sin un filtro divulgador o traductor, como el que pudo suponer para Machado el libro de Gurvitch, u Ortega mismo.

Al mismo tiempo, Heidegger —tal como constata su discípulo italiano Ernesto Grassi (4)— es incapaz de comprender, desde su punto de vista de filósofo académico formado en la tradición metafísica germana, la tradición humanística del sur de Europa. En esto, tanto Grassi como Ortega, que coincidieron en los cursos que dio en Friburgo entre 1929 y 1931, estaban de acuerdo; la diferencia es que Grassi reconoce claramente y estudia en detalle el fundamento retórico de esa tradición y su papel esencial en ella, algo que ni Ortega ni Heidegger llegaron a ver (Martín, 106-15; 137-39), aunque sea también el fundamento o subsuelo de su propia obra, de manera diferente. Hay, por ello, un elemento común entre Heidegger, Ortega y el profesor de retórica Juan de Mairena: el uso, en la elaboración de un tema o cuestión, de la agudeza, el acutum dicendi genus de la retórica, que equivale a la elocutio intelectualmente interesante (Quintiliano, 8, 3, 49; Lausberg, § 540, 3). Este género o estilo se apoya principalmente en la paradoja y el juego de palabras, en la ironía, el énfasis, la perífrasis y el oxímoron, además de otros recursos propios del ordo artificialis. Mientras que el recurso preferido de Heidegger es, con mucho, la figura paradógica de dicción, sobre todo los juegos de palabras —annominatio, polyptoton, traductio, figura etymologica— que tanto dificultan, o incluso impiden, la traducción de sus textos, Ortega usa y abusa de tropos o figuras de pensamiento, la metáfora ante todo, en variadas combinaciones. En Juan de Mairena, en cambio, predomina la ironía, la perífrasis y otras figuras paradógicas de pensamiento. La agudeza incluye también el uso de la urbanitas (Lausberg, § 257, 2a), o estilo culto ciudadano, opuesto al vulgar o rústico, aunque Mairena intente conjugar este aspecto en relación con su Escuela de Sabiduría Popular, resto de la afección de su autor a todo lo que supone cultura popular o folklore, ese saber y sentir del pueblo o vulgo —Volk— decantado como creencia, en el sentido orteguiano, que enlaza con la tradición humanista desde Vico y Herder, en la que filosofía y filología son saberes intercambiables y complementarios (López Molina, I, 107 ss.; II, 223 ss.).

 

IV

La cursilería y la retórica nos permiten, además, presentar a Ortega, Machado y la Valderrama, de manera figurada, como ménage à trois a través de los apócrifos que representan o enmascaran como personajes algunas de sus características como personas. Ya en 1906 había hecho Ortega en El Imparcial una crítica del modernismo poético al uso, epígono de la cursilería poética decimonónica, en su reseña a La corte de los poetas, una antología recopilada por Emilio Carrere, en la que Antonio Machado va incluido (Ortega 2004, I, 92-99). Califica la antología de literatura decadente, propia de la «aristocracia femenina» que desdeña lo que pasa en la calle, y de la que Machado se desmarca, quizá como respuesta a la crítica de Ortega, en su autorretrato de 1907, calificándola de «nuevo gay-trinar». Mairena, en el «Cancionero apócrifo» de 1928, hará la distinción entre el poeta, que tiene una metafísica, y el señorito —o señorita— que hace versos (Machado 1989, p. 706), algo que es aplicable a la Valderrama, y en «Divagaciones de actualidad» (Ayuda, 7 de noviembre de 1936) sospecha Machado que la educación jesuítica es el origen del señoritismo (Gibson 2007, p. 602), el cual, a su vez, impregna el aristocratismo más o menos justificado en el que Ortega se ve envuelto. El señoritismo surge en el siglo XIX asociado a la cursilería y para Ortega, como hemos visto, ello sólo puede darse en unas condiciones como las de la España decimonónica, asociadas al desarrollo precario de la clase media, situación que en España se prolonga durante el siglo XX. Por ello, es el siglo XIX lo que hay que superar, con su poesía cosmética y su filosofía sistemática, lo que equivale, para Machado, a recrearlo como pasado apócrifo. Así también, lo que permite que Ortega pueda ser calificado de cursi por Machado en su carta privada a Pilar de Valderrama es inseparable de la acusación de aristocratismo que le hace en la última carta citada que le dirige, o de la acusación que el discípulo Meneses hace al apócrifo Juan de Mairena: «Usted, como buen burgués, tiene la superstición de lo selecto, que es la más plebeya de todas. Es usted un cursi» (Machado 1989, p. 710).

