Como
sabemos, Friedrich Nietzsche no fue el primero, pero sí
uno de los más decididos y contundentes detractores del
pensamiento religioso. Al responder, según Nietzsche, a
un cobarde afán por sustraerse a la dimensión de
la mortalidad, tal pensamiento viene a plasmar, como ya vieran
sagazmente otros autores (uno de los primeros, el genial Jenófanes
de Colofón), la proyección por parte del hombre
de sus esperanzas y miedos subjetivos sobre la estructura de lo
real. Pero el decreto nietzscheano de la «muerte de Dios»
puede ser leído, además, en una perspectiva más
amplia: la muerte de lo absoluto y, con mayor alcance aún,
la crisis de la razón (y su correlato ontológico,
la «verdad»). Los hombres no quieren la verdad, viene
a decir Nietzsche, sino más bien sus efectos beneficiosos.
Por eso sólo una radical crítica de la razón
(no el remedo kantiano —aclara Nietzsche—, que «amaga
y no da») puede aspirar a acabar con la placentera tranquilidad
de la verdad. Hay que matizar inmediatamente: de la verdad
antropocéntrica. La otra, la verdad verdadera y «desagradable»,
sólo es sospechada y en su rumor resuenan las inquietantes
palabras de Yocasta a su hijo y esposo Edipo:
No
preguntes, no indagues, no quieras saber.
La
crisis de la razón apunta a muchas causas, pero tal vez
una de las más decisivas se encuentra en el carácter
aporético de todo pensamiento en tanto que tal, reflejando
algo así como una versión ampliada de la denominada
«paradoja de Gödel». Machado diría poner
puertas al campo. Veamos en qué consiste esta paradoja.
Todo planteamiento teórico refleja en su morfología
una estructura de «bucle», lo que significa que viene
a ser resultado de una previa decisión situada
fuera de él [2]. Ello
supone, obviamente, la entronización de un dogmatismo que
abre las puertas a lo que se conoce como la «paradoja de
Gödel». Si cualquier planteamiento teórico
(al margen por completo de su solidez lógica o epistemológica)
resulta ser a la vez defendible (por auto-inmune) e ilegítimo
(por «circular»), quiere decirse que todo planteamiento
teórico es necesario y contingente al mismo tiempo.
La situación resultante, que no puede ser más paradójica,
viene a situarnos de bruces con el asunto de la subjetividad.
Puesto que todo conocimiento refleja una estructura de «bucle»
—es decir, que es tautológico—, dicho conocimiento
se encuentra en función de la subjetividad, que ha de postularse,
por lo tanto, como irrebasable.
Llegados aquí, se debe distinguir dos géneros de
bucle, el bucle-red (Kant) y el bucle-arbusto (Nietzsche). El
primero se ajusta al conocimiento empírico y supone que
el objeto conocido (pez) depende en buena medida —pero no
totalmente— del sistema de referencia empleado (red), lo
que nos permite concluir que el objeto conocido no es subjetivo
(en el sentido en que entendemos aquí este término)
pero sí lo es el hecho de haberlo conocido y de haberlo
conocido de esta manera [3].
El bucle-arbusto (el hombre coloca un objeto bajo un arbusto y
al día siguiente se queda maravillado al «descubrirlo»)
sólo tiene sentido en la metafísica y el resto de
planteamientos formales, pues el objeto conocido no añade
absolutamente nada al objeto supuesto de antemano. El decisionismo
muestra su verdadero rostro en la metafísica. El problema
reside en que, como ya señalara magistralmente Ludwig Wittgenstein,
es precisamente en la metafísica —y no en la ciencia—
donde vienen a residir las cuestiones humanas realmente importantes.
De esta manera, los asuntos vinculados al sentido último
de la existencia del universo y del hombre dentro de él
no sólo reciben un tratamiento tautológico o de
«bucle» (pues no hay razonamiento lógico —ni
comprobación empírica, para terminar de decirlo
todo— que nos induzca a creer o no creer en Dios, por ejemplo),
sino que, al registrarse un imparable declive de la religión
y, en general, de cualquier visión «encantada»
del universo, viene a darse una especie de vértigo que
empuja al pensamiento a adoptar un aire heroicamente nihilista
y trágico. De ahí la exacerbación de los
aspectos voluntaristas de la teoría («piensa lo que
crees, lo que deseas, lo que te conviene», etc.). Lo malo
es cuando todo esto apunta al corazón mismo de la moral.
Nuestro Antonio Machado no es ajeno, como es natural, a toda esta
corriente llamémosla «irracionalista». Si la
crítica kantiana de la razón ha conseguido demostrar
que mucho de lo que el hombre acepta o cree es movido por el interés
(sea en forma de miedo, sea en forma de esperanza), quiere decirse
que, si se ha de ser sincero, el «así lo creo porque
así lo quiero (o lo necesito)» puede presentarse
ya ante la conciencia sin los adornos de la religión. Tomándole
prestada a Schopenhauer la terminología, bien puede afirmarse
que la voluntad sustituye a la representación. Antonio
Machado lo presenta así en una carta enviada a Unamuno:
|
Guerra
a la naturaleza, éste es el mandato de Cristo,
a la naturaleza en sentido material, a la suma de elementos
y de fuerzas ciegas que constituyen nuestro mundo, y a
la naturaleza lógica, que excluye por definición
la realidad de las ideas últimas: la inmortalidad,
la libertad, Dios, el fondo mismo de nuestras almas. […]
El corazón y la cabeza no se avienen, pero nosotros
hemos de tomar partido. Yo me quedo en el piso de abajo.
¡Guerra a Caín y viva el Cristo! [4] |
Este
párrafo está escrito en Baeza en 1918, época
de formación filosófica de Machado. No es de extrañar
entonces cierta borrosidad, o al menos cierta precipitación,
al aceptar como buenas las ideas de Dios, inmortalidad, etc.,
cuando en realidad no pasan de ser ilusiones trascendentales encargadas
de poner un dique a las «atrevidas» pretensiones del
materialismo (como el propio Kant subraya explícitamente).
Ahora bien, todo esto viene a dejar sin salida la posibilidad
de maduración moral de un sujeto que, por lo visto, necesita
recurrir a la ilusión para poder preservar su «fe»
moral. Que el corazón y la cabeza no se avengan no tiene
por qué favorecer la elección de uno de los términos
y la exclusión del otro. Es gran mérito
de Machado haber puesto de relieve el mecanismo pre-lógico
de los planteamientos teóricos, su estructura de «bucle»
y, en última instancia, decisionista. Pero también
se puede tomar partido por la tensión misma entre corazón
y cabeza. De todas las maneras, la exhortación final se
cuida muy mucho, como vemos, de contraponer Cristo a la razón.
El elemento rechazado es el Antiguo Testamento, cosa que a Unamuno
debió de agradar enormemente.
Ahora bien, ¿cuál es la naturaleza pragmática
—es decir, en definitiva, moral— del hecho de quedarse
«en el piso de abajo»? ¿En qué se sostiene
esta decisión de Machado? Aunque, como toda decisión,
puede considerarse hasta cierto punto indiferente al contenido
(se puede preferir el humanismo o el solipsismo, etc.)
eso no evita que podamos preguntar por la orientación y
los límites (en suma, por la intención) de la decisión
de «retener» a Cristo y eliminar al resto.
