Varios textos escritos por José Ortega y Gasset en los
años veinte debieron de influir en la gestación
de los apócrifos machadianos. Así el comentario
que hace a Luigi Pirandello (Sei personaggi in cerca d’autore,
1921) en La deshumanización del arte (Revista
de Occidente, Madrid, 1925, apartado «La vuelta del revés»,
III, 375-76), con la distinción entre personas
—o vidas que hay que hacer, llenar, vestir, etc.—
y personajes —formas o esquemas, figuras—.
Nos propondría el dramaturgo, dice Ortega, que no veamos
a los personajes como personas —lo habitual en el teatro—
sino que los veamos como tales, como ideas, o dicho en términos
retóricos, en su forma o figura de sermocinatio
o etopeya; de esto se deriva la consideración
de las personas como personajes, es decir, como máscaras
sociales, en su papel, o papeles.
Los personajes de Pirandello, como luego los heterónimos
de Pessoa o los apócrifos de Machado, se sitúan
en un contexto polémico, la vanguardia de los años
veinte, que plantea la inestabilidad de la identidad personal
como rasgo presente en el arte nuevo o deshumanizado. Machado
no hace sino seguir en sus últimos escritos la moda que
Ortega teoriza, mezcla desigual de juego tragicómico y
parodia, de lo grotesco y lo cursi, todo reunido y confundido
en tragedia grotesca, entre bromas y veras, alrededor de personajes
diversos más o menos enmascarados, apócrifos: el
filósofo Abel Martín, homo religiosus,
o seriosus, su discípulo Juan de Mairena, homo
rhetoricus, en los que caben algunos rasgos del propio Ortega
[1],
o Heredia, el guitarrista, y la Lola cantaora, en La
Lola se va a los puertos (1929), trasuntos de él mismo
como poeta «galán» y de la poetisa Pilar de
Valderrama, la dama «cortés» transfigurada
ese mismo año en las «Canciones a Guiomar»,
nombre éste incorporado más tarde al mundo apócrifo
de Martín y Mairena.
Por otra parte, la entrega XXXIV de Juan de Mairena (1934-36)
se refiere a los papeles intercambiables entre poeta y filósofo
a propósito de Heidegger y a Paul Valéry (1988,
IV: 2050). Años antes, en 1927, Machado llama poeta a Ortega
en la última carta que le dirige, y apenas si lo menciona
después de 1929, cuando los dos escritores parecen distanciados;
no obstante, hay suficientes indicios de que Machado sigue su
estela, remitiéndonos a él, o replicándole,
implícitamente, a través del apócrifo. En
la lección V de ¿Qué es filosofía?
(19 de abril de 1929, Sala Rex), no publicada en su totalidad
hasta 1957, señala Ortega que Platón, en el Sofista,
|
dirá
que es la filosofía epistéme ton eleúzeron,
cuya traducción más exacta es ésta:
la ciencia de los deportistas. ¿Qué le hubiera
acontecido a Platón si aquí hubiera dicho
eso? ¿Y si encima de eso hubiera situado su disertación
en un gimnasio público, donde los jóvenes
elegantes de Atenas, atraídos por la cabeza redonda
de Sócrates, se agolpaban en torno a su palabra como
falenas en torno a una linterna y alargaban hacia él
sus largos cuellos de discóbolos? (1995: 108). |
Tal
vez pudiera considerarse este pasaje como el germen del segundo
Juan de Mairena (1934-36), profesor de gimnasia que,
además, da clases de retórica y sofística,
tras haber publicado el autor, en 1928, su «Cancionero apócrifo»,
en el que aparece como poeta, filósofo, retórico
e inventor de una máquina de cantar, además de discípulo
del también poeta y filósofo Abel Martín;
tal vez asistió Machado a algunas sesiones del curso, o
las conoció por reseñas periodísticas. En
esta misma lección Ortega plantea a su manera el tema,
o problema, del ser y de su heterogeneidad, tema o problema que
completa en las tres últimas lecciones en el teatro Beatriz
y que es central en la filosofía de los dos apócrifos
y en el libro de Heidegger Ser y tiempo (1927). Ni Ortega
ni Heidegger, sin embargo, parecen conscientes de que el replanteamiento
del problema del ser, el tema de nuestro tiempo del que
habla el primero, no es sólo una superación de la
filosofía griega —la platónico-aristotélica—
y del idealismo; es también una recuperación y una
revalorización de la retórica o de otras vías
relegadas del pensamiento antiguo y de la tradición humanista
que comienza con los sofistas, algo que Machado intuye a su manera
y desarrolla o trata como tema predominante en Juan de Mairena.
Lo que Ortega hace y llama filosofía es, en muchos aspectos,
muy afín a lo que Isócrates hacía y llamaba
así, frente a Platón (Ortega, Origen y epílogo
de la filosofía, ed. 1983, 9, 428 y 432). Además,
no parece casual que tanto Ortega como Heidegger sean incluidos
en el existencialismo, cuyas raíces decimonónicas
o sus afinidades con el punto de vista retórico podría
explicar también la confluencia entre ellos y Antonio Machado.
I
Los primeros personajes apócrifos son esbozados por Machado
en Los complementarios en 1923, y Juan de Mairena empieza
a tomar forma definida hacia 1926, de manera no casual, tras la
publicación ese año en la Revista de Occidente,
que Ortega dirige, del «Cancionero apócrifo de Abel
Martín», entre La deshumanización del
arte y la nueva generación poética del homenaje
a Góngora en el aniversario de su muerte (1927). El «Cancionero
apócrifo de Abel Martín» se publica en dos
entregas en mayo y junio de 1926. Al final de la segunda Machado
anuncia que se estudiará, en otra ocasión, la «historia
anecdótica» del filósofo a través de
la obra de Juan de Mairena, su «biógrafo, discípulo
y contradictor». Y añade: «A Juan de Mairena
debemos también una aguda crítica de la producción
de Abel Martín, donde se ponen de resalto muchas contradicciones
y el prejuicio sensualista que vicia toda la ideología
del maestro.» Sigue luego, después de la firma de
Machado, la indicación: «Continuará el Cancionero»
(apud Gibson 2007, p. 428).
El «Cancionero apócrifo de Juan de Mairena»
aparece en la segunda edición de las Poesías
completas (1928, CLXVIII) y en él se ataca, en el
mismo terreno filosófico —o ensayístico—
que Ortega, al Barroco y al poeta cordobés, en lo que es,
en realidad, crítica de la poesía nueva. La creación
apócrifa prosigue en cincuenta artículos de periódico
desde 1934, recopilados en el Juan de Mairena de 1936
y continuados durante la guerra con otros diecinueve. Guiomar
aparece por vez primera en las «Canciones a Guiomar»
(Revista de Occidente, septiembre de 1929) y se incorpora
luego al mundo apócrifo de Martín y Mairena en el
artículo VIII de Juan de Mairena (Diario de
Madrid, 3 de enero de 1935).
