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Nihilismo, hermenéutica y conciencia

Antonio Machado como «corrector» de Heidegger y «precursor» de Gadamer [1]

 

Luis Martínez de Velasco
Departamento de Filosofía Moral y Política. UNED -
Fundación de Investigaciones Marxistas

 

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Como sabemos, Friedrich Nietzsche no fue el primero, pero sí uno de los más decididos y contundentes detractores del pensamiento religioso. Al responder, según Nietzsche, a un cobarde afán por sustraerse a la dimensión de la mortalidad, tal pensamiento viene a plasmar, como ya vieran sagazmente otros autores (uno de los primeros, el genial Jenófanes de Colofón), la proyección por parte del hombre de sus esperanzas y miedos subjetivos sobre la estructura de lo real. Pero el decreto nietzscheano de la «muerte de Dios» puede ser leído, además, en una perspectiva más amplia: la muerte de lo absoluto y, con mayor alcance aún, la crisis de la razón (y su correlato ontológico, la «verdad»). Los hombres no quieren la verdad, viene a decir Nietzsche, sino más bien sus efectos beneficiosos. Por eso sólo una radical crítica de la razón (no el remedo kantiano —aclara Nietzsche—, que «amaga y no da») puede aspirar a acabar con la placentera tranquilidad de la verdad. Hay que matizar inmediatamente: de la verdad antropocéntrica. La otra, la verdad verdadera y «desagradable», sólo es sospechada y en su rumor resuenan las inquietantes palabras de Yocasta a su hijo y esposo Edipo:

No preguntes, no indagues, no quieras saber.

La crisis de la razón apunta a muchas causas, pero tal vez una de las más decisivas se encuentra en el carácter aporético de todo pensamiento en tanto que tal, reflejando algo así como una versión ampliada de la denominada «paradoja de Gödel». Machado diría poner puertas al campo. Veamos en qué consiste esta paradoja.

Todo planteamiento teórico refleja en su morfología una estructura de «bucle», lo que significa que viene a ser resultado de una previa decisión situada fuera de él [2]. Ello supone, obviamente, la entronización de un dogmatismo que abre las puertas a lo que se conoce como la «paradoja de Gödel». Si cualquier planteamiento teórico (al margen por completo de su solidez lógica o epistemológica) resulta ser a la vez defendible (por auto-inmune) e ilegítimo (por «circular»), quiere decirse que todo planteamiento teórico es necesario y contingente al mismo tiempo. La situación resultante, que no puede ser más paradójica, viene a situarnos de bruces con el asunto de la subjetividad. Puesto que todo conocimiento refleja una estructura de «bucle» —es decir, que es tautológico—, dicho conocimiento se encuentra en función de la subjetividad, que ha de postularse, por lo tanto, como irrebasable.

Llegados aquí, se debe distinguir dos géneros de bucle, el bucle-red (Kant) y el bucle-arbusto (Nietzsche). El primero se ajusta al conocimiento empírico y supone que el objeto conocido (pez) depende en buena medida —pero no totalmente— del sistema de referencia empleado (red), lo que nos permite concluir que el objeto conocido no es subjetivo (en el sentido en que entendemos aquí este término) pero sí lo es el hecho de haberlo conocido y de haberlo conocido de esta manera [3]. El bucle-arbusto (el hombre coloca un objeto bajo un arbusto y al día siguiente se queda maravillado al «descubrirlo») sólo tiene sentido en la metafísica y el resto de planteamientos formales, pues el objeto conocido no añade absolutamente nada al objeto supuesto de antemano. El decisionismo muestra su verdadero rostro en la metafísica. El problema reside en que, como ya señalara magistralmente Ludwig Wittgenstein, es precisamente en la metafísica —y no en la ciencia— donde vienen a residir las cuestiones humanas realmente importantes. De esta manera, los asuntos vinculados al sentido último de la existencia del universo y del hombre dentro de él no sólo reciben un tratamiento tautológico o de «bucle» (pues no hay razonamiento lógico —ni comprobación empírica, para terminar de decirlo todo— que nos induzca a creer o no creer en Dios, por ejemplo), sino que, al registrarse un imparable declive de la religión y, en general, de cualquier visión «encantada» del universo, viene a darse una especie de vértigo que empuja al pensamiento a adoptar un aire heroicamente nihilista y trágico. De ahí la exacerbación de los aspectos voluntaristas de la teoría («piensa lo que crees, lo que deseas, lo que te conviene», etc.). Lo malo es cuando todo esto apunta al corazón mismo de la moral.

Nuestro Antonio Machado no es ajeno, como es natural, a toda esta corriente llamémosla «irracionalista». Si la crítica kantiana de la razón ha conseguido demostrar que mucho de lo que el hombre acepta o cree es movido por el interés (sea en forma de miedo, sea en forma de esperanza), quiere decirse que, si se ha de ser sincero, el «así lo creo porque así lo quiero (o lo necesito)» puede presentarse ya ante la conciencia sin los adornos de la religión. Tomándole prestada a Schopenhauer la terminología, bien puede afirmarse que la voluntad sustituye a la representación. Antonio Machado lo presenta así en una carta enviada a Unamuno:

 
Guerra a la naturaleza, éste es el mandato de Cristo, a la naturaleza en sentido material, a la suma de elementos y de fuerzas ciegas que constituyen nuestro mundo, y a la naturaleza lógica, que excluye por definición la realidad de las ideas últimas: la inmortalidad, la libertad, Dios, el fondo mismo de nuestras almas. […] El corazón y la cabeza no se avienen, pero nosotros hemos de tomar partido. Yo me quedo en el piso de abajo. ¡Guerra a Caín y viva el Cristo! [4]

Este párrafo está escrito en Baeza en 1918, época de formación filosófica de Machado. No es de extrañar entonces cierta borrosidad, o al menos cierta precipitación, al aceptar como buenas las ideas de Dios, inmortalidad, etc., cuando en realidad no pasan de ser ilusiones trascendentales encargadas de poner un dique a las «atrevidas» pretensiones del materialismo (como el propio Kant subraya explícitamente). Ahora bien, todo esto viene a dejar sin salida la posibilidad de maduración moral de un sujeto que, por lo visto, necesita recurrir a la ilusión para poder preservar su «fe» moral. Que el corazón y la cabeza no se avengan no tiene por qué favorecer la elección de uno de los términos y la exclusión del otro. Es gran mérito de Machado haber puesto de relieve el mecanismo pre-lógico de los planteamientos teóricos, su estructura de «bucle» y, en última instancia, decisionista. Pero también se puede tomar partido por la tensión misma entre corazón y cabeza. De todas las maneras, la exhortación final se cuida muy mucho, como vemos, de contraponer Cristo a la razón. El elemento rechazado es el Antiguo Testamento, cosa que a Unamuno debió de agradar enormemente.

Ahora bien, ¿cuál es la naturaleza pragmática —es decir, en definitiva, moral— del hecho de quedarse «en el piso de abajo»? ¿En qué se sostiene esta decisión de Machado? Aunque, como toda decisión, puede considerarse hasta cierto punto indiferente al contenido (se puede preferir el humanismo o el solipsismo, etc.) eso no evita que podamos preguntar por la orientación y los límites (en suma, por la intención) de la decisión de «retener» a Cristo y eliminar al resto.