Habida cuenta de la indudable conexión pragmática
entre descreimiento religioso, escepticismo moral y barbarie política
que se iba abriendo paso en la historia de Occidente del primer
tercio del siglo XX, tal intención no puede ser otra en
Machado que intentar preservar a toda costa cierto sentido de
la compasión y del deber moral a base de «concesiones»
teóricas orientadas hacia la restauración de la
religión cristiana en lo que tiene de mensaje evangélico
y hermanador. Al fin y al cabo, parece más fácil
abogar por el amor —o al menos el respeto— entre los
hombres si éstos son postulados como hermanos y, en consecuencia,
como hijos del mismo padre [5].
La figura filosófica de Machado crece cuando caemos en
la cuenta de las enormes dificultades que se registran a la hora
de defender lo que el poeta denomina en más de una ocasión
«la fe metafísica en la idea». En efecto, no
resulta nada fácil preservar los rasgos esenciales del
idealismo —hablamos de sus aspectos prácticos—
frente a una ideología crecientemente reaccionaria que
se apoya en el ateísmo (en tanto que des-ilusión
trascendental) no para servir de fundamento a una moral autónoma
—todo lo problemática que se pueda concebir—
orientada hacia el deber de respetar al prójimo como un
factum de la razón práctica, sino para
entronizar un siniestro «todo vale» ante la ausencia
de un vigilante celestial. En este sentido, la filosofía
de Martin Heidegger representa un perfecto ejemplo de posición
práctico-moral negativa —por inexistente— fundamentada
en un planteamiento teórico pesimista donde, tanto si el
hombre es concebido como un ser-para-la-muerte como si el «destino
histórico» de los pueblos se halla ya prescrito,
se expulsa la capital noción de praxis y se anulan
las posibilidades de una acción moral por parte de unos
hombres a los que todo resulta indiferente frente a la abrumadora
presencia de la muerte o del destino (a esto último viene
a añadirse un importante plus de opacidad y de misterio).
La altura teórica alcanzada por Martin Heidegger dificulta
cualquier salida ética que pretenda fundamentarse en un
proceso de maduración teórica en la que el hombre
no necesite ya de agarraderos infantiles o consoladores. Pero
la dificultad de este –llamémosle- «ateísmo
virtuoso» es máxima teniendo en cuenta que el vértigo
ante la pérdida de los dioses parece impedir de raíz
aquella serenidad necesaria para una fundamentación autónoma
de la moral. El vértigo se transforma entonces en desesperación.
De ahí que Antonio Machado «corrija» a Heidegger
en el sentido de recuperar el Evangelio aun aceptando lo inmensamente
positivo de una reflexión en la que el olvido del Ser (o
sea, de la finitud) constituye el mayor incumplimiento de la deuda
del hombre para consigo mismo.
Muy otra es la relación de Antonio Machado con respecto
al pensamiento de Hans Georg Gadamer. Aquí lo pertinente
es hablar de Machado como «precursor» de un planteamiento
que viene a apoyarse, como el proyecto gadameriano, en una doble
noción, la noción de introspección, de raíz
husserliana, y la noción de diálogo, de clara raigambre
cristiana (desde luego en un sentido amplio, por ejemplo Buber
o Mounier). En este sentido, es perfectamente conocida la apasionada
defensa machadiana del diálogo no como instrumento de persuasión
o como escenario de consensos o puestas en común, sino
como medio de reconocimiento de un «tú» tan
autónomo como irreductible. Este carácter formal
y vacío, esa ausencia de guiones previos y de contenidos
garantizados por encima de la conversación, es lo que conecta
las reflexiones de Machado y Gadamer en una amplia unidad conceptual
e intencional que se opone, hoy como ayer, a toda forma
de pensamiento cosificado o dominador.
Empecemos por la recepción machadiana de la filosofía
de Martin Heidegger. ¿En qué «corrige»
Machado a Heidegger y cuál es el significado moral de dicha
corrección?
Machado
y Heidegger. Una revolución a medias
En su excelente libro dedicado al pensamiento de Antonio Machado
[6], Sánchez Barbudo
escribe que el poeta cultivó en su obra los dos temas principales
de que se nutre la reflexión heideggeriana, y ello antes
de conocer al filósofo alemán en profundidad. Sánchez
Barbudo lo expresa con las siguientes palabras:
|
No
puede caber duda de que Machado, en sus últimos
años [en realidad a lo largo de casi toda su vida]
pensaba que la intuición de la Nada y la consiguiente
emoción del poeta ante el paso del tiempo era lo
que determinaba la poesía [7]. |
En
efecto, nadie que conozca la obra de Machado podrá negar
que el tiempo —de manera explícita— y la angustia
ante el terror a la mudez —primero implícitamente,
después exteriorizado— constituyen los dos grandes
temas metafísicos de la poesía machadiana. Ahora,
como apunta Sánchez Barbudo
|
después
de 1934, tras haber leído a Heidegger, Machado perfila
y retoca su pensamiento, ajustándolo al de él
y clarificándolo [8]. |
Pero
ya antes podemos observar en Machado un tratamiento poético
profundo, aunque un tanto confuso, en torno a la Nada (recordemos
el poema «Al gran Cero», etc.). En este sentido, hemos
de preguntarnos si, a partir de su lectura posterior, Machado
comprendió realmente todo el alcance metafísico
de Martin Heidegger, puesto que nuestro poeta parece inclinado
a introducir la intuición de la Nada en el interior de
un marco interpretativo anticuado y desajustado gobernado por
la presencia de elementos antropomórficos que apuntan a
una naturaleza divina personalizada. Encontramos así el
célebre poema filosófico de Machado («Cuando
el Ser que se es hizo la Nada / y reposó, que bien lo merecía…»
[9]) enmarcado en una reflexión
en la que se aplican conceptos teológicos (aunque vacíos,
más cercanos a un Spinoza que a un Leibniz). En este sentido
habla Machado de
|
la
Nada o cero absoluto, que también llama el poeta
[Abel Martín] cero divino, pues Dios no es, en su
opinión, el creador del mundo, sino el creador de
la nada [10]. |
Pero
si la Nada es postulada como creación divina, entonces
no carece de sentido, aunque sea vacío. El universo no
es completamente absurdo porque alguien viene a hacerse cargo
de él, aunque sea simplemente contemplando el desastre.
En este sentido Heidegger va más lejos y decreta el
sinsentido de la búsqueda misma del sentido. No es,
pues, por este camino por donde Machado «corrige»
a Heidegger. Habremos de buscar en el terreno de la acción
moral, allí donde Heidegger mantiene, como todos sabemos,
un silencio tan prolongado como extraño. Al fin y al cabo
la «deuda» del hombre, aquello para lo que está
llamado en esta vida, es doble: no sólo comprender
la Nada, sino también dotar de sentido —siempre contingente,
siempre amenazado— al universo mediante la praxis ética.
Pero antes hemos de comprobar la forma en que Machado recibe y
hace suya la reflexión teórica de Martin Heidegger.
Una de las grandes intuiciones que Heidegger hereda de Nietzsche
consiste en conseguir captar el proceso del conocimiento humano
(con su inacabable cortejo de explicaciones, hipótesis,
predicciones, refutaciones, contrarrefutaciones, etc.) como un
acto de control sobre el universo en su conjunto y por eso,
y en esa misma medida, como un acto de pánico silencioso
ante lo desconocido e imprevisible. Fuerza y vulnerabilidad,
soberbia y miedo, ¿acaso no son dos caras de la misma moneda?