Tanto Abel Martín (1840-1898), «poeta y filósofo»,
como su discípulo Juan de Mairena (1865-1909), «poeta,
filósofo, retórico e inventor de una máquina
de cantar», representarían diversos rasgos disociados
de Ortega y del propio autor como creadores, proyectados hacia
el pasado modernista o noventayochista, entre dos siglos; mientras
que Guiomar, proyectada por Mairena hacia el pasado de Martín,
sería el amor a la vez hallado o inventado en su relación
con Pilar de Valderrama, cuya poesía encaja en la cursilería
poética modernista.
Machado, además, dedica a Heidegger en enero de 1938, en
el número XIII (7-16) de Hora de España,
un significativo artículo de la serie que continúa
Juan de Mairena durante la guerra civil, en el que las
referencias a Heidegger son de segunda mano, procedentes de su
lectura de un libro de Gurvitch (1930-31), el introductor, al
parecer, de Heidegger en Francia en sus cursos de la Sorbona de
1928. El texto de Machado, fechado en diciembre de 1937 y titulado
«Miscelánea apócrifa. Notas sobre Juan de
Mairena», contiene errores de transcripción de algunas
palabras alemanas que no están en el original francés
ni en la traducción, y repite algún error de traducción
o interpretación de Gurvitch (Marías, 1953) que
le sirve, irónicamente, para hacer una objeción
a Heidegger, matizada por un «si no recuerdo mal»
(IV, 2362).
López Molina (291) supone que Machado pudo leer algo más
sobre el alemán, pero no era necesario: ni el libro de
Gurvitch es tan limitado ni el artículo de Machado tan
inspirado como afirma Marías, pues no parece pretender
otra cosa que relacionar a Mairena con las ideas de Heidegger
—y algunas otras de Max Scheler— expuestas por Gurvitch,
incluyendo algunas consideraciones sobre el hitlerismo y la guerra
que servirían para entretener a los lectores interesados
de Hora de España. Sánchez Barbudo apunta
que Machado, desde 1935, pudo conocer alguna traducción
francesa de Ser y tiempo, pero la única versión
francesa de Ser y tiempo en vida de Machado es parcial,
la que hizo H. Corbin en 1937 en una antología titulada
¿Qué es la metafísica?, que incluye
los apartados 46-53 y 72-76. Puesto que el artículo sobre
Heidegger va fechado en diciembre de 1937, en Valencia, no sería
imposible que Machado tuviera allí a su alcance la antología
de Corbin y el texto de Gurvitch, que ya conocería de antes,
lo mismo que «¿Qué es metafísica?»,
un texto de 1928-29 traducido por Xavier Zubiri y publicado en
Cruz y Raya en septiembre de 1933.
No tendría, pues, mucho sentido hablar de influencia de
Heidegger en Machado si no es por afinidad de sus ideas con las
de los apócrifos machadianos y en oposición temperamental
con las de Ortega, bien al tanto éste de la obra del alemán
desde la aparición de Ser y tiempo en 1927. Ortega,
visto desde los presupuestos habituales que separan tajantemente
poesía y filosofía, bien podría situarse
a medio camino entre Machado y Heidegger, en cuanto que éstos
serían, ante todo, desde esos presupuestos, poeta y filósofo,
respectivamente; además, para Ortega, todo pensador tiene
en su pensamiento un subsuelo no consciente, un suelo
explícito y un adversario (Obras, ed.
1983, 9, 394-95; ed. 2006, VI, 849; Martín, 302-303). La
retórica sería el suelo del pensamiento
de Mairena y, proponemos, el subsuelo de Ortega y Heidegger
[2];
y el apócrifo es un adelantado en el mismo sentido
en el que se sitúa el español respecto al alemán
—su nunca reconocido adversario— en una nota de 1932:
|
No
podría yo decir cuál es la proximidad entre
la filosofía de Heidegger y la que ha inspirado siempre
mis escritos, entre otras cosas, porque la obra de Heidegger
no está aún concluida, ni, por otra parte,
mis pensamientos adecuadamente desarrollados en forma impresa;
pero necesito declarar que tengo con este autor una deuda
muy escasa. Apenas hay uno o dos conceptos importantes de
Heidegger que no preexistan, a veces con anterioridad de
trece años, en mis libros (V, 127). |
¿Está
Machado parodiando a Ortega y a Heidegger, catedráticos
de filosofía, a través de Mairena, profesor de retórica
sin cátedra? En el texto de 1938 sobre Heidegger Mairena
se nos muestra como muy preparado para recibir su pensamiento
y Unamuno como un adelantado, al tiempo que se menciona a Sócrates
y el pensamiento griego es relacionado con la gimnástica.
A esto habría que añadir las disensiones entre Unamuno
y Ortega y la pretensión citada de éste de haberse
adelantado también a Heidegger en algunas de sus ideas,
al tiempo que, en otras ocasiones, se muestra crítico hacia
él. Mairena llega a preguntarse si no son los españoles,
en particular los andaluces, algo heideggerianos sin saberlo,
para luego citar a Valéry a propósito de la angustia
de la filosofía del alemán, todo ello, ya, en el
contexto de la guerra y de la amenaza hitleriana.
El segundo Juan de Mairena, dice Valverde (2628) puede ser visto
como una autocaricatura de Machado y un recurso para exponer lo
oblicuo o irónico de un pensamiento comprometido con la
realidad viva, desplazando a Abel Martín, al que había
adjudicado todo lo que pudiera parecer convicción firme
o hipótesis universal, o sea, tesis, filosofía sistemática.
Este segundo Mairena, además, rechaza el pragmatismo y
se declara librepensador, en el sentido de remover las raíces
del pensamiento, con un escepticismo que es «crítica
de la pura creencia», la cuarta crítica que no escribió
Kant, abriendo así la posibilidad de que la realidad sea
algo mejor de lo que ofrece el pensamiento abstracto.
Ni Ortega ni Heidegger encajan en el perfil del filósofo
sistemático con el que Mairena describe a su maestro, y
la segunda alusión de Ortega a Heidegger se sitúa
en un ensayo de 1929 que dedica, precisamente, a Kant (IV, 284):
la primera ocurre al final de un artículo concebido como
prólogo a la traducción de la Filosofía
de la historia de Hegel, publicado por la Revista de
Occidente en febrero de 1928; pero mientras que Heidegger
publica en 1927 un libro de apariencia sistemática —un
tratado— que va a darle inmediato renombre entre la filosofía
académica y no académica, no ocurre lo mismo con
Ortega, que va a estar preocupado siempre por dar a sus ideas
una forma sistemática, o de libro, sin conseguirlo nunca
del todo.
Heidegger promete una continuación de su libro, pero lo
deja inconcluso y es cada vez menos sistemático y cae en
la ambigüedad política respecto al nazismo, al tiempo
que las circunstancias políticas de España y Europa
van deteriorando el compromiso de Ortega con el tiempo que le
tocó vivir, hasta acabar en la inhibición, y el
exilio, exterior o interior. Es esta pretensión de ser
un filósofo sistemático o académico fuera
de lugar o sin tener condiciones para ello, algo que adivina,
quizás, y adelanta también Machado con el tratado
filosófico de Mairena Los siete reversos («Cancionero
de Juan de Mairena», en Poesías completas,
2.ª ed., 1928, CLXVIII), libro cuya temática y extensión
recuerdan las de Ser y tiempo. Y si suponemos que Machado
adivina también el subsuelo retórico de Ortega,
el Juan de Mairena de 1936 podría verse como una
réplica a su profesor de filosofía que hace consciente
ese mismo subsuelo.