Habida cuenta de la indudable conexión pragmática entre descreimiento religioso, escepticismo moral y barbarie política que se iba abriendo paso en la historia de Occidente del primer tercio del siglo XX, tal intención no puede ser otra en Machado que intentar preservar a toda costa cierto sentido de la compasión y del deber moral a base de «concesiones» teóricas orientadas hacia la restauración de la religión cristiana en lo que tiene de mensaje evangélico y hermanador. Al fin y al cabo, parece más fácil abogar por el amor —o al menos el respeto— entre los hombres si éstos son postulados como hermanos y, en consecuencia, como hijos del mismo padre [5].

La figura filosófica de Machado crece cuando caemos en la cuenta de las enormes dificultades que se registran a la hora de defender lo que el poeta denomina en más de una ocasión «la fe metafísica en la idea». En efecto, no resulta nada fácil preservar los rasgos esenciales del idealismo —hablamos de sus aspectos prácticos— frente a una ideología crecientemente reaccionaria que se apoya en el ateísmo (en tanto que des-ilusión trascendental) no para servir de fundamento a una moral autónoma —todo lo problemática que se pueda concebir— orientada hacia el deber de respetar al prójimo como un factum de la razón práctica, sino para entronizar un siniestro «todo vale» ante la ausencia de un vigilante celestial. En este sentido, la filosofía de Martin Heidegger representa un perfecto ejemplo de posición práctico-moral negativa —por inexistente— fundamentada en un planteamiento teórico pesimista donde, tanto si el hombre es concebido como un ser-para-la-muerte como si el «destino histórico» de los pueblos se halla ya prescrito, se expulsa la capital noción de praxis y se anulan las posibilidades de una acción moral por parte de unos hombres a los que todo resulta indiferente frente a la abrumadora presencia de la muerte o del destino (a esto último viene a añadirse un importante plus de opacidad y de misterio). La altura teórica alcanzada por Martin Heidegger dificulta cualquier salida ética que pretenda fundamentarse en un proceso de maduración teórica en la que el hombre no necesite ya de agarraderos infantiles o consoladores. Pero la dificultad de este –llamémosle- «ateísmo virtuoso» es máxima teniendo en cuenta que el vértigo ante la pérdida de los dioses parece impedir de raíz aquella serenidad necesaria para una fundamentación autónoma de la moral. El vértigo se transforma entonces en desesperación. De ahí que Antonio Machado «corrija» a Heidegger en el sentido de recuperar el Evangelio aun aceptando lo inmensamente positivo de una reflexión en la que el olvido del Ser (o sea, de la finitud) constituye el mayor incumplimiento de la deuda del hombre para consigo mismo.

Muy otra es la relación de Antonio Machado con respecto al pensamiento de Hans Georg Gadamer. Aquí lo pertinente es hablar de Machado como «precursor» de un planteamiento que viene a apoyarse, como el proyecto gadameriano, en una doble noción, la noción de introspección, de raíz husserliana, y la noción de diálogo, de clara raigambre cristiana (desde luego en un sentido amplio, por ejemplo Buber o Mounier). En este sentido, es perfectamente conocida la apasionada defensa machadiana del diálogo no como instrumento de persuasión o como escenario de consensos o puestas en común, sino como medio de reconocimiento de un «tú» tan autónomo como irreductible. Este carácter formal y vacío, esa ausencia de guiones previos y de contenidos garantizados por encima de la conversación, es lo que conecta las reflexiones de Machado y Gadamer en una amplia unidad conceptual e intencional que se opone, hoy como ayer, a toda forma de pensamiento cosificado o dominador.

Empecemos por la recepción machadiana de la filosofía de Martin Heidegger. ¿En qué «corrige» Machado a Heidegger y cuál es el significado moral de dicha corrección?

 

Machado y Heidegger. Una revolución a medias

En su excelente libro dedicado al pensamiento de Antonio Machado [6], Sánchez Barbudo escribe que el poeta cultivó en su obra los dos temas principales de que se nutre la reflexión heideggeriana, y ello antes de conocer al filósofo alemán en profundidad. Sánchez Barbudo lo expresa con las siguientes palabras:

 
No puede caber duda de que Machado, en sus últimos años [en realidad a lo largo de casi toda su vida] pensaba que la intuición de la Nada y la consiguiente emoción del poeta ante el paso del tiempo era lo que determinaba la poesía [7].

En efecto, nadie que conozca la obra de Machado podrá negar que el tiempo —de manera explícita— y la angustia ante el terror a la mudez —primero implícitamente, después exteriorizado— constituyen los dos grandes temas metafísicos de la poesía machadiana. Ahora, como apunta Sánchez Barbudo

 
después de 1934, tras haber leído a Heidegger, Machado perfila y retoca su pensamiento, ajustándolo al de él y clarificándolo [8].

Pero ya antes podemos observar en Machado un tratamiento poético profundo, aunque un tanto confuso, en torno a la Nada (recordemos el poema «Al gran Cero», etc.). En este sentido, hemos de preguntarnos si, a partir de su lectura posterior, Machado comprendió realmente todo el alcance metafísico de Martin Heidegger, puesto que nuestro poeta parece inclinado a introducir la intuición de la Nada en el interior de un marco interpretativo anticuado y desajustado gobernado por la presencia de elementos antropomórficos que apuntan a una naturaleza divina personalizada. Encontramos así el célebre poema filosófico de Machado («Cuando el Ser que se es hizo la Nada / y reposó, que bien lo merecía…» [9]) enmarcado en una reflexión en la que se aplican conceptos teológicos (aunque vacíos, más cercanos a un Spinoza que a un Leibniz). En este sentido habla Machado de

 
la Nada o cero absoluto, que también llama el poeta [Abel Martín] cero divino, pues Dios no es, en su opinión, el creador del mundo, sino el creador de la nada [10].

Pero si la Nada es postulada como creación divina, entonces no carece de sentido, aunque sea vacío. El universo no es completamente absurdo porque alguien viene a hacerse cargo de él, aunque sea simplemente contemplando el desastre. En este sentido Heidegger va más lejos y decreta el sinsentido de la búsqueda misma del sentido. No es, pues, por este camino por donde Machado «corrige» a Heidegger. Habremos de buscar en el terreno de la acción moral, allí donde Heidegger mantiene, como todos sabemos, un silencio tan prolongado como extraño. Al fin y al cabo la «deuda» del hombre, aquello para lo que está llamado en esta vida, es doble: no sólo comprender la Nada, sino también dotar de sentido —siempre contingente, siempre amenazado— al universo mediante la praxis ética. Pero antes hemos de comprobar la forma en que Machado recibe y hace suya la reflexión teórica de Martin Heidegger.