Y la filosofía resume a la perfección el narcisismo
de esta criatura menesterosa que es el hombre. Por esta razón
escribe Heidegger lo que sigue:
|
Se
entiende el término griego noein como «pensar»,
y éste, como actividad del sujeto. El pensar del
sujeto determina qué es el Ser. El Ser no es, pues,
sino lo pensado en el pensamiento. Y puesto que,
después de Parménides, el pensamiento permanece
en la esfera de la actividad subjetiva, quiere decirse que
Ser y Pensar son una y la misma cosa: subjetividad […]
¿Cuándo comenzó la Lógica? Comenzó
cuando la filosofía griega terminó su función
y acabó convirtiéndose en asunto de escuela,
de técnica y de organización [11]. |
El
resultado no puede ser otro que un lamentable olvido
de lo insignificantes que somos. El hombre se erige en tirano
de la realidad y hasta decide qué existe o merece existir
y qué no.
|
La
meta final de toda Ontología es establecer una teoría
de las categorías. El hecho de que las categorías
constituyan el carácter esencial del Ser parece hoy
día, y desde hace ya mucho tiempo, algo de lo más
comprensible, pero en realidad pocas cosas hay más
extrañas. Sólo puede llegar a entenderse esto
si concebimos el modo y las circunstancias por las que el
logos en tanto que enunciado no sólo se
separa de la Naturaleza sino que se le enfrenta y se convierte
en ámbito decisivo de las determinaciones ontológicas.
El logos como forma lingüística de
la afirmación del Ser del ente termina adquiriendo
tal preeminencia sobre éste, que en el momento en
que se da una contradicción se dictamina que la imposibilidad
de existir viene a recaer sobre dicho ente [12]. |
¿Cómo
se ha llegado a este extremo? ¿Qué le ha ocurrido
al hombre, que necesita poner en duda la existencia misma del
universo para, a renglón seguido, rehacerlo siguiendo sus
propios moldes conceptuales («bucle-arbusto») con
el objeto no sólo de sentirse seguro, sino de terminar
adquiriendo una artificial sensación de superioridad encargada
de alimentar su actividad de dominio y destrozo de todo cuanto
se le pone por delante? Parece, por otro lado, que la subjetividad
no puede soportar su propia insignificancia y acaba concibiendo
su capacidad de conciencia como algo inmaterial y, por tanto,
inmortal. ¡Por fin! ¡Tras mucho silogismo y mucho
sorites y mucha martingala hemos llegado a la conclusión
de que somos criaturas inmortales y privilegiadas! La soberbia
es el reverso del miedo. De ahí, piensa Heidegger,
el despliegue de toda una reflexión onto-teológica
que no sólo no renuncia, por motivos subjetivos, a una
fundamentación última, tal y como ya en su tiempo
señalara Aristóteles («no podemos retroceder
eternamente; es necesario detenerse»), sino que impone una
visión antropomórfica encargada de consolar
al hombre dotando de sentido a su existencia. Y aquí se
abren dos salidas. O bien aceptar como irrebasable una subjetividad
que se ve en la obligación de recibir el impacto de una
crítica trascendental con objeto de poner entre paréntesis
—sin llegar a anular— todas aquellas ilusiones que
deforman sistemáticamente la percepción y la concepción
humanas del universo, o bien echar marcha atrás en la historia
del pensamiento regresando a Parménides como si éste
no hubiera tenido que lidiar con los difíciles problemas
de la subjetividad limitándose a presentar ante la conciencia
el ente sin más (opción ésta, la heideggeriana,
que desestima el hecho de que la diosa advierte a Parménides
de que desconfíe de los sentidos y de las opiniones comunes
y se atenga al ser que, aunque lejos, se halla firmemente
instalado en su mente).
Mas, sea ello como sea, el caso es que Heidegger añora
aquellos tiempos en que los hombres miraban el universo con una
mirada «limpia» y sin miedo. El objeto del miedo (y,
por tanto, de la posterior soberbia presente en toda la tradición
occidental del pensamiento) no es otro que el viejo Cronos,
el tiempo que nos conduce inexorablemente a la muerte. Aquí,
junto a Parménides, se alza la imponente figura de Epicuro:
todo lo que hacemos, pensamos y decimos se orienta exclusivamente
al hecho de olvidar que hemos de morir.
No es otro, como sabemos, el motivo central del Heidegger de 1927
autor de Ser y tiempo. Y así lo comenta Machado
diez años más tarde:
|
No
es, pues, según Heidegger, la muerte un accidente
ocurrido en nuestra existencia mundana, es la existencia
en sí misma en trance de alcanzar su propio acabamiento.
Por una vez intenta un filósofo —y había
de ser un alemán quien lo intentase— darnos
un cierto consuelo del morir con la muerte misma, como si
dijéramos con su esencia lógica, al margen
de toda promesa de reposo o de vida mejor. Porque es la
interpretación existencial de la muerte —la
muerte como un límite, nada en sí misma—
de donde hemos de sacar ánimo para afrontarla: la
decisión resignada de morir y la no menos paradójica
libertad para la muerte [13]. |
La
verdad es que no hay tal paradoja en la expresión «libertad
para la muerte» si, como es la intención de Heidegger,
se interpreta tal libertad en términos de liberación
(en un sentido análogo al budismo, por ejemplo). En tal
sentido, libertad para la muerte no significa «poner»
sino «quitar», renunciando a cualesquiera artificios
teóricos encargados de alimentar un engañoso consuelo
ante el hecho de morir. Heidegger, además, conecta esta
liberación con una autentificación del hombre (el
Dasein) que consigue desligarse del «se»
social:
|
La
característica esencial del auténtico ser-para-la-muerte
puede resumirse en que su precursar permite al ser-ahí
descubrir cuán perdido estaba en el «se»
y, sin apoyarse ya en ninguna agitación superficial,
le acerca a la posibilidad de ser él mismo y, a la
vez, de ser en una apasionada y cierta libertad
para la muerte, desasida de las ilusiones del «se»
y tan cierta de sí misma como plena de angustia [14]. |
De
ahí proviene la activación teórica de la
noción de conciencia. Ésta no es una cosa
o un mero estado, sino toda una tarea moral —«camino
de perfección» la denomina Machado— en la que
el hombre viene a jugarse —día a día—
su identidad como ser ec-sistente (en jerga heideggeriana, ec-sistente
es un ser existente y consciente de su existencia). Heidegger
utiliza la metáfora de la «llamada»:
|
Comprender
la llamada significa elegir (pero no elegir la conciencia,
que ésta no se elige) sino el tener conciencia como
libertad para encarar la propia deuda. En pocas palabras,
comprender la llamada quiere decir querer-tener-conciencia
[15]. |
La
metáfora de la llamada es poderosa por dos razones. Por
un lado, porque se resuelve en un plano lingüístico
donde el hecho de ser llamado implica un acto de comprensión
abstracta, desligada de opiniones, intereses y circunstancias
particulares. Y, por otro lado, porque el acto de llamar alguien
a alguien supone un cierto grado de lejanía y,
por tanto, de objetividad. Estamos en una época idealista
en que el ideal moral adopta la forma de un dictado a la conciencia.
El propio Machado recurre a esta metáfora cuando escribe:
Tú,
juventud más joven, si de más alta cumbre
tu voluntad te llega, irás a tu aventura
despierta y transparente a la divina lumbre,
como el diamante clara, como el diamante pura [16]. |
Mas
es menester preguntarse si las intenciones de Heidegger
y de Machado son equiparables. Es verdad que durante los primeros
treinta años de la historia de Occidente en el siglo XX
se viene a registrar un ambiente lo suficientemente ambiguo como
para encontrar coincidencias sorprendentes en poetas y escritores
que, andando el tiempo, se han situado en las antípodas
unos de otros. El caso de Heidegger y Machado se aclara bastante
a la luz del papel que juega la figura del poeta en la
historia de la humanidad. Una comparación en este sentido
entre ambos autores arroja un resultado muy interesante.