En una entrevista de 1932 con Fernando Vela, el editor de la Revista de Occidente, Ortega es calificado como «el mayor suscitador de temas» (Ortega 2006, V, p. 109); de temas, la base o fuente de todo discurso —la inventio, o invención retórica— trata toda la conversación, pero los temas, tal como aquí se destaca, tienen su biografía, son inseparables de la vida de cada cual. A estas alturas, Machado sigue todavía dándole vueltas a su tema principal, la poesía: elegido para la Real Academia de la Lengua en 1927, no redacta hasta 1931 un «Proyecto de un discurso» para el ingreso, que nunca pronunció, en el que cita a Valéry y a Jorge Guillén como ejemplos de poetas conceptuales o deshumanizados, en el sentido orteguiano. La poesía, dice al final, no ha superado aún el momento barroco, es más gesto que acción, «es todavía ingenio y retórica, laberinto de imágenes, maraña de conceptos, actividad estéticamente perversa, que no excluye la moral, pero sí la naturaleza y la vida» (Machado, 1989, p. 1796). Late todavía aquí una idea jesuítica de la retórica como la que sufrió y mantuvo Ortega casi siempre, aunque otra cosa practicara en sus ensayos, fuente de temas e inspiración evidente para las clases de retórica y sofística que Mairena desarrolla en sus clases, en las que a veces polemiza, o ironiza, con Ortega, sin citarlo, sobre el hombre masa, las élites, la pedantería y los intelectuales. Véase, por ejemplo, el apartado XXXVI de Juan de Mairena (Diario de Madrid, 24 de octubre de 1935; Machado 1989, pp. 2058-60).

En cuanto a Pilar de Valderrama, el único texto publicado por Machado sobre ella es la reseña prometida a su libro de poesía Esencias (El Imparcial, 5 de octubre de 1930). Dice el poeta de la autora que

 
no profesa en la orden barroca, que rinde culto a la dificultad, creada artificiosamente por ingenua ignorancia de lo realmente difícil. Se sabe que en poesía —acaso sobre todo en poesía— no hay giro o rodeo que no sea una afanosa búsqueda del atajo, de una expresión directa; que los tropos, cuando superfluos, ni aclaran ni decoran, sino complican y enturbian, y que las más certeras alusiones a lo humano se hicieron siempre en el lenguaje de todos (Machado 1989, p. 1776).

Pero «el lenguaje de todos» en Esencias es todavía el de la retórica vacua y jesuítica tradicional, la de los poetastros cursis decimonónicos de los que habla Galdós en el capítulo XII de El amigo Manso (1882; Moreno, 2007). La «incomodidad» y «reserva» que aprecia Gibson (2007, p. 510) en la reseña, no se deberían tanto al temor de Machado de revelar su relación con la autora como a los defectos del libro mismo, evidentes para cualquiera que entienda de poesía, algunos de los cuales quizás intentó enmendar antes de su publicación (Gibson 2007, pp. 463-64; 480; 499-500). Por ello, el elogio obligado del amante y eminente poeta se matiza mediante una «metafísica» de poeta que es la suya propia, con la reiteración del ataque a la que él llama lírica conceptual al uso, deportiva o masculina, al tiempo que tacha el poemario de «extemporáneo», o de «libro de mujer» que contiene, más que «visiones del intelecto», «evidencias del corazón, esencias líricas y, por ello mismo, de un marcado acento temporal» (Machado 1989, p. 1777). Además, la trasnochada beatería de la autora es edulcorada («lírica piadosa») o justificada a través de una forzada analogía con la interpretación de Cristo como ángel díscolo que había hecho el apócrifo Abel Martín (Machado 1989, p. 1775).