Una de las grandes intuiciones que Heidegger hereda de Nietzsche consiste en conseguir captar el proceso del conocimiento humano (con su inacabable cortejo de explicaciones, hipótesis, predicciones, refutaciones, contrarrefutaciones, etc.) como un acto de control sobre el universo en su conjunto y por eso, y en esa misma medida, como un acto de pánico silencioso ante lo desconocido e imprevisible. Fuerza y vulnerabilidad, soberbia y miedo, ¿acaso no son dos caras de la misma moneda? Y la filosofía resume a la perfección el narcisismo de esta criatura menesterosa que es el hombre. Por esta razón escribe Heidegger lo que sigue:

 
Se entiende el término griego noein como «pensar», y éste, como actividad del sujeto. El pensar del sujeto determina qué es el Ser. El Ser no es, pues, sino lo pensado en el pensamiento. Y puesto que, después de Parménides, el pensamiento permanece en la esfera de la actividad subjetiva, quiere decirse que Ser y Pensar son una y la misma cosa: subjetividad […] ¿Cuándo comenzó la Lógica? Comenzó cuando la filosofía griega terminó su función y acabó convirtiéndose en asunto de escuela, de técnica y de organización [11].

El resultado no puede ser otro que un lamentable olvido de lo insignificantes que somos. El hombre se erige en tirano de la realidad y hasta decide qué existe o merece existir y qué no.

 
La meta final de toda Ontología es establecer una teoría de las categorías. El hecho de que las categorías constituyan el carácter esencial del Ser parece hoy día, y desde hace ya mucho tiempo, algo de lo más comprensible, pero en realidad pocas cosas hay más extrañas. Sólo puede llegar a entenderse esto si concebimos el modo y las circunstancias por las que el logos en tanto que enunciado no sólo se separa de la Naturaleza sino que se le enfrenta y se convierte en ámbito decisivo de las determinaciones ontológicas. El logos como forma lingüística de la afirmación del Ser del ente termina adquiriendo tal preeminencia sobre éste, que en el momento en que se da una contradicción se dictamina que la imposibilidad de existir viene a recaer sobre dicho ente [12].

¿Cómo se ha llegado a este extremo? ¿Qué le ha ocurrido al hombre, que necesita poner en duda la existencia misma del universo para, a renglón seguido, rehacerlo siguiendo sus propios moldes conceptuales («bucle-arbusto») con el objeto no sólo de sentirse seguro, sino de terminar adquiriendo una artificial sensación de superioridad encargada de alimentar su actividad de dominio y destrozo de todo cuanto se le pone por delante? Parece, por otro lado, que la subjetividad no puede soportar su propia insignificancia y acaba concibiendo su capacidad de conciencia como algo inmaterial y, por tanto, inmortal. ¡Por fin! ¡Tras mucho silogismo y mucho sorites y mucha martingala hemos llegado a la conclusión de que somos criaturas inmortales y privilegiadas! La soberbia es el reverso del miedo. De ahí, piensa Heidegger, el despliegue de toda una reflexión onto-teológica que no sólo no renuncia, por motivos subjetivos, a una fundamentación última, tal y como ya en su tiempo señalara Aristóteles («no podemos retroceder eternamente; es necesario detenerse»), sino que impone una visión antropomórfica encargada de consolar al hombre dotando de sentido a su existencia. Y aquí se abren dos salidas. O bien aceptar como irrebasable una subjetividad que se ve en la obligación de recibir el impacto de una crítica trascendental con objeto de poner entre paréntesis —sin llegar a anular— todas aquellas ilusiones que deforman sistemáticamente la percepción y la concepción humanas del universo, o bien echar marcha atrás en la historia del pensamiento regresando a Parménides como si éste no hubiera tenido que lidiar con los difíciles problemas de la subjetividad limitándose a presentar ante la conciencia el ente sin más (opción ésta, la heideggeriana, que desestima el hecho de que la diosa advierte a Parménides de que desconfíe de los sentidos y de las opiniones comunes y se atenga al ser que, aunque lejos, se halla firmemente instalado en su mente).

Mas, sea ello como sea, el caso es que Heidegger añora aquellos tiempos en que los hombres miraban el universo con una mirada «limpia» y sin miedo. El objeto del miedo (y, por tanto, de la posterior soberbia presente en toda la tradición occidental del pensamiento) no es otro que el viejo Cronos, el tiempo que nos conduce inexorablemente a la muerte. Aquí, junto a Parménides, se alza la imponente figura de Epicuro: todo lo que hacemos, pensamos y decimos se orienta exclusivamente al hecho de olvidar que hemos de morir.

No es otro, como sabemos, el motivo central del Heidegger de 1927 autor de Ser y tiempo. Y así lo comenta Machado diez años más tarde:

 
No es, pues, según Heidegger, la muerte un accidente ocurrido en nuestra existencia mundana, es la existencia en sí misma en trance de alcanzar su propio acabamiento. Por una vez intenta un filósofo —y había de ser un alemán quien lo intentase— darnos un cierto consuelo del morir con la muerte misma, como si dijéramos con su esencia lógica, al margen de toda promesa de reposo o de vida mejor. Porque es la interpretación existencial de la muerte —la muerte como un límite, nada en sí misma— de donde hemos de sacar ánimo para afrontarla: la decisión resignada de morir y la no menos paradójica libertad para la muerte [13].

La verdad es que no hay tal paradoja en la expresión «libertad para la muerte» si, como es la intención de Heidegger, se interpreta tal libertad en términos de liberación (en un sentido análogo al budismo, por ejemplo). En tal sentido, libertad para la muerte no significa «poner» sino «quitar», renunciando a cualesquiera artificios teóricos encargados de alimentar un engañoso consuelo ante el hecho de morir. Heidegger, además, conecta esta liberación con una autentificación del hombre (el Dasein) que consigue desligarse del «se» social:

 
La característica esencial del auténtico ser-para-la-muerte puede resumirse en que su precursar permite al ser-ahí descubrir cuán perdido estaba en el «se» y, sin apoyarse ya en ninguna agitación superficial, le acerca a la posibilidad de ser él mismo y, a la vez, de ser en una apasionada y cierta libertad para la muerte, desasida de las ilusiones del «se» y tan cierta de sí misma como plena de angustia [14].

De ahí proviene la activación teórica de la noción de conciencia. Ésta no es una cosa o un mero estado, sino toda una tarea moral —«camino de perfección» la denomina Machado— en la que el hombre viene a jugarse —día a día— su identidad como ser ec-sistente (en jerga heideggeriana, ec-sistente es un ser existente y consciente de su existencia). Heidegger utiliza la metáfora de la «llamada»:

 
Comprender la llamada significa elegir (pero no elegir la conciencia, que ésta no se elige) sino el tener conciencia como libertad para encarar la propia deuda. En pocas palabras, comprender la llamada quiere decir querer-tener-conciencia [15].

La metáfora de la llamada es poderosa por dos razones. Por un lado, porque se resuelve en un plano lingüístico donde el hecho de ser llamado implica un acto de comprensión abstracta, desligada de opiniones, intereses y circunstancias particulares. Y, por otro lado, porque el acto de llamar alguien a alguien supone un cierto grado de lejanía y, por tanto, de objetividad. Estamos en una época idealista en que el ideal moral adopta la forma de un dictado a la conciencia. El propio Machado recurre a esta metáfora cuando escribe:

Tú, juventud más joven, si de más alta cumbre
tu voluntad te llega, irás a tu aventura
despierta y transparente a la divina lumbre,
como el diamante clara, como el diamante pura [16].