II
El
distanciamiento entre Machado y Ortega parece haberse producido
a partir, justamente, de 1927, año del centenario de Góngora,
de la aparición de Ser y tiempo y de la última
carta que Machado le dirige, aquella en la que le llama poeta
al tiempo que alude a su aristocratismo y le anuncia que tiene
comenzado un nuevo apócrifo, Juan de Mairena; lo dará
a conocer en la segunda edición de Poesías completas,
a comienzos de 1928, y es allí donde Meneses, el discípulo,
tacha a Mairena de cursi, por su aristocratismo y su falta de
sintonía con el sentir general. Del jueves 31 de enero
de 1929 es, según Depretis (115), la carta de Machado a
Pilar de Valderrama en la que llama a Ortega pedante y cursi,
a propósito de una sesión del Cineclub —patrocinado
por La Gaceta Literaria y dirigido por Luis Buñuel—
a la que había asistido la dama el día 26 y de la
que da cuenta al poeta (ed. Macrí, 1690, carta VI). No
se explica si la referencia a Ortega se debe a que intervino en
la sesión o a una nota (¿de Ortega?) del periódico
El Sol del 27 de enero que reproduce Depretis (113) en
la que se critica la falta de altura de la proyección,
«para uso de mayorías perfectamente vulgares, no
de minorías innovadoras y selectas».
El tema de la cursilería parece estar en el ambiente, pues
Ortega lo incluye en un ensayo titulado «Intimidades»,
fechado en septiembre de 1929 e incluido al final del volumen
VII de El Espectador, publicado en ese mismo año.
Lo trata en relación a otro fenómeno, el guaranguismo,
que se da en Argentina, país a cuyo modo de ser va dedicado
el ensayo. Aunque sostiene que el término cursilería
no tiene traducción posible debido a que sólo puede
darse en unas condiciones como las de la España decimonónica,
de hecho se dan fenómenos paralelos en todas las sociedades
de América latina —lo picúo caribeño
o la guachafería andina, por ejemplo—, sin
contar las evidentes afinidades con el Biedermeier o
el kitsch, propios del contexto germánico, todos
ellos asociados al desarrollo más o menos precario de la
llamada clase media, o burguesa.
En cualquier caso, el aristocratismo de Ortega puede relacionarse
con su subsuelo retórico desde siempre, en relación
con su clase social —la burguesía alta— y su
educación, ya desde sus primeros años con los jesuitas,
cuyo sistema de enseñanza, o ratio studiorum,
fomenta el elitismo competitivo, tan bien asimilado por la sociedad
burguesa, y sitúa la retórica, a imitación
de Quintiliano, en el nivel más elevado. El propio Ortega
no deja de resaltarlo en 1910, con ironía no exenta de
orgullo:
|
Ramón
Pérez de Ayala me envía un libro que acaba
de componer. Se titula A.M.D.G.: La vida en los colegios
de jesuitas. El autor ha sido discípulo de estos
benditos padres: yo también. El autor es de mis amigos
más próximos, y nos une, sobre el afecto,
análoga sensibilidad para los problemas españoles.
[...] He de apuntar otra feliz coincidencia: Ayala fue emperador
en las clases del colegio de Gijón; yo también
fui emperador en el colegio que los jesuitas mantienen
en Miraflores del Palo, junto a Málaga (II, 117). |
Emperador
o imperator es, en la jerga de la ratio studiorum,
el alumno más aventajado de la clase, el que se lleva los
máximos premios y menciones, el que sobresale sobre los
demás, ante todo en el dominio elevado de la expresión
hablada y escrita, en el dominio de la retórica. La división
en grados asociada al militarismo propio de los orígenes
mismos de la Compañía, inseparable de la influencia
clásica latina, es destacada por Pérez de Ayala
en el capítulo «La pedagogía de Conejo»:
|
Cada
clase se dividía en dos bandos, romanos y cartagineses,
con sus estandartes correspondientes. Los romanos se sentaban
en los bancos de la derecha del profesor; a la izquierda
los cartagineses. El más aventajado del aula trascendía
de ese particularismo; era el emperador (217). |
Los diferentes grados militares romanos se aplican a otros alumnos
con la misión de inspeccionar o delatar; los sábados
se convocan desafíos, con vencedores y vencidos, y desfiles;
y el domingo es el día de la lectura de las notas semanales.
El comienzo de la educación universitaria de Ortega es
también jesuítico, en Deusto, donde estudia Derecho
y Letras. Tampoco allí faltaría la materia retórica,
tan relacionada con el Derecho, y aunque, al parecer, tuvo a Unamuno
como profesor de griego, el futuro rector de Salamanca no da señales
en su obra de aprecio alguno por esa materia. Es evidente, además,
que las clases del profesor de retórica Juan de Mairena
son el reverso de las jesuíticas. Machado, educado en la
Institución Libre de Enseñanza, no hubo de sufrir
los métodos de esa orden religiosa, pero si alguna ventaja
tuvieron sus alumnos fue la base retórica que aprendieron;
en cambio, a juzgar por las ideas de Giner de los Ríos,
no parece que la retórica, ya muy degradada en su enseñanza
a mediados del siglo XIX, estuviera en los planes de estudios
de la Institución, salvo como apéndice de la nueva
asignatura de literatura, que Giner enaltece como forma
privilegiada de conocer la vida de los hombres asociándola
a la historia, algo que es, por otra vía, el fundamento
mismo de las ideas de Ortega.
Es fácil oponer el tono declamatorio y magistral que Ortega
mantuvo siempre, en sus clases o en sus conferencias retribuidas,
al diálogo distendido e informal de las clases no obligatorias
y gratuitas de Mairena, cuya asignatura oficial era la gimnasia;
pero diálogo literario, al fin y al cabo, escrito para
ser leído y, por tanto, paradójicamente, sin el
tono vital de las conferencias de Ortega, en acorde con el papel
esencial de la vida en sus ideas. Otra cosa es que mantuviera
ese tono «retórico» hasta el final: léase
la descripción que hace Luis Martín Santos en su
Tiempo de silencio (9ª ed., Barcelona, Seix Barral, 1973:
131-133, 135) de una conferencia de Ortega en sus últimos
años, en el contexto inoperante de la posguerra. Y es fácil
también oponer la barroca retórica jesuítica,
pasada por el concepto y la agudeza de Baltasar Gracián,
a otra retórica más viva, que recupere sus orígenes
y no esté al servicio de cualesquiera ideología:
esto explicaría también, quizás, las críticas
de Mairena al Barroco y al conceptismo. A pesar de todo ello,
el lazo común entre Mairena y Ortega es la retórica,
y tanto el apócrifo profesor sin cátedra como el
catedrático de metafísica comparten, a través
de Machado, la acusación de aristocratismo y cursilería.