Antonio vive con Pilar un doble juego inevitable entre fervor y disimulo, si quiere conservarla; su pasión tardía de viudo cincuentón armoniza bien con la sensiblería cursi de la poetisa y alimenta sus aspiraciones literarias, lo único, quizás, que a ella le interesa, si dejamos aparte la vanidad de saberse querida por el gran poeta. Todo converge en la soledad de éste, la que le hace exclamar, cuando ella le impone castidad en sus relaciones: «Con tal de verte, lo que sea» (Gibson 2007, p. 467). Leemos en una carta fechada por Depretis el 24 de abril de 1930:

 
Cuídate, diosa mía, y no olvides a tu pobre poeta, tan solo, tan triste, ¡tan profundamente desdichado! Tú, desde lejos —aun sin verme— puedes hacer mucho por mí, con sólo recordarme, con enviarme algún ¿sabes? De esos tuyos, que siempre me llegan (Machado 1989, XIII, p. 1708; 1994, carta 32, p. 256).

No parece posible separar el lado serio del ¿sabes? como anagrama de ¿besas?, la seña convenida entre los amantes corteses, del lado irónico o de juego, la esperanza no perdida aún por Antonio de ganar la partida, es decir, la dama. Volvemos a citar a Lausberg (§ 893), a propósito de las figuras de pensamiento por immutatio o sustitución —los tropos—, entre las que figura la alegoría —los apócrifos son alegorías— y la ironía, como caso particular, pues se trata de decir una cosa —plano del juego— que en realidad significa otra —plano serio— y esa otra cosa, en el caso de la ironía, es su contraria, con lo que los planos quedan invertidos o, mejor aún, confundidos, confusos. En Machado, el contraste entre el plano del juego —su superioridad como escritor— y su vida, el plano serio de su relación con Pilar y las cartas que le escribe —cartas privadas, no se olvide—, plano en el que su inferioridad es aplastante, genera una situación que no puede resolverse si no es trasladando o transfigurando a la Guiomar de las canciones al reducto de los apócrifos, cuando en el Juan de Mairena este profesor de retórica y sofística comente unos versos de su maestro Abel Martín que incluyan a Guiomar, recreada en el pasado vivo, o apócrifo.

 

V

Antes de llegar a esta solución literaria preludio de la separación de la mujer real, Machado convive, mejor o peor, con la cursilería de la relación que Pilar de Valderrama le impone, en cuanto mutua pretensión excesiva que resulta ridícula o afectada, erótica en el caso de Machado, literaria en el caso de la dama. ¿Quién es ella? Una mujer casada de clase acomodada y admiradora de Machado que publica su primer libro de poesía, Las piedras de Horeb, en 1923, con ilustraciones de su marido, el ingeniero Rafael Martínez Romarate, y una portada del escultor Victorio Macho, su cuñado. El libro recibe alguna crítica benévola, lo mismo que al publicar otro en 1928, Huerto cerrado, del que envía un ejemplar a Machado. El primer encuentro entre Pilar y Antonio tiene lugar en Segovia en mayo de 1928: acude ella con una carta de presentación para el poeta y en sus memorias póstumas (1981) —en las que se publican por primera vez las cartas de Antonio que quiso salvar, manipuladas— relata su emoción al conocerle, aludiendo a su desaliño indumentario y al poco atractivo del cincuentón; lo que no cuenta son sus problemas matrimoniales, tras el escándalo público que provoca el suicidio por defenestración de una amante de su marido. Sus encuentros posteriores son frecuentes, pero la dama, ante el entusiasmo del poeta, impone castidad, que parece haberse cumplido: en una carta, Machado le pregunta si tendrán que arrepentirse algún día y añade: «¡Arrepentirse de la virtud! ¡Extraña paradoja! Las verdades vitales son siempre paradojas» (1994, p. 207; 1989, pp. 1725-26).

De haber sido Antonio Machado un poeta «deshumanizado» la Guiomar que aparece por primera vez en los versos de la Revista de Occidente en 1929 no hubiera necesitado, en rigor, de Pilar de Valderrama para ser creada; ni luego, en 1935, ante la inminencia de la separación, habría tenido que recrearla como apócrifo a través de otro apócrifo. Es lo que nos explica el apartado VIII de Juan de Mairena:

 

Merced al olvido puede el poeta —pensaba mi maestro— arrancar las raíces de su espíritu, enterradas en el suelo de lo anecdótico y trivial, para amarrarlas, más hondas, en el subsuelo o roca viva del sentimiento, el cual ya no es evocador sino —en apariencia, al menos— alumbrador de formas nuevas. Porque sólo la creación apasionada triunfa del olvido. [...]