En ocasiones la historia ve cómo se densifica su estructura
cuando, por encima de circunstancias y contingencias, los planteamientos
vinculados a la simple voluntad superan (y a veces anulan)
cualquier motivación moral, racional o simplemente estratégica.
Ahí es llegada justamente la hora de los poetas, por ejemplo,
en la Alemania de principios del XIX. Pero lo que en los poetas
heroicos alemanes es explosión de libertad —y de
vértigo— Heidegger lo convierte en una resentida
concentración de irracionalidad y de sumisión a
un destino empírico. Lo trascendental —terreno propio
del pensamiento ético— desaparece dejando su lugar
a una estructura real que plasma y conecta entre sí, como
forma envolvente, lo opaco de lo sagrado (el destino es ineluctable)
y, como contenido envuelto, la clara identidad de lo fáctico
(«lo alemán»). Heidegger anula la subjetividad
de la lírica y la cosifica atribuyéndola a un destino
tan incognoscible como inevitable. Desde luego, el «destino»
del que habla el poeta Hölderlin («tenemos un solo
destino» escribe el poeta a su amigo Böhlendorf) es
muy otro que el reflejado en la sombría reflexión
heideggeriana.
Es cierto que, por una parte, Heidegger subraya la dualidad presente
en el propio lenguaje, lo que permite una purificación
de la expresión poética en tanto que vehículo
de idealidad. Hablando de la teoría lingüística
implícita en la obra poética de Hölderlin,
escribe Heidegger:
|
Lo
dicho y lo escuchado son una misma cosa. El responder en
un buen lenguaje permite pensar aquello que siempre ha de
pensarse. El buen lenguaje hace del hablante un pensador
de pensamientos mortales [Heidegger se está refiriendo
al hecho de que los pensamientos eternos han de «aterrizar»
y emocionar a los hombres de carne y hueso]. El poeta es
un ser espiritual y, por esa misma razón, un ser
poético. El poeta conoce lo inesencial del lenguaje
—el parloteo— y lo distingue del verdadero [17]. |
Mas, por otra parte, el espíritu poético de Hölderlin
viene a ser puesto por Heidegger al servicio de un fin bastardo,
pues un destino que no sea moral (universal y transparente) no
es sino sorda inconsciencia biológica o resignada aceptación
de lo existente. En la ambigüedad de la expresión
«lo que va a llegar» reside la perversión interpretativa
de Heidegger:
|
En
un fragmento tardío escribe Hölderlin: |
El
espíritu de la noche que invade el cielo
ha logrado, hasta ahora, engatusar a la Tierra
con múltiples parloteos
y esparcir los escombros alrededor…
Pero, a pesar de todo,
vendrá lo que yo más deseo |
|
Lo
que más anhela el poeta es, en esencia, el destino.
Y no es que lo anhele sin más, sino que debe anhelarlo
porque es lo-que-va-a-llegar. Debe anhelarlo porque es el
poeta del sueño de lo sagrado [18]. |
Ese «a pesar de todo» (doch en alemán)
no implica testarudez ni misterio como parece sugerir Heidegger,
sino tranquilidad e íntima confianza. Ahí surge
el irresistible encanto poético al dar por segura la venida
de algo sumamente problemático e improbable. «A
pesar de todo vendrá…» ¿Vendrá
o merece venir? ¿Vendrá porque merece venir? También
Machado afirma la figura del poeta como pontífice entre
los hombres y la idea de humanidad, como portavoz de la buena
nueva. ¿Cuál es esa buena nueva? ¿Quién
merece ser llamado poeta para situarse a la altura de dicha noticia?
Una
vez más, ¿para qué sirve la poesía?
La figura moral del poeta, amigo de los hombres y parapeto
del tiempo como sinsentido, recibe un retrato hermoso y ajustado
en las bien conocidas estrofas siguientes:
Al
corazón del hombre con red sutil envuelve
el tiempo, como niebla de río una arboleda.
¡No mires, todo pasa; olvida, nada vuelve!
Y el corazón del hombre se angustia…¡Nada
queda!
[...]
El tiempo lame y roe y pule y mancha y muerde;
socava el alto muro, la piedra agujerea;
apaga la mejilla y abrasa la hoja verde;
sobre las frentes cava los surcos de la idea.
Pero el poeta afronta el tiempo inexorable
como David al fiero gigante filisteo;
de su armadura busca la pieza vulnerable,
y quiere obrar la hazaña a que no osó Teseo.
[...]
El alma. El alma vence (¡la pobre cenicienta,
que en este siglo vano, cruel, empedernido,
por esos mundos vaga escuálida y hambrienta!)
al ángel de la muerte y al agua del olvido.
Su fortaleza opone al tiempo, como el puente
al ímpetu del río sus pérreos tajamares;
bajo ella el tiempo lleva bramando su torrente,
sus aguas cenagosas huyendo hacia los mares.
Poeta, el alma sólo es ancla en la ribera,
dardo cruel y doble escudo adamantino;
y en el diciembre helado, rosal de primavera;
y sol del caminante y sombra del camino.
Poeta, que declaras arrugas en tu frente,
tu noble verso sea más joven cada día;
que en tu árbol viejo suene el canto adolescente,
del ruiseñor eterno la dulce melodía [19]. |
La
importante herencia recibida por Machado de Hölderlin y,
en general, de la poesía heroica alemana (de la que tuvimos
ocasión de hablar en esta misma revista [20])
viene a concentrarse en dos puntos esenciales.
Por un lado, en el hecho de hacer recaer el problema de la libertad
en el terreno que le es propio, en la subjetividad. Ahí
hacen su aparición determinaciones como honradez, praxis,
decisión, etc., encargadas de expresar unas motivaciones
subjetivamente necesarias pero cuya realización
suele ser contingente y muy problemática —en ocasiones,
imposible— desde el punto de vista de la historia objetiva.
Por eso la noción de «destino» no puede entenderse
aquí sino metafóricamente. Cuando la historia se
densifica y se convierte en destino fáctico, el poeta alza
su voz para rememorar el destino moral de la humanidad.
En el trágico choque entre ambos destinos se halla el poeta
que realmente lo es.
Y, por otro lado, la herencia heroica recibida por Machado le
hace recapacitar en que, en efecto, el lenguaje resulta ser un
instrumento amplio y ambiguo que sólo puede llegar a recibir
su plenitud expresiva mediante un acto poético pre-lingüístico
guiado por la honradez. Aquí la subjetividad da un decisivo
paso adelante y reconstruye una lengua capaz de expresar la más
alta exigencia ética. Si Heidegger tiene razón al
escribir que el lenguaje es la casa del Ser, Machado también
la tiene —y acaso más— cuando afirma que el
lenguaje es la casa del Deber Ser [21].
Para ello ha de comenzar, como el viejo Parménides, implorando
la ayuda divina en la ardua tarea de escoger un lenguaje poético.