III
Muere
Ortega en 1955 y en la necrológica que le dedica Gregorio
Marañón en ABC (19 de octubre), titulada
«Universidad y retórica en Ortega», se refiere
a su retórica maravillosa, «bendita retórica»
de uno de los últimos que no sucumbieron ante la confusión
de la plebeyez con la naturalidad. Se escribe como se piensa,
añade Marañón, y la retórica de Ortega
era como sus alas para volar; a veces, «su dicción
se hinchaba como una ola antes de ser agua serena, para que así
lo pareciera más. ¡Bendita retórica!».
Pero Ortega murió sin conceder a la retórica el
valor de agua serena que tiene casi siempre en su obra escrita,
fuera de la dicción a la moda en la clase magistral o la
conferencia. Es Juan de Mairena quien desarrolla en sus clases
lo que pudieron ser las clases de Ortega, si éste hubiera
visto más allá de la retórica jesuítica
y hubiera aplicado a ellas lo que hacía en sus ensayos.
En la postura de Machado respecto a Ortega entre 1927 y 1936 debió
de influir la pública actitud, o pose, que adopta el profesor
de metafísica, un cierto engolamiento o gesto declamatorio
que puede percibirse en algunas grabaciones conservadas y que
a veces se transparenta incluso en sus propios escritos, un cierto
tono que conserva los ecos de una retórica parlamentaria
que no había perdido todavía los tics decimonónicos
o, como dice Molinuevo (15) refiriéndose a su curso de
1929 ¿Qué es filosofía?, al «carácter
teatral, es decir, profundamente retórico de las lecciones
que, aunque fueran escritas, no eran leídas». Sin
embargo, aunque la pose y el tono más o menos afectados
vayan unidos a un aristocratismo evidente del talento o la inteligencia
—tal como el mismo Machado reconoce en esa misma carta—,
la intención de Ortega al hablar o escribir es, ante todo,
la de divulgar, de que se le entienda —la perspicuitas
retórica— y de llegar al público más
amplio posible, de ahí que su medio de expresión,
de siempre, sea el periódico o la conferencia pública,
con un éxito evidente del que es prueba el curso de 1929.
Heidegger, por el contrario, es el escritor básicamente
hermético, que escribe para especialistas en un contexto
universitario con una deliberada oscuridad u obscuritas,
una especie de Góngora filosófico. El mismo Ortega
parece replicar a Heidegger en su curso de 1929 en este sentido,
pues ya en la primera lección sostiene que la claridad
es la cortesía del filósofo, el cual, sin renunciar
al rigor, debe huir de toda terminología hermética
cuando emite y enuncia sus verdades. En 1926, en un artículo
titulado «Lectura y relectura» (El Sol, 23
de mayo) había aludido ya al hermetismo de la Lógica
de Hegel, obra de ardua lectura cuyas más de mil páginas
le costó dos años digerir (OC, IV, 2005:
17); cabe suponer que las poco más de cuatrocientas del
libro de Heidegger le costarían cerca de un año,
pues justamente la primera referencia es de 1928, en un artículo
sobre Hegel mismo. Desde el punto de vista retórico la
obscuritas de Heidegger tiene que ver con la opinión
del especialista en una materia, cuyos razonamientos escapan a
la capacidad de comprensión del público o del juez
(Lausberg, § 64, 5). Si a todo esto añadimos la dificultad
del idioma alemán, pocos —Ortega entre ellos—
podrían tener, en el contexto en el que Machado escribe,
una comprensión mínima de Heidegger sin un filtro
divulgador o traductor, como el que pudo suponer para Machado
el libro de Gurvitch, u Ortega mismo.
Al mismo tiempo, Heidegger —tal como constata su discípulo
italiano Ernesto Grassi (4)— es incapaz de comprender, desde
su punto de vista de filósofo académico formado
en la tradición metafísica germana, la tradición
humanística del sur de Europa. En esto, tanto Grassi como
Ortega, que coincidieron en los cursos que dio en Friburgo entre
1929 y 1931, estaban de acuerdo; la diferencia es que Grassi reconoce
claramente y estudia en detalle el fundamento retórico
de esa tradición y su papel esencial en ella, algo que
ni Ortega ni Heidegger llegaron a ver (Martín, 106-15;
137-39), aunque sea también el fundamento o subsuelo
de su propia obra, de manera diferente. Hay, por ello, un elemento
común entre Heidegger, Ortega y el profesor de retórica
Juan de Mairena: el uso, en la elaboración de un tema o
cuestión, de la agudeza, el acutum dicendi genus
de la retórica, que equivale a la elocutio intelectualmente
interesante (Quintiliano, 8, 3, 49; Lausberg, § 540, 3).
Este género o estilo se apoya principalmente en la paradoja
y el juego de palabras, en la ironía, el énfasis,
la perífrasis y el oxímoron, además de otros
recursos propios del ordo artificialis. Mientras que
el recurso preferido de Heidegger es, con mucho, la figura paradógica
de dicción, sobre todo los juegos de palabras —annominatio,
polyptoton, traductio, figura etymologica—
que tanto dificultan, o incluso impiden, la traducción
de sus textos, Ortega usa y abusa de tropos o figuras de pensamiento,
la metáfora ante todo, en variadas combinaciones. En Juan
de Mairena, en cambio, predomina la ironía, la perífrasis
y otras figuras paradógicas de pensamiento. La agudeza
incluye también el uso de la urbanitas (Lausberg,
§ 257, 2a), o estilo culto ciudadano, opuesto al vulgar o
rústico, aunque Mairena intente conjugar este aspecto en
relación con su Escuela de Sabiduría Popular, resto
de la afección de su autor a todo lo que supone cultura
popular o folklore, ese saber y sentir del pueblo o vulgo
—Volk— decantado como creencia,
en el sentido orteguiano, que enlaza con la tradición humanista
desde Vico y Herder, en la que filosofía y filología
son saberes intercambiables y complementarios (López Molina,
I, 107 ss.; II, 223 ss.).
IV
La
cursilería y la retórica nos permiten, además,
presentar a Ortega, Machado y la Valderrama, de manera figurada,
como ménage à trois a través de
los apócrifos que representan o enmascaran como personajes
algunas de sus características como personas.
Ya en 1906 había hecho Ortega en El Imparcial
una crítica del modernismo poético al uso, epígono
de la cursilería poética decimonónica, en
su reseña a La corte de los poetas, una antología
recopilada por Emilio Carrere, en la que Antonio Machado va incluido
(Ortega 2004, I, 92-99). Califica la antología de literatura
decadente, propia de la «aristocracia femenina» que
desdeña lo que pasa en la calle, y de la que Machado se
desmarca, quizá como respuesta a la crítica de Ortega,
en su autorretrato de 1907, calificándola de «nuevo
gay-trinar». Mairena, en el «Cancionero apócrifo»
de 1928, hará la distinción entre el poeta, que
tiene una metafísica, y el señorito —o señorita—
que hace versos (Machado 1989, p. 706), algo que es aplicable
a la Valderrama, y en «Divagaciones de actualidad»
(Ayuda, 7 de noviembre de 1936) sospecha Machado que
la educación jesuítica es el origen del señoritismo
(Gibson 2007, p. 602), el cual, a su vez, impregna el aristocratismo
más o menos justificado en el que Ortega se ve envuelto.
