Los días que pasan

(1972)

 

De estreno

Voy a caballo de mi traje nuevo.
   Huelo a perfume textil, a
desfile de algodón. En la oficina,
quietas sonrisas me perciben
Heno de Pravia y plancha eléctrica.
   Me siento almidonado
bajo el flash de mi traje nuevo.
   No subo al ómnibus: paseo
mi premiada apostura de juguete
mecánico.
   Llego a la casa;
me desprendo en la percha,
y queda mi esqueleto rebosante
de fósforo cansado.
   Por último, me baño;
y me encuentro en mi edad,
como una estampa sin memoria
huyendo por el fondo de la cómoda.
   Mañana
mi traje será viejo:
le bastará una noche a oscuras
para saber que el tiempo nunca empieza.

 

Monolito

Con las persianas bajas,
la ciudad es un monolito
de sombra.
   Hoy faltan sitios:
las calles
se han llenado de tinta y los asiduos
paseantes
perdieron los lugares fijos.
   Hay una oscuridad
hecha a mano, un macizo
silencio como un muelle
agobiado de barcos
perdidos.
   Con no saber adónde voy,
declaro mi camino,
y en cualquier parte —voluntario
fantasma— firmo
el documento de vivir
algo exactamente lo mismo.
   Importa poco andar: hacia uno
volverá lo que ya es camino.
   La fórmula es sentirse altura,
parte tenaz del monolito,
convencidos de que la oscuridad
es la costumbre que nos sueña vivos.

 

El domingo

Un olor a adoquines degollados llevan las ruedas
de los ómnibus, y la calle sigue arando
un barbecho de gentes y papeles
mendigos.
   Mutilados semáforos
hacen dudosas las encrucijadas
y el domingo, bastón en mano,
enveceje de cal en una esquina.
   Los comercios ostentan vanidosas lámparas
cerradas y hay niños con cabeza
de muñecos dulcemente enyesados con felpa.
   La calle
es una cuerda enceguecida,
y un silencio de cáscara
rota humedece el pavimento.
   A dónde ir, intoxicado de soledad,
si conozco tan sólo los mismos lugares
y la gente se aprieta aisladamente
como si un viento fuerte la callara,
si en todas partes urge la salida
y el frío adorna sillas y minutas.
   Un perro, forrado de hogar,
va de una mano ausente. Las aceras
han gastado bastones y recuerdos
y la calle, de pronto, es un orificio junto
donde se han enterrado regresos sin sonido
y esperanzas. No sé
cómo el día tiene tanto otro lado,
si vivir es la cara
acuñada del tiempo.
   No sé tampoco cómo
el mundo es un clamor deshabitado
y sólo queda alguien que persigue
su sombra de hace días.
   Ni entiendo
cómo un dolor no puede mitigarse
al empaparlo en tango y cinematógrafo.
   El domingo es el humo
de los maderos semanales,
y el árido silencio de las doce
es la asfixia feliz
de todo el que carece de agujero.
   Sólo queda una voz hecha muñón
que pregona el periódico
y una ventana a punto de apagarse
para poner mordaza a dos seres cansados.

   Mi reloj marca la hora
en punto del vacío.

 

Lo que no entiendo

Miro el día, la noche
y su secuaz sigilo,
la luz que nunca escapa de la sombra,
la soledad
encontrando su molde en las esquinas,
los edificios
demolidos un aire todavía
de balcones usados.
   Miro y cuanto más miro
menos entiendo el ángulo quebrado
de ser hombre si en hombre me termino
—¡ángel a media asta
con una muerte izada en su principio!—
y esta manera de subir bajando
por el camino.