...¡Sólo tu figura
como una centella blanca
escrita en mi noche oscura!
...
¡siempre tú!, Guiomar, Guiomar,

mírame en ti castigado:
reo de haberte creado,
ya no te puedo olvidar.

Aquí la creación aparece todavía en la forma obsesionante del recuerdo. A última hora el poeta pretende licenciar a la memoria, y piensa que todo ha sido imaginado por el sentir.

Todo amor es fantasía:
él inventa el año, el día,
la hora y su melodía,
inventa el amante y, más,
la amada. No prueba nada
contra el amor que la amada
no hay existido jamás...

(Machado 1989, pp. 1942-43).

Pero si el amor puede existir sin la amada, ¿no es el sentir que todo lo ha imaginado una creación poética, algo deshumanizado? Leemos en Ortega, una década antes:

 
Yo diría que el amor, más que un poder elemental, parece un género literario. [...] Más que un instinto, es una creación y, aun como creación, nada primitiva en el hombre. El salvaje no la sospecha, el chino y el indio no la conocen, el griego del tiempo de Pericles apenas la entrevé. Dígaseme si ambas notas: ser una creación espiritual y aparecer sólo en ciertas etapas y formas de la cultura humana, harían mal en la definición de un género literario. («Para una psicología del hombre interesante», Revista de Occidente, julio de 1925; Ortega 2006, V, pp. 188-89).

Machado no ha olvidado aún a Pilar de Valderrama en marzo de 1938, pero el soneto que le escribe en Rocafort, cuando cree que ella sigue en Portugal, el que empieza: «De mar a mar, entre los dos la guerra / más honda que la mar…», suena a despedida definitiva, muy lejos ya 1930, cuando tras publicar las primeras «Canciones a Guiomar» promete por dos veces un libro de poesías dedicado «a su diosa» (1994, pp. 181 y 213), libro que nunca llevó a cabo, siempre barruntando la inevitable separación:

 
Ya se fue la diosa. ¿La volveré a ver? [...] Hay que buscar razones para consolarse de lo inevitable. Así, pienso yo que los amores, aun los más realistas, se dan en sus tres cuartas partes en el retablo de nuestra imaginación. [...] Lo maravilloso del espíritu es el poder milagroso de elegir entre las imágenes y poder cambiar a voluntad unas por otras (carta de agosto de 1930; Machado 1989, X, pp. 1699-1700; 1994, carta 19, p. 191).

En el amor tardío de Antonio, Guiomar, la amada inventada o apócrifa, irá ocupando más de las tres cuartas partes y Pilar de Valderrama quedará reducida a una imagen borrosa ya en el año fatídico en el que comienza la guerra civil. Las últimas cartas entre Pilar y Antonio son de junio de 1936, según Moreiro, pues ella debió de salir hacia Portugal en abril y le dejó una lista de correos de Lisboa y Estoril (Gibson 2007, pp. 587-88). En sus memorias, en las que mezcla siempre groseramente lo simulado con lo disimulado, Valderrama se justifica diciendo que tenía una familia y unos hijos a los que no podía abandonar; vuelve a España en 1937 y en Salamanca encuentra a Manuel Machado, quizás en las mismas fechas en que éste leía en la radio versos patrióticos a favor de los «nacionales», algunos dedicados al mismísimo Franco (Gibson 2007, pp. 610-11; 631). Hasta 1979, poco antes de morir el 15 de octubre, no hace Pilar a Moreiro las primeras declaraciones sobre su relación con Machado, no sin muchas reticencias. Siguió escribiendo poesía hasta su muerte, reunida en el libro póstumo De mar a mar (1984).