El señoritismo surge en el siglo XIX asociado a la cursilería
y para Ortega, como hemos visto, ello sólo puede darse
en unas condiciones como las de la España decimonónica,
asociadas al desarrollo precario de la clase media, situación
que en España se prolonga durante el siglo XX. Por ello,
es el siglo XIX lo que hay que superar, con su poesía cosmética
y su filosofía sistemática, lo que equivale, para
Machado, a recrearlo como pasado apócrifo. Así también,
lo que permite que Ortega pueda ser calificado de cursi
por Machado en su carta privada a Pilar de Valderrama es inseparable
de la acusación de aristocratismo que le hace
en la última carta citada que le dirige, o de la acusación
que el discípulo Meneses hace al apócrifo Juan de
Mairena: «Usted, como buen burgués, tiene la superstición
de lo selecto, que es la más plebeya de todas. Es usted
un cursi» (Machado 1989, p. 710).
En una entrevista de 1932 con Fernando Vela, el editor de la Revista
de Occidente, Ortega es calificado como «el mayor suscitador
de temas» (Ortega 2006, V, p. 109); de temas, la base o
fuente de todo discurso —la inventio, o invención
retórica— trata toda la conversación, pero
los temas, tal como aquí se destaca, tienen su biografía,
son inseparables de la vida de cada cual. A estas alturas, Machado
sigue todavía dándole vueltas a su tema principal,
la poesía: elegido para la Real Academia de la Lengua en
1927, no redacta hasta 1931 un «Proyecto de un discurso»
para el ingreso, que nunca pronunció, en el que cita a
Valéry y a Jorge Guillén como ejemplos de poetas
conceptuales o deshumanizados, en el sentido orteguiano.
La poesía, dice al final, no ha superado aún el
momento barroco, es más gesto que acción, «es
todavía ingenio y retórica, laberinto de imágenes,
maraña de conceptos, actividad estéticamente perversa,
que no excluye la moral, pero sí la naturaleza y la vida»
(Machado, 1989, p. 1796). Late todavía aquí una
idea jesuítica de la retórica como la que sufrió
y mantuvo Ortega casi siempre, aunque otra cosa practicara en
sus ensayos, fuente de temas e inspiración evidente para
las clases de retórica y sofística que Mairena desarrolla
en sus clases, en las que a veces polemiza, o ironiza, con Ortega,
sin citarlo, sobre el hombre masa, las élites,
la pedantería y los intelectuales. Véase, por ejemplo,
el apartado XXXVI de Juan de Mairena (Diario de Madrid,
24 de octubre de 1935; Machado 1989, pp. 2058-60).
En cuanto a Pilar de Valderrama, el único texto publicado
por Machado sobre ella es la reseña prometida a su libro
de poesía Esencias (El Imparcial, 5 de
octubre de 1930). Dice el poeta de la autora que
|
no
profesa en la orden barroca, que rinde culto a la dificultad,
creada artificiosamente por ingenua ignorancia de lo realmente
difícil. Se sabe que en poesía —acaso
sobre todo en poesía— no hay giro o rodeo que
no sea una afanosa búsqueda del atajo, de una expresión
directa; que los tropos, cuando superfluos, ni aclaran ni
decoran, sino complican y enturbian, y que las más
certeras alusiones a lo humano se hicieron siempre en el
lenguaje de todos (Machado 1989, p. 1776). |
Pero
«el lenguaje de todos» en Esencias es todavía
el de la retórica vacua y jesuítica tradicional,
la de los poetastros cursis decimonónicos de los que habla
Galdós en el capítulo XII de El amigo Manso
(1882; Moreno, 2007). La «incomodidad» y «reserva»
que aprecia Gibson (2007, p. 510) en la reseña, no se deberían
tanto al temor de Machado de revelar su relación con la
autora como a los defectos del libro mismo, evidentes para cualquiera
que entienda de poesía, algunos de los cuales quizás
intentó enmendar antes de su publicación (Gibson
2007, pp. 463-64; 480; 499-500). Por ello, el elogio obligado
del amante y eminente poeta se matiza mediante una «metafísica»
de poeta que es la suya propia, con la reiteración del
ataque a la que él llama lírica conceptual al uso,
deportiva o masculina, al tiempo que tacha el poemario de «extemporáneo»,
o de «libro de mujer» que contiene, más que
«visiones del intelecto», «evidencias del corazón,
esencias líricas y, por ello mismo, de un marcado acento
temporal» (Machado 1989, p. 1777). Además, la trasnochada
beatería de la autora es edulcorada («lírica
piadosa») o justificada a través de una forzada analogía
con la interpretación de Cristo como ángel díscolo
que había hecho el apócrifo Abel Martín (Machado
1989, p. 1775).
Antonio vive con Pilar un doble juego inevitable entre fervor
y disimulo, si quiere conservarla; su pasión tardía
de viudo cincuentón armoniza bien con la sensiblería
cursi de la poetisa y alimenta sus aspiraciones literarias, lo
único, quizás, que a ella le interesa, si dejamos
aparte la vanidad de saberse querida por el gran poeta. Todo converge
en la soledad de éste, la que le hace exclamar, cuando
ella le impone castidad en sus relaciones: «Con tal de verte,
lo que sea» (Gibson 2007, p. 467). Leemos en una carta fechada
por Depretis el 24 de abril de 1930:
|
Cuídate,
diosa mía, y no olvides a tu pobre poeta, tan solo,
tan triste, ¡tan profundamente desdichado! Tú,
desde lejos —aun sin verme— puedes hacer mucho
por mí, con sólo recordarme, con enviarme
algún ¿sabes? De esos tuyos, que siempre me
llegan (Machado 1989, XIII, p. 1708; 1994, carta 32, p.
256). |
No parece posible separar el lado serio del ¿sabes?
como anagrama de ¿besas?, la seña convenida
entre los amantes corteses, del lado irónico o de juego,
la esperanza no perdida aún por Antonio de ganar la partida,
es decir, la dama. Volvemos a citar a Lausberg (§ 893), a
propósito de las figuras de pensamiento por immutatio
o sustitución —los tropos—, entre las que figura
la alegoría —los apócrifos son alegorías—
y la ironía, como caso particular, pues se trata de decir
una cosa —plano del juego— que en realidad significa
otra —plano serio— y esa otra cosa, en el caso de
la ironía, es su contraria, con lo que los planos quedan
invertidos o, mejor aún, confundidos, confusos. En Machado,
el contraste entre el plano del juego —su superioridad como
escritor— y su vida, el plano serio de su relación
con Pilar y las cartas que le escribe —cartas privadas,
no se olvide—, plano en el que su inferioridad es aplastante,
genera una situación que no puede resolverse si no es trasladando
o transfigurando a la Guiomar de las canciones al reducto de los
apócrifos, cuando en el Juan de Mairena este profesor
de retórica y sofística comente unos versos de su
maestro Abel Martín que incluyan a Guiomar, recreada en
el pasado vivo, o apócrifo.
