Piedra serena

(1970)

 

Bajo el mediodía

Cae el sol. Se detienen
los pájaros. La luz
se evapora y pregona
una roca en el cielo.
Por Simancas, el polvo
agoniza. Golpean
las cigarras su muerte.
Momificado, el campo
se pudre. Ni una sombra:
transparente, los árboles
son aire retorcido.
Un carro paralítico
soporta el fatuo incendio
de la paja. Las mulas
huelen humo de agua.
Un cuchillo atraviesa
la espalda de la tierra.
Ni un hueso esparce aroma
de recuerdo. Calienta
hasta el silencio.
                   Un hombre
se alza en una llama;
pedestal, la ceniza.
Es estatua el silencio.
Los campos, apagados,
pesan el sol a tientas.
El pueblo, en la distancia,
con los ojos cerrados,
se prueba el esqueleto
definitivo. Cae
la piel en una escarcha
de carbones fundidos.
La meseta padece
el insomnio de un ascua.

 

Oración para pedir el día

Padre nuestro que aras los tejados
santificando yerbas y avisperos:
danos el reino de los vuelos páramos,
de la primera estrella campesina,
de las hojas lanzadas al repique
verde.
       Esperamos
que los velones
se apaguen con el vino y la vigilia.
Cítanos en la cresta de los gallos,
por donde León se hace veleta
y catedral cubierta de espacio
viejo. Compadécete
de la noche estancada en la meseta.
Llena de pájaros las nubes, echa
una lluvia de trigos verticales,
amasa el campo con molinos
cantores, hunde
tu secreta semilla en los rebaños.
Y por nosotros reza, Padre nuestro,
tú que haces voluntad con los barrancos
y con las frentes despeñadas.
                              Pisa
el barro del corral, calienta
el relente con pajas arrimadas,
siembra gallinas en la tierra clueca.
Padre de todos, de Ti mismo Padre:
haz de los campos
un cielo atestiguado y con figura
de frutos estrellando techos
y bajas vigas; cubre
de mano los manteles, danos
el agua manantial de tu secreto.
Desciende.
Haz la luz con zureo de palomas,
con un cruce de abiertos gorriones.
Cuando amanezca, anúncianos
el día.

 

Pan

Amasado por frentes disecadas,
pan de todos en cada día,
eres la forma celular de Dios
manual. Te desdices del sudor,
de las alforjas sucias de cansancio
y esperanza. Conservas orzas
altamiranas,
y te alzas –hostia masticable–,
más que Dios, en las manos
que te empobrecen. Torno para un claustro
descalzo, pan de todo tiempo,
circunferencia candeal del hambre,
pan de la tierra y de la tierra aroma
con hornos agobiados de humildad
prehistórica e inédita: reduces
la pasión a una miga de sosiego.
Juanes, rodrigos, bárbaras camisas
soleadas, faldones sin olvido,
hijos sin tregua y enconados
de venas patriarcales, se acobardan
y endulzan
alrededor
de tu creciente majestad horneada.
Corona de familias toscamente
dinásticas, linajes
de parcelas procreadas con aguante
y oración cuerpo a cuerpo,
pan del día,
conserva de semanas ancestrales,
lienzo decapitado en el cuchillo
paterno,
¡oh pan de campesinos ataviados
de sol
y remendada fuerza braceada!
Anudas
el llano atormentado y la sequía
que hace cielo candente de los siglos.
Bocas al rojo vivo
se refrescan en tu ávida tibieza.
La mesa, el pan, la sopa femenina,
los garbanzos llegados del remojo,
la voz del padre
–lienzo arrancado de las piedras–,
el chorizo acabado en las quemadas
vigas,
       el pan,
sumiso corazón del rito
casero, techo de las manos,
cirugía aprendida con los dedos,
¡oh tosco manantial
del verano!
            Te dueles
de la limosna envuelta de tocino
y de las leguas
llevadas silenciosamente
y a pulso.
           Te bendices
con la sonrisa pálida de un niño.

 

León

Por los pimientos baja
un sol arado.
              La catedral
tiene vitrales secos.
León.
      Mujeres
de cabezas oscuras
le guardan luto al tiempo.
Galicia se contiene
entre lámparas verdes
y bueyes familiares.
Un paso más. Un alto
crepúsculo de  nieve:
Piedrafita.
            Abajo,
carboníferos nudos
valen más que la tierra.
Y la meseta cubre
de torreón a España.
El pasado  ha dejado
atrás nuestro futuro.
Alguien cabalga. Un chopo
circunferencia el mundo.
El aire cuelga
como una espada todavía.

No sé
quién ha pecado en esta tierra.

 

Campo ilimitado

La lluvia
se hace sueño en los páramos.
Arlanza.
         Hasta Carrión
de los Condes, un palmo
de originaria tierra
hecha de primer paso.
Huellas bajo las huellas
ahondan el pasado.
Se abre España: un chopo
limita con el pardo
solar de la estridencia.
El silencio es un cuarzo.
Se aran las corazas
de sueños enterrados.
Se perdieron los gritos
en los últimos pájaros
desorientados: suena
–cuenco en octavo bajo–
la tierra a cueva abierta
y a cielo descarnado.
Empieza el ascua. Aquí
la ceniza es un astro.
Un Dios con miedo viste
una tierra de espanto.
A pie, Castilla asoma
desprovista de párpados.
Viento arrasado.
                 Un hombre
hace sombra al espacio.