Valderrama escribió también obras de teatro: La vida que no se vive (corregida a instancias de Machado) y El tercer mundo, publicada en 1934, donde su propio juego entre el marido y el poeta queda reflejado (Gibson 2007, p. 465). La obra escenifica un espacio nocturno, de once a doce, en el que los amantes hacían coincidir sus pensamientos en la castidad de la relación, de manera que la culpabilidad no manchase el amor y éste sobreviviera al tiempo y a la muerte (Murciano 1984, p. 22). El propio Machado hace suyo ese «tercer mundo» en sus cartas a Pilar y en ellas se confirma, también, la identificación de ambos con Lola la cantaora y Heredia el guitarrista en La Lola se va a los Puertos (estreno en noviembre de 1929), detallada por Valderrama en un poema de su libro póstumo, el titulado «Recuerdo de la Lola» (Valderrama 1984, pp. 131-32). Poco después, en La prima Fernanda (I, 4), obra teatral estrenada el 25 de abril de 1931, Fernanda, defensora del sentimiento, discute con Jorge de Ulloa, el poeta «deshumanizado». La «máquina de hacer versos» o «lotería de palabras» inventada por «un Muller de Pomerania», que Fernanda menciona como medio de «deshumanización completa», recuerda el invento de la Academia de Lagado, en Swift, mientras que la máquina de cantar, o de trovar, el «aristón poético» de Jorge Meneses, el apócrifo que inventa Mairena (Machado 1989, pp. 708 ss.), tendría la función de contrarrestar los tópicos o frases hechas de la cursilería poética, pues el aparato «no ripia ni pedantea».

Según Moreiro, Antonio habría escrito a Pilar unas doscientas cartas entre 1928 y 1936, de las que sólo se conservan las 36 publicadas en 1981, todas escritas entre 1929 y 1932 y manipuladas o mutiladas por ella, aunque Depretis (Machado, 1994), en su edición, haya conseguido ordenarlas por fecha y restituir fragmentos. Ninguna carta de la Valderrama se ha salvado. Conociendo a la dama, puede conjeturarse que sólo salvó aquellas cartas de Machado de los primeros años de la relación en las que éste muestra su faceta más sumisa o cursi según los cánones epistolares de la época, y que destruyó aquellas otras en las que el poeta se mostrara más rebelde o atrevido, y todas las que pudieran comprometerla políticamente. Sólo hay cuatro cartas conservadas, todas de 1932, después de la fechada el día 15 de abril de 1931 en la que Machado le da cuenta de los sucesos que tuvieron lugar en Segovia con la proclamación de la República, pero minimizando mucho, según Gibson (2007, 520), su entusiasmo y su participación en los hechos. Entre 1932 y 1933 se suceden el desengaño político de Ortega y el destino madrileño de Machado, cada vez más involucrado en la política.

Por lo mismo, no incluye la Valderrama en su libro antológico de 1958 los poemas que cita Machado en su reseña a Esencias, y en 1961 envía al padre Félix García la carta que reproduce Moreiro, en la que trata, todavía, de descargar su conciencia, insistiendo siempre en la pureza, si no honestidad, de su relación con Machado. Se trata del mismo sacerdote que, a requerimiento de la esposa de Ortega, dio a éste, ya inconsciente, la extremaunción sub conditione en octubre de 1955 (Gray, 1994, 359), pues Ortega siempre se declaró no católico (ibid.; Ortega, 1983, XI, 409).

En De mar a mar vuelve al tema del jardín en «Aquel jardín» (Valderrama 1984, p. 97) y en el poema titulado «El mar», escrito en la playa de San Juan en 1968, reúne al poeta, al hijo y al esposo (muerto en 1954), al que se había vuelto a unir por el dolor de la muerte del hijo, objeto del libro Holocausto (1944). Sin comentarios.

 

VI

Pilar de Valderrama, en un poema que al parecer envió a Machado en una carta, publicado después en sus memorias («Testamento de un amor imposible», 1981, p. 53), asume el doble papel de resignada esposa y de intocable Beatriz de un nuevo Dante que, según dice luego, se hubiera pasado al franquismo, como su hermano Manuel, si ella hubiera permanecido a su lado durante la guerra (Gibson, 2007, 514 y 704). La analogía tiene su fundamento en el soneto de Machado escrito desde Segovia, que comienza: «Perdón, Madona del Pilar, si llego, / al par que nuestro amado florentino...» La fecha del soneto debe de coincidir con la de la carta que le envió Pilar desde Zaragoza a finales de 1930. José Luis Cano (1960) fue el primero en identificar a la destinataria, al estudiar la relación de Machado con Dante.

