| Una 
                señal, no infalible, pero sí sugeridora, de la universalidad 
                de un escritor o un poeta, es la difusión que goza su obra 
                mediante las traducciones a otra lengua y a otra cultura. Si aplicamos 
                este criterio a la poesía de Antonio Machado y su presencia 
                en la lengua y cultura inglesas y norteamericanas, tenemos un 
                saldo bastante positivo, con un buen surtido de traducciones, 
                algunas de altísima calidad. No se puede decir, no obstante, 
                que Machado haya alcanzado tal grado de popularidad entre el público 
                culto no hispano, que su nombre suene entre los más célebres 
                de la época. El único poeta español que ha 
                conseguido esta fama es García Lorca. ¿Por qué? 
                Uno de los mejores traductores de Antonio Machado, Alan Trueblood, 
                notando que «menos deslumbrante e intenso que Lorca, alcanza 
                una profundidad igual de visión intuitiva, mientras que 
                su perspectiva trágica conlleva a menudo una dosis adicional 
                de ironía», atribuye su relativa falta de renombre 
                fuera del mundo hispánico al «tono predominantemente 
                tranquilo de su verso, la manera reflexiva, poco fácil 
                de captar en la traducción», juicio que me parece 
                muy acertado. Asimismo, se podría pensar tal vez que la 
                razón decisiva pudiera corresponder a alguna calidad evidentemente 
                universal en la poesía, pero no creo que sea así. 
                Es más bien al contrario. Lorca debe al menos parte de 
                su popularidad a su arraigado localismo granadino, a su identificación 
                con ciertos valores fácilmente reconocibles en su obra 
                que responden a las expectativas del público: el criterio 
                tradicional de España, desde la época romántica, 
                que considera lo andaluz como quintaesencia de España. 
                En el caso de Machado también, sus raíces en una 
                realidad nacional determinada, centrada en Castilla, son las que 
                en general lo definen. Como dice Henry Gifford, al presentar a 
                Machado en otra de las excelentes traducciones del poeta al inglés, 
                es un poeta inequívocamente nacional que sentía 
                agudamente las tensiones y las potencialidades trágicas 
                de la vida en un país rezagado, doloroso, fanático 
                y que por experimentar estos sentimientos afirmó una verdad 
                más amplia que trasciende el patriotismo. Así, él 
                y los poetas comparables —nombra a Yeats y a Blok— 
                se transforman en europeos y la historia de sus países 
                respectivos tiene mucho que decirnos del dilema europeo total.
 Según 
                este criterio, el apego a una localidad se ensancha hasta alcanzar 
                un valor universal.
 
 El hecho es, sin embargo, que la tendencia artística que 
                predomina en la juventud de Machado es, en su forma más 
                depurada, tal vez la más intransigente de todos los tiempos 
                en la búsqueda constante de calidades universales, absolutas 
                y excluyentes. Se trata, desde luego, del simbolismo, ese movimiento 
                de origen francés que representado por la tríada 
                de Mallarmé, Rimbaud y Verlaine, con Baudelaire como su 
                padre espiritual, arrolla de un modo avasallador la estética 
                poética a finales del siglo XIX. Este conjunto forma, en 
                efecto, uno de los puntales indispensables sobre el cual se erige 
                el mundo poético machadiano. Como él mismo afirmaba, 
                «pensaba que el hombre puede sorprender algunas palabras 
                de un íntimo monólogo, distinguiendo la voz viva 
                de los ecos inertes; que puede también, mirando hacia dentro, 
                vislumbrar las ideas cordiales, los universales del sentimiento». 
                Ha desaparecido ahora toda circunstancia, toda historia, y al 
                pretender captar algo esencial, imperecedero e inalienable, se 
                integra plenamente en la más depurada corriente simbolista. 
                No es, sin embargo, toda la historia.
 