No sólo no vale cualquier lenguaje sino que, como ya vislumbrara
el gran Hölderlin, el peligro del parloteo no desaparece
jamás:
Antes
me llegue, si me llega, el día,
la luz que ve, increada,
ahógame esta mala gritería,
Señor, en las esencias de tu Nada [22]. |
El
alma del poeta viene a plasmar en su interior toda la difícil
tarea, todo el camino de perfección que supone
la recuperación de una subjetividad que, en sus comienzos,
y de una manera opuesta a la señalada por Heidegger, empieza
recogiéndose en su interior y renunciando al contacto con
el mundo. En los albores de su existencia todo le daña,
todo le pone en peligro:
Si
yo fuera un poeta
galante, cantaría
a vuestros ojos un cantar tan puro
como en el mármol blanco el agua limpia.
Y en una estrofa de agua
todo el cantar sería:
«Ya sé que no responden a mis ojos,
que ven y no preguntan cuando miran,
los vuestros claros, vuestros ojos tienen
la buena luz tranquila,
la buena luz del mundo en flor, que he visto
desde los brazos de mi madre un día»
[23]. |
Ese
instintivo volver la cabeza hacia la infancia, ese rechazo al
plano lingüístico (plano de argumentación,
de mediación, de conflicto) expresado mediante la plasmación
de escenas silenciosas donde lo que prima es sencillamente un
ver carente de palabras, y, en definitiva, esa oscura
certeza de la derrota que sobrevendrá durante el desarrollo
de la vida; todo eso es precisamente lo que dificulta enormemente
que el planteamiento de Machado aborde la historia con un mínimo
de sagacidad. Pero hay que añadir a continuación
que la ingenuidad del planteamiento (ingenuo: el que se instala
en los orígenes) es el responsable de que la tensión
entre subjetividad y objetividad no sólo no desaparezca
sino que juegue el decisivo papel de motor de la praxis.
Mas es evidente que para ello resulta indispensable superar el
primitivo estado egocéntrico del alma en tanto que opuesta
agustinianamente al mundo (egocentrismo metaforizado en la infancia
y en la presencia de la madre como prolongación y a la
vez instancia protectora del «yo»). Por eso, en una
segunda etapa, el alma se dispone a salir de su autismo sin saber
muy bien quién es ni qué rumbo tomar:
En
nuestras almas todo
por misteriosa mano se gobierna.
Incomprensibles, mudas,
nada sabemos de las almas nuestras.
Las más hondas palabras
del sabio nos enseñan
lo que el silbar del viento cuando sopla
o el sonar de las aguas cuando ruedan [24]. |
Aquí aparece tímidamente la posibilidad del lenguaje,
pero inmediatamente es comparado al viento y al agua, lo que significa
que, aunque mencionado, su capacidad explicativa e iluminativa
viene a ser prácticamente nula.
Sin embargo, existe, en una tercera etapa y en forma de descubrimiento
obtenido paulatinamente, una determinada intuición poética
que, como una llave, consigue abrir las ventanas de las almas
(hasta ahora «incomprensibles, mudas») liberándolas
de su mutismo egocéntrico. Tal intuición consiste
precisamente en el descubrimiento de que el alma es «doble»
—tal diría san Agustín— y de que existe
algo que habita en el interior del sujeto cuya voz, no reconocida
por éste como propia, es capaz de obligarle o de avergonzarle
por medio de una coacción invisible. Machado recurre, como
en otras ocasiones, a la metáfora del diamante:
Hoy
pienso: este que soy será quien sea;
no es ya mi grave enigma este semblante
que en el íntimo espejo se recrea,
sino el misterio de tu voz amante.
Descúbreme tu rostro, que yo vea
fijos en mí tus ojos de diamante [25]. |
De
esta manera el otro «yo» (llámese conciencia
moral, estructura lingüística, superego o como sea)
constituye —y aquí arribamos a la cuarta y definitiva
etapa— la fuente subjetiva pero necesaria —Kant la
llamaría «trascendental»— que exige,
por medio de un mecanismo de auto-inspección honrada, el
esfuerzo continuado por el advenimiento de un mundo posible e
infinitamente mejor que el mundo existente. Cuando Mairena aconseja
zumbonamente a sus alumnos que inventen unos padres mejores
que los suyos actuales está apuntando precisamente a la
posibilidad de otro mundo anticipado y a la vez reclamado
por el poder utópico de la razón.
Ahora bien, la razón siempre acaba perdiendo ante la realidad
objetiva. Por mucho y muy honrado que sea el esfuerzo de la subjetividad,
la derrota es inevitable. De nuevo aparece la sombra de Heidegger
colocando unas cuantas nubes negras en el horizonte. He aquí
unos versos de muy difícil superación metafísica:
Viví,
dormí, soñé y hasta he creado
—pensó Martín, ya turbia la pupila—
un hombre que vigila
el sueño, algo mejor que lo soñado.
Mas si un igual destino
aguarda al soñador y al vigilante,
a quien trazó caminos
y a quien siguió caminos, jadeante,
al fin sólo es creación tu pura nada,
tu sombra de gigante,
el divino cegar de tu mirada [26]. |
Pero
si la subjetividad es verdaderamente idealista, si es capaz de
encontrar en su interior una voz tan pura y a la vez tan duradera
como el diamante, entonces no importa la derrota fáctica,
porque la poesía consigue que merezcamos la victoria,
aunque sea en un plano moral. Podrá parecer esto una declaración
de impotencia a priori, pero no hemos de olvidar que
el marco ontológico que nos contiene y determina es, como
señalara Heidegger, la presencia de la muerte, lo que supone
que una subjetividad honrada debe actuar sin el apoyo de ilusiones
trascendentales [27]. La conciencia
de la Nada es, pues, una conciencia doblemente heroica, pues al
heroísmo nihilista ha de añadirse el heroísmo
de una conducta moral capaz de desplegarse mediante una praxis
que no espera nada del exterior, ni premios ni castigos ni reproches.
Su radio de acción es ilimitado y su forma de sentir, comprensiva
y universal. En su diálogo con Juan de Mairena, Jorge Meneses,
el célebre inventor de la máquina de trovar (suprema
ironía o suprema sagacidad encargada de señalar
que lo esencial de la poesía no se encuentra en el «aparato»
lingüístico-formal, sino en el espíritu) traza
las líneas esenciales de lo que muy poco después
tomará carta de naturaleza bajo el título de «hermenéutica»:
|
El
corazón del poeta, tan rico en sonoridades, es un
insulto a la afonía cordial de la masa, esclavizada
por el trabajo mecánico. La poesía lírica
se engendra siempre en la zona central de nuestra psique,
que es la del sentimiento. No hay lírica que no sea
sentimental. Pero el sentimiento ha de tener tanto de individual
como de genérico, porque aunque no existe un corazón
en general que sienta por todos, sino que cada hombre lleva
el suyo y siente con él, todo sentimiento se orienta
hacia valores universales o que pretenden serlo. Cuando
el sentimiento acorta su radio y no trasciende del «yo»
aislado, acotado, vedado al prójimo, acaba por empobrecerse
y, al fin, canta de falsete. Tal es el sentimiento burgués,
que a mí me parece fracasado. Tal es el fin de la
sentimentalidad romántica. En suma, no hay sentimiento
verdadero sin simpatía, el mero pathos no
ejerce función cordial alguna, ni tampoco estética.