   Miro el sueño acabado de lavarse,
la camisa en la silla aún sin hombros,
los zapatos rojizos de un adiós
botánico,
la tos doblada en el pañuelo,
el agua amaneciendo
en la maceta, el autobús
lineal como un teléfono al trabajo.
   Rompecabezas de mi propia vida
hecha de breves trozos infinitos,
cada uno perdiéndose
por un deshielo mínimo;
insoluble, sin término, sin forma,
descompuesta esperanza sin sentido;
amanecer, estar, dormir,
vuelta al final buscando el primer sitio.
   De cara
frente a mí mismo,
con la espalda esperando
la carga del futuro presentido.
   Y no saber de qué manera
se puede ser definitivo
si, a cada paso, el polvo levantado
deshace la costumbre de estar vivo.
   Y no entender por qué
se puede ser dejándose uno mismo
de cualquier lado,
si no es mi rostro el que en otra parte conquisto.
   ¡Qué sorpresa la oscuridad
cuando estalla la luz y nos da un sitio!
   ¡Y qué sorpresa
vernos desnudos y desconocidos!
   ¡Y qué asombro, qué tregua, cada día,
salir vestido,
saludar al portero, la oficina,
ver desde mi balcón el río,
encontrarme con gente que me olvida
y olvido,
y contar cada noche un día menos
cada vez más vivido!
   Pero a pesar de todo, no lo entiendo
y sigo
poniendo en punto mi despertador
para no perder tiempo. Y me desvivo
por llegar a un lugar
desconocido.
   Y no descanso
preguntando por qué vivimos,
qué oculto fin nos lleva
hasta el principio,
qué mano nos conduce
por un espacio prohibido
y por qué no alcanzamos
a ver hasta el final nuestro camino.
   Sin entenderlo,
todavía vivo.

 

Estado de presencia

Nunca me fui. El oído es mi testigo.
   América no me sacó de España.
   Nunca salí del toro en una piel acuñado.
   Si me he visto morir,
ha sido de mi infancia desterrada.
   Yo rezo en granadino diariamente
con un tango entre dientes, y el recuerdo
me hace más joven la memoria.
   Me penetran rumores, cálices
de nostalgia, y comulgo hostia andaluza
ante un puerto que da a todos los mares.
   No me palpa la redondez del mundo.
   La distancia es un nudo
en mis manos y hablo
desde donde nací, me acuesto
con un cuerpo emigrante todavía.
   Hay días
en que el reloj se cambia de pared
y repica minutos en Granada.
   ¿Qué cuerpo mío es este
que no está en tierra alguna y vive
desenrollando estelas navegadas?
   ¿De qué lado me caigo si es el cuerpo
quien apuntala al tiempo?
   ¡De cuánto espacio, España,
estás hecha! ¡De cuánto olvido
acosante! ¡De cuánto hueso alado
que muere a ras del peregrino pueblo!
   ¡De cuánta alimentada lejanía
humea el plato!
   ¡De cuánta expropiación me pesa el ala,
albatros sofocado en el vacío!
   Te piso, lagar madre, donde quiera
que estoy. Me sacio de tu mosto
infundado. Me abrigo con las cosas
perdidas.
   Yo sé que un muerto me persigue, pero
alcanzaré tu orilla
antes de que me esperes bajo sombra.
   Cada aurora española
me llega con un día antes de luz.
   Bastará que haga un alto
en el camino
para reconocerme antes de ahora.

 

Recuerdo

A Blas de Otero

Desesperadamente, Blas, cómo buscaste
una piedra donde apoyar la mano.
   Te recuerdo husmeando los rastrojos
de obuses y un lugar
donde el hombre cayera en carne viva
descansada. Pero jamás
tu colérico Dios te dio la mano.
   Te fuiste por el mundo
como un ala suelta,
y presiento que habitas todavía
una tromba de vientos destrozados.
   Hermano mío de mi alma, Blas,
deja que llore sobre el ala rota
este vuelo siamés
nacientemente separado.
   Tú también, con el remo
de un brazo, bogarás
un domingo que no es España.

 

La víspera

Estoy en vísperas:
mañana es otro día.
                    Un júbilo
me arrasa la memoria
olvidada y me llego por delante
saludado y bendito soy de gracia.
   Claramente vestida y sonriente,
la gente va a sus domicilios.
   Hay quien lleva un regalo entre dos luces,
mira una estrella o un semáforo.
   Porque mañana ya será otro día,
es que hoy me adueño de unas horas
que más tarde no serán mías. Voy
enjabonado de alegría. Vivo
en la yema batida de un reloj
instantáneo. Mañana
ya no será este día y buscaré
un tiempo para darle cuerda
a unas cuantas cosas ignoradas
llenas de víspera.

 

Copyright © José Carlos Gallardo

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