Palabra en pena

(1976)

 

La cosa rara

Estaba en él. Le iba llenando el gesto.
Lo entregaba en la voz, en el saludo.
Elástico y sin fin, volvía
a su piel, a su forma consecuente.
Lo sacaba a callar en la palabra.
Nunca pudo ponerle una cadena
y retenerlo al pie de los rincones.
Lo vaciaba de pronto como un globo
contento,
          y el color se le moría,
¡un pétalo ahogado en su frescura!
Le daba vueltas, una noria, un nimbo
de oscuridad ceñida al hueso,
y cortaba aquel círculo inventado
para ver el dolor en una herida.
No sabía qué era lo que hacía,
qué cosas lo acababan, cómo daba
de beber a los vientos, adónde iba.
Y qué llevaba puesto, su esqueleto
por fuera
o su sombra anudada en el estómago.

En él estaba.
              Eso es lo cierto.
                                Él era
aquella pugna maniatada, el aro
circense
que atravesaba su fantasma en llamas.

 

Tiempo de escribir

Es un estado, una pared lindera
en derrumbe, un depósito de gas
hirviente, una manera
de poseer la muerte.
                     Es un tendido
de cables amarrados al vacío,
una espuma de piel sobresaltada,
una bala infectada de cerrado
orificio.
          Un quemadura
de pie descalzo. Es una cuerda
que baja por el brazo y ahoga el pulso.
Es un silencio,
                una pirámide
de mal olor, caverna
de rugiente frialdad, de acometida
desnuda, de torrente sideral.

Es la única forma de llegar
derrotado al conocimiento
para después pasar la vida armando
pedazos de hombre sueltos por el suelo,
piezas quemadas
al roce incandescente
y veloz del vacío.

 

La luz que sigo

De vez en cuando, está encendida.
Hace vuelo el lugar, la oscuridad
concentra.
           Si se apaga,
pierdo la dirección del tacto,
sucumbo como un dedo en una llaga,
tropiezo con la tierra.
Cuando brilla a lo lejos,
calculo la aritmética
profundidad helada del misterio.
Me da bolsillos para echar
a descansar los ojos.
Insinúa el camino
intransitable de la noche.
Cuando no está, la busco
como a una mariposa
asfixiada en el bosque.
                        Y voy
lleno de ojos abiertos como un muro
frontal
que embistiera el espacio
y sintiera caérsele su polvo.
Es una luz lejana, caminante,
norte de toda luz y sombra,
centro de mi esperada incandescencia,
faro atascado en el vacío,
el signo fantasmal de mi vigilia,
cero ocular
de mi diario fósforo apagado.

 

Antes del alba

Madrugo con la oscuridad del día.
Mis hijas, mi mujer, mis cosas duermen.
Abren un ojo de cristal los cuadros
y siguen apagados. Me cepillo
los dientes, mi calcáreo mal humor
nocturno. Me vigilo no sé qué
en el espejo.
              Enciendo un cigarrillo.
Pruebo el café.
                Voy de un rincón a otro.
Abro el balcón y miro el cielo, el aire,
las luces desde anoche. Empiezo
a trenzarme, a entibiar la urdimbre
del tiempo.
            Vuelvo hasta la mesa,
umbilical, sin ojos, gravemente
inconsciente. Organizo mi silencio,
la vestidura monacal
de mis risueñas relaciones públicas.
Me imagino los buenos días tiernos,
despertado en almíbar y algodones
infantiles. Sonrío desde el cactus
solitario que cuido desde niño.
                                Escribo
un garabato, un signo sucio, un vómito
indescifrable, bilis enigmática,
y encuentro al fin la trayectoria infusa
de un primer verso,
                    allí,
                          relámpago
que luego escucho en mi alma, interpretado.

Entonces, al final del dormitorio,
suena el despertador.
                      Y me sorprendo
sentado aquí y usándome, metido
en un cuerpo furioso como un trueno.