V
Antes
de llegar a esta solución literaria preludio de la separación
de la mujer real, Machado convive, mejor o peor, con la cursilería
de la relación que Pilar de Valderrama le impone, en cuanto
mutua pretensión excesiva que resulta ridícula o
afectada, erótica en el caso de Machado, literaria en el
caso de la dama. ¿Quién es ella? Una mujer casada
de clase acomodada y admiradora de Machado que publica su primer
libro de poesía, Las piedras de Horeb, en 1923,
con ilustraciones de su marido, el ingeniero Rafael Martínez
Romarate, y una portada del escultor Victorio Macho, su cuñado.
El libro recibe alguna crítica benévola, lo mismo
que al publicar otro en 1928, Huerto cerrado, del que
envía un ejemplar a Machado. El primer encuentro entre
Pilar y Antonio tiene lugar en Segovia en mayo de 1928: acude
ella con una carta de presentación para el poeta y en sus
memorias póstumas (1981) —en las que se publican
por primera vez las cartas de Antonio que quiso salvar, manipuladas—
relata su emoción al conocerle, aludiendo a su desaliño
indumentario y al poco atractivo del cincuentón; lo que
no cuenta son sus problemas matrimoniales, tras el escándalo
público que provoca el suicidio por defenestración
de una amante de su marido. Sus encuentros posteriores son frecuentes,
pero la dama, ante el entusiasmo del poeta, impone castidad, que
parece haberse cumplido: en una carta, Machado le pregunta si
tendrán que arrepentirse algún día y añade:
«¡Arrepentirse de la virtud! ¡Extraña
paradoja! Las verdades vitales son siempre paradojas» (1994,
p. 207; 1989, pp. 1725-26).
De haber sido Antonio Machado un poeta «deshumanizado»
la Guiomar que aparece por primera vez en los versos de la Revista
de Occidente en 1929 no hubiera necesitado, en rigor, de
Pilar de Valderrama para ser creada; ni luego, en 1935, ante la
inminencia de la separación, habría tenido que recrearla
como apócrifo a través de otro apócrifo.
Es lo que nos explica el apartado VIII de Juan de Mairena:
|
Merced
al olvido puede el poeta —pensaba mi maestro—
arrancar las raíces de su espíritu, enterradas
en el suelo de lo anecdótico y trivial, para amarrarlas,
más hondas, en el subsuelo o roca viva del sentimiento,
el cual ya no es evocador sino —en apariencia, al
menos— alumbrador de formas nuevas. Porque sólo
la creación apasionada triunfa del olvido. [...]
...¡Sólo
tu figura
como una centella blanca
escrita en mi noche oscura!
...
¡siempre tú!, Guiomar, Guiomar,
mírame en ti castigado:
reo de haberte creado,
ya no te puedo olvidar.
|
Aquí
la creación aparece todavía en la forma
obsesionante del recuerdo. A última hora el poeta
pretende licenciar a la memoria, y piensa que todo ha
sido imaginado por el sentir.
Todo
amor es fantasía:
él inventa el año, el día,
la hora y su melodía,
inventa el amante y, más,
la amada. No prueba nada
contra el amor que la amada
no hay existido jamás...
|
(Machado
1989, pp. 1942-43).
|
Pero
si el amor puede existir sin la amada, ¿no es el sentir
que todo lo ha imaginado una creación poética, algo
deshumanizado? Leemos en Ortega, una década antes:
|
Yo
diría que el amor, más que un poder elemental,
parece un género literario. [...] Más que
un instinto, es una creación y, aun como creación,
nada primitiva en el hombre. El salvaje no la sospecha,
el chino y el indio no la conocen, el griego del tiempo
de Pericles apenas la entrevé. Dígaseme si
ambas notas: ser una creación espiritual y aparecer
sólo en ciertas etapas y formas de la cultura humana,
harían mal en la definición de un género
literario. («Para una psicología del hombre
interesante», Revista de Occidente, julio
de 1925; Ortega 2006, V, pp. 188-89). |
Machado
no ha olvidado aún a Pilar de Valderrama en marzo de 1938,
pero el soneto que le escribe en Rocafort, cuando cree que ella
sigue en Portugal, el que empieza: «De mar a mar, entre
los dos la guerra / más honda que la mar…»,
suena a despedida definitiva, muy lejos ya 1930, cuando tras publicar
las primeras «Canciones a Guiomar» promete por dos
veces un libro de poesías dedicado «a su diosa»
(1994, pp. 181 y 213), libro que nunca llevó a cabo, siempre
barruntando la inevitable separación:
|
Ya
se fue la diosa. ¿La volveré a ver? [...]
Hay que buscar razones para consolarse de lo inevitable.
Así, pienso yo que los amores, aun los más
realistas, se dan en sus tres cuartas partes en el retablo
de nuestra imaginación. [...] Lo maravilloso del
espíritu es el poder milagroso de elegir entre las
imágenes y poder cambiar a voluntad unas por otras
(carta de agosto de 1930; Machado 1989, X, pp. 1699-1700;
1994, carta 19, p. 191). |
En
el amor tardío de Antonio, Guiomar, la amada inventada
o apócrifa, irá ocupando más de las tres
cuartas partes y Pilar de Valderrama quedará reducida a
una imagen borrosa ya en el año fatídico en el que
comienza la guerra civil. Las últimas cartas entre Pilar
y Antonio son de junio de 1936, según Moreiro, pues ella
debió de salir hacia Portugal en abril y le dejó
una lista de correos de Lisboa y Estoril (Gibson 2007, pp. 587-88).
En sus memorias, en las que mezcla siempre groseramente lo simulado
con lo disimulado, Valderrama se justifica diciendo que tenía
una familia y unos hijos a los que no podía abandonar;
vuelve a España en 1937 y en Salamanca encuentra a Manuel
Machado, quizás en las mismas fechas en que éste
leía en la radio versos patrióticos a favor de los
«nacionales», algunos dedicados al mismísimo
Franco (Gibson 2007, pp. 610-11; 631). Hasta 1979, poco antes
de morir el 15 de octubre, no hace Pilar a Moreiro las primeras
declaraciones sobre su relación con Machado, no sin muchas
reticencias. Siguió escribiendo poesía hasta su
muerte, reunida en el libro póstumo De mar a mar
(1984).
Valderrama escribió también obras de teatro: La
vida que no se vive (corregida a instancias de Machado) y
El tercer mundo, publicada en 1934, donde su propio juego
entre el marido y el poeta queda reflejado (Gibson 2007, p. 465).
La obra escenifica un espacio nocturno, de once a doce, en el
que los amantes hacían coincidir sus pensamientos en la
castidad de la relación, de manera que la culpabilidad
no manchase el amor y éste sobreviviera al tiempo y a la
muerte (Murciano 1984, p. 22). El propio Machado hace suyo ese
«tercer mundo» en sus cartas a Pilar y en ellas se
confirma, también, la identificación de ambos con
Lola la cantaora y Heredia el guitarrista en La Lola
se va a los Puertos (estreno en noviembre de 1929), detallada
por Valderrama en un poema de su libro póstumo, el titulado
«Recuerdo de la Lola» (Valderrama 1984, pp. 131-32).