Un corazón solitario —ha dicho no sé
quién, acaso Pero Grullo— no es un corazón,
porque nadie siente si no es capaz de sentir con otro, con
otros… ¿por qué no con todos? [28]. |
Machado y Gadamer. Hermenéutica como instrumento del comprender
Comparemos
el texto de Machado recién transcrito con el que vamos
a ver a continuación. Se trata de un texto de Gadamer y
se refiere, como el de Machado, al papel del poeta en el seno
de la humanidad:
|
La
existencia de la literatura no es la muerta permanencia
de un ser enajenado entregado a la realidad vivencial de
una época posterior, sino que, por el contrario,
es una función de la conservación y transmisión
espirituales que aporta a cada presente la historia que
se oculta en ella [...] Lo que se incluye en la literatura
universal tiene su lugar en la conciencia de todos. La existencia
misma de una literatura traducida demuestra que en tales
obras viene a reflejarse algo que posee validez siempre
y para todos [29]. |
El paralelismo es evidente, y lo es más allá de
una improbable influencia de un autor sobre otro. Ni Machado pudo
conocer la obra de Gadamer ni éste, probablemente, conoció
la de aquél. Se trata más bien del hecho de que
ambos autores transitan por aquellos caminos abiertos desde el
Renacimiento y que pasan por la poesía heroica alemana
donde vienen a vincularse literatura y humanidad contra toda resistencia
pesimista y reaccionaria (como la del propio Heidegger, por ejemplo).
En efecto, Machado y Gadamer comparten también la intuición
básica de la «verdad» como elemento espiritual
instalado en el mundo de las ideas, esto es, como verdad moral.
En este sentido, es perfectamente conocida la posición
de Machado, que expresa la verdad como «sueño»,
«invención», «arquetipo», etc.
He aquí ahora la posición de Gadamer:
|
Cuando
el filólogo —amigo de bellos discursos—
se somete al patrón de la investigación histórica
acaba malentendiéndose a sí mismo, pues parece
que la cosa tiene que ver más bien con la «forma»
cuando reconoce en sus textos una cierta ejemplaridad. La
vieja pasión del humanismo consistía en dar
por sentado que en la literatura clásica todo estaría
dicho de manera ejemplar. Sin embargo, lo que se decía
de manera ejemplar constituye algo más que un modelo
formal. Los bellos discursos no llevan ese nombre sólo
porque lo que se dice en ellos está bellamente dicho,
sino también porque es bello lo que en ellos
se dice. No se trata de «hermosa palabrería».
Por eso, con respecto a la tradición poética
de los pueblos, hemos de reconocer que no admiramos en ella
sólo la fuerza poética o el arte de la expresión
y la fantasía, sino también, y sobre todo,
la verdad superior que habla desde ella [30]. |
De
nuevo un paralelismo interesante. Y es que ambos autores conservan
la doble clave de bóveda del idealismo alemán, a
saber, por un lado, la ya mencionada instalación de la
verdad en el «cielo platónico» de lo trascendental,
lejos de la mera facticidad, y por otro, el hecho de subrayar
la diferencia entre lo real empírico, muerto, objeto de
observación y explicación científica pero
no de intuición poética (reell en alemán),
y lo real verdadero o espiritual que aún vive en la conciencia
de los hombres y les mueve a emocionarse y a actuar (wirklich
en alemán). Machado lo expresa de manera bien elocuente
en su Juan de Mairena:
|
Cierto
que lo pasado es, como tal pasado, inmodificable. Quiero
decir que si he nacido en viernes ya es imposible de toda
imposibilidad que haya venido al mundo en cualquier otro
día de la semana. Pero esto es una verdad estéril
de pura lógica, aunque nos sirva para hombrearnos
con los dioses, los cuales fracasarían como nosotros
si intentasen cambiar la fecha de nuestro natalicio. ¿Algo
más? Que siempre es interesante averiguar lo que
fue. Conformes. Mas, para nosotros, lo pasado es lo
que vive en la memoria de alguien y en cuanto que actúa
en una conciencia [31]. |
En
esa distinción fundamental viene a apoyarse el proyecto
hermenéutico de Gadamer. Precisamente en la eternidad espiritual
de cualquier obra humana capaz de convencer, conmover o emocionar
a cualquier hombre o mujer de cualquier época es en lo
que consiste la «verdad» de ciertas obras que, dándose
en el tiempo, se niegan a morir porque merecen eternidad. Machado
fue, pues, un hermeneuta avant la lettre. Y para Gadamer
¿qué es la hermenéutica?
Imaginemos un triángulo cada uno de cuyos vértices
inferiores —por decirlo así— representan el
autor de una obra literaria (vértice a) y el receptor
(vértice b). La línea horizontal a-b
refleja en este caso la lejanía histórica y circunstancial
que separa a autor de receptor. En principio, la única
manera de intentar comenzar a paliar tal lejanía —puede
llegar a ser una lejanía de siglos o de milenios—
no es otra que la lectura por parte de b de la obra de
a [32].
Ahora bien, aquí se abren varias posibilidades. O bien
el receptor de la obra se identifica con ella y con su autor hasta
el extremo de anular cualquier perspectiva temporal y contemplar
la obra y su época —su atmósfera, podríamos
decir— como elementos absolutos (nos encontraríamos
entonces en un marco de erudición), o bien el receptor
eleva narcisistamente su propio criterio histórico (sus
prejuicios, sus intereses, su forma de pensar) a un nivel absoluto,
y entonces el autor y su obra son vistos como objetos de los que
poder extraer alguna determinación aprovechable para la
actualidad del receptor (con lo que nos hallaríamos con
una relación parecida a una «anexión»).
La primera opción representa la concepción que de
hermenéutica sostenía Schleiermacher. La segunda,
la de Hegel [33].
Existe una tercera posibilidad, precisamente la defendida por
Gadamer y su modelo triangular. En este caso obra y receptor se
enfrentan con objeto de mantener una situación de mutua
exigencia en la que el receptor se compromete a tomarse la
obra absolutamente en serio en un sentido muy específico.
Se trata de leerla a la luz de las propias exigencias metodológicas
y morales presentes en ella. De ahí la atención
del receptor a aquellos aspectos espirituales que, al trascender
lo particular del texto escrito (atribuíble al contexto),
reflejan la posibilidad de establecer otros tantos grados de elevación
hacia un tercer vértice (vértice c) que
representa la idea moral de humanidad. En este sentido,
el trayecto a-c refleja la interpretabilidad ascendente
de una obra leída por un receptor que, a su vez, se compromete
a abandonar su propia particularidad elevándose por el
otro lado (trayecto b-c), gracias a la obra leída
pero también a su propio esfuerzo hermenéutico,
hacia su propia perfección moral. A esto lo llama
Gadamer «círculo de comprensión hermenéutica»
[34]. Así lo expresa
este filósofo:
|
La
tradición escrita no es sólo una porción
de mundo pasado, sino que se halla siempre por encima de
éste en la medida en que se ha elevado a la esfera
de sentido que ella misma enuncia. Se trata de la idealidad
de la palabra, que eleva todo lo lingüístico
por encima de la determinación efímera y finita
que corresponde a los restos de lo que ha sido. […]
Allí donde nos alcanza una tradición escrita
no sólo se nos da a conocer algo individual, sino
que se nos hace presente toda la humanidad pretérita
en su relación general con el mundo [35]. |
Por
esta razón
|
si
uno se desplaza a la situación del otro, le comprenderá
y se hará consciente de su alteridad, de su individualidad
irreductible. Mas este desplazarse no es ni empatía
de una individualidad en otra, ni sumisión de una
por otra, sino que, por el contrario, significa siempre
un ascenso hacia una generalidad superior que rebasa toda
particularidad. El concepto de «horizonte» se
hace aquí particularmente interesante, porque expresa
esa panorámica que ha de tratar de alcanzar el que
comprende [36]. |
Leer,
pues, representa para Gadamer uno de los actos más decisivos
que puedan tener lugar en la biografía de cada individuo.
