La edad del patio

(1978)

 

El hueco del patio

Por el hueco del patio caían aeroplanos
de papel.
          Caía el sol,
                       el aire de la Sierra.
Por el hueco del patio subía la edad
como una cal que se pintara cada vez menos.
El hueco del patio estaba lleno de vecinas,
de sábanas enjabonadas y olor a aceite.
El hueco del patio se apoyaba en un lebrillo
donde los niños aprendían el río.
                                  El hueco
del patio se quedó un día vacío, abierto
de entrañas como un animal sin sangre.
Y el hueco del patio salió a la calle
con el aire en la mano y empuñado
como un cuchillo que se oyese el grito.
                                        ¡Aquel hueco
hecho patio mortal entre las rejas del tiempo...!

 

Granada

Agua de sauce
               y agua de avellano
y agua de mimbre:
                  las tres gracias verdes
del agua clara de la madrugada.

Para pedir el cielo,
agua de la mañana.
Para ir de rogativa,
                     un fresco
ramo de agua.
Chorro de anís,
la mano en medio de una plaza.  

Para beberla, sólo
un vaso de alma.

 

Calle Cruéllar

Ninguna piedra tiene edad.
Los portales están perdidos
en su sombra. Tras las ventanas,
hay ojos que no miran, restos
de haber mirado en sueños. Y hay
polvo al que no llegó ni el viento.
La calle es el revés de algún
recuerdo: sale una mujer,
mira la puerta y nunca sabe
quién ha llamado,
                  como si
estuviera llegando un muerto.
No hay niños ya: se fueron a otro
tiempo. Mujeres satinadas
vigilan el silencio, el aire
de vitrina sin nada dentro.
De un tejado a otro, salta
un gato. El sol juega a trapecio.
Un olor a pared mojada
se hace rincón. Las piedras
se resignan al cautiverio.

Número cuatro de esta calle,
tinta de Fajalauza, cuna
de mi granadino destierro,
casa caída a cuatro lados
de sus propios muros desiertos.
¡Ay, labio, sitio pronunciado
por un idioma desde lejos!

Yo también salgo a ver quién llama
mientras alguien entra en silencio...

 

La guitarra

Hasta la cama me seguía, un tono
grave y sacramental. El techo
tenía aguas puras de guitarra,
arañazos de vidrio negro, roncos
reflejos de corcheas alcohólicas.
Yo, arropado y metido entre dos rezos,
la escuchaba ganar su vida propia
y adivinaba algunas notas sueltas
como el que saca un dedo al aire
                                 a ver
si llueve.
           Fantasmal y cobre viejo,
mi padre se metía en la guitarra
como si dentro de ella
su sombra respirara, como si
fuese a sacar su alma en una cuerda.
Él tenía la vista en el silencio
y la luz encendía para oírlo.
El techo de mi cuarto
tenía círculos de sueño y aguas
de sonido esperpéntico.
                        Mi padre
tocaba a ciegas una luz de oído.
Yo me aprendía el eco de memoria,
el cuarto a oscuras, como si durmiera
sobre un olor
a madera temprana.
A la noche, mi padre se iba
del brazo
de la guitarra,
                y le salían sones
de despedida
              como una escalera
que recordase la última figura.
Yo amanecía a medianoche
como una partitura desvelada,
y escuchaba el fantasma de las notas
ir por los techos
bebiéndose las huellas de las aguas.

 

Memoria de la madre

Mi madre estaba al borde del hule cada vez más sentada.
El brasero era una ceniza en sueños. Dios hacía
esfuerzos sobrenaturales por salir de un montón
de lentejas.
             Ella rezaba, desdentada y muda,
como si el agua fuese a faltar al mediodía.

Mi madre estaba al borde de los hijos cada vez más lejana.
El plato, a veces, no hacía falta. Ni la lámpara encendida.
Cada uno se vestía al tacto como envolviéndose una herida
y salíamos a la calle resecos como cáñamos analfabetos.
Ella, de negro único vestida, 
                              rezaba
para que el techo nos acompañase.