Sin embargo, a Valderrama le va más el papel de Salomé tal como es expuesto en el ensayo de Ortega «Esquema de Salomé» (El Espectador, IV, 1921):

 
Salomé es fantaseadora a lo varonil, y como su vida imaginaria es lo más real y positivo de su vida, contrae en ella la feminidad una desviación masculina. Añádase a esto la insistencia con que la leyenda alude a su virginidad intacta. [...] Mallarmé vio certeramente suponiendo a Salomé frígida. [...] El Bautista es un personaje peludo y frenético [...] No podía Salomé haber caído peor; Juan Bautista es un hombre de ideas, un homo religiosus; el polo opuesto de Don Juan, que es el homme à femmes [...] Salomé ama a su fantasma; a él se ha entregado, no a Juan el Bautista. Es éste para ella meramente un instrumento con el que dar a aquel corporeidad. El sentimiento de Salomé hacia su hirsuta persona no es de amor, sino más bien el apetito de ser amada por él, [...] necesita apoderarse de su persona. [...] Ved por qué, como otras un lirio entre las manos, lleva esta mujer una cabeza sesgada entre sus largos dedos marmóreos. Es su presa vital. [...] Pero es una historia demasiado intrincada y prolija para que yo la cuente aquí ésta del trágico flirt entre Salomé, princesa, y Juan el Bautista, intelectual (Ortega 1983, II, p. 480).

Una especie de Juan el Bautista sería Abel Martín, el viejo intelectual que preludia la llegada de Juan de Mairena. Como ellos, Ortega y Machado oscilan entre uno y otro, entre el Homo religiosus, o seriosus, y el Homo rhetoricus, entre lo sistemático y lo relativista o circunstancial, en esa frontera difusa entre filosofía y literatura que ellos mismos recrean y que es tan vieja como la contienda entre filosofía y retórica. En otro contexto, como secuela profética de La rebelión de las masas, Ortega volverá a la carga en «El Intelectual y el Otro» (La Nación, Buenos Aires, 29 de diciembre de 1940), donde ese «otro» no es sino una variante del señorito satisfecho o del hombre masa:

 
El Otro vive instalado en un mundo de cosas que son de una vez para siempre lo que parecen ser. [...] Su vida excluye todo reobrar sobre lo que le rodea para hacerlo cuestionable, analizarlo, desvirtuarlo, volverlo fantasma y espectro. [...] El Intelectual [...] sabe que las cosas no son plenamente si el hombre no descubre su maravilloso ser que llevan tapado por un velo y una tiniebla. [...] Y las cosas que el Otro usa y abusa [...] fueron todas inventadas por el Intelectual. Todas. El automóvil y la aspirina; flor, canción y mujer. [...] Para que las cosas sean, quiérase o no, hace falta el Intelectual. Lo que el Otro usa como realidades no es sino un montón de viejas ideas del Intelectual, vetustos putrefactos de sus fantasías. [...] El resultado fue que el Otro se ha llenado de ideas, e, incapaz de manejarlas, de dominarlas, pretende vivir de ideas y tener, claro está, sus ideas. Ya he dicho que para el Otro sólo existe lo suyo. Antes no acontecía esto. No pretendía tener ideas. Vivía de tradiciones, de creencias, de fervores y de rencores, que es su régimen natural de vida. Pero ahora pretende opinar, cosa para la cual no está hecho. [...] El resultado es inevitable. Al entrar en el Otro una idea se convierte automáticamente en lo contrario, en un dogma (Ortega 2006, V, pp. 628-30).