Poco después, en La prima Fernanda (I, 4), obra
teatral estrenada el 25 de abril de 1931, Fernanda, defensora
del sentimiento, discute con Jorge de Ulloa, el poeta «deshumanizado».
La «máquina de hacer versos» o «lotería
de palabras» inventada por «un Muller de Pomerania»,
que Fernanda menciona como medio de «deshumanización
completa», recuerda el invento de la Academia de Lagado,
en Swift, mientras que la máquina de cantar, o de trovar,
el «aristón poético» de Jorge Meneses,
el apócrifo que inventa Mairena (Machado 1989, pp. 708
ss.), tendría la función de contrarrestar los tópicos
o frases hechas de la cursilería poética, pues el
aparato «no ripia ni pedantea».
Según Moreiro, Antonio habría escrito a Pilar unas
doscientas cartas entre 1928 y 1936, de las que sólo se
conservan las 36 publicadas en 1981, todas escritas entre 1929
y 1932 y manipuladas o mutiladas por ella, aunque Depretis (Machado,
1994), en su edición, haya conseguido ordenarlas por fecha
y restituir fragmentos. Ninguna carta de la Valderrama se ha salvado.
Conociendo a la dama, puede conjeturarse que sólo salvó
aquellas cartas de Machado de los primeros años de la relación
en las que éste muestra su faceta más sumisa o cursi
según los cánones epistolares de la época,
y que destruyó aquellas otras en las que el poeta se mostrara
más rebelde o atrevido, y todas las que pudieran comprometerla
políticamente. Sólo hay cuatro cartas conservadas,
todas de 1932, después de la fechada el día 15 de
abril de 1931 en la que Machado le da cuenta de los sucesos que
tuvieron lugar en Segovia con la proclamación de la República,
pero minimizando mucho, según Gibson (2007, 520), su entusiasmo
y su participación en los hechos. Entre 1932 y 1933 se
suceden el desengaño político de Ortega y el destino
madrileño de Machado, cada vez más involucrado en
la política.
Por lo mismo, no incluye la Valderrama en su libro antológico
de 1958 los poemas que cita Machado en su reseña a Esencias,
y en 1961 envía al padre Félix García la
carta que reproduce Moreiro, en la que trata, todavía,
de descargar su conciencia, insistiendo siempre en la pureza,
si no honestidad, de su relación con Machado.
Se trata del mismo sacerdote que, a requerimiento de la esposa
de Ortega, dio a éste, ya inconsciente, la extremaunción
sub conditione en octubre de 1955 (Gray, 1994, 359),
pues Ortega siempre se declaró no católico (ibid.;
Ortega, 1983, XI, 409).
En De mar a mar vuelve al tema del jardín en «Aquel
jardín» (Valderrama 1984, p. 97) y en el poema titulado
«El mar», escrito en la playa de San Juan en 1968,
reúne al poeta, al hijo y al esposo (muerto en 1954), al
que se había vuelto a unir por el dolor de la muerte del
hijo, objeto del libro Holocausto (1944). Sin comentarios.
VI
Pilar
de Valderrama, en un poema que al parecer envió a Machado
en una carta, publicado después en sus memorias («Testamento
de un amor imposible», 1981, p. 53), asume el doble papel
de resignada esposa y de intocable Beatriz de un nuevo Dante que,
según dice luego, se hubiera pasado al franquismo, como
su hermano Manuel, si ella hubiera permanecido a su lado durante
la guerra (Gibson, 2007, 514 y 704). La analogía tiene
su fundamento en el soneto de Machado escrito desde Segovia, que
comienza: «Perdón, Madona del Pilar, si llego, /
al par que nuestro amado florentino...» La fecha del soneto
debe de coincidir con la de la carta que le envió Pilar
desde Zaragoza a finales de 1930. José Luis Cano (1960)
fue el primero en identificar a la destinataria, al estudiar la
relación de Machado con Dante.
Sin embargo, a Valderrama le va más el papel de Salomé
tal como es expuesto en el ensayo de Ortega «Esquema de
Salomé» (El Espectador, IV, 1921):
|
Salomé
es fantaseadora a lo varonil, y como su vida imaginaria
es lo más real y positivo de su vida, contrae en
ella la feminidad una desviación masculina. Añádase
a esto la insistencia con que la leyenda alude a su virginidad
intacta. [...] Mallarmé vio certeramente suponiendo
a Salomé frígida. [...] El Bautista es un
personaje peludo y frenético [...] No podía
Salomé haber caído peor; Juan Bautista es
un hombre de ideas, un homo religiosus; el polo
opuesto de Don Juan, que es el homme à femmes
[...] Salomé ama a su fantasma; a él se ha
entregado, no a Juan el Bautista. Es éste para ella
meramente un instrumento con el que dar a aquel corporeidad.
El sentimiento de Salomé hacia su hirsuta persona
no es de amor, sino más bien el apetito de ser amada
por él, [...] necesita apoderarse de su persona.
[...] Ved por qué, como otras un lirio entre las
manos, lleva esta mujer una cabeza sesgada entre sus largos
dedos marmóreos. Es su presa vital. [...] Pero es
una historia demasiado intrincada y prolija para que yo
la cuente aquí ésta del trágico flirt
entre Salomé, princesa, y Juan el Bautista, intelectual
(Ortega 1983, II, p. 480). |
Una
especie de Juan el Bautista sería Abel Martín, el
viejo intelectual que preludia la llegada de Juan de Mairena.
Como ellos, Ortega y Machado oscilan entre uno y otro, entre el
Homo religiosus, o seriosus, y el Homo rhetoricus,
entre lo sistemático y lo relativista o circunstancial,
en esa frontera difusa entre filosofía y literatura que
ellos mismos recrean y que es tan vieja como la contienda entre
filosofía y retórica. En otro contexto, como secuela
profética de La rebelión de las masas,
Ortega volverá a la carga en «El Intelectual y el
Otro» (La Nación, Buenos Aires, 29 de diciembre
de 1940), donde ese «otro» no es sino una variante
del señorito satisfecho o del hombre masa:
|
El
Otro vive instalado en un mundo de cosas que son de una
vez para siempre lo que parecen ser. [...] Su vida excluye
todo reobrar sobre lo que le rodea para hacerlo cuestionable,
analizarlo, desvirtuarlo, volverlo fantasma y espectro.
[...] El Intelectual [...] sabe que las cosas no son plenamente
si el hombre no descubre su maravilloso ser que llevan tapado
por un velo y una tiniebla. [...] Y las cosas que el Otro
usa y abusa [...] fueron todas inventadas por el Intelectual.
Todas. El automóvil y la aspirina; flor, canción
y mujer. [...] Para que las cosas sean, quiérase
o no, hace falta el Intelectual. Lo que el Otro usa como
realidades no es sino un montón de viejas ideas del
Intelectual, vetustos putrefactos de sus fantasías.
[...] El resultado fue que el Otro se ha llenado de ideas,
e, incapaz de manejarlas, de dominarlas, pretende vivir
de ideas y tener, claro está, sus ideas. Ya he dicho
que para el Otro sólo existe lo suyo. Antes no acontecía
esto. No pretendía tener ideas. Vivía de tradiciones,
de creencias, de fervores y de rencores, que es su régimen
natural de vida. Pero ahora pretende opinar, cosa para la
cual no está hecho. [...] El resultado es inevitable.