Mi madre estaba al borde de la vida cada vez más callada.
Siempre había campanas al fondo de los cristales abiertos.
Un aire de liturgia casera nos hacía más altos
como nacidos de badajos o incensarios rústicos.
Casi latín, el ruido del pan mordido. Acción de gracias,
el estado solemne de pobreza.
                              Ella, su acústica en desgana,
rezaba
para que Dios no retirase Su protectora mano.

Mi madre puso un día su silencio en el cielo.
Fue una mañana bronquial bajo la lámpara encendida.
Todos entrábamos a verla y queríamos alcanzarla.
Pero ella, ya rezada, se envolvió con sus santas oraciones
como una campanilla que sonara a seda
y pusiera en el aire un perfume de telas recién lavadas.

Sobre el hule enlutado de la mesa, las lentejas
dejaron marcas de humedad herrada,
                                   huellas
blancas de un santoral sin oro en la memoria.

 

La ventana

Todas las tardes, a la luz en punto,
la ventana se asoma a la placeta.
Alguien se apoya en el perfume mudo
de la paciencia.
El aire se abufanda de geranios.
Se ve la esquina a una luz de vela.
La calle viene sin zapatos, viene
pasando como un aire en pena.
Alguien se arregla las calladas hojas
de la tristeza.

Todas las noches, con el ojo dentro,
la ventana se llena de ceguera.
Un invisible vidrio que
ni se abre ni se cierra.
Pasa la calle como si arrastrara
una subida cada vez más lenta.

Todas las noches, a una sombra en punto,
la ventana se queda abierta.
Nadie sabe si, con los años, alguien
está y el cardo de su pelo riega.
Flores oscuras
el vacío conservan,
y un perfume salado cristaliza
el tiempo de la casa quieta.

Alguien —una memoria, un sueño—
ni duerme ni despierta:
la ventana sigue asomada
como una mancha en pena.

 

Figura mirada

Nadie me ve salir ni entrar.
Y no estoy.
            Me asomo al aire
como entreabierto, y nadie pasa.
Espero en el balcón. Y miro
la calle. Llueve
mientras atardece el silencio.
Las manos se me oxidan
en la baranda.
               Se han reunido
las sombras como velas apagadas.
Escucho el aire despegarse
como la piel de una palabra,
pero no entiendo ese rumor
de umbría alhambrada.
                      Siento
que alguien se mueve:
                      soy yo
que tiemblo en la memoria
reflejado.
           Y nadie recuerda
mi mano en el balcón,
mi mano abierta como
una gota de caridad sonámbula.

 

De adiós en adiós

En los tejados pone el alba
una sábana limpia.
                   Yo
me enjabono de pájaros.
A las puertas del aire, saco
a relucir mi despedida.
Desde niño, vengo saliendo
al mismo lugar del suspiro.
Desde niño, vengo bajando
un adiós de toda la vida.

Hombre y tejado de mí mismo,
hoy busco al niño que hace con
las manos un catalejo
para la mirada perdida.

Aquí, nunca amanece.
                     Yo
voy sin pájaros en las alas.

 

Pedido abierto

Cuando me muera, yo también os pido
que me dejéis a Granada abierta.
Que pueda verla.
                 En el balcón,
dejadme la mirada que me inventa.
Dejad la luz,
              dejad
la claridad a tientas.
Creeré entonces que he vivido
olvidado de cerca,
con la mano perdida
en la ventana puesta
y una quietud de estar mirando
sin que nadie me viera.

Dejad el aire abierto.
También los ciegos, en la sombra, sueñan.

 

La llave

Lo he debido soñar: está colgada
de la pared. Tiende hacia mí su mano.
Me da una vuelta.
                  Se abre.
                           Entro en silencio,
alma del mundo.
                Hay un montón de brillo
bajo el suelo enterrado.
                         Escarbo. Lloro
como si fuera a irme sin las manos,
sin abrirse de par en par la llave.
Está colgada del vacío, un paso
hacia mí que la llamo.
                       Y es un ala
de cerradura vieja. Me habla
como una entrada conocida. Mece
la sombra de una puerta,
                         una madera
de cuna clausurada.
                    Y lloro,
como acabado de nacer en sueños.

 

Copyright © José Carlos Gallardo

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