 

Torre del Cid

(Monasterio de Cardeña)

La torre calla todavía.
Los pájaros, el viento callan.
Cardeña, con un solo ojo,
guarda el silencio. Los sepulcros
vacíos, callan. Los caminos,
polvaredas de su memoria,
callan. La tierra se levanta
muda y sin espejo. El adiós
tiene una desmedida forma
de lápida. Rodrigo va
a lomos de España callada.
En una espada vive el pueblo,
y calla. Las cabezas son
abejas enfundadas. Siguen
los siglos pasos de destierro,
y un indeleble itinerario
de estrellas  señala el Camino
del Cid.
         El infinito calla.
Gótico armado, este paisaje
calla. Los vasallos se visten
de polvo, y esperan, callan, sudan
las manos un hierro candente
de palabras.
             La milenaria
sombra calla. Viene el futuro
en una bala de silencio.
Los muertos, asomados a
sus hijos, callan. El dolor,
voto de piedra, va de monje
en monje. Se aran los silencios
y la coraza geológica
del tiempo gana aún batallas
calladas. España se sella
con metralla.
              La torre,
piel del destierro, 
                    vela, 
                          calla.

 

Cátedra Fray Luis de León

(Homenaje a Quevedo)

Y fue en un paleolítico escanciado
en madera donde tu nombre –polvo
enamorado– halló navaja y cuenca
de eternidad.
              Y fue como escolar
en pupitre de siglos donde tu nombre
me recorrió las manos como
una oruga desoída de su sueño.
De pronto tu perfil, oh padre mío,
se me quedó en retablo, en era
de madera, en dique para el tiempo.
Y el banco salmantino me abrió el polvo
de sus calladas horas catedrales;
y oí que Lope y Garcilaso, absortos,
distraídos en tallas nominales,
aprendían de ti, padre del tiempo,
que un verso es un grabado a mano eterna,
que la palabra es la única manera
de descifrar la espalda de la sombra,
que Dios sucede cuando el hombre arranca
un pedazo de tierra al firmamento.

Aquí, Francisco, genital memoria,
sentado donde tú una vez sacabas
a España de sus dudas, me confieso
que no aprendí del todo mi pasado
y que tu sangre sigue en mis oídos
como una talla de aire vertebrado.

Te acuso, en Salamanca, de no haberme
levantado antes de mi tierra  muerta.

 

Plaza Mayor

Esquina de los ojos,
mantel abuelo del encuentro,
reloj con paso
de ángulo recto.
Un sigilo de capas entornadas
da formas al silencio.
Fray Luis de León, veinte por veinte
siglos, recupera la voz.
                         El sueño
del oro enciclopédico descubre
la geología visceral del tiempo.
Los balcones
son de una geografía endecasílaba.
Pasta de tierra
enterrada hace mole su recuento.
Encrucijada de cantores,
geométrico rejón a pecho abierto,
aquí,
corazón de minero,
hay que buscar la veta en que más hondo
se encontró oro el tiempo.
Se guardan las palabras de perfil,
y hasta las voces cuidan su recuerdo.
Por Salamanca, todavía,
los monjes
son artesanos del misterio.

 

Camino de Teresa

El suelo ni palpita: está echado
en la tierra. Las calles
heráldicas
transcurren sobre el moho.
Reducido volcán,
Ávila, ceño místico,
arruga manuscrita,
epistolar ciudad:
el aire todavía
se conserva en tu letra.
Se olvidarán
los duraderos siglos,
y tú,
frío estelar del tiempo,
recordarás que el mundo tiene huesos.
No te despiertes:
enterrada en el polvo,
algún día, una luz
inventará el Camino de Teresa.

 

Segovia

El Guadarrama
se deshiela en tejados rojos.
Roma a caballo por el agua pétrea
donde las nubes se hacen equilibrio.
El suelo, a ras del mundo,
tiene una forma de acrobático
viñedo.
        Y los lagares
rezuman espaciosamente un mosto 
de futuros añejos.

De pronto, la ciudad
–ascua pura de enhiesta sierra–
se echa a andar por Castilla
con un cetro votivo de tejas incendiadas.
Desmemoriada de la hulla,
anca de la meseta, frío
de una orden mendicante,
sayal para los cielos monacales,
Segovia,
dormida por los campanarios,
¿por qué, cuando se pone el sol,
se encienden tus balcones como un himno
en el fragor callado de una fragua?
El fuego, solamente el fuego,
un día
podrá herrarte la sangre que te cubre.

 

Copyright © José Carlos Gallardo

Todos los derechos reservados. Queda expresamente prohibida la reproducción por cualquier medio de estas poesías sin el permiso de su autor
 

[ Anterior ]

[ Archivo ]  [ José Carlos Gallardo ]

[ Siguiente ]


Archivo de la poesía española reciente

Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
www.abelmartin.com