Por eso recurre a la noción de «vivencia» (Erlebnis)
capaz de generar una revolución interior de importantes
consecuencias en la vida humana. Alguien dijo que comprender La
cabaña del tío Tom supone plantearse muy seriamente
la abolición de la esclavitud. No se trata simplemente
de aleccionar, sino de sensibilizar y contribuir a la maduración
moral. La auto-comprensión del hombre es indispensable
para su perfeccionamiento moral. Se trata de una lenta elaboración
«interior». Gadamer afirma que la hermenéutica
|
enfila
su proa a aquellas preguntas que constituyen y determinan
todo el saber y la acción humanos, o sea, a aquellas
grandes cuestiones que resultan decisivas para los hombres
como seres llamados a elegir el bien [...] La naturaleza
metodológicamente coactiva del conocimiento científico
no tiene en realidad nada que hacer allí donde vienen
a abordarse las auténticas cuestiones de la existencia
humana, cuestiones-límite como la finitud, la historicidad,
la culpa, la muerte, etc. Aquí ya no se trata del
desarrollo de un conocimiento conducido por pruebas, sino
de una relación entre existencias [37]. |
Pero
tampoco es suficiente la simple subjetividad:
|
El
propio Kierkegaard había demostrado que la «estética
de la vivencia» es insostenible reconociendo las consecuencias
destructivas del subjetivismo y describiendo por primera
vez la auto-aniquilación de la inmediatez estética.
Su teoría del estadio estético de la existencia
está esbozada desde la perspectiva de un moralista
que ha descubierto lo insalvable e insostenible de una existencia
reducida a la pura inmediatez y discontinuidad. [...] Al
reconocer que el estadio estético de la existencia
es insostenible en sí mismo, se viene a reconocer
también que el fenómeno del arte plantea a
la existencia una tarea, la de ganar, frente a los estímulos
y a la potente llamada de cada impresión estética
presente (pero precisamente también a pesar de
ella), aquella continuidad de la auto-comprensión
que es lo único capaz de sustentar la existencia
humana [38]. |
¿Cuál
es la clave de bóveda de todo este planteamiento? Habremos
de buscar en aquella dirección capaz de mostrarnos la necesidad
de postular la existencia de un mundo ideal (vértice c
del triángulo hermenéutico) encargado de definir
el horizonte ético de cualquier obra de arte que
lo sea verdaderamente. La existencia de verdades eternas
la encuentra Gadamer nada menos que en la labor hermenéutica
desplegada por Spinoza en torno a la Biblia:
|
Para
Spinoza no cabe duda de que existe en la Biblia una evidencia
de verdades morales iluminadas por la razón.
Se trata, en cierto sentido, de una evidencia no muy diferente
de la evidencia euclídea. En ambos casos carece por
completo de sentido preguntarse por el origen histórico
de tales verdades. Por eso las verdades morales registradas
en la tradición bíblica forman una pequeña
parte de dicha tradición, que en conjunto resulta
ajena a la razón. Así, por lo tanto, para
entender las verdades morales de la Biblia se hace necesario
proceder a una reflexión crítica
de su contenido (por ejemplo, de todo lo concerniente a
los milagros) [39]. |
Y
las verdades morales de Spinoza ¿qué otra cosa son
sino la «fe metafísica» en la idea de Machado
e incluso el presupuesto de perfección gadameriano por
el cual hemos de suponer que cualquier texto con aspiraciones
hermenéuticas ha de contar con nuestra confianza a
priori en la medida en que él y nosotros (como lectores)
mantenemos dicha fe metafísica? En tiempos de terribles
turbulencias Machado sabía que se debía mantener
a toda costa el ideal de una humanidad racional como cabeza de
puente a la espera de generaciones venideras. Gadamer, a su manera,
proyecta algo muy parecido con su planteamiento hermenéutico.
A uno y a otro hemos de estarles perpetuamente agradecidos. Y,
desde luego, aplicarnos el cuento.
Madrid,
abril de 2007
Notas
[1] Para la confección
de este artículo hemos consultado las siguientes obras:
Antonio Machado, Poesías completas (I) y Prosas
completas (II), edición crítica de Oreste Macrì,
Madrid, Espasa Calpe, 1988; Prosas dispersas (1893-1936),
edición de Jordi Doménech, Madrid, Páginas
de Espuma, 2001.
Antonio Sánchez Barbudo, El pensamiento filosófico
de Antonio Machado, Madrid, Guadarrama, 1974.
Martin Heidegger, Sein und Zeit [1927], Tübingen,
Max Niemayer, 2001; Erläuterungen zu Hölderlins
Dichtung [1936-1943], Frankfurt, Vittorio Klostermann, 1996;
Einfuhrung in die Metaphysik [1935], Tübingen, Max
Niemayer, 1998.
Hans G. Gadamer, Wahrheit und Methode (I y II), Tübingen,
J. C. B. Mohr / Paul Siebeck, 1993 y 1996. [volver]
[2] Esto queda bien reflejado en la denominada
«paradoja de Hume». Donald Davidson la explica así.
Incluso renunciando a cualquier presupuesto y proponiéndose
confiar exclusivamente en la información suministrada por
sus sentidos, el sujeto está partiendo de un doble presupuesto
silencioso. Primer presupuesto: considerar que los sentidos son
los únicos merecedores de confianza. Segundo presupuesto:
porque la naturaleza es desordenada y no permite abandonarse
a la generalización. Aun el empirismo más extremo
refleja una estructura de «bucle». Se decide
partir de uno o dos presupuestos y se obtienen después
como conclusión. [volver]
[3] Supongamos que nos encontramos en una habitación
llena de objetos de muy diversas figuras y decidimos fijarnos
solamente en los objetos redondos. Es evidente que nuestra subjetividad
ha decidido que sólo los objetos redondos son
dignos de atención. No hemos inventado ni imaginado la
redondez, los objetos redondos están ahí, pero sí
hemos decretado su relevancia. [volver]
[4] Carta a Miguel de Unamuno (1918), en Prosas
dispersas, pp. 427-28. [volver]
[5] Desde luego que la honradez de la decisión
por la defensa de la religión no anula en absoluto el carácter
problemático del decisionismo que le sirve de
base. Decidirse por Cristo es, en principio, tan irracional (en
el sentido de pre-lógico) como decidirse por Caín
o por la razón o por lo que sea. Claro que el indiferentismo
semántico proveniente de retener el aspecto decisionista
puede ser juzgado pragmáticamente como algo poco
honrado, pues abre las puertas del irracionalismo. A su vez la
opción por juzgar esta misma decisión en función
de la honradez es otra decisión, etc. Viene a establecerse
así una especie de enzarzamiento en el aire de muy difícil
solución. La última palabra la tiene, como siempre
o casi siempre, el grado de maduración moral del sujeto
encargado de juzgar. [volver]
[6] Antonio Sánchez Barbudo, El pensamiento
filosófico de Antonio Machado, pp. 96 y ss. [volver]
[7] Ibíd., p. 113. [volver]
[8] Ibíd., p. 100. [volver]
[9] «Al gran Cero», en Oreste Macrì
(en adelante, OM), 1: pp. 692-93. [volver]
[10] «De un cancionero apócrifo.