Mas es menester preguntarse si las intenciones de Heidegger y de Machado son equiparables. Es verdad que durante los primeros treinta años de la historia de Occidente en el siglo XX se viene a registrar un ambiente lo suficientemente ambiguo como para encontrar coincidencias sorprendentes en poetas y escritores que, andando el tiempo, se han situado en las antípodas unos de otros. El caso de Heidegger y Machado se aclara bastante a la luz del papel que juega la figura del poeta en la historia de la humanidad. Una comparación en este sentido entre ambos autores arroja un resultado muy interesante.

En ocasiones la historia ve cómo se densifica su estructura cuando, por encima de circunstancias y contingencias, los planteamientos vinculados a la simple voluntad superan (y a veces anulan) cualquier motivación moral, racional o simplemente estratégica. Ahí es llegada justamente la hora de los poetas, por ejemplo, en la Alemania de principios del XIX. Pero lo que en los poetas heroicos alemanes es explosión de libertad —y de vértigo— Heidegger lo convierte en una resentida concentración de irracionalidad y de sumisión a un destino empírico. Lo trascendental —terreno propio del pensamiento ético— desaparece dejando su lugar a una estructura real que plasma y conecta entre sí, como forma envolvente, lo opaco de lo sagrado (el destino es ineluctable) y, como contenido envuelto, la clara identidad de lo fáctico («lo alemán»). Heidegger anula la subjetividad de la lírica y la cosifica atribuyéndola a un destino tan incognoscible como inevitable. Desde luego, el «destino» del que habla el poeta Hölderlin («tenemos un solo destino» escribe el poeta a su amigo Böhlendorf) es muy otro que el reflejado en la sombría reflexión heideggeriana.

Es cierto que, por una parte, Heidegger subraya la dualidad presente en el propio lenguaje, lo que permite una purificación de la expresión poética en tanto que vehículo de idealidad. Hablando de la teoría lingüística implícita en la obra poética de Hölderlin, escribe Heidegger:

 
Lo dicho y lo escuchado son una misma cosa. El responder en un buen lenguaje permite pensar aquello que siempre ha de pensarse. El buen lenguaje hace del hablante un pensador de pensamientos mortales [Heidegger se está refiriendo al hecho de que los pensamientos eternos han de «aterrizar» y emocionar a los hombres de carne y hueso]. El poeta es un ser espiritual y, por esa misma razón, un ser poético. El poeta conoce lo inesencial del lenguaje —el parloteo— y lo distingue del verdadero [17].

Mas, por otra parte, el espíritu poético de Hölderlin viene a ser puesto por Heidegger al servicio de un fin bastardo, pues un destino que no sea moral (universal y transparente) no es sino sorda inconsciencia biológica o resignada aceptación de lo existente. En la ambigüedad de la expresión «lo que va a llegar» reside la perversión interpretativa de Heidegger:

 
En un fragmento tardío escribe Hölderlin:
El espíritu de la noche que invade el cielo
ha logrado, hasta ahora, engatusar a la Tierra
con múltiples parloteos
y esparcir los escombros alrededor…
Pero, a pesar de todo,
vendrá lo que yo más deseo
Lo que más anhela el poeta es, en esencia, el destino. Y no es que lo anhele sin más, sino que debe anhelarlo porque es lo-que-va-a-llegar. Debe anhelarlo porque es el poeta del sueño de lo sagrado [18].

Ese «a pesar de todo» (doch en alemán) no implica testarudez ni misterio como parece sugerir Heidegger, sino tranquilidad e íntima confianza. Ahí surge el irresistible encanto poético al dar por segura la venida de algo sumamente problemático e improbable. «A pesar de todo vendrá…» ¿Vendrá o merece venir? ¿Vendrá porque merece venir? También Machado afirma la figura del poeta como pontífice entre los hombres y la idea de humanidad, como portavoz de la buena nueva. ¿Cuál es esa buena nueva? ¿Quién merece ser llamado poeta para situarse a la altura de dicha noticia?

 

Una vez más, ¿para qué sirve la poesía?

La figura moral del poeta, amigo de los hombres y parapeto del tiempo como sinsentido, recibe un retrato hermoso y ajustado en las bien conocidas estrofas siguientes:

Al corazón del hombre con red sutil envuelve
el tiempo, como niebla de río una arboleda.
¡No mires, todo pasa; olvida, nada vuelve!
Y el corazón del hombre se angustia…¡Nada queda!
[...]

El tiempo lame y roe y pule y mancha y muerde;
socava el alto muro, la piedra agujerea;
apaga la mejilla y abrasa la hoja verde;
sobre las frentes cava los surcos de la idea.

Pero el poeta afronta el tiempo inexorable
como David al fiero gigante filisteo;
de su armadura busca la pieza vulnerable,
y quiere obrar la hazaña a que no osó Teseo.
[...]

El alma. El alma vence (¡la pobre cenicienta,
que en este siglo vano, cruel, empedernido,
por esos mundos vaga escuálida y hambrienta!)
al ángel de la muerte y al agua del olvido.
Su fortaleza opone al tiempo, como el puente
al ímpetu del río sus pérreos tajamares;
bajo ella el tiempo lleva bramando su torrente,
sus aguas cenagosas huyendo hacia los mares.
Poeta, el alma sólo es ancla en la ribera,
dardo cruel y doble escudo adamantino;
y en el diciembre helado, rosal de primavera;
y sol del caminante y sombra del camino.
Poeta, que declaras arrugas en tu frente,
tu noble verso sea más joven cada día;
que en tu árbol viejo suene el canto adolescente,
del ruiseñor eterno la dulce melodía [19].

La importante herencia recibida por Machado de Hölderlin y, en general, de la poesía heroica alemana (de la que tuvimos ocasión de hablar en esta misma revista [20]) viene a concentrarse en dos puntos esenciales.

Por un lado, en el hecho de hacer recaer el problema de la libertad en el terreno que le es propio, en la subjetividad. Ahí hacen su aparición determinaciones como honradez, praxis, decisión, etc., encargadas de expresar unas motivaciones subjetivamente necesarias pero cuya realización suele ser contingente y muy problemática —en ocasiones, imposible— desde el punto de vista de la historia objetiva. Por eso la noción de «destino» no puede entenderse aquí sino metafóricamente. Cuando la historia se densifica y se convierte en destino fáctico, el poeta alza su voz para rememorar el destino moral de la humanidad. En el trágico choque entre ambos destinos se halla el poeta que realmente lo es.

Y, por otro lado, la herencia heroica recibida por Machado le hace recapacitar en que, en efecto, el lenguaje resulta ser un instrumento amplio y ambiguo que sólo puede llegar a recibir su plenitud expresiva mediante un acto poético pre-lingüístico guiado por la honradez. Aquí la subjetividad da un decisivo paso adelante y reconstruye una lengua capaz de expresar la más alta exigencia ética. Si Heidegger tiene razón al escribir que el lenguaje es la casa del Ser, Machado también la tiene —y acaso más— cuando afirma que el lenguaje es la casa del Deber Ser [21]. Para ello ha de comenzar, como el viejo Parménides, implorando la ayuda divina en la ardua tarea de escoger un lenguaje poético. No sólo no vale cualquier lenguaje sino que, como ya vislumbrara el gran Hölderlin, el peligro del parloteo no desaparece jamás:

Antes me llegue, si me llega, el día,
la luz que ve, increada,
ahógame esta mala gritería,
Señor, en las esencias de tu Nada [22].