 Pasa muy poco tiempo antes de que Machado reaccione vivamente 
                en contra de la introspección pura; muy en especial se 
                opone ahora a lo que llama aquel culto supersticioso del misterio 
                que asocia con Mallarmé, a quien contradice directamente: 
                «La belleza no está en el misterio, sino en el deseo 
                de penetrarlo.» Además, como dice también 
                en sus célebres confidencias a Unamuno, «el poeta 
                debe amar la vida y odiar el arte. Lo contrario de lo que he pensado 
                hasta aquí», y en las declaraciones no menos importantes 
                a Juan Ramón Jiménez, de quien empieza entonces 
                a separarse estéticamente: «¿no seríamos 
                capaces de soñar con los ojos abiertos en la vida activa, 
                en la vida militante?».
 
 El renombrado poema autoanalítico «Es una tarde cenicienta 
                y mustia» nos ofrece un significativo eslabón en 
                esta evolución. Jamás consiguió el poeta 
                señalar con tanta claridad su dilema existencialista como 
                en este poema, que evidencia un acierto de estructura y una exactitud 
                de análisis admirables. Al ir cada vez más acentuando 
                lo particular y lo específico, la poesía machadiana 
                se identifica con lo que Goethe llama poesía «ocasionada», 
                producida por una ocasión específica dentro de un 
                tiempo, un espacio y un contexto definido: ¿se trata ahora 
                de perder universalidad para quedarse en poeta localista? De ningún 
                modo. Aquí viene muy a cuento el caso de Robert Frost, 
                poeta de Nueva Inglaterray exacto contemporáneo de Machado, 
                con el cual comparte una dedicación a la vida del campo, 
                más extrema que la de nuestro poeta; además, su 
                expresión directa y coloquial se parece mucho a la de éste. 
                Al presentar a Frost en una selección de sus versos, Louis 
                Untemayer comenta con acierto que «los mismos títulos 
                de sus libros parecen locales... sin embargo, ninguna poesía 
                tan regional ha sido jamás tan universal».
 
 Hay que insistir, pues, en que los dos enfoques, introspectivo 
                y externo, tienen su propia validez y constituyen el problema 
                general a que hemos aludido ya, de universalidad y particularismo. 
                El mismo Machado se dio perfecta cuenta de esto en la conocida 
                distinción que establece en su poética de 1931: 
                «La poesía moderna, que, a mi entender, arranca, 
                en parte al menos, de Edgard Poe, viene siendo hasta nuestros 
                días la historia del gran problema que al poeta plantean 
                estos dos imperativos, en cierto modo contradictorios: esencialidad 
                y temporalidad.» Es decir, un simbolismo, o sea esencialidad, 
                que va hacia lo universal, y el curso de la vida, es decir, temporalidad, 
                que implica lo individual, lo vivido y lo específico. «En 
                cierto modo contradictorios», dice: los dos criterios apuntan 
                en diferentes direcciones pero no son absolutamente incompatibles. 
                Lo que distingue al Machado postsimbolista, diría yo, es 
                que parte de lo particular para llegar a lo universal. Ni uno 
                ni otro es exclusivo, y hay una constante interacción entre 
                los dos. Se da también otra vertiente: lo individual da 
                paso a lo colectivo, que a su vez forma parte de lo universal. 
                Desde su primera impresión de Soria, evocada en «A 
                orillas del Duero», de mayo de 1907, tenemos un acentuado 
                apego a lo topográfico, junto con una agudísima 
                capacidad para captar el detalle o matiz concreto en una situación 
                determinada. No nos hemos de engañar, no obstante, pensando 
                que se trata de una visión objetiva de España, si 
                bien hay un hondísimo respeto por la realidad externa de 
                la naturaleza. Típicamente, el poeta marca un paso en el 
                tiempo del propio poeta. Así, en «A orillas del Duero», 
                el poeta protagonista camina, en una situación bien definida, 
                por la tierra arisca y sube al Castillo, en los alrededores de 
                Soria. Sólo después de captada toda la sensación 
                del paisaje, busca el poeta interpretar el paisaje castellano 
                y su relación con el pasado y el presente. Entonces la 
                descripción se convierte en honda meditación. Cierto 
                que esta meditación conlleva claras implicaciones ideológicas, 
                pero éstas surgen no de un proceso intelectual de pretensiones 
                científicas, sino de un salto bergsoniano de intuición, 
                ofrecido con frecuencia entre interrogaciones. De este modo, la 
                tan consabida interpretación de «Castilla miserable, 
                ayer dominadora, / envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora», 
                forma una parte intrínseca del poema y de la compleja visión 
                machadiana frente al paisaje y al paisanaje castellanos; más 
                que la expresión de una actitud común a la llamada 
                generación del 98, es el resultado de unas reflexiones 
                individuales evocadas por una situación concreta que ha 
                vivido.
 Conciencia 
                del poeta
 «Campos de Soria», la composición descriptiva 
                más ambiciosa de la época, nos lleva mediante una 
                descripción sobria y exacta del ciclo del año a 
                una creciente emocionalización en que los mismos elementos 
                naturales previamente establecidos toman otra vida emotiva en 
                la conciencia del poeta, hasta el extremo que se apunta la posibilidad 
                de que su existencia real resida en una visión schopenhaueriana 
                dentro de su propia imaginación: «me habéis 
                llegado al alma, / ¿o acaso estabais en el fondo de ella?».
 