Al entrar en el Otro una idea se convierte automáticamente
en lo contrario, en un dogma (Ortega 2006, V, pp. 628-30). |
El
texto puede ser fácilmente malinterpretado como muestra
del aristocratismo intelectual de su autor, pero lo que reflejaría,
más bien, es su irritación de exiliado ante los
desastres de la intolerancia y de la guerra. En este mismo artículo
Ortega se refiere al poeta francés Paul Valéry,
al que había conocido en Madrid en 1923. Aunque Ortega
reconoce al intelectual Valéry, tiene hacia él y
hacia su notoriedad pública un marcado tono de conmiseración
despectiva que sólo puede justificarse desde la precaria
situación en que se encuentra Ortega en Argentina, mientras
en la Francia ocupada por los alemanes Valéry sigue en
París dando sus cursos en el Collège de France y
sus conferencias por todas partes. Compárese con los reproches
de Machado —muerto y enterrado en Francia un año
antes— hacia Inglaterra y Francia durante la guerra por
su falta de apoyo a la República española (Machado
1986, artículos LXXV y ss.) o su disgusto para con Ortega,
huido de Madrid al exilio en agosto de 1936 y siempre reticente
al compromiso (Gray 1994, 251). El texto de Hora de España
de agosto de 1938 (Machado, 1986, pp. 129-30; 1989, pp. 2393-94)
puede interpretarse como un reproche a Ortega en este sentido
(Gibson 2007, 658-59) y también como una despedida, con
la guerra como tema de meditación, al tiempo que el soneto
«De mar a mar...» citado, escrito desde Rocafort y
publicado en la misma revista en junio, sería la despedida
de Pilar, cuando ya Machado preveía su propio fin y el
de la Segunda República.
Y es que la guerra civil desplaza de Madrid el ménage
à trois erótico-intelectual y lo divide en
tres Españas, no en las dos de la copla de Machado: la
del nacional catolicismo de siempre, con la dama; la del exilio,
exterior e interior, con Ortega y muchos intelectuales; y la de
todos los comprometidos con la República —o la utopía—
hasta el final, como Machado. En cuanto a Guiomar, su lado secreto
se disuelve en el pasado y acaba en un ménage à
trois apócrifo en el Diario de Madrid (enero
de 1935; Juan de Mairena, VIII), proyectada hacia la
juventud de Abel Martín por su discípulo; su cuarta
parte de realidad puede que incorpore ahora también algún
amor temprano de Machado, como el que Gibson (2007, pp. 171-75;
418; 442) cree descubrir en su primer libro, Soledades
(1903), en un retorno hacia el pasado apócrifo o hipotético,
pero aún vivo y modificable, del citado apartado XXVIII
de Juan de Mairena. Los poemas que se incluyen en el
apartado VIII de Juan de Mairena, llevan en la cuarta
edición de las Poesías completas (1936,
CLXXIV, I-VI) el título «Otras canciones a Guiomar.
A la manera de Abel Martín y de Juan de Mairena»,
con una significativa supresión «Sé que habrás
de llorarme cuando muera...», y dos adiciones, los poemas
VII y VIII, premoniciones ya de la separación definitiva
y de la inminente tragedia que todo se lo lleva. Tras la proyección
de Guiomar hacia el pasado de Abel Martín que lleva a cabo
Mairena, las dos adiciones de las Poesías completas
de 1936 nada tienen que ver ya, propiamente, con la amada o su
invención, sino con el poema mismo como producto del amor.
Sólo el poema —sólo el gran poema, producto
del amor— perdurará, a la postre, con su capacidad
—el «ángel del poema»— de resucitar
y sacar del olvido la belleza sepulta.
Obras
citadas
Cano,
José Luis (1960): «Un soneto de Machado a Guiomar»,
en Poesía española del siglo XX, Madrid,
Ínsula, pp. 127-30.
Gibson, I. (2007): Ligero de equipaje. La vida de Antonio
Machado, Madrid, Punto de Lectura (1.ª ed., Madrid, Aguilar,
2006).
Grassi, E. (2003): El poder de la fantasía, Barcelona,
Anthropos.
Gray, R. (1989): The Imperative of Modernity. An Intellectual
Biography of J. Ortega y Gasset, Berkeley, The Regents of
the University of California. Traducción esp. (1994), Madrid,
Espasa Calpe.
Gurvitch, G. (1930): Les tendences actuelles de la philosophie
allemande, París, J. Vrin. Trad. esp. de F. Almela
(1931), Las tendencias actuales de la filosofía alemana,
Madrid, Aguilar.
Lausberg, H. (1966-1970): Manual de retórica literaria,
3 vols., Madrid, Gredos.
López Molina, B. (1997): La clave perdida. Demófilo.
Filosofía y cultura popular en Antonio Machado, Granada,
Universidad de Granada.
Machado, A. (1986): Juan de Mairena, II, ed. A. Fernández
Ferrer, Madrid, Cátedra.
— (1988): Obras. Poesía y prosa, ed. O.
Macrì, 4 vols., Madrid, Espasa-Calpe / Fundación
A. Machado.
— (1994): Cartas a Pilar, ed. G. C. Depretis, Madrid,
Anaya & Mario Muchnik.
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de Ínsula, 94, 1-2.
Martín, F. J. (1999): La tradición velada: Ortega
y el pensamiento humanista, Barcelona, Biblioteca Nueva.
Molinuevo, J. L. (1997): Prólogo y Álbum a J. Ortega
y Gasset, ¿Qué es filosofía?, Madrid,
Alianza, pp. 13-31, 77.
Moreiro, J. M. (1982): Guiomar: un amor imposible de Antonio
Machado, 2ª ed., Madrid, Espasa-Calpe.
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a «El amigo Manso», Valladolid, Universidad de
Valladolid.
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De mar a mar, Madrid, Torremozas, pp. 1-35.
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— (2001-2007): Obras completas, 7 vols., Madrid,
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Valderrama, Pilar de (1930): Esencias, Madrid, Caro Raggio.
— (1958): Obra poética, Madrid, Siler.
— (1981): Sí, soy Guiomar. Memorias de mi vida,
Barcelona, Plaza y Janés.
— (1984): De mar a mar, edición y prólogo
de C. Murciano, Madrid, Torremozas.
Valverde, J. M. (1971): ed. Juan de Mairena (1936), Madrid,
Castalia.
Notas
[1]
La distinción entre Homo seriosus y Homo rhetoricus
es de R. A. Lanham (The Motives of Eloquence, 1972, Yale
University Press, New Haven, 1, 4). Cf. Stanley Fish, «Rhetoric»,
en Doing What Comes Naturally: Change, Rhetoric and the Practice
of Theory in Literary and Legal Studies (1989, Duke University
Press, pp. 471-502). Véase supra. [volver]
[2] Una exposición del subsuelo retórico
de Heidegger la hace el propio Ortega en su «En torno al
Coloquio de Darmstadt» (1951), Obras, 1983, IX,
630-44. [volver]
Fecha
de publicación: octubre 2008
|