El alma del poeta viene a plasmar en su interior toda la difícil tarea, todo el camino de perfección que supone la recuperación de una subjetividad que, en sus comienzos, y de una manera opuesta a la señalada por Heidegger, empieza recogiéndose en su interior y renunciando al contacto con el mundo. En los albores de su existencia todo le daña, todo le pone en peligro:

Si yo fuera un poeta
galante, cantaría
a vuestros ojos un cantar tan puro
como en el mármol blanco el agua limpia.
Y en una estrofa de agua
todo el cantar sería:
«Ya sé que no responden a mis ojos,
que ven y no preguntan cuando miran,
los vuestros claros, vuestros ojos tienen
la buena luz tranquila,
la buena luz del mundo en flor, que he visto
desde los brazos de mi madre un día» [23].

Ese instintivo volver la cabeza hacia la infancia, ese rechazo al plano lingüístico (plano de argumentación, de mediación, de conflicto) expresado mediante la plasmación de escenas silenciosas donde lo que prima es sencillamente un ver carente de palabras, y, en definitiva, esa oscura certeza de la derrota que sobrevendrá durante el desarrollo de la vida; todo eso es precisamente lo que dificulta enormemente que el planteamiento de Machado aborde la historia con un mínimo de sagacidad. Pero hay que añadir a continuación que la ingenuidad del planteamiento (ingenuo: el que se instala en los orígenes) es el responsable de que la tensión entre subjetividad y objetividad no sólo no desaparezca sino que juegue el decisivo papel de motor de la praxis. Mas es evidente que para ello resulta indispensable superar el primitivo estado egocéntrico del alma en tanto que opuesta agustinianamente al mundo (egocentrismo metaforizado en la infancia y en la presencia de la madre como prolongación y a la vez instancia protectora del «yo»). Por eso, en una segunda etapa, el alma se dispone a salir de su autismo sin saber muy bien quién es ni qué rumbo tomar:

En nuestras almas todo
por misteriosa mano se gobierna.
Incomprensibles, mudas,
nada sabemos de las almas nuestras.
Las más hondas palabras
del sabio nos enseñan
lo que el silbar del viento cuando sopla
o el sonar de las aguas cuando ruedan [24].


Aquí aparece tímidamente la posibilidad del lenguaje, pero inmediatamente es comparado al viento y al agua, lo que significa que, aunque mencionado, su capacidad explicativa e iluminativa viene a ser prácticamente nula.

Sin embargo, existe, en una tercera etapa y en forma de descubrimiento obtenido paulatinamente, una determinada intuición poética que, como una llave, consigue abrir las ventanas de las almas (hasta ahora «incomprensibles, mudas») liberándolas de su mutismo egocéntrico. Tal intuición consiste precisamente en el descubrimiento de que el alma es «doble» —tal diría san Agustín— y de que existe algo que habita en el interior del sujeto cuya voz, no reconocida por éste como propia, es capaz de obligarle o de avergonzarle por medio de una coacción invisible. Machado recurre, como en otras ocasiones, a la metáfora del diamante:

Hoy pienso: este que soy será quien sea;
no es ya mi grave enigma este semblante
que en el íntimo espejo se recrea,
sino el misterio de tu voz amante.
Descúbreme tu rostro, que yo vea
fijos en mí tus ojos de diamante [25].

De esta manera el otro «yo» (llámese conciencia moral, estructura lingüística, superego o como sea) constituye —y aquí arribamos a la cuarta y definitiva etapa— la fuente subjetiva pero necesaria —Kant la llamaría «trascendental»— que exige, por medio de un mecanismo de auto-inspección honrada, el esfuerzo continuado por el advenimiento de un mundo posible e infinitamente mejor que el mundo existente. Cuando Mairena aconseja zumbonamente a sus alumnos que inventen unos padres mejores que los suyos actuales está apuntando precisamente a la posibilidad de otro mundo anticipado y a la vez reclamado por el poder utópico de la razón.

Ahora bien, la razón siempre acaba perdiendo ante la realidad objetiva. Por mucho y muy honrado que sea el esfuerzo de la subjetividad, la derrota es inevitable. De nuevo aparece la sombra de Heidegger colocando unas cuantas nubes negras en el horizonte. He aquí unos versos de muy difícil superación metafísica:

Viví, dormí, soñé y hasta he creado
—pensó Martín, ya turbia la pupila—
un hombre que vigila
el sueño, algo mejor que lo soñado.
Mas si un igual destino
aguarda al soñador y al vigilante,
a quien trazó caminos
y a quien siguió caminos, jadeante,
al fin sólo es creación tu pura nada,
tu sombra de gigante,
el divino cegar de tu mirada [26].

Pero si la subjetividad es verdaderamente idealista, si es capaz de encontrar en su interior una voz tan pura y a la vez tan duradera como el diamante, entonces no importa la derrota fáctica, porque la poesía consigue que merezcamos la victoria, aunque sea en un plano moral. Podrá parecer esto una declaración de impotencia a priori, pero no hemos de olvidar que el marco ontológico que nos contiene y determina es, como señalara Heidegger, la presencia de la muerte, lo que supone que una subjetividad honrada debe actuar sin el apoyo de ilusiones trascendentales [27]. La conciencia de la Nada es, pues, una conciencia doblemente heroica, pues al heroísmo nihilista ha de añadirse el heroísmo de una conducta moral capaz de desplegarse mediante una praxis que no espera nada del exterior, ni premios ni castigos ni reproches. Su radio de acción es ilimitado y su forma de sentir, comprensiva y universal. En su diálogo con Juan de Mairena, Jorge Meneses, el célebre inventor de la máquina de trovar (suprema ironía o suprema sagacidad encargada de señalar que lo esencial de la poesía no se encuentra en el «aparato» lingüístico-formal, sino en el espíritu) traza las líneas esenciales de lo que muy poco después tomará carta de naturaleza bajo el título de «hermenéutica»:

 
El corazón del poeta, tan rico en sonoridades, es un insulto a la afonía cordial de la masa, esclavizada por el trabajo mecánico. La poesía lírica se engendra siempre en la zona central de nuestra psique, que es la del sentimiento. No hay lírica que no sea sentimental. Pero el sentimiento ha de tener tanto de individual como de genérico, porque aunque no existe un corazón en general que sienta por todos, sino que cada hombre lleva el suyo y siente con él, todo sentimiento se orienta hacia valores universales o que pretenden serlo. Cuando el sentimiento acorta su radio y no trasciende del «yo» aislado, acotado, vedado al prójimo, acaba por empobrecerse y, al fin, canta de falsete. Tal es el sentimiento burgués, que a mí me parece fracasado. Tal es el fin de la sentimentalidad romántica. En suma, no hay sentimiento verdadero sin simpatía, el mero pathos no ejerce función cordial alguna, ni tampoco estética. Un corazón solitario —ha dicho no sé quién, acaso Pero Grullo— no es un corazón, porque nadie siente si no es capaz de sentir con otro, con otros… ¿por qué no con todos? [28].