Abel Martín», en OM, 1: p. 686. [volver]
[11] Einführung in die Metaphysik,
pp. 104 y 92. [volver]
[12] Ibíd., pp. 142-43. [volver]
[13] «Nota sobre Juan de Mairena»,
en OM, 2: p. 2.364 (subrayados de Antonio Machado). [volver]
[14] Sein und Zeit, p. 266. Machado
reprocha a Heidegger, y con toda razón, un excesivo solipsismo.
En realidad las nociones heideggerianas de «autenticidad»,
«deuda», etc., parecen señalar no sólo
el horizonte de la muerte personal, sino, sobre todo, el encuentro
con el prójimo. Por eso comenta Machado: «Cada cual
deviene otro y nadie él mismo, dice Heidegger
—si no recuerdo mal— con frase de intención
despectiva que mi maestro no hubiera totalmente aprobado. [Y añade
un asterisco:] Heidegger no repara en que pretender llegar a ser
(werden) otro es el único hondo afán que puede agitar
las entrañas del ser, según explicaba o pretendía
explicar mi maestro Abel Martín», OM, 2: p. 2.362.
[volver]
[15] Ibíd., p. 288. Véase también
pp. 305 y ss. y 336 y ss. [volver]
[16] «Una España joven»,
en OM, 1: p. 595. [volver]
[17] Erläuterungen zu Hölderlins
Dichtung, p. 126. [volver]
[18] Ibíd. [volver]
[19] «A Narciso Alonso Cortés,
poeta de Castilla», en OM, 1: pp. 599-600. [volver]
[20] «El poeta,
el héroe y el destino. Reflexiones sobre el pragmatismo
trascendental en el pensamiento de Antonio Machado»,
en Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado,
marzo 2006. [volver]
[21] Recordemos un bello ejemplo de «Canciones
del alto Duero»: «¿Cuál es la verdad?
¿El río, / que fluye y pasa, / donde el barco y
el barquero / son también ondas del agua? / ¿O este
soñar del marino / siempre con ribera y ancla?»,
en OM, 1: p. 645. [volver]
[22] «Muerte de Abel Martín»,
en OM, 1: p. 734. [volver]
[23] «Galerías», en OM, 1:
p. 477. [volver]
[24] «Galerías», en OM, 1:
pp. 486-87. [volver]
[25] «Los sueños dialogados»,
en OM, 1: p. 663. [volver]
[26] «Muerte
de Abel Martín», en OM, 1: p. 735. [volver]
[27] Puesto que las ilusiones trascendentales
—muy especialmente las de la religión— echan
a perder la honradez de la subjetividad moral. Es muy interesante
observar cómo la «mácula» de la ilusión
trascendental —en el fondo puro utilitarismo— viene
a recaer, en Machado, no sólo sobre la conciencia, sino
incluso sobre la dignidad de la verdadera religión. Por
eso habla el poeta de blasfemia: «Señor de la ruina,
/ adoro porque aguardo y porque temo; / con mi oración
se inclina / hacia la tierra un corazón blasfemo»
(«El Dios ibero», en OM, 1: p. 497). Es interesante
la seguridad de Machado a la hora de invocar al pueblo ruso como
verdadero defensor del Evangelio más allá del comunismo
y en las antípodas de la hipocresía occidental en
el aspecto religioso. Véase, en este sentido, «Sobre
literatura rusa» (1922) y «Sobre una lírica
comunista que pudiera venir de Rusia» (1934), ambas en Antonio
Machado, Prosas dispersas, pp. 474 y ss. y 749 y ss.
respectivamente. Las notas críticas añadidas por
Jordi Doménech son verdaderamente interesantes. [volver]
[28] «Diálogo entre Juan de Mairena
y Jorge Meneses», en OM, 1: pp. 709-10. [volver]
[29] Wahrheit und Methode, I, pp. 166-67.
En cuanto a literatura traducida, y aun expresando ciertos reparos,
Machado se adelanta a Gadamer: «Sólo si una obra
contiene valores esenciales, hondamente humanos y una sólida
estructura interna puede, aun disminuida por la traducción,
ser admirada en lengua extranjera. Tal calidad pudiera tener la
novela rusa. Traducida y mal traducida ha llegado a nosotros.
Sin embargo, decidme los que hayáis leído una obra
de Turguéniev, Nido de hidalgos, o de Tolstoi,
Resurrección, o de Dostoievski, Crimen y castigo,
si habéis podido olvidar la emoción que esas lecturas
produjeron en vuestras almas» («Sobre literatura rusa»,
en Prosas dispersas, p. 476). [volver]
[30] Ibíd., p. 343. [volver]
[31] Juan de Mairena, en OM, 2: p.
2.018. [volver]
[32] Lectura o cualquier otra forma de contacto:
visual, auditivo, etc. El planteamiento de Gadamer abarca todas
las artes y técnicas humanas que posean intención
comunicativa. Pero el propio Gadamer admite sentirse más
cómodo cuando el vehículo transmisor de la comunicación
es la literatura, pues aquí el valor de verdad intersubjetiva
es mayor que en las otras artes, más subjetivas y menos
«comprometidas» en un sentido hermenéutico.
[volver]
[33] Véase Wahrheit und Methode,
I: pp. 169 y ss. [volver]
[34] Para seguir con el modelo triangular, podemos
imaginar una serie de líneas horizontales que unen los
puntos de las líneas a-c y b-c. Así,
tendríamos a1-b1, a2-b2,
a3-b3, etc. En realidad, la cosa funciona «a
tirones». A veces la obra «tira» del receptor
hacia arriba (digamos a1-b-b1), cuando,
por ejemplo, ofrece mensajes implícitos que «obligan»
al lector a auto-cuestionar su propio estilo de vida y pensamiento.
Otras veces el encargado de «tirar» es el propio receptor
(digamos b1-a-a1) encontrando en la
obra una dimensión que hasta entonces había pasado
desapercibida. [volver]
[35] Wahrheit und Methode, I: p. 394.
[volver]
[36] Ibíd., p. 310. Por cierto, que el
método hermenéutico (expresión que no era
del agrado de Gadamer) se ve en la obligación de evitar
a toda costa la denominada «trampa del contexto» derivada
de la hermenéutica «erudita» de Schleiermacher.
Seríamos lectores poco hermenéuticos si tendiéramos
a atribuir al contexto todo planteamiento del autor sin pararnos
a examinar si las afirmaciones en las que se vertebra el tal planteamiento
son o no evitables o mejorables desde el punto de vista de
lo que se le puede ciertamente exigir. Renunciar a enjuiciar
al autor significa no tomar en serio sus escritos. Un ejemplo.
El grandísimo escritor Francisco de Quevedo mantenía,
como se sabe, posiciones patriarcalistas («Muy discretas
y muy feas…»), anti judías («…cosa
que tu nariz aun no lo niega…»), racistas («…una
boda muy siniestra / pues era toda de negros»), belicistas
(«descolorida paz, preciosa guerra…»). ¿Eran
posiciones inevitables dentro del contexto de Quevedo? Otros autores
(Cervantes, por ejemplo, o los escritores humanistas del siglo
XVI) demuestran que era posible pensar de otra manera (y con mayor
legitimidad hermenéutica, por cierto). No se trata, desde
luego, de juzgar a Quevedo desde nuestra época, sino de
hacerlo sub specie aeternitatis. En ese casi imposible
«punto en el aire» viene a residir toda la dificultad
del método hermenéutico. [volver]
[37] Ibíd., II: p. 318. [volver]
[38] Ibíd., I: p. 101. [volver]
[39] Ibíd., II: p. 123. [volver]
Fecha
de publicación: abril 2007
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