Los
dominios prestados
(1998)
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Mujer en la arena
Recuerda un sueño prometido. Mide
un sexo en paz. Su piel se orienta
como reloj de sol. La ronda el aire
lleno de mano al horno. Se rodea
de foso indiferente. Es llama en polvo.
El mar bate un nordeste de saudades.
Y ella —tendida, untada de anestesia,
madera dulce— abraza el sol, lo amasa
y modela, ejercita su misterio.
Después, la arena se olerá en el hueco
de una mancha mojada de figura.
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Perro por la orilla
Juguete de pelo
mecánico, salta y no agota
tanta cuerda dada.
Recorre su itinerario
de alambre y caleidoscopio.
Descubre la voz casera,
la alfombra umbilical, y
regresa al agua. Otra vez
muerde la espuma. Sacude
la mojadura instantánea
y riega el aire, da gracias
con tanto rabo risueño,
ladra y se refresca el día.
La niña cae a sus patas
y llora al fin felizmente.
El perro corre hasta el mar,
reaparece más jabonadura
todavía.
Entre los dientes
sostiene el hueso del agua.
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El paseo
La playa es la frontera alada del desierto.
Un viento frío mantiene el mar encristalado.
En esta orilla toma aliento el infinito.
Aves redondas ponen puntos de meditación
en la arena y, a lo lejos, un barco recuerda
algún naufragio. El tiempo prepara inacabables
hojas en blanco.
Una muchacha, a paso jónico,
da forma de recuerdo a la distancia.
La espuma enturbia sus espejos, echa polvo
de mar o vítreo de película velada
y se equivoca como corriente mareada.
La soledad está más lejos todavía, allá
donde la huella empieza a ser vago horizonte
y la mirada es hacia atrás, perdida.
Ella pasea. Da sentido al sueño. Nunca
llegará hasta el final de su memoria.
(Mi lejanía la ve reciente y terminada,
tan instantánea como arco iris errante.)
El sol busca marcas hundidas bajo el silencio
de su paso lentísimo.
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Ciega frente al mar
Está sentada frente al mar. Parece
una sombra caída de los montes.
De cara al infinito, tiene el aire
varado de las piedras o los dioses.
Inmóvil, en la silla, sin un gesto,
sin que la mano de calor se adorne,
pesa la densidad paleolítica
de una proa enfilada hacia la noche.
Ángulo recto con la arena, mide
densidades de sal. Como una mosca insomne,
el sol la llena de una oscura gota
aérea de pesadez salobre.
El día gira en su figura, lento
como una roca sobre duro gozne.
Y a la tarde, se cierra el tiempo en ella
como muro de cal vaciado en bronce.
Alrededor, la playa es un desierto,
una figura sin alcance, un dolmen
derramado. La arena está a sus pies
como un espejo muerto en el azogue.
¡Ojos de cara al mar, ojos a solas,
cegada clausura, aguja norte,
mujer tallada en la mirada, esfinge
sobre la propia arcilla monocorde!
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Esperanza para mañana
Acabo siendo punto de regreso:
vuelvo de pie sobre las aguas. Llamo
al suceso ignorado que me sigue
y voy andando, fantasmal, de horror
imantado y temiendo ser abismo,
hoyo seguido y cápsula servida.
Echo la voz sobre las aguas y hago
de faro catastrófico, de sueño
norte perdido entre otros signos bárbaros.
Persisto como brizna de aire a salvo
del furor y la sombra, y continúo
sucediendo el instante que inauguro.
Algo me lleva, me permite el vuelo
irracional, me erige sucedáneo
del milagro: acontezco —pavesa sin apoyo—
y no produzco mi hundimiento mismo
y voy, más ala que otras alas leves,
con la primera pregunta en el origen
ritual de mi aterrado ministerio.
Entonces
me envuelvo el cuerpo con un gesto
de horizonte vacío. Y allí espero.
Diariamente llego, me visito,
voy al lugar de mi naufragio y palpo
la solidez del agua, el hoyo firme
como si fuera el pedestal
ilusivo e inmueble de la nada.
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Copyright © José Carlos Gallardo
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