El texto puede ser fácilmente malinterpretado como muestra del aristocratismo intelectual de su autor, pero lo que reflejaría, más bien, es su irritación de exiliado ante los desastres de la intolerancia y de la guerra. En este mismo artículo Ortega se refiere al poeta francés Paul Valéry, al que había conocido en Madrid en 1923. Aunque Ortega reconoce al intelectual Valéry, tiene hacia él y hacia su notoriedad pública un marcado tono de conmiseración despectiva que sólo puede justificarse desde la precaria situación en que se encuentra Ortega en Argentina, mientras en la Francia ocupada por los alemanes Valéry sigue en París dando sus cursos en el Collège de France y sus conferencias por todas partes. Compárese con los reproches de Machado —muerto y enterrado en Francia un año antes— hacia Inglaterra y Francia durante la guerra por su falta de apoyo a la República española (Machado 1986, artículos LXXV y ss.) o su disgusto para con Ortega, huido de Madrid al exilio en agosto de 1936 y siempre reticente al compromiso (Gray 1994, 251). El texto de Hora de España de agosto de 1938 (Machado, 1986, pp. 129-30; 1989, pp. 2393-94) puede interpretarse como un reproche a Ortega en este sentido (Gibson 2007, 658-59) y también como una despedida, con la guerra como tema de meditación, al tiempo que el soneto «De mar a mar...» citado, escrito desde Rocafort y publicado en la misma revista en junio, sería la despedida de Pilar, cuando ya Machado preveía su propio fin y el de la Segunda República.

Y es que la guerra civil desplaza de Madrid el ménage à trois erótico-intelectual y lo divide en tres Españas, no en las dos de la copla de Machado: la del nacional catolicismo de siempre, con la dama; la del exilio, exterior e interior, con Ortega y muchos intelectuales; y la de todos los comprometidos con la República —o la utopía— hasta el final, como Machado. En cuanto a Guiomar, su lado secreto se disuelve en el pasado y acaba en un ménage à trois apócrifo en el Diario de Madrid (enero de 1935; Juan de Mairena, VIII), proyectada hacia la juventud de Abel Martín por su discípulo; su cuarta parte de realidad puede que incorpore ahora también algún amor temprano de Machado, como el que Gibson (2007, pp. 171-75; 418; 442) cree descubrir en su primer libro, Soledades (1903), en un retorno hacia el pasado apócrifo o hipotético, pero aún vivo y modificable, del citado apartado XXVIII de Juan de Mairena. Los poemas que se incluyen en el apartado VIII de Juan de Mairena, llevan en la cuarta edición de las Poesías completas (1936, CLXXIV, I-VI) el título «Otras canciones a Guiomar. A la manera de Abel Martín y de Juan de Mairena», con una significativa supresión «Sé que habrás de llorarme cuando muera...», y dos adiciones, los poemas VII y VIII, premoniciones ya de la separación definitiva y de la inminente tragedia que todo se lo lleva. Tras la proyección de Guiomar hacia el pasado de Abel Martín que lleva a cabo Mairena, las dos adiciones de las Poesías completas de 1936 nada tienen que ver ya, propiamente, con la amada o su invención, sino con el poema mismo como producto del amor. Sólo el poema —sólo el gran poema, producto del amor— perdurará, a la postre, con su capacidad —el «ángel del poema»— de resucitar y sacar del olvido la belleza sepulta.

 

Obras citadas

Cano, José Luis (1960): «Un soneto de Machado a Guiomar», en Poesía española del siglo XX, Madrid, Ínsula, pp. 127-30.

Gibson, I. (2007): Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado, Madrid, Punto de Lectura (1.ª ed., Madrid, Aguilar, 2006).

Grassi, E. (2003): El poder de la fantasía, Barcelona, Anthropos.

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Gurvitch, G. (1930): Les tendences actuelles de la philosophie allemande, París, J. Vrin. Trad. esp. de F. Almela (1931), Las tendencias actuales de la filosofía alemana, Madrid, Aguilar.

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Moreiro, J. M. (1982): Guiomar: un amor imposible de Antonio Machado, 2ª ed., Madrid, Espasa-Calpe.

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Notas

[1] La distinción entre Homo seriosus y Homo rhetoricus es de R. A. Lanham (The Motives of Eloquence, 1972, Yale University Press, New Haven, 1, 4). Cf. Stanley Fish, «Rhetoric», en Doing What Comes Naturally: Change, Rhetoric and the Practice of Theory in Literary and Legal Studies (1989, Duke University Press, pp. 471-502). Véase supra. [volver]

[2] Una exposición del subsuelo retórico de Heidegger la hace el propio Ortega en su «En torno al Coloquio de Darmstadt» (1951), Obras, 1983, IX, 630-44.
[volver]

 

Fecha de publicación: octubre 2008


Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
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