 


Machado y Gadamer. Hermenéutica como instrumento del comprender

Comparemos el texto de Machado recién transcrito con el que vamos a ver a continuación. Se trata de un texto de Gadamer y se refiere, como el de Machado, al papel del poeta en el seno de la humanidad:

 
La existencia de la literatura no es la muerta permanencia de un ser enajenado entregado a la realidad vivencial de una época posterior, sino que, por el contrario, es una función de la conservación y transmisión espirituales que aporta a cada presente la historia que se oculta en ella [...] Lo que se incluye en la literatura universal tiene su lugar en la conciencia de todos. La existencia misma de una literatura traducida demuestra que en tales obras viene a reflejarse algo que posee validez siempre y para todos [29].

El paralelismo es evidente, y lo es más allá de una improbable influencia de un autor sobre otro. Ni Machado pudo conocer la obra de Gadamer ni éste, probablemente, conoció la de aquél. Se trata más bien del hecho de que ambos autores transitan por aquellos caminos abiertos desde el Renacimiento y que pasan por la poesía heroica alemana donde vienen a vincularse literatura y humanidad contra toda resistencia pesimista y reaccionaria (como la del propio Heidegger, por ejemplo). En efecto, Machado y Gadamer comparten también la intuición básica de la «verdad» como elemento espiritual instalado en el mundo de las ideas, esto es, como verdad moral. En este sentido, es perfectamente conocida la posición de Machado, que expresa la verdad como «sueño», «invención», «arquetipo», etc. He aquí ahora la posición de Gadamer:

 
Cuando el filólogo —amigo de bellos discursos— se somete al patrón de la investigación histórica acaba malentendiéndose a sí mismo, pues parece que la cosa tiene que ver más bien con la «forma» cuando reconoce en sus textos una cierta ejemplaridad. La vieja pasión del humanismo consistía en dar por sentado que en la literatura clásica todo estaría dicho de manera ejemplar. Sin embargo, lo que se decía de manera ejemplar constituye algo más que un modelo formal. Los bellos discursos no llevan ese nombre sólo porque lo que se dice en ellos está bellamente dicho, sino también porque es bello lo que en ellos se dice. No se trata de «hermosa palabrería». Por eso, con respecto a la tradición poética de los pueblos, hemos de reconocer que no admiramos en ella sólo la fuerza poética o el arte de la expresión y la fantasía, sino también, y sobre todo, la verdad superior que habla desde ella [30].

De nuevo un paralelismo interesante. Y es que ambos autores conservan la doble clave de bóveda del idealismo alemán, a saber, por un lado, la ya mencionada instalación de la verdad en el «cielo platónico» de lo trascendental, lejos de la mera facticidad, y por otro, el hecho de subrayar la diferencia entre lo real empírico, muerto, objeto de observación y explicación científica pero no de intuición poética (reell en alemán), y lo real verdadero o espiritual que aún vive en la conciencia de los hombres y les mueve a emocionarse y a actuar (wirklich en alemán). Machado lo expresa de manera bien elocuente en su Juan de Mairena:

 
Cierto que lo pasado es, como tal pasado, inmodificable. Quiero decir que si he nacido en viernes ya es imposible de toda imposibilidad que haya venido al mundo en cualquier otro día de la semana. Pero esto es una verdad estéril de pura lógica, aunque nos sirva para hombrearnos con los dioses, los cuales fracasarían como nosotros si intentasen cambiar la fecha de nuestro natalicio. ¿Algo más? Que siempre es interesante averiguar lo que fue. Conformes. Mas, para nosotros, lo pasado es lo que vive en la memoria de alguien y en cuanto que actúa en una conciencia [31].

En esa distinción fundamental viene a apoyarse el proyecto hermenéutico de Gadamer. Precisamente en la eternidad espiritual de cualquier obra humana capaz de convencer, conmover o emocionar a cualquier hombre o mujer de cualquier época es en lo que consiste la «verdad» de ciertas obras que, dándose en el tiempo, se niegan a morir porque merecen eternidad. Machado fue, pues, un hermeneuta avant la lettre. Y para Gadamer ¿qué es la hermenéutica?

Imaginemos un triángulo cada uno de cuyos vértices inferiores —por decirlo así— representan el autor de una obra literaria (vértice a) y el receptor (vértice b). La línea horizontal a-b refleja en este caso la lejanía histórica y circunstancial que separa a autor de receptor. En principio, la única manera de intentar comenzar a paliar tal lejanía —puede llegar a ser una lejanía de siglos o de milenios— no es otra que la lectura por parte de b de la obra de a [32].

Ahora bien, aquí se abren varias posibilidades. O bien el receptor de la obra se identifica con ella y con su autor hasta el extremo de anular cualquier perspectiva temporal y contemplar la obra y su época —su atmósfera, podríamos decir— como elementos absolutos (nos encontraríamos entonces en un marco de erudición), o bien el receptor eleva narcisistamente su propio criterio histórico (sus prejuicios, sus intereses, su forma de pensar) a un nivel absoluto, y entonces el autor y su obra son vistos como objetos de los que poder extraer alguna determinación aprovechable para la actualidad del receptor (con lo que nos hallaríamos con una relación parecida a una «anexión»). La primera opción representa la concepción que de hermenéutica sostenía Schleiermacher. La segunda, la de Hegel [33].

Existe una tercera posibilidad, precisamente la defendida por Gadamer y su modelo triangular. En este caso obra y receptor se enfrentan con objeto de mantener una situación de mutua exigencia en la que el receptor se compromete a tomarse la obra absolutamente en serio en un sentido muy específico. Se trata de leerla a la luz de las propias exigencias metodológicas y morales presentes en ella. De ahí la atención del receptor a aquellos aspectos espirituales que, al trascender lo particular del texto escrito (atribuíble al contexto), reflejan la posibilidad de establecer otros tantos grados de elevación hacia un tercer vértice (vértice c) que representa la idea moral de humanidad. En este sentido, el trayecto a-c refleja la interpretabilidad ascendente de una obra leída por un receptor que, a su vez, se compromete a abandonar su propia particularidad elevándose por el otro lado (trayecto b-c), gracias a la obra leída pero también a su propio esfuerzo hermenéutico, hacia su propia perfección moral. A esto lo llama Gadamer «círculo de comprensión hermenéutica» [34]. Así lo expresa este filósofo:

 
La tradición escrita no es sólo una porción de mundo pasado, sino que se halla siempre por encima de éste en la medida en que se ha elevado a la esfera de sentido que ella misma enuncia. Se trata de la idealidad de la palabra, que eleva todo lo lingüístico por encima de la determinación efímera y finita que corresponde a los restos de lo que ha sido. […] Allí donde nos alcanza una tradición escrita no sólo se nos da a conocer algo individual, sino que se nos hace presente toda la humanidad pretérita en su relación general con el mundo [35].

Por esta razón

 
si uno se desplaza a la situación del otro, le comprenderá y se hará consciente de su alteridad, de su individualidad irreductible. Mas este desplazarse no es ni empatía de una individualidad en otra, ni sumisión de una por otra, sino que, por el contrario, significa siempre un ascenso hacia una generalidad superior que rebasa toda particularidad. El concepto de «horizonte» se hace aquí particularmente interesante, porque expresa esa panorámica que ha de tratar de alcanzar el que comprende [36].