 

Mañana inventada

Hay pequeñas historias que no ocurren.
Días de paso que no están. Llamadas
telefónicas que hablan al vacío.
Golpes equivocados en la puerta.
Sonrisas en el aire como suaves
papeles de colores que se van,
mariposas que siguen en su estilo.
Hay palabras que suenan en su forma
–triángulo, mesa larga, alcoba, lengua–
y se astillan al roce de unos ojos;
cuentan cómo es la danza para niños,
un día con olor de cumpleaños,
las rosas que vivían de penumbra
mojada o la historia perfumada
de un paraguas que se fue hasta el cielo.
Yo escucho el fondo de la voz, el alma
que se distrae en sus apariciones
habladas, y decido ir arrojando
sobre la gente una incesante
boca de mariposas sucedáneas.
Todo lo que nos pasa tiene el aire
equivocado de una firma falsa:
estoy aquí, me palpo, y reconozco
mi calor reduciéndose en la cama,
el traje ahorcado en el armario, el árbol
talado que me pertenece, el día
encapuchado como un frío en llamas.
¿Qué hacer, Dios mío, con un paraguas
perdido? ¿Qué dirección darle
bajo el sol? ¿A qué voy a la oficina,
estupefacto y lírico por horas...?
¿Qué plomo duro se hace forma
en mi mano y me caigo
como perdido el pie en el oído...?

Estoy sin ocurrir, fantástico
como un sol en la noche.
                         Acabaré
llorando, echando luto por la historia 
falsa que esta mañana aún no he escrito.

 

Coche de caballos

Al lado pasa un tren.
Pasan veloces jóvenes último
modelo. El domingo regresa
en caravanas de autos asfixiados.
Él va a caballo lento
en el coche. Sostiene el aire
de un niño amontonado
de hojas amarillas. Descubierto,
vacío 
       y con el sol sentado,
el cochero sonríe como un vino
bautismal. Es un dios
suburbano, una brújula extinguida,
un himno de barriada en carnaval
olvidado, la letra
que siempre falta a la memoria.
Lleva un bastón, un pararrayos
de colores.
            Y una bandera
nacional, su matrícula,
su ofrenda patriótica al pasado.
A lo lejos, parece
el desvaído revés de una medalla.
Viene de un tiempo que está al otro lado
del sueño, en el lugar de las postales
sin uso, en el origen
de la madera.
              Viene
                    y atraviesa
la ciudad
como un fantasma
que se olvidara de su túnica.
Pasó.
      Y la tarde tiene
una huella amarilla,
un barro caminante en el asfalto.

Lo tengo en el papel, oscuro,
como si fuera una fotografía
que acabara de hacerle al tiempo.

 

Asilo de ancianos

Linda en oscuro con el cementerio.
(Será una donación de última hora,
asegurada la eficacia, el monto
de fósforo invertido.)
                       Las ventanas
tienen el hueco carcomido, vuelcan
cubos de astucia desganada, sacan
a tender sombras y solemnidades lentas.
Las moscas sorben aire anticipado,
piel olvidada, orígenes
y paciencias con caries de silencio.
Por las tapias del fondo, cada noche
el aire entra como un humo en sueños.
Una alambrada verde, un moho cálcico
establece su límite.
                     Calladas,
las camas se vigilan, se eternizan
como si no se usaran, apuntalan
débiles cuerpos
apenas apoyados.
                 Transeúntes
finales, los ancianos se recuerdan
desmemoriados, inventándose;
hacen fuerza y levantan
una palabra natural, un eco
sin descendencia.
                  Sobre las barandas
se posan,
          suaves seres paleolíticos.
Se mueven como si no respiraran,
¡una prehistoria de animal pintado!

La puerta del asilo tiene un aire
de caridad adinerada. Dentro,
la paz es pobre de solemnidad.
La puerta no conoce un muerto:
a la noche, las tapias últimas
penetran como un hoyo desahuciado
y se cierra el silencio como el lacre
radiográfico de una luz fatuada.
Hay insectos, pequeñas
transfusiones en venas olvidadas.

Aquí terminan los desiertos.

Los ancianos entregan su dibujo
antes de que lo deshaga el viento
sobre la arena.

 

Copyright © José Carlos Gallardo

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