Aparición de la alianza

(1973)

 

Carta a Soto de Rojas

Los dos estamos lejos: tú, en el tiempo, en los pequeños
ríos pasados; yo, en el espacio, en los distantes
mares venidos a menos con el tiempo. Los dos,
abuélicos, miradores nostálgicos, tristezas
un poco patriarcales si se quiere (y perdona
esta arrogancia paradisíaca que asumo al hablarte);
estamos cada vez más lejos: tú, genileño,
es decir, saudádico, mimbre enramada en la memoria,
en la orilla con que Dios termina cada cuerpo;
yo, recomido de infancia todavía, legendario,
un desierto en cada paso que no doy granadino.

   Los dos, genealógicos, fluviales, desterrados,
arenas cadavéricas y paseos espectrales, un poco
verdín y paredón de Dauro andante; tú,
padre de padre mío, esbelto, abuelo metafórico,
avellánica manera de recoger el paisaje
finamente bebido en un gesto olvidado, en un recuerdo,
en un lento venir con el Genil al lado;
yo, embovedado de distancia, Santa Ana en el principio
de mi oscuridad trashumante.

   Ahora que los dos estamos lejos, que Granada es un aire
cosido al borde del recuerdo, tal vez podamos
indagar en la sombra, en el ángulo eterno del aljibe,
en los diámetros absortos de los torreones, en las casidas
con que el agua se despega de los sentidos,
en el instantáneo sonido del zaguán entregado
a cuidar la memoria que hace el polvo.

   Tal vez, desde esta Alhambra atlántica en que vivo,
también hundida (¡los años son el primer mar que transitamos!),
pueda decirte que cerrar el paraíso
es la primera fórmula habitable que el hombre
halló a su alcance, preservándolo de sí mismo
y de la herencia, de los geniles rumorosos
que se esperaban mar para el ahogo de la gracia perenne.
   Cada uno de los dos —cabeceras de almohadas dinásticas—,
hemos cerrado el paso con un silencio definitivo,
con la densa agonía que impone la belleza
a los cadáveres del otro mundo.
   Los dos —abuelo el uno del otro—
hemos vivido, extremos del mismo llavero,
cerrando granadinamente el mundo,
acaso, fatales tesoreros de un orillo
que no quisimos descubierto, que esperábamos
desenterrar más allá de la otra vida
anunciada.

 

Paseo crepuscular

El frío estaba azul.
                     —Dale limosna...
   Y la cuesta bañaba un pergamino
de quietud olvidada. Aire arriba,
los árboles se recordaban
en las raíces, su arcillosa temperatura.
   Las torres se asomaban
al tiempo, a la manera de mirar
los caminos lejanos,
un foso, el río.
   Un cielo intacto alzaba la infinita
respiración, su azul atávico.
   Y caminaban.
                Bellamente
se tocaban de una hermosura
doliente:
          —... que no hay
en la vida...
              Perdón pedían los ojos,
los trabados incendios de la dicha,
la piel
que se besaba bajo su apacible
ceguera vislumbrada. Y en los ojos,
un apagón en llamas:
                     —... nada
como la pena de ser ciego
en Granada.
            Las torres por sus alas,
ocres, ámbitos, oros.
   El cielo buscando
morir sin habla.
                 Se perdían
las manos en el alma, el corazón
arrasado como una arena inerme.

 

La vida en el tejado

Ya sabéis que he vivido de un tejado en otro,
¡tantas veces veleta al mediodía!...
   Me llenaba de viento una mañana y me echaba a volar
por el ala rasante de las golondrinas.
   En casa me esperaban los cuadernos, las jayuyas, los sermones,
el arco iris del calor materno, ya sabéis:
pan con aceite, azúcar, un gusto a voto umbilical;
el hilo dando vueltas conocidas a los profundos calcetines,
y los días como una leche a punto,
aunque faltara, y aunque el tiempo fuese
un esconderse a ratos protegido por las sirenas
o por el cielo azul, tan silencioso
que daban ganas de vestirlo con un pájaro.

   Claro que esto lo pensaba mientras miraba un avispero
o una mariposa amarrada a la altura y sin salida
hacia la tierra, en la calle, tan callada
que daban ganas de ponerle un hombre para que se sintiera el peso.