Leer, pues, representa para Gadamer uno de los actos más decisivos que puedan tener lugar en la biografía de cada individuo. Por eso recurre a la noción de «vivencia» (Erlebnis) capaz de generar una revolución interior de importantes consecuencias en la vida humana. Alguien dijo que comprender La cabaña del tío Tom supone plantearse muy seriamente la abolición de la esclavitud. No se trata simplemente de aleccionar, sino de sensibilizar y contribuir a la maduración moral. La auto-comprensión del hombre es indispensable para su perfeccionamiento moral. Se trata de una lenta elaboración «interior». Gadamer afirma que la hermenéutica

 
enfila su proa a aquellas preguntas que constituyen y determinan todo el saber y la acción humanos, o sea, a aquellas grandes cuestiones que resultan decisivas para los hombres como seres llamados a elegir el bien [...] La naturaleza metodológicamente coactiva del conocimiento científico no tiene en realidad nada que hacer allí donde vienen a abordarse las auténticas cuestiones de la existencia humana, cuestiones-límite como la finitud, la historicidad, la culpa, la muerte, etc. Aquí ya no se trata del desarrollo de un conocimiento conducido por pruebas, sino de una relación entre existencias [37].

Pero tampoco es suficiente la simple subjetividad:

 
El propio Kierkegaard había demostrado que la «estética de la vivencia» es insostenible reconociendo las consecuencias destructivas del subjetivismo y describiendo por primera vez la auto-aniquilación de la inmediatez estética. Su teoría del estadio estético de la existencia está esbozada desde la perspectiva de un moralista que ha descubierto lo insalvable e insostenible de una existencia reducida a la pura inmediatez y discontinuidad. [...] Al reconocer que el estadio estético de la existencia es insostenible en sí mismo, se viene a reconocer también que el fenómeno del arte plantea a la existencia una tarea, la de ganar, frente a los estímulos y a la potente llamada de cada impresión estética presente (pero precisamente también a pesar de ella), aquella continuidad de la auto-comprensión que es lo único capaz de sustentar la existencia humana [38].

¿Cuál es la clave de bóveda de todo este planteamiento? Habremos de buscar en aquella dirección capaz de mostrarnos la necesidad de postular la existencia de un mundo ideal (vértice c del triángulo hermenéutico) encargado de definir el horizonte ético de cualquier obra de arte que lo sea verdaderamente. La existencia de verdades eternas la encuentra Gadamer nada menos que en la labor hermenéutica desplegada por Spinoza en torno a la Biblia:

 
Para Spinoza no cabe duda de que existe en la Biblia una evidencia de verdades morales iluminadas por la razón. Se trata, en cierto sentido, de una evidencia no muy diferente de la evidencia euclídea. En ambos casos carece por completo de sentido preguntarse por el origen histórico de tales verdades. Por eso las verdades morales registradas en la tradición bíblica forman una pequeña parte de dicha tradición, que en conjunto resulta ajena a la razón. Así, por lo tanto, para entender las verdades morales de la Biblia se hace necesario proceder a una reflexión crítica de su contenido (por ejemplo, de todo lo concerniente a los milagros) [39].

Y las verdades morales de Spinoza ¿qué otra cosa son sino la «fe metafísica» en la idea de Machado e incluso el presupuesto de perfección gadameriano por el cual hemos de suponer que cualquier texto con aspiraciones hermenéuticas ha de contar con nuestra confianza a priori en la medida en que él y nosotros (como lectores) mantenemos dicha fe metafísica? En tiempos de terribles turbulencias Machado sabía que se debía mantener a toda costa el ideal de una humanidad racional como cabeza de puente a la espera de generaciones venideras. Gadamer, a su manera, proyecta algo muy parecido con su planteamiento hermenéutico. A uno y a otro hemos de estarles perpetuamente agradecidos. Y, desde luego, aplicarnos el cuento.

Madrid, abril de 2007

 

Notas

[1] Para la confección de este artículo hemos consultado las siguientes obras:

Antonio Machado, Poesías completas (I) y Prosas completas (II), edición crítica de Oreste Macrì, Madrid, Espasa Calpe, 1988; Prosas dispersas (1893-1936), edición de Jordi Doménech, Madrid, Páginas de Espuma, 2001.
Antonio Sánchez Barbudo, El pensamiento filosófico de Antonio Machado, Madrid, Guadarrama, 1974.
Martin Heidegger, Sein und Zeit [1927], Tübingen, Max Niemayer, 2001; Erläuterungen zu Hölderlins Dichtung [1936-1943], Frankfurt, Vittorio Klostermann, 1996; Einfuhrung in die Metaphysik [1935], Tübingen, Max Niemayer, 1998.
Hans G. Gadamer, Wahrheit und Methode (I y II), Tübingen, J. C. B. Mohr / Paul Siebeck, 1993 y 1996.
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[2] Esto queda bien reflejado en la denominada «paradoja de Hume». Donald Davidson la explica así. Incluso renunciando a cualquier presupuesto y proponiéndose confiar exclusivamente en la información suministrada por sus sentidos, el sujeto está partiendo de un doble presupuesto silencioso. Primer presupuesto: considerar que los sentidos son los únicos merecedores de confianza. Segundo presupuesto: porque la naturaleza es desordenada y no permite abandonarse a la generalización. Aun el empirismo más extremo refleja una estructura de «bucle». Se decide partir de uno o dos presupuestos y se obtienen después como conclusión.
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[3] Supongamos que nos encontramos en una habitación llena de objetos de muy diversas figuras y decidimos fijarnos solamente en los objetos redondos. Es evidente que nuestra subjetividad ha decidido que sólo los objetos redondos son dignos de atención. No hemos inventado ni imaginado la redondez, los objetos redondos están ahí, pero sí hemos decretado su relevancia.
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[4] Carta a Miguel de Unamuno (1918), en Prosas dispersas, pp. 427-28.
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[5] Desde luego que la honradez de la decisión por la defensa de la religión no anula en absoluto el carácter problemático del decisionismo que le sirve de base. Decidirse por Cristo es, en principio, tan irracional (en el sentido de pre-lógico) como decidirse por Caín o por la razón o por lo que sea. Claro que el indiferentismo semántico proveniente de retener el aspecto decisionista puede ser juzgado pragmáticamente como algo poco honrado, pues abre las puertas del irracionalismo. A su vez la opción por juzgar esta misma decisión en función de la honradez es otra decisión, etc. Viene a establecerse así una especie de enzarzamiento en el aire de muy difícil solución. La última palabra la tiene, como siempre o casi siempre, el grado de maduración moral del sujeto encargado de juzgar.
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[6] Antonio Sánchez Barbudo, El pensamiento filosófico de Antonio Machado, pp. 96 y ss.
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[7] Ibíd., p. 113.
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[8] Ibíd., p. 100.
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[9] «Al gran Cero», en Oreste Macrì (en adelante, OM), 1: pp. 692-93.
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[10] «De un cancionero apócrifo. Abel Martín», en OM, 1: p. 686.
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[11] Einführung in die Metaphysik, pp. 104 y 92.
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[12] Ibíd., pp. 142-43.
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[13] «Nota sobre Juan de Mairena», en OM, 2: p. 2.364 (subrayados de Antonio Machado).
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[14] Sein und Zeit, p. 266. Machado reprocha a Heidegger, y con toda razón, un excesivo solipsismo. En realidad las nociones heideggerianas de «autenticidad», «deuda», etc., parecen señalar no sólo el horizonte de la muerte personal, sino, sobre todo, el encuentro con el prójimo. Por eso comenta Machado: «Cada cual deviene otro y nadie él mismo, dice Heidegger —si no recuerdo mal— con frase de intención despectiva que mi maestro no hubiera totalmente aprobado. [Y añade un asterisco:] Heidegger no repara en que pretender llegar a ser (werden) otro es el único hondo afán que puede agitar las entrañas del ser, según explicaba o pretendía explicar mi maestro Abel Martín», OM, 2: p. 2.362.
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[15] Ibíd., p. 288. Véase también pp. 305 y ss. y 336 y ss.
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[16] «Una España joven», en OM, 1: p. 595.
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[17] Erläuterungen zu Hölderlins Dichtung, p. 126.
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[18] Ibíd.
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[19] «A Narciso Alonso Cortés, poeta de Castilla», en OM, 1: pp. 599-600.
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[20] «El poeta, el héroe y el destino. Reflexiones sobre el pragmatismo trascendental en el pensamiento de Antonio Machado», en Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado, marzo 2006.
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[21] Recordemos un bello ejemplo de «Canciones del alto Duero»: «¿Cuál es la verdad? ¿El río, / que fluye y pasa, / donde el barco y el barquero / son también ondas del agua? / ¿O este soñar del marino / siempre con ribera y ancla?», en OM, 1: p. 645.
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[22] «Muerte de Abel Martín», en OM, 1: p. 734.
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[23] «Galerías», en OM, 1: p. 477.
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[24] «Galerías», en OM, 1: pp. 486-87.
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[25] «Los sueños dialogados», en OM, 1: p. 663.
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[26]
«Muerte de Abel Martín», en OM, 1: p. 735. [volver]