 ¿La verdadera realidad es externa o interna? Los mismos 
                problemas, ligados por cierto con la dicotomía de universalidad 
                y particularismo, vuelven a surgir. El primer poema que se refiere 
                a la enfermedad, amenazada de muerte, de su joven esposa Leonor, 
                tiene el especial mérito de interesarse intensamente, al 
                modo de Robert Frost, en la suerte de un árbol decrépito 
                y en las tareas campesinas en que está involucrado, mediante 
                aquella larga y magnífica serie de sonoras cláusulas 
                temporales subordinadas: «Antes que te derribe, olmo del 
                Duero, / con su hacha el leñador, y el carpintero / te 
                convierta en melena de campana, / lanza de carro o yugo de carreta...», 
                etc.
 
 La referencia personal al milagro que espera en los tres últimos 
                versos es tan tenue que hasta suscita la cuestión de si 
                cabe ver siquiera en ellos una alusión autobiográfica. 
                Plantea el problema del grado en que lo particular, sea individual 
                o sea localista, podría llegar a un público más 
                amplio. Igual pasa con la imponente carta-poema dirigida a Palacio, 
                en la que el poeta pide a su amigo que lleve un ramillete de flores 
                de primavera al Espino, donde está su tierra, en lo cual 
                hay que saber que el Espino es el cementerio y que la tierra a 
                que se refiere es de Leonor. ¿Es una limitación 
                o la refrenada concentración de sentimiento? En los dos 
                casos creo que cualquier lector culto podrá apreciar la 
                intensidad de emoción encerrada en este milagro tan deseado 
                o en esta ofrenda de flores. Al reconocer plenamente la validez 
                del sentimiento no le importa al lector prescindir de las exactas 
                circunstancias del caso.
 
 En conjunto, nos enfrentamos con la doble faceta, no antagónica 
                sino complementaria, de un poeta que aspira a valores universales 
                compatibles con el simbolismo, pero de ningún modo tan 
                intransigente ni tan abstracto, a la vez que se da cuenta cabal 
                de lo imprescindible que es la aportación individual que 
                destaca lo particular, lo distintivo, lo topográfico, lo 
                temporal de su propio vivir humano: dicho en breve, «la 
                palabra esencial en el tiempo».
 Artículo 
                publicado originalmente en Diario Córdoba, 3 diciembre 
                1998, «Cuadernos del Sur», p. 37.  
                
                  Fecha 
                    de publicación: marzo 1999 Abel 
                  Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
 www.abelmartin.com
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