   Yo me olvidaba de comer:
                            —Pepito, ¡baja!...,
como decirle al viento que se echase un nudo
                                             y descansara.
   De un tejado en otro, ala de mí mismo, iba
poblándome como un verano con la Sierra alta,
con una lentitud de nube atascada en el centro del vacío cielo,
con el sol desgajado como un tronco joven,
con el aire que se traía el río todavía sin agua...
   Y abajo, un ajetreo de sartenes,
de remiendos, de santos rosarios preparándose,
de niños aplicados con correajes analfabetos,
de interferidos partes de guerra.

   Fueron tres años —os juro que es historia—, tres cosechas
de yerba seca en el tejado, de niño crecido
entre la indiferencia de los que no aprendieron
a olvidar o a morirse de una vez por todas
como única forma de haber vivido con la memoria al día.

   Yo seguí en el tejado, y esperaba caerme
dentro de mis primeros pantalones largos
—una vergüenza de ser hombre sin saberlo—
y salir a la calle dispuesto a la corneta
o a la edad del tambor todavía, cercano
a un reclutamiento de mentirilla.

   Aquel tejado de mi infancia hoy llega
hasta la mesa —¡cuarenta y cinco años de crecerle el polvo!—,
me sigue por la calle, me lleva a la oficina
donde aprendo relaciones de países.
   Y de vez en cuando, doy a la gente que se está mirando
una pequeñísima flor verde
nacida entre la yerba de mi gran tejado.
   No es preciso que sepáis que, pies en la tierra,
seguiré un poco arriba —el poco más que espero—, viviendo
hasta que el tejado se canse
                              y se me eche encima.

 

Fotografía española de mi madre

Como una callejuela, entrabas
y salías sin verte.
                    Te ganabas
la vida haciendo como que vivías
para ti. Te amadrabas de hijo en hijo
sumisamente piel para esconderlos.
   Les dabas de comer lo que no había.
   Se te caía el pelo por debajo
del tiempo.
   Callabas todo el año. Se te oía
la tristeza por dentro del vestido.
   Rezabas. Te dormías. Y los labios
seguían sonámbulos un Padrenuestro
que no llamó a la puerta hasta más tarde.
   Fuiste creciendo niña, sal enjuta,
hasta agotar la infancia, un día
en que no te cabía ya en el cuerpo
acostumbrado a las pequeñas láminas.

   De pena en pena, en brazos ibas,
meciéndote.
            La calle
se santiguaba con fusiles.
                           Eras
una capilla ardiente para España,
¡madre arrancada de los frentes
que llamaban a tiros a tus hijos!

   Un día te olvidaste de crecer:
obstinada en la mínima ternura
de tus años tan pocos, sonreías,
lentamente un relámpago de olvido.

   Y te mecieron los tres hijos,
la santa trinidad de tu milagro.

 

En la muerte de mi hermana
María del Carmen

A palito mojado, a mimbre huida
por el verde o la umbría, su paciencia
jugosa; a pajarillo pálido,
a brizna de verano, a brisa débil
jugaste.
         No cabías en más nieve,
acabada dulzura. Te olvidaste
un cualquier día de seguirte el ala,
tu disciplina angélica. Y te hiciste
un poco mármol para el nombre
que pondríamos después a tu memoria.
   Sabías que la muerte es una puerta,
un volver a Granada y asomarse
al patio, a la penumbra de las voces,
para cerrar el aire, la clausura
del silencio, ¡oh vestida de más agua,
nostalgia del amanecer!
                        Habías
dicho: «¡Qué hermoso, aquello!», y repasabas
placetas de otra vez, más granadinas
porque quedaron solas; y portales
amaestrados, acequias de leyendas
primerizas; y cuestas y balcones,
esos pupitres donde el aire aprende
lecciones de vibrar muy melancólico.
   Dijiste, y la palabra se quedó
enyesada de muros alhambreños.

   Tu eternidad, ahora, es una sala
abierta a todos los balcones; es
una cuesta de miel que no se ondula,
un afilar tu rostro en la hermosura
del crepúsculo lento, un repetir
el paladar de la nostalgia. Es una
tempestad de cipreses detenidos.

