EL MISMO LIBRO

(1989)

 

SILVA DE LOS OLMOS

ME gusta ir por el campo
cuando muere la tarde. Son momentos
de no pensar en nada
ni de sentir tampoco sino acentos
mínimos, la callada
arboleda o el cielo prisionero
en el profundo pozo. Qué lastimero
aire tienen las cosas
entonces, las quimeras que soñamos,
los mundos sin reclamos,
las sombras y las derrotadas rosas
que van a nuestro lado.
Todo al final resulta un es cansado
como escribió Quevedo:
la lámpara encendida,
la noche entrando
montada sobre el miedo
y el río de la vida
con duelo de riberas y pasando.

 

EL TALLER DE LOS SUEÑOS

VENGO a casa por el mismo camino,
pensando estas palabras,
las cosas que me cruzo,
una nube de oro y azafranes
o esa abubilla que al cantar se aparta.
Vuelvo a casa por el mismo camino
y me acompaña una indecible pena,
la rara sensación de estar viviendo
lo que vivieron otros.
Como si el lienzo
en el que voy dejando el trazo, el día,
la luz que ya no vive, pensativa,
crepuscular y amarga,
lo hubiera terminado una mano sin nombre
en el taller del sueño hace ya años.
Éste es el viejo cuadro:
con el tiempo a los árboles
el barniz del ocaso ha vuelto negros
y sólo se ve en él, a duras penas,
junto al laurel en sombra
el silencioso hogar, el humo, el fuego
que me espera.

 

¡AQUELLOS TRENES DE ENTONCES...

						

¡AQUELLOS trenes de entonces
entre León y Palencia!
¡Dorados atardeceres!
Bardas. Carrizos. Iglesias.
La triste monotonía
se miraba en la meseta.
Yo leía. Y contemplaba
alguna lejana hilera
de chopos en silencio
o las verdes sementeras.
Parecía el traqueteo
filosófica monserga:
todo es igual y distinto,
todo cuestión de paciencia.
Y aquel sol entumecido
se adormilaba en las cuevas
que mi corazón abría
entre León y Palencia.

 

A UN TRICORNIO CUBISTA

LA procesión marcha lenta.
Huele a pólvora la calle
empedrada y polvorienta.
La tarde cae sobre el valle.

El santo en la coronilla
trae la corona clavada
y comida por polilla
la bondadosa mirada.

Hace calor. Un corchete
abre la marcha. En el cielo
el humo azul de un cohete
se dora de caramelo.

Es la hora. La alameda
se entristece. Muere el sol
y en el tricornio se queda
un paisaje de charol.

 

LAS MANZANAS

RECUERDO aquellas tardes de septiembre doradas.
Recuerdo venir mansos al establo los bueyes
pacientes y paganos, las tardes ya pasadas
y el provincial sosiego de desgastadas leyes.

Un pueblo de León. Viejos adobes. Lento
trajín de un tren correo que perdía sus toses
entre temblones álamos y un humo ceniciento
al tiempo que en mi mano morían los adioses.

Recuerdo aquella casa, la sala tenebrosa
con balcones que daban a la plaza, y el ruido
del reloj, los retratos y una estampa piadosa,
un hurón disecado y el velador dormido.

Y en el corral, las cajas. Las manzanas reinetas
que tenían debajo hojas de cantorales
góticos, arrancadas vísperas y completas
de miniados añiles en letras capitales.

Y los blancos salterios y libros heredados
de un tío cura muerto, ahora eran sudario
para aquellas manzanas de virgilianos prados,
huertos y pomaradas al pie de un santuario.

Manzanas de septiembre, aromadas manzanas.
Recuerdo aquellas tardes otoñales y mías
como una salve antigua, tristes y gregorianas.
Aquel sentir lejano que llegarían días

en que yo recordase, desvanecido el mundo:
la flor de los vestidos, las hojas en las ramas
y el chillar de los cuervos serían el profundo
y silencioso abismo de aquellos pentagramas.

Cómo seré yo entonces, recuerdo que pensaba
en las doradas tardes, sin suponer siquiera
que en aquellas manzanas tan ásperas estaba
escondido el entonces, el será, el es y el era.

 

VISIÓN DE UN BUSCADOR DE LIBROS

DENTRO de algunos años a mis manos
vendrá un libro. Serán todos mis versos
recogidos, los mundos y universos
que habrán de parecerme tan lejanos.

Mi vida. Ese centón de amarillentas
hojas. Cinco o seis horas de lectura,
si acaso. Nada más. Literatura.
Vasto montón de ruinas polvorientas.

El río que yo fui y el que no he sido,
lejos del mar. Las noches y ciudades
en que jamás estuve y las verdades

que nunca deshojé. Basta. El olvido
empieza para mí ya a serlo todo.
Hasta el agua más clara acaba en lodo.

 

POR LA CALLE DE ZURBANO...

POR la calle de Zurbano
dos días a la semana
voy andando. Por la calle
amarga de las acacias.

Paseo de solitarios
consulados es mi alma.
Atardecer de la yedra
que cuelga sobre las tapias.

¡Qué soledad tan inmensa!
Sólo me sigue a distancia
la muerte de unas hojillas
entre verdes y doradas.

Hojillas a la deriva
hechas de sombra y de agua
que en el aire se entrechocan
con el temblor de las barcas.

 
Copyright © Andrés Trapiello

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