En la orilla la luz levanta vuelo

(1989)

 

IV

Estoy aquí y no me atrevo a salir de mi agujero.
No sé si todavía soy gusano,
                             fósil
                                   o crisálida:
el mar es un furor de prisma inmóvil,
                                      una pólvora
secreta que amenaza con volar el agua,
un estruendo de horror inanimado,
                                  y toco
el fleco lateral de su inconsciente superficie
y, como electrocutado, aparezco
flotando en una mancha,
                        una sombra,
                                    un haz de dentellazos...

Amanece.
         A un lado, abunda el Mar de las Pampas
y los médanos saltan como anillos de desierto
o costras de óxido de abandono.
                                Mar Azul
tiene a lo lejos aire en reserva para un nuevo planeta.
Las gaviotas vuelan como una fronda en pedazos.
Un pescador orienta la dirección del silencio,
y paso,
        voy midiendo la hondura: ¡el Sur
es cada vez más inacabado!
                           A la vuelta
del Tiempo,
            un día,
                    encontraré
a un niño que se echa agua como si fuera un montículo de arena en vano.

 

X

Dejé a Dios respirando fuera de su infinito
como un pez que latiera directamente en las branquias,
y la arena se puso de marea retirada,
como si el mar hubiese venido a contar su naufragio.
A veces, Dios no es siquiera ni lo que me falta,
sino una arboladura urgente de la memoria,
un imantado punto de llegada.
                              Y hasta Él voy
cosiéndome la piel
                   como un buzo se ajusta la profunda escafandra.
De tanto hablarle y verle amanecer
antes del alba,
                tengo costumbre
de hacer oscura la luz primaria de la palabra,
modalidad de pétreo candado
que Él mismo cierra aun antes de que yo lo abra.

Y así sabemos el uno del otro,
                               oímos
la presión orquestada del silencio
                                   y vemos
que todo es algo menos
                       y que un día
no es más que un codo sobre la baranda.

Por eso, mi diálogo no tiene
más interés
            que un ciego cuando mira la mañana;
y me muerdo la cola,
                     como un pulpo
que enloqueciese a inútiles dentelladas;
y abandono el monólogo,
                        el músculo
que cree ser el esqueleto de mis ansias,
hasta que me detengo a contemplar
un pedazo de arena,
                    una nostalgia
de haber hablado a solas con el interlocutor
al que yo mismo le di la verdadera mordaza.

 

XV

Ella es tan débil que precisa de una talla
sin espesor, de una cintura sin cuerpo para sostenerse el pelo.
La luz encuentra su ilusión de avispa
                                      y la cubre
como si la ocupase el panal de un alba en carne viva.
Es una leyenda de barbarie que nadie ha leído
y pisa el agua por la espuma,
                              con la conciencia
de ser también agitación y principal escándalo.
Suma poder de faro a la deriva,
                                orientación
de refugio que va dejando a un lado,
                                     sístoles
de misterio con sólo estar,
                            moverse
                                    y alejarse...

Ella es la salvación corpórea del cielo.

Dice que el tiempo es su manera inmóvil
de presenciarse
                y acumula insomnios,
                                     vigilia
de médanos en celo.
                    La acompaña un danés
entretenidamente lejano e incansable
que ladra al salpicón de gaviotas
que siguen fieles a su costumbre abstracta de posarse.
Ella conoce el fin del mundo.
                              Nunca
la he visto regresar.
                      Es una parte
nostálgica del ser territorial que a mí me falta.

Más adelante, miro el solitario vacío
al que no llegaré quizá por falta de vida...

 

Copyright © José Carlos Gallardo

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