   Caminas extendiéndonos tu sombra
para que no se olvide el alma, el poco
paso de Dios en ti muy transparente.
   Caminas porque te oyes sucedida
ya para siempre, sol sin horizonte,
unánime extensión, eco resuelto,
¡oh Carmelilla, sangre de este brazo
otra vez huérfano, mi hermana clara,
acabada de dar la vuelta al agua
que traías contigo! ¡Oh rostro nuevo,
nostálgico tamaño de altas torres,
cinamomo de yeso!
                  Niña
despedida en la puerta de los días:
saltabas a la comba y te quedaste
como un milagro de ti misma, quieta
en la acrobacia de un azul sereno.

   Recién nacida, aurora todavía,
campanilla de barro, ¡oh percusión
de la infancia!, tu asombro natural
cuando la vida descubrió que estabas
y te siguió como un juguete terco.

   Hay un Señor, nos dicen, una forma
total de iluminarse, una intemperie
para los cuerpos enlunados, una
silenciosa manera de seguir
siendo, me han dicho, como a ti, que luego
—este otro tiempo en que nosotros no
estamos— viviremos surtidores
como un Generalife donde el agua
comienza por ser luz y nunca se hace.

   Visítanos de vez en cuando, pasa
por nuestra sombra y estremécenos,
anúncianos la gracia, la sonrisa
con que Dios se saluda ante sí mismo,
¡y ruega por nosotros, desenvuelta
pureza, niña, madre ya del tiempo!

 

Cerro de San Miguel

El costarrón de San Miguel —un cerro
apagado, posiblemente tierra—
bajaba meteorito y chinarral
conmigo. ¡Qué saludo, las chumberas!
   A mano antigua olía, a excremento de olivo,
a Belén disecado, suero en polvo
para una Navidad figurativa.
   Pájaros refugiados
entretenían aquel cielo
piramidal,
¡un azul de secano! Pitas
organilleras ensayaban la sospecha
de una mudez geológica, la forma
más cauta del final previsto.
   Cabras, paciencia de la carne líquida.
Y los perros a sueldo milenario
—un ladrar a cuchillo fatigado—
se seguían haciéndose vereda
y agujero para la noche.
                         Arriba,
el arcángel contando su pobreza solemne.
   Y Dios, más alto todavía,
juntando los chinarros para otro cerro puro.

   Por allí yo pasaba los domingos.
   Bajaba a la ciudad. Traía
una corbata negra que me hablaba
al cuello, asegurándome la angustia.

   Con el sol, con el sol, con el sol
bebía vino el día del descanso.

 

Geografía al aire libre

A don Miguel Rojo Mesa,
maestro de escuela.

No siempre un mapa está
de pie y nos canta
las cordilleras como
desde una jaula.
   Aquél tenía el sol
de verdad; las montañas
eran altas; los ríos
eran ríos de agua.
   Monte abajo, seguía
ensanchándose el mapa;
y los niños podían
ir por España.
   Al norte, el pizarrón
de las cuevas: cantaban
las tizas edificios
de ninguna planta.
   Las cuevas: ¡pirineos
de pico y pala!
   Al sur, un río pequeño
mediterraneaba:
de costa a costa, lo
navegaban las ranas.
   Al este, pitas palmeriles.
   Y al oeste, nada.

   Los niños aprendían
la Patria.

   Los pueblos eran pueblos
—estiércol, era, casas—.
   Había piedras, geológicas
maneras de ir por sus entrañas.
   La hidrografía
de pronto se llenaba,
y el mapa era una fresca
estampa
de dueros
y de guadianas.

     —Valencia, arroz.
     Almería, naranjas.
     Bilbao, hierro.
     Toledo, espadas.
     Jaén, aceite.
     Barcelona...
                  —¿Y Granada?
     —Un sitio para hacer
     mejor el agua.
¡Oh geografía
mariana:
     —Speculum justiciae,
     Mater inviolata...
(Por las cuevas, el eco.)
     —Domus aurea...
¡Ave María
de España!

 

Copyright © José Carlos Gallardo

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