[27] Puesto que las ilusiones trascendentales —muy especialmente las de la religión— echan a perder la honradez de la subjetividad moral. Es muy interesante observar cómo la «mácula» de la ilusión trascendental —en el fondo puro utilitarismo— viene a recaer, en Machado, no sólo sobre la conciencia, sino incluso sobre la dignidad de la verdadera religión. Por eso habla el poeta de blasfemia: «Señor de la ruina, / adoro porque aguardo y porque temo; / con mi oración se inclina / hacia la tierra un corazón blasfemo» («El Dios ibero», en OM, 1: p. 497). Es interesante la seguridad de Machado a la hora de invocar al pueblo ruso como verdadero defensor del Evangelio más allá del comunismo y en las antípodas de la hipocresía occidental en el aspecto religioso. Véase, en este sentido, «Sobre literatura rusa» (1922) y «Sobre una lírica comunista que pudiera venir de Rusia» (1934), ambas en Antonio Machado, Prosas dispersas, pp. 474 y ss. y 749 y ss. respectivamente. Las notas críticas añadidas por Jordi Doménech son verdaderamente interesantes.
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[28] «Diálogo entre Juan de Mairena y Jorge Meneses», en OM, 1: pp. 709-10.
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[29] Wahrheit und Methode, I, pp. 166-67. En cuanto a literatura traducida, y aun expresando ciertos reparos, Machado se adelanta a Gadamer: «Sólo si una obra contiene valores esenciales, hondamente humanos y una sólida estructura interna puede, aun disminuida por la traducción, ser admirada en lengua extranjera. Tal calidad pudiera tener la novela rusa. Traducida y mal traducida ha llegado a nosotros. Sin embargo, decidme los que hayáis leído una obra de Turguéniev, Nido de hidalgos, o de Tolstoi, Resurrección, o de Dostoievski, Crimen y castigo, si habéis podido olvidar la emoción que esas lecturas produjeron en vuestras almas» («Sobre literatura rusa», en Prosas dispersas, p. 476).
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[30] Ibíd., p. 343.
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[31] Juan de Mairena, en OM, 2: p. 2.018.
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[32] Lectura o cualquier otra forma de contacto: visual, auditivo, etc. El planteamiento de Gadamer abarca todas las artes y técnicas humanas que posean intención comunicativa. Pero el propio Gadamer admite sentirse más cómodo cuando el vehículo transmisor de la comunicación es la literatura, pues aquí el valor de verdad intersubjetiva es mayor que en las otras artes, más subjetivas y menos «comprometidas» en un sentido hermenéutico.
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[33] Véase Wahrheit und Methode, I: pp. 169 y ss.
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[34] Para seguir con el modelo triangular, podemos imaginar una serie de líneas horizontales que unen los puntos de las líneas a-c y b-c. Así, tendríamos a1-b1, a2-b2, a3-b3, etc. En realidad, la cosa funciona «a tirones». A veces la obra «tira» del receptor hacia arriba (digamos a1-b-b1), cuando, por ejemplo, ofrece mensajes implícitos que «obligan» al lector a auto-cuestionar su propio estilo de vida y pensamiento. Otras veces el encargado de «tirar» es el propio receptor (digamos b1-a-a1) encontrando en la obra una dimensión que hasta entonces había pasado desapercibida.
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[35] Wahrheit und Methode, I: p. 394.
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[36] Ibíd., p. 310. Por cierto, que el método hermenéutico (expresión que no era del agrado de Gadamer) se ve en la obligación de evitar a toda costa la denominada «trampa del contexto» derivada de la hermenéutica «erudita» de Schleiermacher. Seríamos lectores poco hermenéuticos si tendiéramos a atribuir al contexto todo planteamiento del autor sin pararnos a examinar si las afirmaciones en las que se vertebra el tal planteamiento son o no evitables o mejorables desde el punto de vista de lo que se le puede ciertamente exigir. Renunciar a enjuiciar al autor significa no tomar en serio sus escritos. Un ejemplo. El grandísimo escritor Francisco de Quevedo mantenía, como se sabe, posiciones patriarcalistas («Muy discretas y muy feas…»), anti judías («…cosa que tu nariz aun no lo niega…»), racistas («…una boda muy siniestra / pues era toda de negros»), belicistas («descolorida paz, preciosa guerra…»). ¿Eran posiciones inevitables dentro del contexto de Quevedo? Otros autores (Cervantes, por ejemplo, o los escritores humanistas del siglo XVI) demuestran que era posible pensar de otra manera (y con mayor legitimidad hermenéutica, por cierto). No se trata, desde luego, de juzgar a Quevedo desde nuestra época, sino de hacerlo sub specie aeternitatis. En ese casi imposible «punto en el aire» viene a residir toda la dificultad del método hermenéutico.
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[37] Ibíd., II: p. 318.
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[38] Ibíd., I: p. 101.
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[39] Ibíd., II: p. 123.
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Fecha de publicación: abril 2007


Abel Martín. Revista de estudios sobre Antonio Machado
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